Capítulo 3

15 de agosto

Mikael ya no tenía una buena relación con el móvil. Hacía tiempo que debería haberse hecho con un número secreto, pero había algo que se lo impedía. Como periodista no quería cerrarle la puerta al público, aunque, a decir verdad, todas esas interminables llamadas lo atormentaban, y le daba la sensación de que, en el último año, algo había sucedido.

El tono se había recrudecido; la gente lo abroncaba y le gritaba, o le venía con las más disparatadas ideas. Por lo general, ya no contestaba si desconocía el número desde el que lo llamaban; simplemente lo dejaba sonar hasta que se cansaban y, cuando en alguna ocasión respondía, hacía una mueca sin ser consciente de ello. Como ahora.

—Mikael —dijo al tiempo que cogía una cerveza de la nevera.

—Perdón —repuso la voz de una mujer—. Si molesto puedo llamar más tarde.

—No, no, ningún problema —contestó con un tono algo más suave—. ¿De qué se trata?

—Me llamo Fredrika Nyman y soy médica forense en el Centro de Medicina Forense de Solna.

El terror se apoderó de él.

—¿Qué ha pasado?

—No ha pasado nada. Bueno, sí, lo de siempre, y seguro que no tiene nada que ver contigo. Pero es que me han traído un cuerpo…

—¿De mujer? —interrumpió Mikael.

—No, no, se trata de un hombre cien por cien. Ay, ¿por qué habré dicho «cien por cien»?… Qué mal suena, ¿verdad? Pero sí, es un hombre, de unos sesenta años, o tal vez algo menos, que ha pasado por un sufrimiento terrible. Lo cierto es que nunca he visto nada igual.

—¿Puedes ir al grano, por favor?

—Perdona, no era mi intención preocuparte. Me resulta muy difícil creer que lo conocieras. Era un vagabundo, eso está clarísimo, y, sin lugar a dudas, alguien situado muy abajo en la jerarquía social, incluso dentro de su categoría.

—¿Y qué tiene que ver ese hombre conmigo?

—En un bolsillo llevaba un papel con tu número de teléfono.

—Mucha gente tiene mi número —dijo irritado, aunque enseguida se arrepintió de su comentario.

Le pareció que estaba siendo un poco borde.

—Lo entiendo —continuó Fredrika Nyman—. Seguro que tu teléfono no para de sonar, pero es que esto se ha convertido en un asunto personal.

—¿En qué sentido?

—Es que considero que incluso la persona más miserable del mundo merece morir con dignidad.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Mikael con un exagerado énfasis, como para compensar su anterior falta de tacto.

—Bien —prosiguió ella—. Y, en ese aspecto, Suecia siempre ha sido un país civilizado. Pero a medida que pasan los años recibimos cada vez más cuerpos que somos incapaces de identificar, lo cual, si te soy sincera, me entristece mucho, porque creo que todos tenemos derecho a eso. A tener un nombre, y una historia.

—Exacto —respondió con el mismo énfasis que antes, pero ahora había perdido la concentración y, sin ser apenas consciente de lo que estaba haciendo, se acercó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador.

—Y seguro que esas cosas ocurren porque a veces es una tarea muy difícil —añadió ella—, pero a menudo se debe a la falta de recursos y de tiempo o, peor todavía, a la falta de voluntad. Y eso es justo lo que sospecho en estos momentos; este caso me da mala espina.

—¿Por qué lo dices?

—Porque el muerto aún no ha aparecido en ningún registro, y porque el hombre no parece importarle a nadie. Una persona de las capas más bajas de la sociedad, de esas a las que no queremos mirar cuando las vemos en la calle y que, sencillamente, olvidamos en el acto.

—Sí, es muy triste —convino Mikael.

Estaba repasando los archivos que había creado para Lisbeth a lo largo de los años.

—Espero equivocarme —dijo Fredrika Nyman—. Acabo de enviar unos análisis; es posible que en breve sepamos más cosas sobre ese hombre. Pero ahora estoy en casa y he pensado que podría agilizar el proceso. Tú vives en Bellmansgatan, ¿verdad? No está muy lejos del lugar donde hallaron al hombre, tal vez os hayáis cruzado. Y hasta es posible que te haya llamado.

