Capítulo 23

27 de agosto

Lisbeth Salander recibió un mensaje encriptado de Mikael. Pero no se molestó en leerlo. Estaba ocupada con otras cosas. Durante el día no solo se había hecho con una nueva arma, una Beretta 87 Cheetah, el mismo modelo que había llevado a Moscú, y un IMSI-catcher, sino que también había ido a buscar su moto, su Kawasaki Ninja, al garaje de Fiskargatan, donde la encontró tal y como la había dejado.

Había colgado su traje en el armario y se había puesto una sudadera con capucha, unos vaqueros y unas zapatillas de deporte. Estaba sentada en una de las habitaciones del hotel Nobis, que se hallaba en Norrmalmstorg, no muy lejos de Strandvägen, pendiente de una serie de cámaras de vigilancia e intentando despertar el mismo deseo de venganza que había sentido hacía tan solo unos días. Pero el pasado no la dejaba en paz, cosa que no le gustaba ni un ápice.

No tenía tiempo para el pasado.

Ahora debía centrarse en su objetivo, sobre todo porque ahora Galinov se encontraba allí. Galinov era un tipo despiadado. Y no es que ella supiera demasiado de él —a excepción de todos los rumores que circulaban por Darknet—, pero había podido confirmar algunos hechos de su vida, los cuales le bastaban: para empezar, Ivan Galinov había trabajado con su padre; no solo había sido su discípulo, sino también su aliado dentro del GRU.

A menudo, su misión consistía en infiltrarse en grupos de rebeldes y de contrabandistas de armas. Se decía de él que poseía una enorme capacidad para pasar desapercibido: se integraba a la perfección en todos los ambientes, y no precisamente porque se adaptara o porque tuviera talento de actor. Todo lo contrario: siempre hacía de él, nunca cambiaba, y eso, decían, inspiraba confianza, como si un hombre con esa seguridad en sí mismo tuviera que ser, a la fuerza, uno de ellos.

Hablaba once lenguas con fluidez, era culto y muy receptivo y, debido a su estatura, su apariencia y su distinguido rostro, se hacía con el dominio de cualquier estancia en la que entrara. También eso obraba a su favor, pues a nadie se le ocurriría pensar que los rusos habían enviado como espía e infiltrado a una persona que poseía esa capacidad de llamar la atención. Por si fuera poco, nunca ponía pegas a los niveles de lealtad que se le exigían: si era necesario, podía hacer gala de una enorme crueldad con la misma facilidad con que se mostraba tierno y paternal.

Se había convertido en el mejor amigo de las personas a las que no tendría ningún reparo en torturar después. Ahora hacía ya mucho tiempo que había abandonado los servicios de inteligencia o que se había infiltrado en algún sitio, de modo que, cuando se le preguntaba por su ocupación, casi siempre contestaba «hombre de negocios» o «intérprete», un eufemismo, claro está, de «gánster». Sin embargo, aunque se hallaba vinculado sobre todo al sindicato del crimen Zvezda Bratva, a menudo colaboraba con Camilla, para quien resultaba un importante recurso. Su mero nombre constituía un valioso activo.

No obstante, lo que realmente preocupaba a Lisbeth era la red de contactos de Galinov y las relaciones que tenía con el GRU. Él disponía de medios más que suficientes para, tarde o temprano, acabar localizándola, razón por la cual ella no podía seguir manteniéndose indecisa y por la que ahora, sentada en la habitación del hotel, junto a la ventana que daba a Norrmalmstorg, estaba dispuesta a hacer lo que llevaba todo el día preparando: ejercer presión sobre ellos. Intentar forzar un error. No obstante, antes de eso le echó un vistazo al mensaje de Mikael:

Preocupado por ti. Sé que odias que te lo diga.

Pero creo que debes buscar protección policial.

Bublanski se encargará. He hablado con él.

 

Por lo demás, Nima Rita estuvo ingresado bajo una identidad falsa en la clínica psiquiátrica de Södra Flygeln. Da la sensación de que los militares están implicados.

Lisbeth no contestó: unos segundos después ya se le había olvidado el mensaje. Cogió el arma y la introdujo en una bandolera de color gris. Luego se puso la capucha de la sudadera, se plantó unas gafas de sol y, tras abandonar la habitación, bajó en el ascensor y salió a la plaza con paso firme y decidido.

Parecía que el cielo empezaría a nublarse de un momento a otro. Allí fuera había mucha gente, y tanto las terrazas como las tiendas estaban llenas. Giró a la derecha y enfiló Smålandsgatan hasta Birger Jarlsgatan. Luego se metió en el metro de Östermalmstorg, donde cogió la línea que la llevaría a Södermalm.


