4
Como si no tuviera suficientes problemas, Kenny le dio un auto con cambios standard. “¿Qué diablos pasa, Kenny? ¿Qué clase de auto me has dado?”
—Un Chevy —dijo Kenny—. Lo que usted me encardó. Un Chevy de hace dos años, negro, las patentes manchadas con barro, algo sucio como para que no llame la atención en un local de Brooklyn, dos palas, una barra y una manta en el baúl.
—Pero se atasca —dijo Engel—. En cuanto arranca, pega un salto y se atasca.
—¿Sí? —Kenny se acercó a mirar a través de la ventana—. Bueno, lo que pasa es que usted no tiene el pie sobre el embrague.
—¿Mi qué? ¿El qué?
—Ese pedal ahí, junto a su pie izquierdo.
—¿Quieres decir que tiene cambios standard?
—Es el único auto que cumplía los requisitos —dijo Kenny—. Si usted quiere hay un descapotable blanco, una limusina azul metalizada, un Mercedes 190-SL color rojo...
—¡Yo quiero un auto!
—Eso es lo que tiene.
—¿Sabes cuánto hace que no manejo un auto con cambios?
—Si usted quiere, hay un Rolls Royce gris perla; un Lincoln Continental rosado, azul y turquesa; un Alfa Romeo dorado y verde mar...
—Muy bien, no importa. No importa.
—Lo que usted quiera, Engel, cualquier auto que quiera —Kenny hizo un ademán señalando todo el garaje.
—Me llevaré éste. No importa.
De modo que en todo el camino a Brooklyn se atascó; delante de cada luz roja. Habían pasado años sin que su pie izquierdo hiciera otra cosa dentro un auto que no fuera seguir el ritmo de la música de la radio.
Era un mal día, simplemente. Como que apenas había llegado a su casa, en Carmine Street, después de la reunión, sonó el teléfono y, sin pensarlo siquiera, cometió el error de responder. Había tenido la ocurrencia de que sería Nick Rovito para decirle que no había que hacer el trabajo. Pero, por supuesto, no era él y tan pronto como dijo “hola”, aún antes de escuchar el menor sonido por el auricular, supo quién debía ser.
Y era. “Estuviste magnífico, Aloysius”, dijo su madre. “Te vi mientras bajabas los escalones de la iglesia con todos esos señores importantes y me dije: ¿No es increíble, Frances? ¿No es increíble que tu hijo esté allí, tan alto, tan hermoso, entre hombres tan importantes? Realmente, se me caían las lágrimas, Aloysius. La gente que estaba a mi alrededor habrá creído realmente que yo era una pariente del muerto para llorar así. Y cuando les dije: “No, estoy llorando de alegría, ése es mi hijo, ése que lleva el cajón”, me miraron con cara rara, ¿cómo iba a saber el modo en que irían a tomarlo?”
—Ah —dijo Engel.
—¿Me viste a mí? Estuve agitando un pañuelo, ése de la Feria Mundial. ¿Me viste?
—Bueno, yo estaba algo preocupado. No me di cuenta de nada.
—Oh. Bueno, está bien —sus palabras sonaron como si no estuviera tan completamente mortificada—. De todos modos —dijo, reponiéndose— llegué a casa justo a tiempo como para prepararte la más maravillosa de las cenas que has comido en tu vida. No, no me lo agradezcas, tú le lo mereces y esto es lo menos que una madre puede hacer...
—Ah —dijo Engel.
—¿Qué? No dirás que no puedes venir, la comida está preparándose. Ya tengo todo en el horno. Hasta un pastel de picadillo de fruta, muy especial.
—Tengo que trabajar —dijo Engel. Lo hubiera dicho de todos modos y lo lamentable era que realmente fuese cierto—. Hay algo que debo hacer esta noche para Nick Rovito.
—Oh —dijo ella, esta vez con un tono de voz que demostraba bien a las claras que estaba completamente mortificada—. Tu trabajo es tu trabajo —dijo, no muy convencida.
