2
Aloysius Eugene Engel nació en un hospital de la zona de Washington Height, en el alto Manhattan, veintinueve años, cuatro meses y tres días antes de que Nick Rovito le comunicara que iba a convertirse en un ladrón de tumbas. En el ínterin había sido un sinnúmero de cosas, pero ni una sola vez había sido ladrón de tumbas.
Engel era el único hijo de Fred P. Engel y Frances (Maloney) Engel. Su padre poseía un pequeño negocio en St. Nicholas Avenue, donde vendía cigarrillos y revistas al público, mientras que en la trastienda se jugaba permanentemente al póker y, en otro cuarto, funcionaban dos teléfonos para tomar apuestas. El padre de Engel trabajaba a sueldo para la organización y, además, podía quedarse con las ganancias producidas por la venta de cigarrillos y revistas, que no eran muchas. La madre de Engel trabajaba, desde antes que él naciera, en el Salón de Belleza París Style, de la calle 181, donde era la más antigua y estimada de las empleadas. Durante años había soñado con instalar su propio salón de belleza, pero el padre de Engel tenía la mala costumbre de hacer apuestas a los caballos, aun cuando sabía perfectamente que nadie acierta a los caballos. Pero mantenía siempre la esperanza y Engel creció en un hogar constantemente amenazado por el caos financiero.
También había discusiones. Los problemas de dinero siempre crean discusiones, aun en la mejor de las familias. La Engel no era la mejor de las familias. De modo que se gritaban uno a otro —en aquellos días el padre de Engel aún gritaba y, ocasionalmente, la emprendía a puñetazos—. Tanto la madre de Engel como alguna otra vecina estaban siempre llamando a la policía, hasta que alguien del cuartel general de la organización se personó para señalar que resultaba embarazoso para ellos que la policía tuviera que acudir siempre al apartamento de uno de sus levantadores de apuestas. Después de esa visita las discusiones se tornaron más tranquilas porque el padre de Engel dejó de contestar a los reproches.
Probablemente debido al silencio de su padre, más que a ninguna otra cosa, Engel había tomado partido por él. Sabía, tanto como su padre, que todo lo que su madre decía era cierto, pero que no venía al caso. El caso era que nadie era perfecto y, si la imperfección del padre de Engel era tirar el dinero detrás de los caballos, había que considerar que podría haber sido peor, de modo que, ¿por qué no ser algo más tolerante? Por entonces Engel estudiaba en el instituto, rebosaba de comprensión hacia su padre y alimentaba una secreta rebelión contra su madre. De modo que, cuando su madre le dijo que después del instituto debería ir a la universidad, para ser alguien en la vida, “y no ser un holgazán como tu viejo, el holgazán ese”, Engel le dio la espalda. Obtuvo su diploma en el instituto, acudió a su padre y le dijo: “Preséntame a alguien, papá. Yo quiero trabajar para la organización.”
—Tu madre quiere que vayas a la universidad.
—Lo sé.
Padre e hijo se miraron uno al otro y se entendieron uno al otro y se sonrieron uno al otro, conmovidos hasta las lágrimas. “De acuerdo, hijo mío —dijo el padre de Engel—, llamaré al Sr. Meyershoot mañana.”
De modo que, a los diecisiete, Engel comenzó a trabajar para la organización, primero como mensajero del Sr. Meyershoot, quien tenía una oficina en Varick Street, cerca del centro; y más tarde en diversos oficios, incluyendo el de matón, aun cuando era de peso mediano y no especialmente malvado en su actitud. Una o dos veces había sido delegado sindical y, durante algún tiempo, enlace; algo así como el trabajo que tenía Charlie Brody. Había trabajado aquí y allá para la organización. Cambiaba de tareas más de lo habitual, pero eso se debía a su juventud y a su carácter inquieto, siempre interesado en cosas nuevas.
Su madre tardó cuatro años en acostumbrarse a la idea. Reprochaba a su padre por haberle dado mal ejemplo y gastaba millones de palabras en sermones moralizantes pero, finalmente, al cabo de cuatro años, se adaptó a la realidad y dejó de estorbarlo con las oportunidades perdidas.
Por otra parte, en cuanto se hizo a la idea, halló nuevas sugerencias. “Hazte un nombre, Aloysius”, decía. “No seas como tu viejo, el holgazán ése, apenas un burócrata que jamás fue capaz de ir más allá de esa tienda miserable en treinta y cuatro años. Destácate y progresa en este mundo. Si quieres trabajar para la organización, trabaja para ella. Distínguete. Después de todo, ¿acaso Nick Rovito no empezó desde el primer peldaño también?”
