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Había un mensaje en la puerta de su apartamento, en Carmine Street. Estaba escrito con lápiz labial rojo, en una gran hoja de papel y estaba fijado a la puerta con una uña postiza. Decía:

Cariño. He regresado de la costa. ¿Dónde estás tú? ¿No quisieras ver a tu Dolly nuevamente? Déjame un mensaje con el servicio de Roxanne.

Tu boquita dulce,

DOLLY

Engel parpadeó a la vista del mensaje, a la referencia final, antigua broma secreta que alguna vez compartió con Dolly, y a las áureas implicaciones que un mensaje escrito con lápiz labial traían para él. Sacó la uña postiza, miró del otro lado del papel y vio que Dolly había utilizado uno de sus resúmenes, una lista de clubs y teatros donde había trabajado. Dolly era lo que ella llamaba “una bailarina exótica”, lo que quería decir que era una bailarina que gradualmente va sacándose la ropa. También era una de las ventajas accesorias que habían correspondido a Engel cuando dio el gran salto, cuatro años atrás, y se convirtió en la mano derecha de Nick Rovito.

Con el resumen de Dolly en una mano y la uña postiza en la otra, Engel pensó, con cínica imparcialidad, sobre su suerte. Así era como todo salía siempre, se dijo. En cualquier otro momento le hubiera enviado un mensaje a Dolly inmediatamente, se hubiera encontrado con ella al atardecer y... tantas cosas más durante el lapso con que el destino lo premiara. Resignada, amargamente, estrujó la nota y la uña con una mano y con la otra abrió la puerta de su apartamento.

El teléfono estaba sonando. Arrojó nota y uña sobre la pequeña mesa, junto a la puerta, se miró rápidamente en el espejo oval para ver si su expresión era tan desilusionada como pensaba que era, caminó por la alfombra beige pálida sobre la cual estaban desparramados pieles de osos, pequeñas alfombras persas rectangulares y cojines anaranjados, levantó el auricular del teléfono ubicado sobre la mesita junto al sofá de cuero blanco y dijo, “No puedo conversar contigo, mamá. Estoy trabajando.”

—Soy simplemente tu madre —dijo ella—. Dos noches seguidas cociné para ti la clase de comida que jamás comiste, no porque sea de esas madres de la televisión, que se están siempre metiendo, dando la lata, come un poquito de sopa de gallina, esa clase de madre. Tú sabes que no lo soy. Sino porque ayer se trataba de una ocasión especial y estaba orgullosa de ti, mucho más de lo que podría haber soñado, y quería expresar mi admiración y mi cariño de la única manera de que soy capaz, cocinando para ti, que es lo único que siempre hice bien. Y ahora resulta que no vienes ninguna de las dos noches.

—¿Qué? ¿Qué dos noches?

—Anoche —dijo ella— y esta noche.

—Mamá, estoy trabajando. No son mentiras ni excusas, estoy trabajando. Estoy trabajando más duramente y ante mayores problemas que nunca y no puedo hablar contigo ahora. Debo hacer algunas llamadas telefónicas.

—Aloysius, no soy meramente tu madre, tú lo sabes. También soy tu confidente, tu compañera en cualquier detalle de la existencia, tal como lo era con tu padre, aún cuando él nunca llegara a grandes alturas, como tú. Pero los hijos siempre superan al padre, eso ni falta hace decirlo.

—No puedo hablar de esto por teléfono.

—Ven a cenar entonces. Tienes que comer en algún sitio, ¿por qué no aquí?

—Te llamaré cuando esto esté terminado. Ahora mismo debo hacer algunas llamadas importantes. Si no las hago, puedo verme en dificultades.

—Aloysius...

—Te llamaré en cuanto disponga de un minuto libre.

—Si tú...

—Lo prometo...

—Tú no...

—No me olvidaré.

En este punto, a ella no se le ocurrió nada inmediatamente y dejó transcurrir dos o tres segundos en silencio, que fueron aprovechados por Engel para decir, “Adiós, mamá, te llamaré”, y cortar rápidamente. Con la misma rapidez levantó el tubo y se dispuso a discar, cuando oyó una voz débil diciendo, “¿Aloysius? ¿Aloysius?”

Ella no había cortado y como había sido ella quien había llamado, continuaba la comunicación. Engel colgó instantáneamente otra vez. Contó hasta diez, luego, cautelosamente, levantó el tubo y esta vez escuchó el precioso sonido del tono de marcar.