—¿Dónde lo encontraron?

—En Tantolunden, junto a un árbol. Si lo has visto alguna vez, seguro que te acuerdas. Tenía la piel del rostro oscura y sucia, con profundas arrugas. Y una barba poco poblada. Con toda probabilidad ha estado expuesto tanto a un exceso de sol como a un intensísimo frío. Su cuerpo presenta lesiones debido a la congelación, le faltan varios dedos de las manos y los pies. Las inserciones musculares muestran señales de haber realizado un esfuerzo extremo. Me atrevería a decir que procede de algún país del sureste asiático. Es posible que en su momento fuera un hombre guapo. Sus facciones son limpias, aunque su cara está muy castigada. La piel presenta un tono amarillento como consecuencia de un hígado dañado. Gran parte de los tejidos de las mejillas están necrosados, llenos de manchas negras. Como seguramente sabes, determinar su edad, en una fase tan temprana como esta, resulta muy difícil. Pero yo diría que se acerca a los sesenta, como te he comentado antes, y que llevaba mucho tiempo viviendo al límite de la deshidratación. Era de baja estatura, apenas superaba el metro y medio.

—No sé. De momento no me suena —dijo Mikael.

Estaba buscando algún mensaje de Lisbeth, aunque no encontraba nada. Ni siquiera parecía que siguiera hackeando su ordenador. Su preocupación iba en aumento; era como si sintiera que a Salander la acechaba algún peligro.

—Aún no he terminado —prosiguió Fredrika Nyman—. No he mencionado lo más llamativo de ese hombre: su plumas.

—¿Qué le pasa?

—Era tan grande y abrigaba tanto que debería haber llamado la atención en medio de este calor.

—Es verdad, una cosa así debería recordarla.

Cerró la tapa del ordenador y dirigió la mirada hacia la bahía de Riddarfjärden. Pensó de nuevo que, a pesar de todo, Lisbeth había hecho bien en mudarse.

—Pero no la recuerdas.

—No… —contestó dubitativo—. ¿Podrías enviarme una foto?

—No me parecería ético.

—¿Cómo crees que ha muerto?

Seguía sin estar del todo presente en la conversación.

—Como causa directa, yo diría que por una intoxicación provocada por él mismo; supongo, sobre todo, que debido a la bebida. Apestaba a alcohol, pero eso no excluye que haya podido ingerir algo más. Me lo dirán dentro de unos días los del laboratorio. He solicitado una prueba de detección sistemática que incluye más de ochocientas sustancias. Pero, como causa indirecta, murió lenta e implacablemente a consecuencia de unos órganos internos deteriorados y un corazón hipertrófico.

Mikael se sentó en el sofá y le dio un trago a la cerveza. Al parecer, había permanecido en silencio demasiado tiempo.

—¿Sigues ahí? —preguntó la médica forense.

—Aquí sigo. Es que estaba pensando en…

—¿En qué?

Pensaba en Lisbeth.

—En que quizá estuviera bien que él tuviera mi teléfono —dijo.

—¿Por qué?

—Porque, por lo visto, consideró que tenía algo que contar, lo que quizá incite a los policías a esforzarse. Es que yo a veces, en mis mejores momentos, consigo meterles miedo a las fuerzas del orden.

Ella se rio.

—Eso seguro.

—Aunque a veces las irrito.

«A veces hasta yo mismo me irrito», pensó.

—Pues esperemos que ahora ocurra lo primero.

—Sí, esperemos que así sea.

Mikael quería terminar la conversación. Quería volver a sumirse en sus pensamientos. Pero Fredrika Nyman deseaba, a todas luces, continuar hablando, por lo que a él le dio reparo colgar.

—Ya te he dicho que el hombre era una de esas personas a las que olvidamos enseguida, ¿verdad? —continuó ella.

—Sí, me lo has dicho.

—Pero eso no es del todo correcto, al menos para mí. Es como si…

—¿Como si qué?

—Como si su cuerpo tuviera algo que contarme.

—¿Ah, sí?

—Sí, es como si hubiera estado expuesto tanto al hielo como al fuego. Creo, como te he dicho, que en mi vida he visto nada semejante.

—Un tipo duro.