Esta clase de conversaciones no le molestaban tanto. Él no tenía mucha de la ambición a la que ella se refería —ella no hubiera querido enterarse de cómo Nick Rovito había ascendido, desde el último peldaño, pero Engel nunca sería tan desleal como para contárselo—. Ya era mayor y, por lo tanto, capaz de dejar pasar las charlas sin que lo afectaran. “Claro mamá”, decía a veces, y otras no decía nada.
Si no hubiera sido por la desgracia de Conelly, Engel podría haberse mantenido a la deriva en la organización durante años. Pero se produjo la desgracia de Conelly y Engel se encontró en la situación oportuna en el momento oportuno: de un día para otro la clase de futuro sobre el que su madre había estado hablando durante años le cayó, llovido del cielo. Como su madre señalaba, todo lo que le quedaba por hacer era aceptar las cosas más convenientes que le fuesen ofrecidas. Había triunfado.
El modo en que la desgracia de Conelly vino a beneficiar a Engel fue algo complicado. Conelly era un muchachón rojizo, campechano y feliz: la mano derecha de Nick Rovito. Él y Nick Rovito habían sido compinches durante años, siendo Conelly su hombre de confianza. Pero algo había sucedido con Conelly, algo lo había vuelto repentinamente muy ambicioso. A pesar del Comité Central de Miami, a pesar de sus años de amistad con Nick Rovito, del riesgo que corría y de lo improbable del éxito, Conelly decidió deshacerse de Nick Rovito y tomar el control de la organización.
Conelly no trabajaba solo. Tenía amigos en la organización, ejecutivos de mediano rango, que eran más leales a él que a Nick Rovito. Conelly los sedujo uno por uno, planeando y prefiriendo un golpe palaciego incruento. Uno de los muchachos que atrajo hacia su bando era Ludwig Meyershoot, el patrón del padre de Engel. Y Ludwig Meyershoot, teniendo confianza en Fred Engel, le advirtió sobre lo que se estaba tramando. “De modo que no terminarás eligiendo el peor bando, Fred”, dijo.
El padre de Engel, inmediatamente, contó todo a la madre de Engel quien inmediatamente a su vez dijo: “¿Sabes lo que esto significa, Fred Engel? Ésta es la oportunidad que se le presenta a tu hijo para progresar, para obtener una alta posición, una vida lujosa, todo lo que tú nunca conseguiste.”
Engel, por su parte, no estaba enterado de nada aún. Tenía su propia vivienda, en Carmine Street, en el Village, a raíz de las mujeres. Se sentía incómodo cada vez que llevaba a casa una mujer con el propósito de cohabitar con ella, especialmente por tener que presentársela a su madre. Por eso, ahora tenía su lugar propio y todo marchaba mucho mejor.
Entretanto, en la parte alta de la ciudad, Fred Engel estaba atravesando por uno de esos conflictivos problemas de lealtad sobre los que se basan las grandes novelas serias y aburridas. Sentía la lealtad habitual por Ludwig Meyershoot. Sentía la lealtad de un temor reverencial hacia Nick Rovito. Y sentía la lealtad de la sangre hacia su hijo.
A la larga, la combinación de Nick Rovito con los lazos sanguíneos y la voz chillona de su esposa dieron la clave. Fred Engel convocó a su hijo en el departamento familiar para celebrar una reunión. “Al —le dijo, puesto que nadie en el mundo sino su madre llamaba a Engel por su primer nombre completo—. Al, se trata de algo importante. Conelly procurará encargarse de Nick Rovito. ¿Sabes a quién me refiero? ¿Conoces a Conelly?”
—Lo he visto por ahí —dijo Engel—. ¿Qué quieres decir con eso de encargarse?
—Encargarse —explicó su padre—. Tal como suena.
—¿Quieres decir deshacerse de Nick Rovito? ¿Echarlo?
—Eso mismo.
—¿Estás seguro? Quiero decir, ¿pero estás seguro?
El padre de Engel asintió. “Lo sé de una fuente intachable —dijo—. Pero el caso es que no puedo encargarme personalmente de darle aviso a Nick Rovito sin estropear las cosas con mi fuente intachable, ¿entiendes?”
Engel dijo: “¿Entonces? ¿Cómo es esto?”