Llamó al despacho de Nick Rovito, pero se le informó que no estaba allí. Engel se identificó y dijo: “Díganle que es urgente, que estoy en mi casa y que me llame lo antes posible.”

—De acuerdo.

Luego llamó a un hombre llamado Horace Stamford, alguna vez un fiscal de cierta reputación, convertido, desde su retiro, en encargado de los arreglos legales en los negocios finales de la organización. Cuando logró comunicarse con Stamford. Engel dijo: “Voy a necesitar una coartada para esta tarde.”

—Detalles —dijo Stamford. Estaba orgulloso de su rapidez, exactitud, imparcialidad y habilidad para hacer planes y, por lo tanto, utilizaba frases cortantes, como el telegrama de alguien que no supiera mucho inglés.

Engel le dio los detalles de sus actividades del día, sin preocuparse en explicarle por qué había hecho lo que había hecho. Eso no era parte del trabajo de Stamford. Meramente le contó que fue al velatorio, que encontró a Merriweather muerto, que fue identificado por Callagham y acusado por una mujer, que dijo ser la esposa de Merriweather, pero no lo era, y que había escapado.

—Callagham —agregó luego— necesitó largo rato para acordarse de mí y no creo que esté seguro aún. Además, cuando descubra que la mujer que me acusó no era la esposa del muerto se confundirán más. De modo que todo lo que necesito es una coartada para esta tarde.

Preparar una coartada era parte del trabajo de Stamford. Engel escuchó que Stamford articulaba sonidos al otro extremo de la línea, revolvía papeles y demás. Finalmente Stamford dijo:

—Carreras. Caballos. Hipódromo de Freehold, en Jersey. Usted fue con Ed Lynch, Big Tiny Moroni y Félix Smith. Acertó un ganador, Dolor de muelas, en la tercera carrera, a la una menos cinco. Usted había apostado diez dólares. Almorzó en el American Hotel de Freehold, bistec. Viajó en el auto nuevo de Moroni, un Pontiac Bonneville, blanco descapotable. Iba descapotado. Tomaron a través del túnel Lincoln, la autopista de peaje de Jersey y la ruta 9. Volvieron por el mismo camino. Estará de vuelta en la ciudad dentro de cinco o diez minutos. Lo dejarán en la calle 34 y Novena Avenida y usted tomará un taxi hasta el centro. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Bien —Stamford colgó.

Lo mismo hizo Engel y el teléfono comenzó a sonar inmediatamente. Atendió y dijo, “¿Nick?”

Pero era la voz de su madre que le decía, “Se cortó la comunicación y después tu teléfono estaba ocupado.”

—No se cortó la comunicación. Yo corté. Y voy a cortar de nuevo. De modo que corta tú también. No bien tenga ocasión te llamo. Ahora mismo estoy esperando una llamada de Nick Rovito y no puedo tener el teléfono ocupado.

—Aloysius...

—Cuelga o me mudo a California.

—¡Oh!

Ésta era una vieja amenaza, pero raramente utilizada: la reservaba para las más extremas emergencias, cuando todas las demás fracasaban. Cuando todas las llamadas a la realidad, la lógica y las emociones habían sido agotadas, quedaba por último el espectro de California. Una vez que Engel mencionaba California, su madre entendía, sin más, que hablaba seriamente y que lo que él quería era importante.

Pero lo gracioso era que la amenaza de mudarse a California era falsa, mientras todo lo demás que Engel había dicho, sobre su trabajo y sobre el llamado que esperaba de Nick Rovito, era real. Engel odiaba California. Antes hubiera vivido en Sing Sing que en California y sólo deseaba que California se quedara tranquilamente donde estaba, en aquella otra costa, a tres mil millas de distancia.

Y, no obstante, sabía que, llegado el día en que esta última amenaza fuera desoída por su madre, no tendría otra elección posible. Tendría que mudarse a California. La alternativa —quedarse en Nueva York sin una última defensa contra su madre— era lo único que se le podía ocurrir peor que vivir en California.

Por el momento, sin embargo, la amenaza era efectiva.

—¡Oh! —dijo su madre, en cuanto él lo mencionó— Si es tan importante no te interrumpiré. Llámame en cuanto tengas un minuto de tiempo.

—Lo haré —prometió Engel, y esta vez los dos colgaron juntos.

Mientras esperaba la llamada de Nick Rovito, Engel fue al dormitorio y se cambió de ropas, puesto que la carrera que había tenido que hacer lo hacía sentir desarreglado. Hubiera deseado tomar una ducha, pero no tenía tiempo. Además, Nick Rovito podría llamar mientras él estuviera debajo el agua y no hubiera escuchado el teléfono.