Rebecka Forsell se encontraba sentada junto a la cama de su marido, en el hospital Karolinska, cuando Mikael Blomkvist la llamó de nuevo. Se disponía a contestar cuando, en ese momento, Johannes pegó un respingo, como si se hallara en medio de una pesadilla. Ella le acarició el pelo y dejó que el teléfono siguiera sonando. En el pasillo había tres militares observándola.

Se sentía vigilada y como desposeída de su preocupación. ¿Cómo podían tratarlos así? ¡Si hasta habían visitado a la madre de Johannes! Era escandaloso, pero el peor de todos ellos era Klas Berg, el jefe del Must, y luego, claro está, Svante Lindberg. ¡Dios, había que ver lo comprensivo y conmocionado que podía llegar a mostrarse!

Se había presentado con una caja de bombones, un ramo de flores y lágrimas en los ojos, y no había parado de lamentarse y abrazar a todo el mundo. Aunque a ella no la engañaba. Sudaba demasiado, y esquivaba su mirada, y al menos en dos ocasiones preguntó si Johannes le había dicho algo en Sandön que él necesitara saber. Y entonces ella solo quiso gritarle: «¿Qué es lo que me estáis ocultando?». Pero no dijo nada. Tan solo le dio las gracias por su apoyo y le pidió que se fuera.

No estaba para visitas, le comentó, y entonces él se marchó, aunque con cierta desgana. Y menuda suerte tuvo, porque al cabo de un rato Johannes se despertó y pronunció un «Perdón» que parecía haber dicho con absoluta lucidez. Luego hablaron de cómo se encontraba, y también, aunque brevemente, de sus hijos. Pero a la pregunta «¿Por qué, Johannes, por qué?» él no respondió.

Quizá le flaquearan las fuerzas. O tal vez solo quisiera desaparecer y evadirse de todo. Ahora se encontraba durmiendo o sumido en un profundo sopor. Sin embargo, no parecía hallarse en un estado que le proporcionara tranquilidad, y, al ir ella a cogerle la mano, recibió un mensaje. Era Blomkvist de nuevo. Le pedía disculpas y le decía que necesitaba comentarle una cosa por una línea encriptada, o verla y hablar con tranquilidad. «No, no, ahora no». No tenía ánimo. Y, desesperada, miró a su marido, que murmuraba algo entre sueños.


Johannes Forsell había regresado al Everest. Se veía andando y dando tumbos al mismo tiempo que intentaba abrirse camino a través de la azotadora e implacable tormenta de nieve. El frío resultaba insoportable, y apenas era capaz de pensar. Se limitaba a seguir avanzando por la nieve con dificultad, mientras oía el chirriar de los crampones de sus botas y el estruendo del cielo y los vientos, y se preguntaba cuánto más aguantaría.

A menudo solo era consciente de cómo respiraba, jadeando, a través de la máscara de oxígeno, así como del contorno del cuerpo de Svante a su lado. Y, a veces, ni eso.

Porque a veces el paisaje se ennegrecía, y era posible que en esos momentos anduviera con los ojos cerrados. Y si hubiera habido un precipicio delante de él, no habría dudado en dar un paso al vacío y caer sin gritar ni preocuparse. Incluso las corrientes en chorro parecían haberse callado. Se encaminaba a una silenciosa oscuridad, a un vacío, y aun así no hacía mucho que le había venido a la memoria la figura de su padre animándolo en una carrera de esquí de fondo: «No te rindas, hijo mío, aún te quedan fuerzas». Cada vez que el terror los apresaba con sus garras, él se aferraba a esas palabras. Siempre quedaban fuerzas de las que tirar. Pero ya no.

Ahora ya no quedaba nada. Depositó la mirada en la nieve que se arremolinaba en torno a sus botas y se preguntó si tardaría mucho en desplomarse y rendirse, y fue entonces cuando oyó los chillidos, los alaridos de lamento que viajaban con los vientos y que, en un principio, se le antojaron inhumanos, como si fuese la montaña la que, a voz en grito, proclamaba su propia desesperación. Ahora Johannes dijo con total claridad, aunque Rebecka no sabía si hablaba en sueños o se dirigía a ella:

—¿Lo oyes?

No oía más que lo que llevaba oyendo todo el día: el ruido de fondo de la autopista, el zumbido de los equipos médicos y las voces del pasillo. No le contestó; se limitó a secarle una gota de sudor de la frente y a atusarle un poco el flequillo. En ese momento, él abrió los ojos y a ella la invadió un atisbo de esperanza. «Háblame —pensó—. Cuéntame lo que ha pasado».