—Sí, tal vez. Era un desharrapado y estaba indescriptiblemente sucio. Apestaba. Aun así, poseía cierto aire distinguido. Creo que es eso lo que estoy intentando decirte: que, a pesar de su humillante situación, allí había algo que le imprimía respeto. Me da la sensación de que se trata de un hombre que ha luchado y peleado mucho en la vida.

—¿Un antiguo soldado?

—No se aprecian heridas de bala ni nada por el estilo.

—¿Quizá alguien de alguna tribu indígena?

—Lo dudo. Había recibido asistencia dental y sabía escribir. Tiene un tatuaje con una rueda budista en la muñeca izquierda.

—Ah, vale. Oye, entiendo que esto te haya afectado. Voy a escuchar mi buzón de voz para ver si trató de contactar conmigo.

—Gracias —dijo ella. Y luego era probable que continuaran charlando un poco más; Mikael no se acordaba, seguía distraído.

Cuando colgaron, él se quedó sentado en el sofá, pensativo. Se oían los gritos y los aplausos de la Carrera de Medianoche, que ya había llegado a Hornsgatan. Se pasó la mano por el pelo, haría unos tres meses que se lo había cortado. Debería asumir el control de su vida. Incluso vivir, divertirse como los demás, no solo trabajar esforzándose al máximo. Y quizá también debería coger el teléfono de vez en cuando y no obsesionarse tanto con sus malditos reportajes.

Entró en el cuarto de baño, cosa que no lo animó mucho que digamos: tenía ropa tendida, el lavabo estaba manchado de pasta de dientes y crema de afeitar, y en la bañera se podían ver algunos cabellos. «¿Un plumas en pleno verano?», pensó. Había algo raro en ello, ¿no? Pero le resultaba difícil concentrarse; en su cabeza se agolpaban demasiados pensamientos. Limpió el lavabo y el espejo, recogió la ropa y la dobló. Acto seguido, cogió su móvil y llamó al buzón de voz.

Tenía treinta y siete mensajes nuevos. Nadie debería tener tantos mensajes nuevos en su teléfono. Angustiado, empezó a escucharlos todos. Dios, ¿qué le pasaba a la gente? Era cierto que muchos llamaban para darle ideas, y se mostraban amables y humildes. Pero la mayoría de ellos solo estaban cabreados. «¡Mentís sobre la inmigración! —gritaban—. ¡Ocultáis la verdad de los musulmanes! ¡Protegéis a los judíos de la élite financiera!» Tuvo la sensación de que se hundía en el fango, y a punto estuvo de colgar. Pero siguió aguantando estoicamente, hasta que, de pronto, escuchó un mensaje diferente; un mensaje que no transmitía más que un gran desconcierto.

Hello, hello —dijo alguien en un inglés con mucho acento mientras respiraba con pesadez y, acto seguido, tras un momento de silencio, añadió—: Adelante, cambio.

«Adelante, cambio…» Parecía más bien una conversación de walkie-talkie. Luego se sucedieron una serie de palabras imposibles de entender, como expresadas en otra lengua, pero eran pronunciadas con una voz que se le antojó desesperada y solitaria. ¿Podría ser ese hombre el mendigo? Tal vez. Aunque también podría ser otra persona. Imposible saberlo. Mikael se dirigió a la cocina pensando en llamar a Malin Frode o a quienquiera que pudiera lograr que se pusiera de mejor humor. Sin embargo, descartó la idea y le envió un mensaje encriptado a Lisbeth. Poco le importaba si ella quería o no quería saber nada de él.

Él seguía y seguiría unido a ella para siempre.


La lluvia caía sobre el bulevar Tverskoi, y Camilla, o Kira, como se hacía llamar en la actualidad, estaba sentada en su limusina, con la mirada posada en sus largas piernas, acompañada de su chófer y sus guardaespaldas. Llevaba un vestido negro de Dior, unos zapatos rojos de tacón alto de Gucci y un collar con un diamante Oppenheimer de color azul que brillaba con una intensa luz un poco por encima del escote.