Originalmente, el apartamento de Engel había pertenecido a un muchachito que diseñaba vestidos para los espectáculos musicales de Broadway y que había vendido la mayor parte de los muebles a su segundo propietario, un productor de televisión, de inclinaciones fuertemente heterosexuales, aunque no matrimoniales, quien reemplazó algunas de las más elevadas ocurrencias de la imaginación de su predecesor por un equipo más apropiado a sus exigencias personales: el bar y el sofá de cuero blanco en el living, el espejo en el cielo raso del dormitorio, el proyector de cine empotrado en una de las paredes del living, los botones de la luz conectados en la mesita de al lado del sofá. Cuando en su momento Engel se mudó, compró los muebles del productor de televisión, quien —ahora recordaba— se mudaba a California, tal como antes había hecho el diseñador. Engel hizo también algunos cambios. Le agregó un doble fondo al guardarropa del dormitorio; aisló acústicamente el pequeño cuarto contiguo al dormitorio al que ninguno de los anteriores propietarios había sabido qué uso dar, pero en el cual Engel podía mantener ahora conversaciones de negocios con absoluta seguridad —la manera en que la ley controlaba las llamadas telefónicas e intervenía domicilios privados en estos días, no sólo era ilegal, sino absolutamente inmoral—; agregó cuadros de caballos famosos a las paredes del dormitorio; puso un triturador eléctrico de residuos en la cocina y una gruesa malla de alambre fuera de cada ventana. Actualmente el apartamento era complejo, fascinante y desconcertante. Los colores que se destacaban eran púrpura, blanco, negro y verde. El candelabro del diseñador reposaba sobre el bar del productor, junto al surtidor eléctrico, donde Engel servía las bebidas.

Ya cambiado de ropas, Engel se sirvió un trago, rondó por el apartamento y esperó la llamada telefónica. Vestía pantalones anchos, camisa deportiva y zapatos italianos deportivos con suela crepé. El hielo tintineaba dentro del vaso y cualquiera que lo hubiera visto podría haber dicho: “Joven ejecutivo en ascenso dedicado a algún tipo de negocio interesante.” Lo que hubiera sido absolutamente exacto.

Engel estaba por el segundo trago cuando sonó el teléfono. Cruzó a zancos el living, se detuvo junto al sofá y levantó el tubo.

—Recibí tu mensaje, chico. ¿Cómo marchan esas triquiñuelas?

—Mal, Nick.

—¿No apareció el traje?

—No apareció y hay complicaciones. El director de la funeraria necesita otro funebrero.

—Mortuorio. Él prefiere que lo llamen mortuorio.

—Mortuorio, funebrero, lo mismo da.

—Te escucho Engel, ¿pasa algo?

—Sí. También hay una mujer comprometida, no sé quién es ella. Alta, delgada, bonita aunque fría, nos tomó por idiotas a mí y a un montón de policías y luego desapareció.

—No me des detalles. Todo lo que quiero son resultados o, en su lugar un panorama general de cómo van consiguiéndose los resultados.

—Esto se está complicando, Nick.

—Luego, simplifica. Y una manera de simplificar es, Nick Rovito quiere el traje.

—Lo sé, Nick.

—No se trata de una cuestión de dinero, sino de principios. Nadie roba a Nick Rovito.

Engel sabía que cuando Nick Rovito comenzaba a hablar de sí mismo en tercera persona significaba que su orgullo estaba herido. De modo que todo lo que dije fue, “Lo conseguiré, Nick. Conseguiré el traje.”

—Bien —dijo Nick Rovito. Clic, dijo el teléfono.

Engel colgó. “El traje”, se dijo en voz baja. Miró la habitación como para ver si lo encontraba allí, colgando del respaldo de una silla, o doblado sobre uno de los taburetes del bar.” ¿Dónde diablos —dijo en voz alta— habré de encontrar ese maldito traje?” Como no obtuvo respuesta, vació su vaso y volvió hacia el bar para prepararse otro trago.

A mitad de camino fue desviado por el timbre de la puerta de la calle: un carillón que tocaba las notas iniciales de “L’après-midi d’un faune”, herencia del diseñador. Preocupado, Engel depositó el vaso vacío sobre el bar, fue hacia el vestíbulo y abrió la puerta.

Parada allí estaba la misteriosa dama de negro.

—¿Señor Engel? —dijo ella y sonrió tiernamente—. ¿Puedo pasar? Creo que le debo una explicación.