Él la miró tan aterrado que ella se asustó.

—¿Estabas soñando? —preguntó.

—Sí, otra vez los gritos.

—¿Los gritos?

—Los del Everest.

Ya habían hablado muchas veces de todo lo que aconteció en la montaña. Pero ella no recordaba ningún grito, así que pensó que sería mejor no insistir, porque vio en sus ojos que él no estaba del todo lúcido. A continuación, le dijo:

—No sé muy bien a qué te refieres.

—Yo creí que era la tormenta, ¿no te acuerdas? Que eran los vientos los que sonaban casi como si fueran humanos.

—No, cariño, no me acuerdo. Yo no estuve contigo allí arriba. Yo estuve todo el tiempo en el campamento base, ya lo sabes.

—Pero seguro que te lo conté.

Rebecka negó con la cabeza mientras sentía que deseaba cambiar de tema. Y no solo porque él delirase, sino también porque un cierto malestar se apoderó de ella, como si ya intuyera que en esos gritos había algo funesto.

—¿No quieres descansar un poco más? —le preguntó.

—Pero luego creí que eran perros salvajes.

—¿Qué?

—¡Perros salvajes a ocho mil metros de altura! ¿Te lo imaginas?

—Ya hablaremos más adelante del Everest, si quieres —le dijo ella—. Pero antes tienes que ayudarme a entender todo esto, Johannes. ¿Qué te llevó a salir corriendo de aquella manera?

—¿Cuándo?

—Cuando estábamos en Sandön. Luego te pusiste a nadar mar adentro.

Ella vio en su mirada que estaba volviendo en sí, y enseguida advirtió que eso no mejoraba nada las cosas. Era como si se encontrara más a gusto en el Everest, con sus perros salvajes.

—¿Quién me salvó? ¿Fue Erik?

—No, no fue ninguno de tus guardaespaldas.

—Entonces ¿quién fue?

Ella se preguntó cómo encajaría la noticia.

—Fue Mikael Blomkvist.

—¿El periodista?

—Sí, el mismo.

—Qué raro —dijo. Y, sí, lo cierto es que aquello era tremendamente raro. Sin embargo, no reaccionó como si lo fuera.

Sonó débil y triste. Acto seguido, ella lo vio mirándose las manos con una indiferencia que la asustó y se quedó esperando a que él continuara con sus preguntas. Y, cuando por fin lo hizo, ella no percibió mucha curiosidad en su voz.

—¿Qué pasó?

—Me llamó cuando yo estaba muy histérica. Estaba trabajando en un reportaje.

—¿Qué reportaje?

—No te lo vas a creer —le contestó ella, aunque sospechaba que él sí se lo creería, y demasiado bien.


Lisbeth se apeó en la estación de Zinkensdamm y cruzó Ringvägen hasta Brännkyrkagatan mientras los recuerdos, de nuevo, acudían sin cesar a su cabeza. Tal vez fuera debido a que había vuelto al barrio de su infancia, o tal vez al simple hecho de encontrarse muy alterada por enfrentarse a una nueva operación.

Miró al cielo. Ahora estaba oscuro. Seguro que llovería, igual que en Moscú. En la atmósfera había mucha presión, como la que precede a una tormenta. Delante de ella, en la acera, distinguió a un hombre joven, inclinado hacia delante como si estuviera a punto de vomitar. Había personas borrachas por todas partes; quizá hubiera una fiesta de barrio, o la gente hubiera acabado de cobrar o fuera fin de semana.

Giró a la izquierda y subió por una escalera que la conduciría, desde Tavastgatan, hasta la casa de Mikael. Poco a poco, fue concentrándose al máximo, atenta a cada detalle y a todo aquel que veía a su alrededor. Y, sin embargo…, no vio nada de lo que esperaba. ¿Se habría confundido? No descubrió nada sospechoso, solo aún más personas borrachas. «Pero ¡un momento!… Allí, en el cruce».

No. Era tan solo una espalda, una espalda ancha, con una americana de pana. Una mano sostenía un libro, y los criminales no suelen llevar americana de pana ni leer libros. No obstante, había algo en ese hombre que la puso tensa: su postura o la manera en la que alzaba la mirada. Pasó frente a él sin ser advertida y luego le echó un rápido vistazo: era alto y tenía sobrepeso. Y enseguida se dio cuenta de que su primera impresión había sido correcta y de que la americana y el libro no resultaban ser más que un ridículo disfraz, un torpe intento de hacerse pasar por un hípster de Söder. Lisbeth no solo comprendió qué clase de tipo era, sino que también lo reconoció.