Kira era de una belleza abrumadora —eso lo sabía ella mejor que nadie—, y a menudo, como ahora, se quedaba un rato más en el asiento trasero del coche antes de bajar. Le gustaba imaginarse cómo se sobresaltaban los hombres cuando ella hacía acto de presencia y cómo muchos no eran capaces de dejar de mirarla o ni siquiera de cerrar la boca. Solo unos pocos, eso lo sabía por propia experiencia, tenían la suficiente valentía de dedicarle algún cumplido y mirarla a los ojos. Kira siempre había soñado con brillar como ninguna otra mujer, y ahora, sentada en el coche, cerró los ojos mientras escuchaba la lluvia que repiqueteaba sobre la chapa del vehículo. Luego miró por la ventanilla a través de la luna tintada. No había gran cosa que ver.

Solo un puñado de hombres y mujeres que tiritaban de frío bajo sus paraguas y que ni siquiera parecían interesados en saber quién iba a apearse de la limusina. Irritada, dirigió la mirada hacia el restaurante. En su interior, los invitados bebían y charlaban apretujados. Y al fondo del local, en un pequeño escenario, unos músicos tocaban el violín y el violoncelo. De repente, en la entrada apareció Kuznetsov, con sus ojos de cerdo y su gorda barriga, arrastrando los pies. ¡Dios mío, vaya pinta! Era un payaso, y a ella le entraron ganas de bajarse del coche y abofetearlo.

Pero debía mantener la calma y su glamour, y no revelar ni con una simple mirada el hecho de que hacía poco que había caído en una especie de abismo y de que llevaba un tiempo furiosa porque no habían conseguido encontrar a su hermana. Había creído que sería fácil después de haber dado con su casa y su falsa identidad. Pero Lisbeth continuaba en paradero desconocido, y ni los contactos que Kira tenía en el GRU —ni siquiera Galinov— habían sido capaces de rastrearla. Sabían que se habían realizado sofisticados ataques hacker contra las fábricas de troles de Kuznetsov y contra otros objetivos que habían podido vincularse con ella. Aunque no se sabía lo que era obra de Lisbeth y lo que era obra de otros. Solo una cosa estaba clara: que todo aquello debía acabar. Necesitaba poder disfrutar, por fin, de algo de tranquilidad.

A lo lejos se oyó un trueno. Pasó un coche patrulla, y Kira sacó un espejo y se sonrió como para reunir fuerzas. Luego volvió a levantar la vista y vio cómo Kuznetsov no cesaba de moverse mientras se toqueteaba la pajarita y el cuello de la camisa. El muy idiota estaba nervioso, un hecho que, por lo menos, era una buena noticia. Ella quería que sufriera y temblara, y no que le contara sus terribles chistes.

—Ahora —dijo Kira, y vio cómo Sergei, el chófer, se apeaba para abrirle la puerta trasera.

Los guardaespaldas salieron. Kira se tomó su tiempo para asegurarse de que Sergei había abierto el paraguas. Luego extendió la pierna y sacó un pie, esperando, como siempre, que fuera recibido con un suspiro, un jadeo, un «¡Ah!». Pero, a excepción de la lluvia, allí no se oyeron más que los instrumentos de cuerda y el murmullo del local. Decidió mostrarse fría y distante, mantener la cabeza erguida, y tuvo el tiempo justo de ver cómo la cara de Kuznetsov se iluminaba, expectante e inquieta, y cómo alargaba los brazos en un gesto de bienvenida cuando, de pronto, sintió otra cosa: un enorme y auténtico pavor que le taladró el cuerpo.

Un poco más arriba, a su derecha, había algo difuso junto a la fachada de un edificio. Fijó la mirada y se percató de que una figura oscura avanzaba hacia ella ocultando una mano bajo la chaqueta, y entonces no supo si llamar a gritos a sus guardaespaldas o tirarse al suelo sin más. No hizo nada de eso; se quedó petrificada, totalmente concentrada, como si hubiera comprendido que se hallaba en una situación en la que cualquier movimiento imprudente, por pequeño que fuera, podría costarle la vida. Era probable que ya en ese mismo instante supiera de quién se trataba, a pesar de que no vislumbró más que un contorno, una mera sombra acercándose.

No obstante, había algo en sus gestos y en la determinación de sus pasos que hizo que Kira tuviera un terrible presentimiento, y enseguida comprendió que estaba perdida.