Capítulo 5

16 de agosto

El domingo, Mikael se despertó a las seis de la mañana. Le echó la culpa al calor: hacía un bochorno que anunciaba tormenta. Las sábanas y las fundas de las almohadas estaban empapadas de sudor. Le dolía la cabeza y, por un momento, antes de recordar lo que había sucedido la noche anterior, pensó que tal vez estuviera enfermo. Pero luego se acordó de que había estado bebiendo hasta las tantas y, soltando unas cuantas palabrotas, maldijo eso y la matutina luz que entraba por debajo de las cortinas. Después se tapó la cabeza con el edredón e intentó dormir un poco más.

No obstante, era tan tonto que no pudo evitar mirar el móvil para ver si Lisbeth había contestado a su mensaje, cosa que, por supuesto, no había hecho, y entonces comenzó a preocuparse otra vez por ella, lo que sin duda no era una buena manera de conciliar el sueño, de modo que acabó incorporándose.

En la mesilla tenía unos cuantos libros empezados, por lo que dudó unos instantes entre quedarse en la cama leyendo o continuar con su reportaje. Sin embargo, se dirigió a la cocina y se preparó un cappuccino. Luego se acercó al buzón de la puerta, a por los periódicos del día, y se sumergió en las noticias antes de contestar a algunos correos, recoger un poco la casa y seguir limpiando el cuarto de baño.

A las nueve y media recibió un mensaje de Sofie Melker, la joven colaboradora de Millennium, que acababa de mudarse al barrio con su marido y sus dos hijos. Sofie quería hablarle de una idea que tenía para un reportaje, cosa que a Mikael no le apetecía mucho que digamos, pero ella le caía bien, así que le propuso verse en media hora y tomar un café en el Kaffebar de Sankt Paulsgatan. Como respuesta, recibió el signo de la mano con el pulgar hacia arriba. No le gustaban los emoticonos. Consideraba que la lengua ya estaba bien como estaba. Pero no quería parecer anticuado, de modo que decidió responder con una carita sonriente.

Por desgracia, sus dedos eran demasiado torpes y, en lugar de eso, le envió un corazón rojo. Era verdad que se podía malinterpretar, pero «¡Qué diablos…!, ya ha perdido su verdadero significado de tanto usarse —pensó—; un corazón ya no significa lo mismo que antes, ¿verdad?». Un abrazo era como un «Hasta luego», y el corazón vendría a ser, más o menos, como el «Querido/a» de las cartas. Lo dejó estar. Se metió en la ducha, se afeitó y se puso unos vaqueros y una camisa azul.

Luego salió a la calle. Hacía buen tiempo: un cielo azul y un sol radiante. Bajó por la escalera de piedra hasta Hornsgatan y llegó a la plaza de Mariatorget, donde permaneció mirando a su alrededor sorprendido de que apenas quedara rastro de la fiesta popular de la noche anterior: en los caminos de grava de la plaza ya no había ni una colilla y las papeleras ya habían sido vaciadas. A su izquierda, delante del hotel Rival, vio a una joven vestida con un chaleco de color naranja que recogía basura del césped con unas largas tenazas. Pasó frente a ella y la estatua.

No había otra en la ciudad ante la que pasara tan a menudo. Y, sin embargo, ni siquiera sabía lo que representaba. Nunca le había prestado atención —como solemos hacer con tantas otras cosas que se hallan ante nuestros ojos—, y era muy probable que, si alguien le hubiera preguntado, le hubiese respondido que representaba a san Jorge y el dragón. En realidad se trataba de Thor luchando contra la Serpiente de Midgård, aunque él, con todos los años que llevaba viviendo en el barrio, nunca se había parado a leer la inscripción de la placa. En esta ocasión tampoco se fijó en la estatua; tenía la mirada puesta en lo que había detrás de ella: en el parque infantil, donde un joven padre con cara de aburrimiento jugaba con su hijo, y en los bancos y el césped, donde había gente sentada y tomando el sol. Parecía la mañana de un domingo cualquiera, pero aun así le dio la sensación de que allí faltaba algo. Sin embargo, dejó de pensar en ello, pues consideró que era una tontería, que se equivocaba. Continuó andando y, al enfilar Sankt Paulsgatan, lo supo.

Lo que allí faltaba era un personaje al que llevaba —ahora cayó en la cuenta— una semana sin ver, un hombre que solía sentarse en un trozo de cartón y que permanecía inmóvil, como un monje en plena meditación. Aquel hombre tenía mutilados algunos dedos, un rostro curtido, anciano, e iba vestido con un plumas muy grande. Hubo un tiempo en el que incluso lo consideró una parte más del paisaje urbano, aunque entonces ese paisaje, tal y como le ocurría cuando trabajaba con intensidad, solo lo veía como un decorado.