Se llamaba Conny Andersson, y era un miembro muy reciente en la banda, un chico para todo. No ocupaba precisamente una posición muy elevada en la jerarquía del club, aunque, por otra parte, el hecho de que hubieran mandado a alguien como él no resultaba muy sorprendente: esperar a un tío que con toda probabilidad no iba a aparecer era un trabajo de mierda. No obstante, a pesar de su bajo estatus, Lisbeth sabía que no se trataba de ningún pipiolo: medía casi dos metros y tenía pinta de matón, razón por la que más de una vez lo habían enviado a cobrar deudas. Lisbeth siguió avanzando con la cabeza gacha, como si no lo hubiera visto.

Luego se volvió y, con la mirada, escaneó la calle de enfrente. Había dos chicos borrachos de unos veinte años y, un poco más adelante, una señora que rondaba los sesenta y que paseaba con demasiada lentitud, lo cual no era bueno. Pero Lisbeth no tenía tiempo para esperar a que la señora se alejara, porque tan pronto como Conny Andersson reparara en ella se vería en un aprieto. Por eso se limitó a seguir caminando tranquilamente.

A continuación dio un rápido giro a la derecha y fue directa a por él, y entonces él levantó la mirada y buscó con torpeza su arma. Pero no le dio tiempo a más. Lisbeth le propinó un rodillazo entre las piernas y, al ver el cuerpo de Conny doblándose, le asestó dos cabezazos. Él perdió el equilibrio y, acto seguido, como era de esperar, se oyó a la señora gritar:

—¡Oiga, ¿qué está haciendo?!

Pero a Lisbeth no le quedó más remedio que ignorarla. No había tiempo para tranquilizar a señoras mayores y, además, estaba bastante segura de que esta no se atrevería a acercarse. Y le daba igual que llamara a la policía. Ningún agente llegaría a tiempo para ver cómo se abalanzaba sobre Conny Andersson y lo tiraba al suelo, ningún agente vería cómo, justo después, se sentaba encima de él y le ponía el cañón de la pistola en el cuello. Y entonces él la miró aterrado.

—Te mataré —le dijo Lisbeth.

Él murmuró algo que en absoluto encajaba con su pinta de matón, y luego ella siguió diciéndole con su voz más cavernosa:

—Te mataré. Te mataré a ti y a todos los de tu club si os atrevéis a tocar a Mikael Blomkvist. Es a mí a quien buscáis, así que, venga, venid a por mí, pero no vayáis a por nadie más. ¿Te ha quedado claro?

—Sí —respondió él.

—O, mejor…, dile a Marko que me da igual si tocáis a Mikael o no, porque de todas maneras voy a ir a por vosotros. Hasta que en Svavelsjö MC no queden más que unas mujeres y unas novias aterrorizadas.

Conny Andersson no contestó, y entonces ella apretó con más fuerza el cañón de la pistola contra su garganta.

—¿Lo has entendido?

—Sí…, se lo diré —balbució Conny.

—Estupendo. Y oye…

—¿Sí?

—Hay una mujer mirándonos, así que no voy a quitarte el arma, ni tirarla, ni hacer ninguna tontería que pueda llamar la atención. Solo te daré una patada en la cabeza, pero como intentes coger el arma, te pego un tiro. Porque lo que pasará entonces es que…

Ella lo cacheó deprisa con la mano izquierda y le quitó el móvil, un iPhone nuevo con reconocimiento facial, de uno de los bolsillos de sus vaqueros.

—… podré transmitir mi mensaje de todos modos. Aunque dé la casualidad de que te mueras.

Le colocó la pistola bajo la barbilla.

—Así que, venga, Conny, una sonrisita.

—¿Qué?

Le acercó el móvil a la cara y lo desbloqueó, y en un santiamén hizo otras dos cosas que no eran tan sofisticadas tecnológicamente. Volvió a darle un cabezazo y le sacó una foto. Después se puso las gafas de sol y desapareció en dirección a Slussen y Gamla Stan mientras iba mirando los contactos del móvil de Conny Andersson. Allí había unos nombres que le sorprendieron: un famoso actor, dos políticos y un policía de la brigada de estupefacientes que, con toda probabilidad, estaría corrupto. Pero no les prestó mayor atención.

Se limitó a buscar a los otros miembros de Svavelsjö MC y, cuando los encontró, les mandó la fotografía en la que Conny levantaba la mirada aterrado y desconcertado. Luego —tras haber copiado el contenido del teléfono—, escribió:

El chaval tiene algo que contaros.

Después tiró el móvil a la bahía de Riddarfjärden.