—No puedo hacer otra cosa —dijo él.
Y esa era la más pura verdad. Ahora, faltando poco para la medianoche, conduciendo hacia Brooklyn, pensó en eso amargamente. ¡Qué trabajo para un ejecutivo! Cavar tumbas a la medianoche. Romperle la cabeza a la gente con una pala. Conducir autos con cambios standard. Manejó descuidadamente, olvidando la mayoría de las veces de pasar de velocidad, y se perdió dos veces en Brooklyn.
Había contactado a Willy Menchik después de la conversación con su madre y habían convenido en encontrarse fuera de la taberna Ralph’s Pub, Avenida Utica, en Brooklyn, a la una de la madrugada. Pero con los cambios standard y perdiéndose y todo lo demás, era la una y veinte cuando llegó al lugar.
Se detuvo frente al Ralph’s, y una sombra se despegó de la pared y avanzó tambaleando, inclinándose marcadamente hacia la izquierda. La cara angosta de Willy Menchik se asomó a la ventana abierta del lado del acompañante, inundó con los vapores del whisky todo el auto y anunció: “Llegas tarde. Llegas veinte minutos tarde.”
—Tuve un pequeño inconveniente.
Engel había recordado pasar la palanca de cambios a punto muerto. De cualquier modo, su pie izquierdo apretaba el embrague para asegurarse. “Sube —dijo—. Hagamos esto de una vez.”
—Vamos —Willy se irguió, al principio sin sacar su cabeza de afuera de la ventana. Se oyó un ronquido y un suspiro y Willy desapareció del alcance de la vista.
Engel dijo: “¡Willy!”. No hubo respuesta. “Está borracho”, dijo Engel y asintió con la cabeza. Era lo que le faltaba.
Bajó del auto y dio la vuelta alrededor, abrió la puerta del lado del acompañante, levantó a Willy, lo arrojó contra el asiento y cerró la puerta. Dio la vuelta alrededor hasta el lugar del conductor, se ubicó en el volante y trató de arrancar en punto muerto. El motor bramó, pero ellos no se movieron. Él maldijo y trató de pasar el cambio a primera velocidad sin poner el pie sobre el embrague. Lo consiguió, pero el auto hizo un ruido terrible, saltó hacia delante y se atascó. Willy rodó fuera del asiento, golpeó la cabeza contra varias cosas y terminó tendido debajo del tablero.
Engel lo miró exasperado. “Hazme el favor de esperar un momento —le rogó—. Primero me ayudas a cavar, ¿eh? Luego te romperé la cabeza por tu bien; pero primero me ayudas a cavar, ¿de acuerdo?”
Willy estaba sin sentido, de modo que no respondió. El auto se había detenido. Engel volvió a ponerlo en marcha y se acordó del pie izquierdo y emprendieron la marcha.
Finalmente llegaron al cementerio, a través de un camino lateral en reparación y aparcaron debajo un árbol, en la más completa oscuridad, cerca del portón. Engel dejó a Willy en el piso, figurándose que no podría caerse estando allí, encendió la luz de la cabina y comenzó a golpearle en los riñones para despertarlo.
—¡Willy! ¡Eh! ¡Estamos en el cementerio!
Willy hizo una mueca, gruñó y se acomodó en otro sitio. “¿Qué haces?”, dijo.
—Estamos en el cementerio. Vamos.
—¿Dónde es que estamos? —Willy se incorporó, alarmado, golpeando su cabeza contra el tablero. Y volvió a quedar tendido sobre el piso.