Había estado demasiado encerrado en sí mismo como para ver de verdad. Pero ese pobre diablo había estado siempre en aquel lugar, como una sombra de su subconsciente, y fue precisamente ahora que ya no se encontraba allí cuando acudió a su mente con mayor nitidez; hasta pudo evocar, sin mucha dificultad, toda una serie de detalles: la mancha negra de su mejilla, los labios quebrados y ese halo de orgullo que desprendía y que contrastaba con el dolor que ocasionaba su figura. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Creía saber por qué.

Antes, un hombre como él habría llamado la atención y habría sido una herida abierta en una ciudad como Estocolmo. En la actualidad, resultaba difícil andar más de cincuenta metros sin que algún mendigo le pidiera a uno unas cuantas monedas. Por todas partes, en la acera, frente a las tiendas, en los puestos de reciclaje y en las bocas de metro había mujeres y hombres pidiendo. Un Estocolmo nuevo y roto había surgido, y en muy poco tiempo todo el mundo se había acostumbrado a ello. Esa era la triste realidad.

El número de mendigos había aumentado a medida que los ciudadanos habían dejado de llevar dinero en efectivo y, al igual que todos los demás, él había aprendido a desviar la mirada. Y muchas veces ni siquiera se sentía culpable por hacerlo. Pero ahora lo invadió una melancolía que no tenía que ver necesariamente con ese hombre ni con los mendigos en general, sino más bien con el paso del tiempo y con cómo cambia la vida sin que apenas nos demos cuenta.

Delante del Kaffebar había un camión aparcado tan cerca de los otros coches que era difícil imaginarse cómo sería capaz de salir de allí; dentro del local, como siempre, había demasiados conocidos, algo que no le hacía mucha gracia. Se limitó a saludar sin mucho entusiasmo, más que nada por cumplir, antes de pedir un espresso doble y una tosta con setas. Se sentó junto a la ventana que daba a Sankt Paulsgatan y permaneció absorto en sus pensamientos. Poco tiempo después sintió una mano en el hombro. Era Sofie. Llevaba un vestido verde, el pelo suelto, y le mostraba una tímida sonrisa. Pidió un té con leche y una botella de Perrier, antes de enseñarle el emoticono con el corazón rojo que le había enviado al móvil.

—¿Flirteo o cortesía de la casa? —preguntó.

—Dedos torpes —contestó Mikael.

—Respuesta incorrecta.

—Bueno, pues cortesía de la casa. Órdenes de Erika: hay que cuidar a los empleados.

—Sigue siendo una respuesta incorrecta, pero está algo mejor.

—¿Cómo está la familia? —preguntó él.

—La madre de esa familia cree que las vacaciones de verano son demasiado largas, y que los niños necesitan que se los entretenga siempre. Son unos gamberros.

—¿Cuánto tiempo lleváis en el barrio?

—Unos cinco meses, ¿y tú?

—Cien años.

Ella se rio.

—En cierto modo es verdad —continuó—. Cuando llevas tanto tiempo en un sitio dejas de ver. Vas por la calle como un ciego.

—¿En serio?

—Sí. Bueno, yo al menos sí lo hago. Pero me imagino que tú, siendo nueva en el barrio, vas con los ojos más abiertos.

—Es posible.

—¿Recuerdas a un mendigo con un plumas enorme que había en Mariatorget? ¿Uno que tenía una mancha negra en la cara y al que le faltaban algunos dedos?

Ella sonrió con tristeza.

—Pues sí, lo recuerdo perfectamente.

—¿Y eso?

—Porque no es fácil olvidar a alguien así.

—Yo sí, me olvidé de él.

Sofie se quedó mirándolo sorprendida.

—¿Qué quieres decir?

—Lo habré visto al menos una decena de veces y, a pesar de eso, nunca me fijé en él. Y es justo ahora que está muerto cuando lo siento más vivo que nunca.

—¿Está muerto?

—La forense me llamó ayer.

—¿Y por qué diablos te llama a ti por una cosa así?

—Resulta que el hombre llevaba un papel con mi número de teléfono en el bolsillo; supongo que ella esperaba que yo la ayudara a identificarlo.

—¿Y no pudiste hacerlo?

—¡Qué va!

—Tal vez ese hombre tuviera algo que contarte.

—Es probable.

Sofie bebió de su taza de té, y durante un rato permanecieron en silencio.

—Hará cosa de una semana se metió con Catrin Lindås —acabó comentando ella.

—¿En serio?

—Se puso como un loco al verla pasar. Lo vi todo desde lejos, desde Swedenborgsgatan.

—¿Por qué?

—No sé, supongo que la habría visto en la tele.

