Capítulo 30
28 de agosto
Allí hacía calor: un enorme horno para la fabricación de vidrio que funcionaba con gas estaba encendido. Los techos eran altos. Aquel espacio se encontraba prácticamente a oscuras, tan solo unos pocos focos lo iluminaban. Pero ninguna luz se filtraba de fuera: los grandes ventanales se hallaban cubiertos de hollín o tintados, por lo que la mirada de Mikael no hizo más que errar, de un lado para otro, por las vigas de hormigón, por aquella estructura de hierro y por los trozos de cristal que había en el suelo, así como por los resplandecientes bordes de metal del horno, que reflejaban su imagen como en un espejo.
Se encontraba en una nave industrial abandonada, una vieja fábrica de vidrio —supuso— que, con toda probabilidad, debía de estar bastante alejada de Estocolmo, aunque no tenía ni idea de dónde. Aun así, el viaje había durado mucho, creía. Habían cambiado de coche una o dos veces, aunque debía de hallarse bastante drogado y aturdido. Solo le quedaban recuerdos sueltos de la noche y de esa mañana, y ahora estaba allí, tumbado en una camilla, atado con correas de cuero y no muy lejos del horno. Gritó:
—¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Joder! ¿Hay alguien?
No es que pensara que gritar le sirviera de algo, pero necesitaba hacer algo distinto que retorcerse, intentar deshacerse de aquellas correas y sudar y sentir cómo el fuego le calentaba los pies. Si no, se volvería loco. El horno siseaba como una serpiente, y él estaba aterrado y empapado en sudor y tenía la boca seca. Y entonces… «¿Qué ha sido eso?» Oyó un crujido en el suelo, como trozos de cristal rompiéndose, pasos aproximándose… Y se dio cuenta enseguida: aquellos pasos no iban a aliviar su sufrimiento. Todo lo contrario: parecían avanzar con cierta desgana, con una exagerada lentitud, e iban acompañados de unos silbidos.
«¿Qué clase de persona silba en una situación así?»
—Buenos días, Mikael —lo oyó decir en inglés.
Era la misma voz con la que había hablado la noche anterior. Pero no pudo ver a nadie. Quizá fuera esa la intención. Quizá quisieran ocultarle las caras. Él contestó también en inglés:
—Buenos días.
Los pasos se detuvieron y los silbidos cesaron. Mikael percibió una respiración y un ligero aroma a aftershave y se preparó para cualquier cosa: un golpe, un cuchillazo, un empujón contra la camilla que acabara con sus pies en el horno… Pero no ocurrió nada. El hombre se limitó a decir:
—Ese ha sido un saludo inesperadamente alegre.
Mikael no fue capaz de articular palabra alguna.
—A mí también me acostumbraron a eso en la infancia —dijo la voz.
—¿A qué? —balbució.
—A fingir estar tranquilo, pasara lo que pasase. Pero ahora no es necesario. Prefiero la sinceridad, y no me importa admitir que siento cierto… desagrado. Una resistencia.
Mikael consiguió preguntar:
—¿Y eso a qué se debe?
—Me caes bien, Mikael. Tengo respeto por tu compromiso con la verdad, y esta historia… —la voz hizo una pausa dramática— debería haber sido un mero asunto familiar. Pero, como sucede a menudo con las disputas de sangre, involucra a gente ajena a ellas.
Mikael notó que había empezado a temblar.
—¿Te refieres a Zala? —logró preguntar entre gemidos.
—Ah, sí, el camarada Zalachenko. Pero tú no llegaste a conocerlo, ¿verdad?
—No.
—Pues debería felicitarte por ello. Conocerlo fue una experiencia colosal, aunque dejó secuelas.
—¿De modo que lo conociste?
—Lo adoraba. Pero, por desgracia, era un poco como adorar a un dios. No te devuelve nada. Solo un gran resplandor que te deslumbra y que hace que te vuelvas irracional y ciego.