—Más me hubiera valido ir a la universidad —dijo Engel—, como quería mi madre. Más me hubiera valido ser un hombre decente y aceptar los flechazos de la terrible fortuna. Tengo dinero, prestigio, el respeto de mi comunidad, pero, ¿vale la pena? ¿Vale la pena estar metido con una bestia como ésta, tirado ahí en el piso? Para ir a cavar tumbas y romperle la cabeza a la gente con una pala y conducir un auto con cambios standard y perderse cuarenta veces en Brooklyn y asociarse con bestias como Willy Menchik a esta hora de la noche, más me hubiera valido ser lechero.
Abrió la puerta y descendió, murmurando aún.
—Mucho mejor hubiera sido ser un lechero. Ellos tienen sindicato.
Pero luego hizo un “Ahhhhjjjjjjjj” de disgusto, porque sabía que todo eso valía la pena. Hasta ahora, haber sido la mano derecha de Nick Rovito había sido un trabajo simple y placentero. Hacía las llamadas telefónicas, llevaba la cuenta del cuaderno de citas: era como ser el hijo del patrón en una agencia publicitaria.
Sí. Y ahora, después de cuatro años, le tocaba uno de esos “una vez cada tanto”, como si fuera el hijo del patrón de una agencia publicitaria. Habría una tumba para ser cavada, o alguien para ser golpeado en la cabeza con una pala, o un auto con cambios standard para ser conducido por Brookyln. Entonces, el trabajo será degradante por un momento, realmente degradante. Hasta insalubre.
Pensando en eso, dio la vuelta al auto y abrió la puerta. Willy cayó al suelo golpeándose la cabeza contra una piedra. Engel dijo: “¿Terminarás de una vez? Si sigues así vas a estar tan acostumbrado a los golpes que la pala no me servirá de nada.”
Willy gruñó y rodó hacia delante. Y cuando rodó, su cabeza quedó justo debajo del auto. Engel vio lo que se venía y tomó a Willy por los tobillos. Justo mientras Willy alzaba la cabeza, Engel lo sacó de debajo del auto y Willy se incorporó indemne por una vez, e hizo una mueca y dijo: “Hombre, tengo dolor de cabeza.”
—Estás borracho, ese es tu problema.
—¿Y cómo estás tú? ¿Acaso sobrio?
—Claro que estoy sobrio. Siempre estoy sobrio —lo cual era una exageración, aunque pequeña si se lo comparaba con Willy.
—Eso es lo que no me gusta de ti, Engel. Esa manía de creerte más santo que los demás.
—Vamos, ponte de pie que estamos en el cementerio.
Pero Willy permaneció sentado en el mismo lugar. Aún no se había desahogado.
—Eres el único tipo que conozco —dijo— que acepta la orden de ir a cavar una tumba a medianoche y no se emborracha antes. Tú eres de los que, probablemente, ni siquiera se emborrachan el Día de la Victoria, esa es la clase de tipo que eres.
—La clase de tipo que eres... —dijo Engel—. Nick Rovito me ordenó cavar una tumba y no me siento en el suelo ni ladro por eso.
—Esclavo.
—¿Cómo has dicho?
Willy alzó la cabeza y bizqueó agresivamente. La luz de la luna le daba en la cara. Entonces, repentinamente, toda la agresividad desapareció y miró confundido. Dijo: “¿Qué dije?”
—Eso es lo que yo quiero saber. ¿Sabes a quién le estás hablando?
—Engel, estoy borracho. No soy responsable de lo que digo. Discúlpame, Engel. Te pido disculpas desde lo más hondo. De corazón. Desde lo más hondo de mi corazón.
—Vamos, empecemos de una vez.
Willy suspiró. Los vapores del whisky flotaron a la deriva.
—Siempre pasa lo mismo —dijo—. Me pongo a tomar y me desboco. Un día de estos me veré en problemas por decir pavadas, recuerda lo que digo. Recuerda lo que digo.
—Vamos, Willy, ponte de pie.
—Tú me cuidarás, ¿no es cierto?
—Claro.
Engel lo ayudó a levantarse. Willy se apoyó sobre el auto y dijo: “Eres un amigo, eso es lo que eres.”
—Claro.