Catrin Lindås salía a veces en la tele. Era periodista, muy conservadora. Escribía columnas de opinión y participaba con frecuencia en debates sobre temas como la ley y el orden, y también sobre la necesidad de que en la escuela primen la disciplina y la adquisición de conocimientos. Era una mujer guapa y con ese atractivo que tienen las chicas formales, se vestía con trajes de corte impecable y con blusas de lazo planchadas a la perfección, y nunca la veías con un solo cabello despeinado. Mikael la consideraba muy severa y desprovista de toda imaginación. Ella lo había criticado en Svenska Dagbladet.

—¿Y qué pasó? —preguntó.

—La agarró del brazo y se puso a gritar.

—¿Y qué le gritó?

—Ni idea. El hombre agitaba en el aire una rama o un bastón, algo así. Catrin se alteró mucho. Después intenté calmarla y ayudarla a quitarle una mancha que tenía en la chaqueta.

—Uy, eso sí que no le haría ninguna gracia.

No había querido ser tan sarcástico, al menos eso creía. Pero Sofie, inesperadamente, se picó y soltó:

—Nunca te ha caído bien, ¿verdad?

—No, no es eso —se excusó él, algo a la defensiva—. No tengo nada en contra de ella, lo que pasa es que tal vez sea algo de derechas y demasiado formal para mi gusto.

—Doña Perfecta, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—Pero es lo que querías decir. ¿Tienes la más mínima idea de toda la mierda que le echan encima en Internet? La gente la ve como a una niña pija y borde que ha estudiado en Lundsberg y que desprecia a la gente normal. ¿Acaso sabes cómo ha sido su vida en realidad?

—No, Sofie, no lo sé.

No entendía por qué Sofie se había cabreado tanto de repente.

—Pues te lo voy a contar.

—Sí, por favor.

—Se crio en la más absoluta miseria. En una comuna de hippies drogadictos de Gotemburgo. Sus padres eran adictos al LSD y a la heroína, y su casa era un auténtico caos, llena de basura y de amigos yonquis. Sus trajes y ese aire formal han sido su modo de sobrevivir. Es una luchadora. Es, a su manera, una rebelde.

—Interesante —dijo Mikael.

—Sí, y sé que piensas que es una reaccionaria, pero hace muchas cosas buenas en su lucha contra la New Age, la nueva espiritualidad y toda esa mierda con la que creció. Es una tía mucho más interesante de lo que la gente cree.

—¿Sois amigas?

—Somos amigas.

—Gracias, Sofie. La próxima vez intentaré verla con otros ojos.

—No me lo creo —dijo, y a continuación se rio como para quitarle importancia al asunto, aunque acabó murmurando algo, como si la cosa aún le doliera.

Luego le preguntó a Mikael cómo llevaba el reportaje. Y él le respondió que no estaba como para tirar cohetes precisamente. Que la pista rusa no lo conducía a ningún sitio.

—Pero tienes buenas fuentes, ¿no?

—Sí, pero lo que no saben las fuentes tampoco lo sé yo.

—Quizá deberías ir a San Petersburgo e indagar en esa fábrica de troles; ¿cómo se llamaba?

—¿New Agency House?

—¿No era una especie de centro?

—Me da la sensación de que también eso es un callejón sin salida.

—¿Me equivoco o estoy delante de un Blomkvist inusualmente pesimista?

Sí, él también se había percatado de cómo sonaban sus comentarios, pero es que no tenía ningunas ganas de viajar a San Petersburgo. Allí había ya un montón de periodistas, y nadie había podido averiguar ni siquiera quién era el responsable de la fábrica ni hasta qué punto estaban implicados los servicios de inteligencia o el mismísimo régimen. Estaba harto de todo eso. Estaba harto de las noticias y del lamentable desarrollo político del mundo. Tomó un sorbo de café y le preguntó a Sofie por la idea que tenía para su reportaje.

Ella quería escribir sobre el tono antisemita de la campaña de desinformación, cosa que tampoco suponía ninguna novedad, porque, desde luego, los troles no habían podido evitar insinuar que la caída de la bolsa se había debido a una conspiración judía. Era la misma mierda que llevaban siglos oyendo, y ya se había analizado y escrito sobre ello en un sinfín de ocasiones, pero Sofie creía tener un punto de vista diferente, más concreto.

Ella quería hablar de cómo eso afectaba a la gente en su día a día; a colegiales, profesores, intelectuales, personas normales que antes apenas habían reflexionado sobre el hecho de ser judíos. A Mikael le pareció bien y le dijo que siguiera adelante con la idea. Y, tras hacerle unas cuantas preguntas, la animó y le habló del odio general que existía en la sociedad, y de los populistas y los extremistas, y de los idiotas que dejaban mensajes en su buzón de voz. Luego se cansó de oírse a sí mismo, se despidió de Sofie con un abrazo y, tras pedirle perdón —sin saber muy bien por qué—, regresó a casa. Una vez allí, se cambió de ropa y salió a correr.