—¿Ciego? —repitió Mikael sin apenas ser consciente de lo que decía.
—Eso es, ciego y loco. Me temo que es probable que siga estándolo un poco. Mis lazos con Zalachenko parecen imposibles de cortar, y me expongo a riesgos innecesarios. Ni tú ni yo, Mikael, deberíamos estar aquí.
—Entonces ¿por qué lo estamos?
—Lo más fácil es decir que por venganza. Tu amiga debería hablarte un poco del enorme poder destructivo que eso tiene.
—¿Lisbeth? —dijo.
—Exacto.
—¿Dónde está?
—Sí, ¿dónde está? Es justo lo que nos preguntamos.
A continuación hubo otra pausa, quizá no tan larga, pero sí lo suficiente como para que Mikael pensara que el hombre iba a demostrarle hasta qué punto estaba loco y ciego. Este dio un paso hacia delante, y lo primero en lo que pensó Mikael fue en el traje blanco de lino, el mismo que llevaba la noche anterior, y en una imagen aterradora: su propia sangre manchándole la americana.
Luego se fijó en su cara. Era armónica y de limpias facciones, aunque con una ligera asimetría en torno a los ojos y una desdibujada cicatriz en la mejilla derecha. Tenía un abundante pelo gris, con algunos mechones completamente blancos. Su cuerpo era esbelto y delgado. En otro contexto podría haber pasado, sin ningún problema, por un excéntrico intelectual, al estilo de Tom Wolfe. Pero ahora había algo heladoramente inquietante en él, y una anormal lentitud en sus movimientos.
—Supongo que no estás solo —dijo Mikael.
—He venido con unos cuantos compañeros, unos jóvenes que, por una serie de inexplicables motivos, no quieren dar la cara, y además tenemos una cámara en el techo.
El hombre señaló hacia arriba.
—¿Vais a grabarme?
—No te preocupes por eso, Mikael —respondió el hombre, y de pronto, de forma incomprensible, pasó a hablar en sueco—. Considéralo como algo entre tú y yo, una especie de intimidad.
Los temblores del cuerpo de Mikael no hicieron más que intensificarse.
—¿Hablas sueco? —le preguntó aterrado.
Era como si la capacidad que tenía aquel hombre para cambiar de lengua confirmara la diabólica imagen que se había hecho de él.
—Soy un hombre de lenguas, Mikael.
—¿En serio?
—Sí, pero tú y yo vamos a viajar más allá de las lenguas.
Desplegó una tela negra que sostenía en la mano derecha y colocó un par de objetos brillantes encima de una mesa de acero que había cerca de él.
—¿Qué quieres decir?
Mikael se retorció aún más desesperado sobre la camilla mientras miraba fijamente el fuego que chisporroteaba ante él y la imagen de su propia cara que se intuía en el marco de metal del horno.
—Hay un montón de palabras bonitas para la mayoría de las cosas de esta vida —continuó el hombre—. Quizá, sobre todo, para el amor, ¿verdad? Imagino que habrás leído a Keats, y a Byron, y a todos esos cuando eras joven, y supongo que estarás de acuerdo conmigo en que captaban el sentimiento amoroso bastante bien. Pero el dolor sin fondo, Mikael, no tiene palabras. Nadie ha sido capaz de describirlo, ni siquiera los más grandes artistas, y es ahí adonde vamos, Mikael. A lo que no tiene palabras.
«A LO QUE NO TIENE PALABRAS».
Yuri Bogdanov estaba sentado en el asiento trasero de un Mercedes negro que se dirigía al norte, hacia Märsta, al tiempo que le enseñaba a Kira la secuencia de la grabación. Ella la miraba con los ojos entornados mientras Bogdanov solo esperaba el momento en el que apareciera en ella ese destello de excitación que siempre se vislumbraba en sus ojos cuando veía sufrir a sus enemigos.