Engel abrió la puerta del auto y extrajo la linterna de la guantera.
—Amigo —dijo Willy—. Siempre fuimos amigos, desde el primer día, ¿eh, camarada? Carne y uña. Siempre así, desde los días del viejo y glorioso Uno Ochentaicuatro, ¿no es cierto? ¿Recuerdas el viejo y glorioso Uno Ochentaicuatro?
—Nunca fui allí.
—¿De qué hablas? Tú y yo éramos inseparables. ¡In-se-pa-ra-bles!
—Deja de gritar. Toma, ten la linterna.
Engel le alcanzó la linterna y Willy la dejó caer.
—Yo la agarraré, Engel, yo la agarraré.
—¡Tú te quedas parado ahí! —Engel tomó la linterna, fue hacia la parte de atrás del auto y abrió el baúl. Las herramientas estaban allí, envueltas en una frazada del ejército.
—Ven aquí, Willy; lleva estas cosas.
—Un segundo, un segundo.
Engel lo enfocó con la linterna y Willy estaba palmeándose todo el cuerpo, como alguien que busca cerillas.
—¿Qué tienes ahora? ¿Piojos? —dijo Engel.
—La botella —dijo Willy—. Yo tenía una botellita —manoteó hasta abrir la puerta y la luz de la cabina volvió a encenderse—. ¡Ahhh!
—¡Cállate!
—¡Aquí está! Debe haberse caído sin que lo notara.
—¿Vendrás aquí de una vez?
—Ya voy.
Willy cerró la puerta y se tambaleó hasta llegar a la parte de atrás del auto y Engel enfocó a la frazada enrollada.
—Carga eso.
—Sí, sí mi capitán —Willy hizo la venia y tomó la frazada del ejército entre los brazos—. ¡Ufff! ¡Qué pesada!
Las herramientas sonaron dentro de la frazada.
—Llévala sobre los hombros. Sobre los hombros. Ponla encima... déjame... colócala encima... encima de tus... ¡no la dejes caer!
Engel recogió las herramientas y la frazada, volvió a envolverlas y puso el bulto sobre los hombros de Willy.
—Ahora, ¡que no se te caiga!
—De acuerdo, jefe, de acuerdo. Confíe en mí, jefe.
—Muy bien, vamos.
Engel cerró el baúl, y comenzaron a alejarse, avanzando a través del portón del cementerio, sobre un sendero de pedregullo que crujía debajo sus pies. Engel iba al frente, iluminando con la linterna y Willy andaba tropezando detrás de él, las herramientas chocándose entre sí sobre sus hombros. Al cabo de un minuto, Willy empezó a cantar una canción, con la melodía de “Maryland, My Maryland“ Uno Ochentaicuatro, Uno Ochentaicuatro/Eres la escuela que adoramos;/Uno Ochentaicuatro, Uno Ochentaicuatro/en el Bronx...”
—¡Cállate!
—Bueno, es que éste es un lugar muy triste.
—Tan solo por un minuto, cállate.
—Muy triste lugar —Willy comenzó a resoplar.
Engel no sabía dónde se hallaban con exactitud. Iluminó con la linterna alrededor, siguió todo el sendero arriba y todo el sendero abajo mientras detrás suyo Willy caminaba arrastrando los pies, resoplando y murmurando a veces a regañadientes. Las herramientas hacían ruidos apagados dentro de la frazada del ejército. Sus pies crujían sobre el pedregullo y los monumentos de mármol blanco se agazapaban bajo la luz de la luna, alrededor de ellos.
Después de un rato, Engel dijo: “Ah. Por aquí.”
—Muy triste lugar —dijo Willy—. No como California. ¿Has estado alguna vez en California?
—Debe ser por aquí.
—Yo nunca estuve en California. Uno de estos días a lo mejor, perra vida. “Ca-li-for-nia, allá voy/De regreso donde...”
—¡Cállate!
