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—Muy bien, primo —dijo el subinspector Callagham—, vamos a conversar un rato.

—Claro —dijo Engel—; pase usted.

Pero Callagham ya había entrado y cruzaba el vestíbulo hacia el living cuando Engel terminó la frase. Engel cerró la puerta y lo siguió, mientras decía, “Estuve a punto de ir a verlo.”

Callagham le echó una mirada fulminante, a cuyo lado las de Nick Rovito resultaban agradables.

—Lo sabía —dijo—, estaba casi seguro de eso. Pero para evitarle la molestia vine yo aquí.

—Ninguna molestia, inspector. ¿Quiere un trago?

—No, cuando estoy de servicio —Callagham inspeccionó el cuarto—. Parece una casa de remates —agregó.

—A mí me gusta —dijo Engel (y era cierto). Callagham carecía de gusto, pero el comentario le molestó.

—Sí —dijo Callagham.

Aún vestía su uniforme, con el sendero amarillo de ladrillos a un costado. Normalmente usaba ropas civiles, estando de servicio, excepto en ocasiones especiales, como desfiles y funerales. Aparentemente, esta vez había tenido algún apuro que le impidió cambiarse de ropas. Callagham suspiró, se sacó la gorra y la tiró sobre el sofá, donde no podría haber quedado peor.

—Muy bien. Empecemos con la canción.

—¿De qué canción habla?

—De ésa en la que usted dice que es un caso de confusión de identidades, que yo debo haberlo confundido con algún otro muchacho, que usted no estuvo en ninguna casa de velatorios hoy. Y luego me cuenta la coartada que usted preparó con dos o tres chicos por teléfono, antes de que yo llegara.

Engel sintió un gran placer en darse el lujo de decir: “Si se refiere al incidente que hoy tuve con usted y esos policías en la casa de velatorios de Merriweather, de eso, precisamente, iba a ir a hablarle en su despacho.”

Callagham abrió la boca desmesuradamente.

—¿De modo que lo admite?

—Claro que sí. Y también admito que no sé cómo pude escaparme. Me metí en ese callejón, atravesé una puerta y salí por el otro lado, cuando me di cuenta que ya no me perseguían más.

Callagham volvió a cerrar la boca y sonrió complacido. Estaba obviamente satisfecho de ver que Engel, por lo menos, mentía algo. Eso le devolvía la fe en la naturaleza humana.

—¿De modo que usted no atrancó la puerta al final del callejón?

—¿Atrancar la puerta? ¿Con qué?

—¿Y usted no desparramó un montón de tanques llenos de aceite, ¿el otro lado de la puerta, verdad?

—¿Tanques de aceite? Creo que sentí el ruido de algo que se caía detrás mío, pero no me di vuelta para ver lo que era.

—Claro que no. ¿Y usted tampoco estacionó un camión del otro lado del callejón, no es cierto?

—Estacionar un camión? ¿Qué camión? ¿De dónde iba a sacar un camión?

Callagham movió la cabeza.

—Por un instante —dijo— pensé que uno de nosotros se había vuelto loco. Pero todo está bien, usted vuelve a hablar razonablemente.

—Siempre he sido razonable con usted, inspector.

—¿Sí? Entonces puede que me explique por qué salió corriendo.

—Porque ustedes me perseguían. Cualquiera hubiera salido disparando viendo que cien policías lo persiguen.

—No, si tiene la conciencia limpia.

—Eso viene después. Después es cuando uno se dice, “¿pero qué diablos pasa, si yo no hice nada?”. Pero en el momento, con todos esos policías persiguiéndolo a uno, con una mujer que dice que uno mató a su marido, todo lo que uno hace es salir corriendo.

—Y yo le diré por qué. Porque usted no sabía quién era esa mujer. Usted no sabía si era la mujer de alguien que usted había matado o no. Usted cometió por lo menos un crimen recientemente, tal vez más, y eso lo deduje cuando lo vi salir corriendo.

—Entonces, ¿por qué no continué huyendo?

Callagham sonrió de costado.

—¿Me permite usar el teléfono? Puede que me ayude a contestarle la pregunta.

—Adelante.

—Gracias —Callagham agradeció con toda ironía. Fue hacia el teléfono, disco, se identificó, preguntó por alguien llamado Percy y cuando Percy estuvo del otro lado del cable, dijo: ¿Quién atendió a esa mujer, Kane? Pregúntenle si ella hizo alguna pregunta sobre Engel, dónde vivía, quién era, algo así. De acuerdo, esperaré.

Engel se dirigió hacia la silla de madera donde antes se había sentado esa mujer, Kane, y esperó de brazos cruzados y piernas estiradas. Según sus propios cálculos estaba limpio ante la ley, a menos que Callagham quisiera complicarlo en el asesinato de Merriweather. Pero si era eso lo que se proponía, ya lo hubiera dicho. De modo que esperó sin curiosidad.

Al cabo de un silencio no muy largo, Callagham dijo, "¿Sí? ¿Con que preguntó? Magnífico.” Hizo una mueca, se despidió, colgó y se volvió hacia Engel.

—Ahora responderé a su pregunta. Usted dejó de correr y decidió no montar una coartada porque la mujer Kane vino aquí y le contó que había estado en comisaría para aclarar la situación y no crearle complicaciones.

—¿Hizo eso?

—Sí, hizo eso. Obtuvo su dirección de uno de los chicos en comisaría porque dijo que quería enviarle una carta pidiéndole disculpas. Pero no le envió una carta, vino aquí personalmente desde comisaría.

—¿Es un hecho?

—Sí, es un hecho —Callagham señaló al bar—. Ella lomó un trago mientras estuvo aquí, allí está el vaso. Probablemente se fue justo antes de que yo llegara.