Pero eso no sucedió. Únicamente una atormentada impaciencia recorrió su cara, cosa que no fue del agrado de Bogdanov. Él no se fiaba ni un pelo de Galinov, y estaba convencido de que habían llevado todo aquello demasiado lejos. Atacar a Mikael Blomkvist no podía conducir a nada bueno. El ambiente estaba demasiado tenso, había demasiada agresividad, y no le gustaba nada la resuelta expresión de Kira.
—¿Cómo estás? —le preguntó Bogdanov.
—¿Vas a mandárselo? —dijo ella.
—Antes tengo que asegurar el enlace. Pero si te soy sincero, Kira…
Bogdanov dudó. Sabía que a ella no le gustaría oírlo, y no fue capaz de mirarla a los ojos.
—Deberías mantenerte alejada del edificio —continuó—. Deberíamos meterte en un avión y enviarte a casa ahora mismo.
—No me montaré en ningún avión hasta que Lisbeth esté muerta.
—Creo… —empezó diciendo él.
«… que no se dejará coger con tanta facilidad —quiso soltarle—, que la estás subestimando». Pero se calló. Ninguna palabra o mirada debía revelar que en realidad admiraba a Lisbeth, o a Wasp, que era el nombre con el que él la había conocido. Había buenos hackers, había genios y luego estaba ella. Así era como él la veía, y, en lugar de continuar hablando, se agachó y cogió una caja metálica de color azul.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Una caja de aislamiento. Una jaula de Faraday. Mete tu móvil aquí. No podemos dejar ningún rastro.
Kira miró por la ventanilla y, acto seguido, introdujo el móvil en la caja. Luego permanecieron en silencio, sumidos en sus pensamientos. Se limitaron a posar una seria y concentrada mirada en el chófer y el paisaje hasta que Kira quiso ver un poco más de lo que estaba pasando en la nave industrial de Morgonsala, y entonces Bogdanov se lo enseñó.
Fueron imágenes que habría preferido no ver.
Lisbeth acababa de pasar Norrviken cuando la señal de sus Google Glass se apagó. Entonces soltó una palabrota y golpeó el manillar con la mano derecha. No obstante, al fin y al cabo, era algo con lo que contaba, así que redujo la velocidad y entró en un área de descanso que tenía una mesa y un banco de madera junto a un pinar, donde se sentó con su portátil con la esperanza de ver recompensadas todas las horas que se había pasado ese verano investigando los círculos en los que se movía Camilla.
Toda esa operación no podría haberse llevado a cabo sin la ayuda de los miembros de Svavelsjö MC, y, aunque Lisbeth daba por descontado que todos ellos llevaban móviles de prepago, quiso creer que se había producido algún pequeño error en el camino, motivo por el que volvió a investigar a los chicos que habían visitado a Kira en el piso de Strandvägen: Marko, Jorma, Conny, Krille y Miro. Pero tampoco esta vez consiguió obtener un resultado satisfactorio, a pesar de haber hackeado sus móviles y tener acceso a las antenas de telefonía de sus operadores, por lo que, llena de rabia, pegó un puñetazo sobre la mesa. Ya estaba a punto de darse por vencida e intentar buscar otra alternativa cuando se acordó de Peter Kovic.
Peter Kovic era el miembro de Svavelsjö MC que contaba con los antecedentes penales más graves. Se decía de él que tenía problemas con el alcohol, las mujeres y la disciplina, y a él no lo había visto en las inmediaciones del piso de Strandvägen. Pero era uno de los que habían acudido a Fiskargatan ese verano, de modo que lo intentó también con él y su móvil. Al cabo de un rato, muy excitada, soltó un grito de satisfacción. Esa misma mañana, muy temprano, Kovic había ido por el mismo camino que había cogido Camilla hacía tan solo un momento, con la diferencia de que él continuó hasta más arriba, hasta Uppsala, pasando por Storvreta y Björklinge. Lisbeth estaba a punto de ponerse en marcha cuando sonó el teléfono.
