Capítulo 20
27 de agosto
Jan Bublanski le había llevado al testigo una botella de whisky Grant’s de doce años que tenía en casa desde hacía una eternidad, una condescendencia que, evidentemente, iba en contra de sus principios. Pero como el testigo le había pedido whisky, decidió saltarse el reglamento. Desde el día anterior estaba centrado en la investigación de la muerte de Nima Rita, razón por la que no había escatimado esfuerzos en intentar encontrar al último testigo que —sabían— había visto al sherpa con vida. Dio con él en el extrarradio, en Haninge, en un pequeño apartamento de un edificio amarillo de la calle Klockarleden.
La vivienda no era de las peores que Bublanski había visto, aunque, sin lugar a dudas, tampoco era la mejor. Olía mal, y había botellas, ceniceros y restos de comida por doquier. Y, sin embargo, aquel testigo irradiaba cierta elegancia bohemia. Llevaba una camisa blanca y una boina parisina.
—Señor Järvinen —dijo Bublanski.
—Señor comisario.
—¿Le vale esto?
Le enseñó la botella y recibió una sonrisa por respuesta. Luego, los dos se sentaron en la cocina, en unas sillas azules de madera.
—En la madrugada del 15 de agosto, usted conoció a la persona que hoy en día sabemos que era Nima Rita, ¿verdad?
—Exacto…, sí… Así es. Un tipo completamente chalado. Yo no me encontraba muy allá, y estaba esperando a un hombre que solía ponerse a vender bebida por Norra Bantorget. De pronto, apareció ese mendigo: caminaba torcido y tambaleándose; yo no debería haberle dicho ni una palabra… Se veía a la legua que el tío estaba loco. Pero soy sociable por naturaleza, de modo que le pregunté correcta y educadamente cómo se encontraba, y entonces empezó a gritar como un poseso.
—¿En qué idioma?
—En inglés y en sueco.
—¿Sabía sueco?
—Saber, lo que se dice saber…, no sé yo. Pero dijo unas cuantas palabras. Resultaba imposible entender nada. Gritó algo así como que había estado ahí arriba, en las nubes, peleándose con los dioses y hablando con los muertos.
—¿Podría ser del Everest de lo que estaba hablando?
—Podría ser. No le presté mucha atención, la verdad. Yo estaba bastante nervioso, así que no tenía tiempo para tonterías.
—Entonces ¿no se acuerda de nada en concreto de lo que dijo?
—Que había salvado la vida de un montón de gente. «Yo salvado muchas vidas», me explicó, y me mostró las manos con los dedos amputados.
—¿Hizo alguna referencia a Forsell, el ministro de Defensa?
Heikki Järvinen lo miró asombrado, se sirvió —con manos temblorosas— un poco de whisky en un vaso y se lo bebió de un trago.
—Es curioso que diga eso —comentó.
—¿Por qué?
—Porque tuve la impresión de que hablaba de Forsell, pero no estaba seguro. Aunque, bueno, quizá tampoco sea tan raro: todo el mundo habla de él.
—¿Y recuerda usted qué dijo exactamente?
—Que lo conocía, creo. Que conocía a muchas personas importantes, cosa que tampoco resultaba demasiado creíble que digamos. Me puso la cabeza como un bombo, era insoportable. Así que le solté una estupidez.
—¿El qué?
—Bueno, a ver…, nada racista ni nada por el estilo. Pero quizá no fuera muy correcto. Lo llamé «chinito», y entonces se cabreó y me pegó un puñetazo que me dejó tan aturdido que no tuve ninguna posibilidad de devolverle el golpe. Si he de serle sincero, me dio una paliza de campeonato. ¿Se lo puede creer?
—Lo que creo es que debió de ser muy desagradable.
—Sangré como un cerdo —continuó Järvinen excitado—. Todavía tengo una herida. Aquí.
Se señaló el labio y, efectivamente, allí había una herida. Claro que ese hombre tenía cicatrices y moratones por todas partes, así que Bublanski no se impresionó demasiado.
—¿Y qué pasó luego?
—Se largó sin más, y tuvo una suerte tremenda, aunque, bueno, si murió al día siguiente, quizá suerte no sea la palabra más exacta, pero me lo pareció entonces… Es que se cruzó enseguida con un vendedor, cerca de Vasagatan.
Bublanski se inclinó sobre la mesa.
—¿Un vendedor de alcohol?
—Un hombre lo paró en la acera por donde el hotel ese, ya sabe, y le dio una botella, o al menos eso me pareció a mí. Pero estaban bastante lejos, así que es posible que me equivoque.
—¿Qué puede decirme de ese hombre?
—¿Del vendedor?
—Sí.
—Nada… Que era moreno, delgado y alto. Llevaba una cazadora negra, vaqueros y una gorra. Pero no le vi la cara.
—¿Le dio la impresión de que estuviera borracho o de que fuese drogadicto?
—No me lo pareció. No andaba así.
—¿Qué quiere decir?
—Que andaba con pasos demasiado ligeros y rápidos.