Su padre ignoraba la respuesta de la segunda pregunta. En respuesta a la primera, dijo: “Entonces tú le avisas. Yo arreglaré las cosas de modo que puedas verlo personalmente. No lo confíes a nadie sino al mismo Nick Rovito, no estoy seguro de quiénes más están en esto con Conelly.”
—¿Yo? ¿Cómo que yo? —dijo Engel.
—Porque no hay ningún otro que pueda hacerlo —dijo su padre—. Y porque —agregó, pudiendo percibirse un eco de la madre de Engel en cada palabra— puede beneficiarte mucho en la organización.
—No estoy seguro...
—¿Acaso te aconsejé mal alguna vez, Al?
Engel sacudió la cabeza. “No, nunca lo has hecho.”
—Ni lo haré esta vez.
—Pero, ¿qué sucederá si Nick Rovito me pidiera pruebas? Quiero decir, qué demonios, a mí no me conoce nadie y Conelly es su mano derecha.
—Conelly estuvo echando mano a los fondos de las pensiones —explicó su padre—. Estuvo traspasando dinero en efectivo a una cuenta secreta a nombre de Nick Rovito. Ése es el pretexto que utilizará ante el Comité. Te daré todos los datos que poseo y cuando Nick Rovito diga que quiere pruebas, cuéntale lo que yo te estoy diciendo.
Y eso fue lo que pasó. A través de las mañas, la persistencia, la astucia y el terror, el padre de Engel logró por fin concertar un encuentro entre Engel y Nick Rovito, sin haber confiado, ni a Nick Rovito ni a ningún otro, para qué quería tal encuentro. Y cuando Engel estuvo a solas con Nick Rovito y con el guardaespaldas de Nick Rovito, contó todo lo que su padre le había dicho, pero no mencionó, ni lo haría, de dónde había obtenido la información.
En principio, Nick Rovito se negó a creerlo. De hecho se sintió tan irritado que agarró a Engel de la pechera de la camisa y lo zarandeó durante un rato por decir tales cosas acerca de su viejo amigo Conelly. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo, puesto que Engel tenía unas cinco pulgadas y treinta libras más que él, pero pudo hacerlo porque Engel no cometería la torpeza de defenderse. A pesar del zarandeo, Engel se mantuvo firme en sus palabras, no sólo porque decía la verdad, sino porque no le quedaba otra cosa que hacer. Algo después, Nick Rovito comenzó a dudar y luego, después de un rato más largo, mandó que alguien llamara a Conelly “a decirle que se venga volando para acá”.
Conelly llegó veinte minutos después. Por entonces la camisa de Engel estaba empapada por la transpiración. Nick Rovito le dijo a Engel: “Dile a Conelly lo que me acabas de contar.”
Engel parpadeó. Tosió un par de veces. Arrastró sus pies. Y le dijo a Conelly lo que le había contado a Nick Rovito.
Cuando Engel terminó, Nick Rovito dijo: “No conozco los antecedentes de este chico, pero puedo averiguarlos. ¿Debería hacerlo?”
Conelly se puso rojo, dijo: “¡Puajjj!”, y se abalanzó sobre Engel.
Nick Rovito hurgó dentro de un cajón del escritorio, sacó un revólver y lo arrojó despreocupadamente hacia Engel. Era la primera vez en toda su carrera que Engel tomaba un revólver con sus manos, pero no tenía tiempo para pensar qué hacer con Conelly y esas manos que se acercaban rápidamente, de modo que Engel cerró los ojos y apretó el gatillo cinco veces. Cuando abrió los ojos Conelly yacía sobre el piso.
Nick Rovito dijo a Engel: “Eres mi mano derecha, chico. De ahora en adelante eres mi mano derecha, con todo lo que eso implica.”
—Creo —dijo Engel— que voy a vomitar.
Y ambas cosas sucedieron. Engel vomitó y se convirtió en la mano derecha de Nick Rovito, reemplazando abruptamente a Conelly por puro capricho de Nick Rovito. Esto había sucedido cuatro años atrás, un año antes de que el padre de Engel muriera de cálculos y complicaciones. En los últimos cuatro años Engel había sido la mano derecha de Nick Rovito, lo que significaba ser una especie de secretario privado. Y todo lo que eso implicaba eran grandes sumas de dinero, trajes nuevos en el guardarropa, mujeres de mucha mejor calidad, cuentas corrientes en los más caros restaurantes, la adoración de su madre (quien ahora, mediante la ayuda financiera de su hijo, tenía su propio salón de belleza), una llave del Playboy Club, obediencia instantánea de los cuadros y miembros de la organización..., y desenterrar cadáveres del cementerio a la media noche.