¡Y una mierda lo iba a coger…! Aun así, miró la pantalla. Era Erika Berger, y entonces lo cogió a pesar de todo. Aunque en un principio no comprendió nada: Erika no hacía más que pegar gritos. Después, lo único que Lisbeth entendió fueron las palabras:
—¡Está ardiendo, está ardiendo!
Y luego algo más:
—Lo han metido en un enorme horno. Está gritando y sufriendo muchísimo, y han dicho que…, han escrito que…
—¿Qué?
—Que lo quemarán vivo si no te presentas en un lugar determinado de un bosque que hay a las afueras de Sunnersta, y dicen que si ven a algún policía por la zona o tienen la más mínima sospecha de algo, Mikael tendrá una muerte horrible y atacarán a otras personas cercanas a ti y a él, y que no pararán hasta que te entregues. ¡Dios mío, Lisbeth, es terrible! Los pies de Mikael…
—Lo encontraré, ¿me oyes? Lo encontraré.
—Me han pedido que te mande la grabación y una dirección de correo para que te comuniques con ellos.
—Mándamelas.
—¡Lisbeth, tienes que contármelo todo! ¡¿Qué es lo que está pasando?!
Lisbeth colgó. No tenía tiempo de contarle nada. Debía volver a lo que había encontrado: el rastro de Peter Kovic, que, de madrugada, había hecho el mismo camino por el que Camilla había ido hacía tan solo un momento, pero que había continuado en dirección a Tierp y Gävle, lo cual prometía.
Y, sí, durante un breve instante resultó realmente prometedor, y Lisbeth empezó a murmurar palabras y a tamborilear en la mesa con los dedos para acabar soltando:
—Venga, puto borrachuzo. Llévame hasta ellos.
Pero, por supuesto —¿cómo no?—, el rastro cesó en el pueblo de Månkarbo, y Lisbeth dirigió una mirada ausente a la carretera. Seguro que tenía aspecto de estar muy furiosa, porque un hombre joven que acababa de parar en el área de descanso con su Renault cambió de opinión y se fue muy asustado. Lisbeth ni siquiera reparó en su presencia. Puso la grabación que le había mandado Erika Berger y, con la mandíbula tensa, se quedó mirando un primer plano de Mikael.
Tenía los ojos abiertos como platos y completamente en blanco, como si las pupilas le hubiesen desaparecido, y toda su cara estaba tan tensa y torcida que apenas resultaba reconocible. Se le apreciaba sudor por todas partes: en la barbilla, en los labios, en el pecho de la camisa… Luego la cámara descendió hasta los vaqueros y los pies. Mikael llevaba puestos unos calcetines rojos que, poco a poco, se acercaban a un gran horno de ladrillo donde el fuego llameaba y chisporroteaba. Los calcetines y las perneras prendieron fuego y, con un extraño retraso, como si Mikael lo hubiera contenido todo el tiempo que pudo, se oyó un enajenado grito, desgarrador.
Lisbeth no pronunció palabra, apenas se inmutó. Pero con la mano —que en ese momento parecía una garra— abrió tres profundos surcos en la mesa de madera. Luego leyó el mensaje que le habían enviado y, tras mirar la dirección de correo, una puta mierda infernalmente encriptada, se la envió a Plague junto con unas breves instrucciones, una imagen de Peter Kovic y un mapa de la E4 y del norte de la provincia de Uppland.
Luego cogió su ordenador y su arma y volvió a ponerse sus Google Glass. Acto seguido, tomó la carretera que conducía a Tierp.
—¡Tienes que contármelo todo! ¡¿Qué es lo que está pasando?! —había gritado Erika Berger al teléfono.
Pero los únicos que la oyeron fueron los que se habían congregado a su alrededor en la redacción de Götgatan, quienes no entendían más que el hecho de que Erika se hallaba fuera de sí. Sofie Melker, que estaba más cerca, creyó incluso que Erika iba a desplomarse, por lo que fue corriendo hacia ella y le puso un brazo alrededor del cuerpo. Pero Erika ni siquiera reparó en ello.