—¿Como si se encontrara en forma?
—Quizá.
Bublanski guardó silencio durante un buen rato contemplando a Järvinen, y tuvo la sensación de estar frente a un hombre que, a pesar de hallarse atravesando una profunda crisis, se esforzaba por mantener una fachada decente. Allí había todavía un espíritu de lucha.
—¿Vio adónde fue?
—Hacia la estación central. Por un momento pensé en seguirlo. Pero no podría haberlo alcanzado.
—Quizá su intención no fuese vender alcohol. Tal vez solo quisiera darle una botella a Nima Rita…
—¿Está diciendo que…?
—No estoy diciendo nada. Pero Nima Rita murió envenenado y, conociendo su vida, no resulta inverosímil que el veneno se encontrara en una botella de alcohol, así que, como comprenderá, me interesa mucho ese hombre.
Heikki Järvinen se tomó otro trago y dijo:
—Pues entonces quizá debería contarle otra cosa.
—¿Cuál?
—Dijo que habían intentado envenenarlo antes.
—¿Cómo?
—Bueno…, eso tampoco lo entendí muy bien. Empezó a armar jaleo y a hablar en voz alta de todas las cosas fantásticas que había hecho y de todas las personas importantes que conocía. En ese momento tuve la sensación de que había estado ingresado en un manicomio y de que se había negado a tomar su medicación. «¡Ellos querer envenenar a mí!», gritó. «Pero yo correr. Bajar montaña hasta lago». Al menos, eso me parece que fue lo que dijo. Que había podido huir de unos médicos.
—¿De una montaña a un lago?
—Creo que sí.
—Y ese hospital psiquiátrico donde había estado…, ¿le dio a usted la impresión de que se encontraba en Suecia o en el extranjero? —preguntó Bublanski.
—En Suecia, creo. Señaló hacia atrás, como si estuviese por allí. Pero, por otra parte, no paraba de apuntar en todas direcciones, como si el cielo y los dioses con los que había luchado también rondaran por el barrio.
—Entiendo —dijo Bublanski, deseoso de salir de aquel lugar en cuanto pudiera.
Lisbeth se hallaba sentada frente al escritorio de la habitación del hotel y pudo constatar que los hombres de Svavelsjö MC —entre otros, su presidente, Marko Sandström— salían del piso de Strandvägen. Se preguntó qué hacer, pero no llegó a ninguna conclusión.
Apagó el ordenador y vio que Mikael se había vestido y que estaba sentado en la cama leyendo algo en el móvil, y entonces pensó que debería dejarlo en paz. No soportaría que le hiciera más preguntas sobre su vida, ni tampoco que le viniera con esas teorías de que ella, en el fondo, era una buena persona, o lo que fuera aquello que Mikael había querido decir.
Le preguntó:
—¿Qué haces?
—¿Qué?
—¿Qué estás haciendo?
—La historia del sherpa —contestó.
—¿Y cómo te va?
—Estoy estudiando a ese tal Stan Engelman.
—Un tipo de lo más simpático, ¿verdad?
—Totalmente. Justo tu tipo.
—Y luego está ese Mats Sabin —añadió ella.
—Sí, él también.
—¿Y qué me dices de él?
—Aún no he tenido tiempo para ver mucho.
—Creo que puedes olvidarlo —dijo Lisbeth.
Mikael levantó la mirada con curiosidad.
—¿Por qué dices eso?
—Porque adivino que es una de esas cosas con las que te cruzas y que te excitan porque hay varios puntos que encajan en tu historia. Pero no me lo creo.
—¿Por qué no?
Lisbeth se levantó, se acercó a la ventana y, por una rendija de las cortinas, dirigió la mirada a Luntmakargatan mientras pensaba en Camilla y en Svavelsjö MC. Se le ocurrió una idea. Quizá debería presionarlos, a pesar de todo.
—¿Por qué no? —repitió él.
—Lo encontraste muy rápido, ¿a que sí? Antes de que ni siquiera estuvieras seguro de lo que se había dicho.
—Es verdad.
—Más bien deberías ir hacia atrás en la historia, hasta la época colonial.
—¿Cómo?
—¿No es el Everest un resto del colonialismo, con escaladores blancos y gente de otro color de piel cargando con sus cosas?
—Sí, quizá.
—Creo que deberías pensar en eso y fijarte en cómo solía expresarse Nima Rita.
—¿Puedes hablar claro por una vez en tu vida?
Mikael seguía sentado en la cama esperando la respuesta de Lisbeth, pero advirtió que ella volvía a estar ausente, tal y como había hecho esa misma mañana sentada en el sillón, y entonces pensó que lo mejor sería pasar de lo que acababa de decirle y comprobarlo personalmente. Luego empezó a introducir sus cosas en la bolsa. «Mejor moverse rápido»; ya se encontrarían más tarde… Guardó su ordenador, se levantó y se le ocurrió que podría intentar darle un abrazo a Lisbeth y pedirle que tuviera cuidado. Pero ni siquiera cuando se le acercó hubo reacción alguna por parte de ella.