—Sí, sí esclavo.
—¿Qué?
—Tú haces todo el ruido, holgazán. Me acuerdo de ti en el Uno Ochentaicuatro. Eras un esclavo entonces, eres un esclavo ahora y serás...
Engel se volvió y dijo: “Cierra el pico, Willy.”
Willy pestañeó cinco o seis veces y dijo: “¿Qué es lo que dije?”
—Mejor que empieces a atenderme, porque eso es lo que yo digo.
—¿Sabes lo que pasa? Es la tensión. Este lugar me pone tenso y con acidez. Acidez estomacal.
—Pon las herramientas en el suelo. Es aquí.
Willy miró alrededor, con la boca abierta.
—Oh, ¿sí?
—Ponlas en el suelo.
—Sí, claro —Willy hizo un movimiento de hombres y las herramientas cayeron, golpeando ruidosamente Contra el suelo.
Engel asintió. “Una verdadera joyita”, dijo. “A tu lado, el auto es una alfombra mágica, a tu lado.”
—¿Qué?
—Nada. Extiende la frazada.
—¿Para qué diablos?
—Para poner la tierra encima.
—¿La tierra?
—La que hemos de cavar.
—¿Sobre la frazada? ¡Se ensuciará!
—¡Es para eso! Así nadie podrá notar que alguien estuvo cavando aquí.
—¡Ooohhh! ¡Caramba! ¡Es una idea brillante!
—¿Extenderás el trapo de una vez? Por el amor de Dios, ¿extenderás el trapo?
—La frazada, querrás decir.
—¡Extiéndela!
—Sí, jefe.
Willy agarró una de las esquinas de la frazada y la alzó para extenderla. Las herramientas se golpearon con estruendo una y otra vez. “Uy”, dijo Willy.
—No importa, está bien.
—Eres un buen muchacho, Engel. ¿Sabes? Eres un verdadero camarada.
—Si, sí.
Engel iluminó alrededor. Aún no habían colocado el césped, de modo que el contorno rectangular y marrón de la tumba se distinguía con nitidez; eso haría más fácil el trabajo.
—Yo sostendré la linterna mientras tú cavas —dijo Engel—. Después cambiaremos.
—De acuerdo, jefe.
—Arroja la tierra en la frazada. ¿Entendido? Sobre la frazada.
—Sí, sobre la frazada.
Engel observaba con desconfianza, pero Willy arrojó la primera palada sobre la frazada. Y la segunda y la tercera. Engel retrocedió unos pasos, se sentó sobre una lápida e iluminó a Willy para que pudiera cavar.
La operación demoró un buen rato, más de lo que Engel había calculado. Después de unos veinte minutos tomó la pala y Willy sostuvo la linterna. Willy se sentó en la lápida, abrió su botellita y comenzó a llorar. “Pobre como-se-llamaba —dijo—. Pobre, pobre como-se-llamaba.”
Engel dejó de cavar y lo miró. “¿Quién?”
—El chico que está allí abajo. Bajo la tierra. ¿Cómo-se-llamaba?
—Charlie Brody.
—¿Charlie Brody? ¿Quieres decir Charlie Brody? ¿El viejo Charlie Brody murió?
—Te lo dije hace media hora.
—Bueno, estaba distraído. El viejo y querido Charlie Brody. ¿Acaso me debía algún dinero?
—¿Cómo puedo saberlo?
—No. Nadie me debe ningún dinero. ¿Cuánto me corresponde por este trabajo?
—Cincuenta.
—Cincuenta. El viejo y querido Charlie Brody. Cincuenta dólares. Voy a encender una vela por Charlie, eso es lo que voy a hacer. Cincuenta dólares.
—Enfoca aquí, ¿quieres? ¿Para qué diablos estás enfocando hacia allá?
—Estaba bebiendo un trago.
—¿En serio? Ilumíname aquí.