Estaba desesperadamente concentrada en intentar diseñar un plan de acción. Bajo ningún concepto podía llamar a la policía, le habían escrito. Que ni se le ocurriera contactar con ellos. Pero ¿de verdad era una opción no hacerlo? Aquello no solo resultaba ser lo más terrible que había visto en su vida, es que, además, tenía que ver con Mikael, su mejor amigo y su gran amor, y la había pillado de improviso, cuando menos lo esperaba, mientras miraba el correo electrónico, como una de esas tantas veces en las que uno ni siquiera es consciente de que lo está haciendo. Lo miras como un acto reflejo y de repente ves eso…
Había llamado a Lisbeth antes de asimilarlo, y ni siquiera había considerado la posibilidad de que se tratara de una broma macabra, una grabación falsa, trucada. Pero todas esas ideas desaparecieron de su cabeza cuando oyó su voz y comprendió que eso era más o menos lo que Lisbeth llevaba tiempo esperando: el mal absoluto.
Resultaba indescriptible. De forma inconexa, empezó a maldecirse en voz alta, y fue entonces cuando se dio cuenta, como si hubiese vivido en otra realidad distinta, de que Sofie la estaba abrazando. Y por un momento pensó en contarle con todo detalle lo que había pasado. Pero, en lugar de hacerlo, se soltó del brazo de Sofie y se limitó a decir:
—Perdona, necesito estar sola. Luego os lo cuento.
Después entró en su despacho y cerró la puerta. No hacía falta decirlo: si hiciera algo que le costara la vida a Mikael, no lo resistiría. No obstante, eso no quería decir que fuera a quedarse de brazos cruzados, o que fuera a obedecer a esos criminales. Tenía que… Sí, ¿qué tenía que hacer? Pensar, concentrarse, claro. Y, por cierto, ¿no pasaba siempre lo mismo en ese tipo de casos?
Los secuestradores siempre insisten en que no se avise a la policía. Sin embargo, cuando se les consigue detener es porque alguien ha informado de forma secreta a la policía. Tenía que llamar a Bublanski por una línea segura, ¿no? Y, tras dudar un minuto, lo llamó. No pudo contactar con él. Comunicaba. Y entonces le sucedió algo: empezó a temblar descontroladamente.
—¡Joder, Lisbeth! —exclamó—. ¿Cómo coño has podido meter a Mikael en esto? ¡¿Cómo?!
El comisario Bublanski llevaba mucho tiempo hablando con Catrin Lindås. Y ahora ella le pasó el teléfono a un hombre que se presentó como Janek Kowalski. Afirmó estar relacionado con la embajada británica, y Bublanski supuso que no tenía más remedio que creérselo.
—Estoy un poco preocupado —dijo el hombre. Y por la mente de Bublanski pasaron un par de palabras acerca de la maldita sobriedad que tienen los ingleses al expresarse.
Contestó seco.
—¿Por qué?
—Lo que aquí se nos presenta son dos historias dispares que convergen de una delicada manera, quizá por casualidad. O quizá no. Como ya sabemos, Blomkvist tiene vínculos con Lisbeth Salander, ¿verdad?, y Johannes Forsell…
—¿Sí? —preguntó Bublanski impaciente.
—En 2008, durante su última etapa en Moscú, Forsell trabajó en la investigación que se le hizo al padre de Lisbeth, Alexander Zalachenko, con motivo de su deserción a Suecia.
—Creía que solo la Säpo sabía eso en aquel entonces.
—Nada, señor comisario, es tan secreto como la gente piensa. Lo interesante es que después Camilla, la otra hija, estableció lazos íntimos con un miembro del GRU que había sido el colaborador más cercano de su padre y que mantuvo el contacto con él incluso después de la alta traición que Zalachenko cometió contra su país.