—Planeta Tierra llamando a Lisbeth —dijo Mikael sintiéndose ridículo, y fue en ese momento cuando a ella se le aclaró la mirada. Acto seguido, se fijó en su bolsa.
Era como si la bolsa le dijera algo.
—No puedes irte a casa —le comentó.
—Pues me iré a otro sitio.
—Te lo digo en serio —continuó ella—. No puedes irte a casa, ni tampoco a casa de nadie con quien tengas algún tipo de relación. Te están vigilando.
—Sé cuidarme solito.
—No, no sabes. Dame tu móvil.
—¡Venga ya! Otra vez no, por favor.
—Dámelo.
Mikael pensó que Lisbeth ya había manipulado su móvil lo suficiente, de modo que se dispuso a guardárselo en el bolsillo. Pero entonces ella se lo arrebató, y él se molestó casi rayando en el cabreo, aunque a la vista estaba que no le sirvió de nada. Ella ya se había puesto manos a la obra con sus códigos de programación, así que la dejó seguir. Lisbeth siempre había hecho lo que le había dado la gana con sus ordenadores. A pesar de todo, acabó hartándose y le espetó:
—¿Qué estás haciendo?
Ella levantó la mirada. En su cara se esbozó una sonrisa.
—Me gustan —dijo.
—¿Qué es lo que te gusta?
—Esas palabras.
—¿Qué palabras?
—«¿Qué estás haciendo?» Pero ¿por qué no lo dices en plural? Con el mismo tono de voz…
—¿De qué estás hablando?
—Venga, dilo.
Ella le acercó el móvil.
—¿Qué?
—«¿Qué estáis haciendo?»
—«¿Qué estáis haciendo?» —repitió Mikael.
—Muy bien, perfecto.
Lisbeth hizo algo más con el teléfono antes de devolvérselo.
—¿Qué has hecho?
—Voy a poder ver dónde estás y oír lo que ocurre a tu alrededor.
—¿Qué coño…?
—Eso mismo.
—¿Y no voy a poder tener intimidad?
—Tendrás toda la intimidad que quieras, y no pienso escuchar si no es necesario, a menos que digas esas palabras.
—Entonces ¿puedo seguir poniéndote a parir a tus espaldas?
—¿Qué?
—Era una broma, Lisbeth.
—Vale.
Mikael sonrió.
Ella sonrió, quizá, o posiblemente no, y entonces él cogió su móvil, la miró a los ojos y le dijo:
—Gracias.
—No des mucho el cante —repuso ella.
—Te lo prometo.
—Bien.
—Es una suerte no ser una persona conocida.
—¿Qué?
Tampoco pilló la ironía, y entonces él le dio un abrazo antes de salir a la calle, donde intentó pasar desapercibido. Sin mucho éxito. Nada más llegar a Tegnérgatan, un chico quiso hacerse un selfi con él. Luego continuó hasta Sveavägen y, a pesar de que seguramente habría sido mejor no hacerlo en un lugar así, se sentó en un banco, no muy lejos de la biblioteca municipal, y se puso a buscar en el móvil más información sobre Nima Rita: se quedó enganchado a un largo artículo publicado en Outside en agosto de 2008.
En ningún otro sitio Nima Rita había podido explayarse tanto como en esa revista. Pero sus palabras no daban motivo alguno para entusiasmarse, al menos a primera vista. Eran cosas que Mikael ya había visto con anterioridad: palabras de cumplido o de lamento sobre Klara Engelman. Aun así, al cabo de un rato se sobresaltó, aunque al principio no entendió por qué. Pero se trataba de una sencilla y desesperada frase:
«Yo intenté cuidar de ella. Lo intenté. Pero mamsahib cayó, y llegó la tormenta, y la montaña se enfadó, y no pudimos salvarla. Estoy muy muy triste por mamsahib».
«Mamsahib».
Claro. Mamsahib o memsahib, el femenino de sahib, por lo que vio, la denominación que recibían los blancos en la India colonial. ¿Por qué no había pensado en eso antes? Con la de veces que había leído, mientras investigaba, que muchos sherpas se referían a los escaladores occidentales de esa manera…
«Yo coger Forsell y dejar mamsahib».
Era eso lo que debía de haber dicho, y sin duda hablaba de Klara Engelman. Pero ¿qué significaban esas palabras? ¿Había salvado a Johannes Forsell en lugar de a ella? Eso no cuadraba con el desarrollo de los acontecimientos.
Klara y Johannes se encontraban en diferentes lugares de la montaña, y seguro que Klara ya estaría muerta cuando Forsell se vio en dificultades. Pero aun así… ¿Ocurrió algo grave allí arriba que se había ocultado? Podía ser. O podría haber pasado algo muy diferente. De repente le entraron unas intensas ganas de vivir y trabajar, y comprendió que las vacaciones, definitivamente, habían acabado y que tenía que llegar al fondo de esa historia. Aunque antes le envió un mensaje a Lisbeth:
¿Por qué tienes que ser siempre tan jodidamente lista?