—Ooohhh, “Anoche soñé que veía a Joe Hill tan vivo como tú y...”
—¡Cállate!
—Ahhh, sí, esclavo.
Esta vez Engel lo ignoró y continuó cavando. Willy sonrió tontamente durante un rato, luego lloró un rato y luego susurró todos los versos de “El Bastardo Rey de Inglaterra”. Cuando hubo terminado, Engel le devolvió la pala y retomó la linterna y Willy cavó un rato.
Willy estaba más tranquilo mientras cavaba. Comenzó a cantar “Quince hombres sobre el pecho de un muerto”, pero le faltaba aire para eso teniendo que cavar, de modo que se interrumpió. Engel encendió un cigarrillo y vio cómo el montón de tierra al lado de la tumba crecía y crecía. Luego, él tendría que volver a poner toda esa tierra en el pozo, sin ayuda. Magnífico.
—¡Eh! —dijo Willy.
—¿Qué?
—Acabo de dar con algo. ¡El cofre del tesoro o algo así!
—Supones que has dado con el ataúd, ¿no es cierto?
—Oh, sí. Mira, le hice un rasguño.
—Es una lástima.
—Es de madera muy buena. Mira la madera. ¿Quién enterraría una madera tan linda como ésa? Se pudrirá.
Engel se acercó y miró hacia bajo. Willy estaba dentro del hoyo, hundido hasta los hombros, y se veía sólo un pedacito del cajón. Engel dijo: “Termina de sacar toda la tierra, mientras yo busco dónde quedó tirada la palanca.”
—No creerás que la dejé encima de la frazada, ¿no es cierto?
—No me sorprendería en lo más mínimo.
Engel miró a su alrededor y encontró la palanca cerca de la lápida donde se había sentado. La llevó de vuelta mientras Willy terminaba de sacar la tierra de encima del ataúd. Engel dijo: “Toma. Hay dos cerrojos. Rómpelos, abre y dame la chaqueta del traje.”
Willy tragó saliva y dijo: “Es que, ¿sabes? Todo esto... de repente estoy asustado.”
—Rompe al menos los cerrojos. Y dame la pala.
Willy le alcanzó la pala, luego se inclinó de mala gana para romper los cerrojos con la palanca. Engel esperó, sopesando la pala y mirando la cabeza de Willy. Willy rompió los cerrojos y luego miró con desconcierto.
—¿Cómo puedo abrirlo si estoy parado sobre la tapa?
—Súbete sobre el borde.
—¿Qué borde? La tapa lo cubre.
—Oh, diablos. Súbete aquí. Te tiras en el suelo y con la palanca levantas la tapa.
—Sí, sí.
Llevó un rato sacar a Willy del hoyo. A cada intento resbalaba y volvía a caer, amenazando arrastrar a Engel consigo. Pero finalmente Engel consiguió agarrarlo por los fondillos de los pantalones y lo arrastró hacia fuera. Willy se echó a tierra, puso la palanca dentro del hoyo y trató de pescar un asidero en la tapa. Engel permaneció del otro lado de la tumba, la pala en una mano y la linterna en otra.
—¡Lo conseguí! —dijo Willy— Aquí está, aquí... enfoca con tu linterna ¿quieres? No puedo ver nada.
Engel enfocó la linterna dentro del hoyo. La tapa del cajón estaba completamente abierta y dentro era todo de felpa blanca. Engel miró fijamente.
El ataúd estaba vacío.
Willy gritó, “¡Oy! ¡Oy!” Se levantó a gatas, sin parar de gritar, “¡Oy! ¡Oy!”
Engel supo que saldría corriendo, supo que el holgazán ése saldría corriendo. Arrojó la linterna al suelo, tomó la pala con las dos manos y la disparó violentamente, errando por medio metro a la cabeza de Willy que partía a la carrera. Engel perdió el equilibrio, cayó al agujero, aterrizó sobre la felpa blanca y la tapa del cajón se cerró.