—¿Y de quién se trata?
—Se llama Ivan Galinov y, por una serie de motivos que no hemos llegado a entender en su totalidad, se ha mantenido fiel…, ¿cómo decirlo?, incluso post mortem. Ha ido a por los viejos enemigos de Zalachenko después de la muerte de este y ha silenciado a todo aquel que se hallara en posesión de una comprometedora información. Se trata de un hombre despiadado y peligroso, y creemos que se encuentra en Suecia y que está implicado en el secuestro de Blomkvist. Significaría mucho para nosotros que se lo pudiera detener, y por eso queremos ofrecer nuestra ayuda, sobre todo si consideramos que el ministro de Defensa tiene sus propios planes, unos planes a los que, quizá con cierta temeridad por mi parte, he dado mi bendición.
—Ahora sí que no entiendo nada.
—Ya lo entenderá, no se preocupe. Vamos a enviarle un material y unas fotografías de Galinov que, por desgracia, son de hace unos cuantos años. Adiós, señor comisario.
Bublanski asintió con la cabeza para sí mismo. No era muy habitual que ese tipo de personas —porque ahora entendía exactamente de qué tipo de persona se trataba— prestara su ayuda, y reflexionó sobre eso y sobre todo lo demás. A continuación, se levantó. Ya estaba a punto de entrar en el despacho de Sonja Modig para contárselo cuando el teléfono volvió a sonar. Era Erika Berger.
Catrin estaba sentada en un sillón marrón en el salón de Janek Kowalski, frente a Johannes Forsell y al lado de Rebecka. No resultaba fácil concentrarse. Pensaba constantemente en Mikael. Pero le habían dejado una grabadora —del móvil mejor que se olvidara—, así que creyó que aquello se solucionaría, y, poco a poco, y a pesar de todo, la historia la absorbió por completo.
—Entonces ¿no fuiste capaz de dar ni un solo paso más? —preguntó Catrin.
—No —continuó Johannes—. La noche había caído ya y hacía un frío gélido, y yo estaba helado; solo esperaba que aquello fuera rápido. Esperaba sumirme en ese último estado de sopor en el que el cuerpo pierde su calor y en el que dicen que nos sentimos bien. Y justo en ese instante oí los gritos y levanté la mirada. Al principio no vi nada, pero luego apareció Nima Rita de nuevo, en medio de la tormenta, esta vez con dos cabezas y cuatro brazos, como un dios hindú.
—¿Qué quieres decir?
—Así es como lo vi. Aunque en realidad estaba cargando con alguien. Tardé en darme cuenta de quién era. Estaba demasiado cansado para pensar. Demasiado cansado para tener la esperanza de que me salvaran. Quizá incluso demasiado cansado para querer que me salvaran, y debí de perder la conciencia. Me desperté al sentir que tenía a alguien tumbado a mi lado, una mujer con los brazos rígidos y extendidos, como si quisiera abrazarme. Murmuraba cosas sobre su hija.
—¿Qué decía?
—No llegué a entenderlo. Solo recuerdo que nos quedamos mirándonos, completamente desesperados, claro, pero también asombrados. Creo que nos reconocimos. Era Klara, y le di unas palmadas en la cabeza y en el hombro, y recuerdo que pensé que nunca más sería guapa: su cara estaba destrozada por el frío. Le vi la herida que yo le había hecho en los labios con mi piolet, y quizá le dije algunas palabras. Es posible que ella me respondiera algo. No lo sé. La tormenta tronaba, y cerca de nosotros Svante y Nima estaban discutiendo. Chillaban y se daban empujones. Todo resultaba muy raro, y lo único que capté fue algo tan absurdo y desagradable que pensé que lo había oído mal. Fueron las palabras inglesas slut y whore: «zorra» y «puta». ¿Por qué iba a decir alguien una cosa así en un momento tan crítico? Resultaba incomprensible.