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Había un mensaje en la puerta, fijado, como de costumbre, con una uña postiza y escrito tan agresivamente con lápiz labial, que las palabras eran apenas legibles. Decía, más o menos:

“Muy bien.

”Eres una rata.

”Me vuelvo a

"California.

"Adiós,

"BASTARDO!!!!!”

Nuevamente, no había firma y, nuevamente, no era necesaria.

Engel retiró la nota de la puerta, abrió y entró al apartamento. Cerró la puerta, cruzó el vestíbulo, entró en el living y encontró a Callagham sentado en el sofá de cuero blanco. Estaba vestido de paisano y era sorprendente cuánto se parecía a Jimmy Gleason en un mal día.

—¿No le dijeron que estoy limpio? —dijo Engel.

—Como si hubiera sido lavado con detergente —dijo Callagham poniéndose de pie—. Ésa no era mi jurisdicción de todos modos. Usted cometió ese descuido en Jersey.

—Mejor digamos las cosas como son —dijo Engel—. Fue un paquete.

—Siempre lo es —dijo Callagham.

—Esta vez lo era. Piense un poco, ¿no parecía demasiado preparado? ¿Demasiado fácil? Admito que soy cualquier cosa, menos un mal profesional.

Callagham frunció el entrecejo.

—Eso mismo pensé yo —dijo—. Pero no me hubiera detenido a revisarle los dientes a un caballo regalado. Con tal de prenderlo a usted, Engel, no me hubiera importado que fuera un paquete o no.

Engel movió la cabeza.

—Usted es un policía honesto. No hubiera hecho eso.

Callagham se apartó y se pasó las manos por la cara.

—Ustedes son muy listos —dijo.

—Me he separado de la organización —le dijo Engel.

—¡Ya lo creo!

—En serio. Renuncié esta noche. Debido al paquete y algunas otras cosas. No me convenía el negocio.

Callagham lo estudió durante un minuto y luego dijo:

—¿Sabe una cosa? No me importa nada de lo que me está diciendo. Vine aquí para decirle algo y no me interesa para quién trabaja. Lo que tengo que decirle sigue teniendo validez.

—Adelante.

—Estoy detrás suyo, Engel. Si usted es listo, le conviene irse de Nueva York hasta que se entere de mi retiro o de mi muerte, porque estoy dispuesto a caerle encima. Tengo una lista muy pequeña, una lista de nombres muy selectos y acabo de anotar el suyo.

—¿Como están los otros muchachos de la lista?

—La mayoría de ellos murió en la silla, Engel. A los otros, de vez en cuando los visito del otro lado del río, en Sing Sing. La única razón por la que puse su nombre en la lista es porque se me estaban terminando los nombres estos días. —Callagham recogió un sombrero abollado de sobre el sofá—. Nos mantendremos en contacto, Engel.

—Sí —dijo Engel—. Claro.

Callagham se fue. Engel se preparó un trago para calmar los nervios. Una vez que todo estaba arreglado, tener a Callagham con las narices detrás de uno era como para preocuparse.

Sonó el teléfono. Lo atendió.

—Aloysius, te estuve llamando y llamando y...

—California —dijo Engel.

—Bueno, termina con eso de una vez. No quiero volver a oírte decir ni una palabra más de California. Lo que quiero saber es si vendrás a cenar mañana por la noche o no. Yo soy tu madre, pero...

—Eso mismo —dijo Engel—. Adiós para siempre.

Colgó el teléfono, corrió a zancadas hacia el dormitorio y preparó dos valijas, mientras el teléfono sonaba. Al cabo de un rato las valijas estaban hechas y el teléfono había dejado de sonar. Entonces levantó el tubo y llamó a Roxanne, la amiga de Dolly, para preguntarle cuál era la dirección de Dolly en California. Roxanne le dio el dato y luego le dijo:

—Al, ella estaba muy afligida por tu actitud. Deberías haberla llamado o algo.

—Sí —dijo Engel—. Estuve algo ocupado. Pero ese asunto está terminado.