—¡Parece mentira!

—Ése es el problema con ustedes, se creen muy listos, más listos que nadie y, sin embargo, son unos pobres imbéciles. Imbéciles. Usted morirá en la cárcel, Engel, tal vez en la silla.

—¿Le parece?

—Sí, me parece —Callagham señaló a Engel con un dedo—. Usted se portó como un imbécil hoy. Me alertó de algo que hay que investigar. Me hizo saber que por lo menos cometió un crimen recientemente. Ahora comenzaré a investigar. ¿Cree que no encontraré lo que estoy buscando?

—Exactamente, eso es lo que pienso. Yo no mato gente, no soy el tipo para eso. Hoy me espanté, eso es todo. Como cualquier otro en la misma situación.

—Ya encontraré qué cargarle, no crea que no, Engel. Recordaré ese asunto del callejón por mucho tiempo.

—¿Por qué no me embarulla con la muerte de Merriweather? —preguntó Engel queriendo saber por qué Callagham no lo había mencionado.

—Me encantaría hacerlo, pero perdimos la oportunidad. Sabemos exactamente cuándo fue muerto Merriweather y fue aún antes de que usted atravesara el portón de entrada. Yo soy su coartada en este crimen.

—¿Qué quiere decir con eso de que saben exactamente cuándo lo mataron?

—¿Por qué le preocupa eso a usted?

Engel se preocupaba porque el crimen de Merriweather —estaba convencido— debía relacionarse de alguna manera con la desaparición de Charlie Brody y de su traje. En cambio dijo: “Me intrigó lo que usted dijo, eso es todo. Usted dijo que sabía el minuto exacto en que Merriweather fue muerto y que fue cuando usted y yo estábamos en el portal. Tengo una curiosidad natural por saber cómo es que sabe el momento exacto en que alguien fue asesinado.”

—Estaba hablando por teléfono y dijo “alguien llama a la puerta, lo llamaré más tarde”. Luego cortó. El muchacho que estaba hablando con él quería decirle algo y discó su número pero halló el teléfono ocupado. Eso se debía a que, cuando fue apuñalado, golpeó el teléfono y cayó al suelo, quedando el auricular fuera de la horquilla. De modo que fue asesinado entre el momento en que cortó la comunicación y el momento en que el muchacho con quien estaba hablando terminó de discar, es decir en el lapso de algo más de un minuto. Y el muchacho supo qué minuto era ése porque se le estaba haciendo tarde para una cita y miró su reloj en el momento de discar.

—¿Con quién estaba hablando?

—Hace demasiadas preguntas —dijo Callagham frunciendo el ceño—. ¿Le gusta hablar con policías?

—No tiene que responderme si no quiere. Preguntaba por curiosidad, por hablar de algo.

—Con un muchacho llamado Brock, Kurt Brock. Asistente de Merriweather. Merriweather lo había despedido ayer o lo había suspendido. No pude establecer aún bien que Brock le estaba hablando de volver al trabajo. Cuando Merriweather colgó, Brock pensó que había terminado de despedirlo y, como tenía que llegar a una cita, llamó de inmediato.

—Armándose una coartada para sí y para mí —dijo Engel.

—Qué listo es usted, ¿no es cierto? Averiguamos eso y él tiene otra coartada. La portera sabe que él estaba allí y sabe a la hora que se fue. Es una de esas porteras que saben todo lo que pasa en el edificio.

—De modo que estoy limpio ante la ley —dijo Engel.

—Podría crearle problemas, si quisiera —dijo Callagham—. Daño intencional, tal vez, obstruir a la policía en el cumplimiento del deber. Usted cometió alrededor de treinta y siete infracciones esta tarde, lo sepa o no. Pero no quiero complicarlo con infracciones, es muy fácil librarse de esos cargos. Podría conseguir alguna multa para usted, tal vez treinta días a la sombra, con suerte, y usted pagaría eso gustosamente como precio de una buena aventura para contar en los bares. No, lo que yo quiero para usted es un delito, un gran delito. Algo que lo saque de circulación para siempre. Algo así como un asesinato, o cosa parecida.

—Claro —dijo Engel—. El suyo es un trabajo divertido.

Se sonrió despreocupadamente porque al fin sabía que estaba limpio y seguro. Callagham investigaría los posibles crímenes cometidos por Engel. Y crímenes era el único delito que Engel no había cometido recientemente. De modo que Callagham no encontraría más víctima que un pato salvaje. Y hasta podían comerlo juntos.

—Pronto nos volveremos a ver —dijo Callagham—. No salga de la ciudad. En el ínterin, puede ser llamado a testificar en el caso de Merriweather.

—Seguro. No tengo que ir a ningún lado.

—Excepto Sing Sing.

En esos términos Callagham se despidió. Engel cerró la puerta detrás de él y luego regresó hacia el living y siguió al fondo del apartamento. En el dormitorio dijo suavemente, “Muy bien, señora Kane, ya puede salir. Se ha ido.”

No hubo respuesta.

Engel frunció el entrecejo. Miró en el cuarto aislado acústicamente y estaba vacío. Miró en el guardarropas del dormitorio y debajo de la cama. Llamó, “¿Señora Kane? ¿Señora Kane?” Miró en el cuarto de baño y en la sauna (productor), miró en la cocina, miró en todas partes.

Finalmente miró la puerta trasera que daba a un cuarto angosto, donde estaban el depósito y el ascensor de servicio; allí le habrían dejado la botella de la leche, si él encargara botellas de leche. Tampoco estaba allí.

—Bueno, bueno —se dijo—; desapareció otra vez.