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A Engel le dolían las rodillas. Era la primera vez en doce años que entraba en una iglesia y había perdido la costumbre. Entró sin darse cuenta y de lo primero que pudo enterarse fue de que estaba arrodillado sobre este duro tablón de madera. Muy pronto sus rótulas habían comenzado a quemarle. Luego sintió una serie de agudos pinchazos a lo largo de las piernas y, por un momento, estuvo casi seguro de que algo se le había quebrado allá abajo y de que jamás volvería a caminar.

A su izquierda, bloqueando el pasillo, al frente mismo del altar, estaba el ataúd de Charlie Brody, cubierto con un paño negro y con una cruz bordada en oro. Todo era realmente muy vistoso y un versito loco comenzó a rondar la cabeza de Engel: A la lata, lata, latón/la canasta negra y dorada,/Charlie Brody estiró la pata/y ahora está en el cajón,/el cajón,/y ahora está en el cajón.

El versito le pareció gracioso y sonrió. Pero entonces, de reojo, vio a Nick Rovito, mirándolo con sus ojos de pescado y se tornó rígido otra vez. De pronto sintió un agudo dolor en la rodilla izquierda y en su cara se marcó una expresión que no podía dar lugar a la menor objeción de Nick Rovito. Alivió el peso tanto como pudo, apoyando sus antebrazos sobre el respaldo del banco frente suyo, y se preguntó cuánto más duraría esta fantochada.

En cierto modo, nada de esto era necesario puesto que Charlie Brody no había estirado la pata en cumplimiento del deber, no había sido dado de baja en un tiroteo, ni nada de eso. Todo lo que había tenido era un ataque cardíaco. Claro, lo había tenido justo en el momento en que estaba poniendo agua a hervir para preparar café instantáneo, y cayó con la cabeza sobre el mechero encendido, de modo que estaba tan estropeado como si hubiera sido amasijado —el cajón cerrado y todo, imposible mirar los restos, el bocado—. Pero, de cualquier manera, en otros tiempos, esta clase de despampanantes funerales estaban reservados para los grandes personajes o bien para los muchachos que caían trabajando.

Se debía a la Nueva Moda. Con la Nueva Moda, prácticamente nadie era amasijado, ningún cuerpo quedaba tendido en las calles, ninguno desde lo de Anastasia, y eso porque fueron muchachos que gustaban alardear. Con la Nueva Moda ya no había organizaciones rivales como para dar lugar a guerras entre bandas, porque el Comité Central había dado a cada uno una zona y luego había solucionado todas las disputas jurisdiccionales en la mesa de negociaciones, en Miami. Y, con la Nueva Moda, nadie se tirotearía con los policías nunca más, uno iba tranquilo y despreocupado donde fuera y dejaba a los abogados de la organización que se encargaran de todo. Entonces, debido a la Nueva Moda, habían pasado años y años sin que la organización pudiera montar un funeral de primera clase, algo super-colosal, al estilo de Cecil B. DeMille.

Y ahora, allí estaba Charlie Brody, apenas algo más que un novato. Un mensajero: era todo lo que era. Un mensajero entre la organización de aquí, en Nueva York, y los abastecedores de allá abajo, en Baltimore. Pero estaba muerto y era el primer miembro activo de la organización en estirar la pata, en tres o cuatro años. Cuando Nick Rovito se enteró, se frotó las manos, le brillaron los ojos y dijo, “Démosle al viejo Charlie Brody una buena despedida. Eso mismo, ¡una buena despedida!”

Los otros muchachos, que estaban alrededor de la mesa, se mostraron satisfechos y dijeron: seguro, el bueno de Charlie Brody, pobre viejo, merece una buena despedida. Pero era obvio que ellos no pensaban en el bueno de Charlie Brody para nada; ellos pensaban en la despedida.

Engel era, aún, bastante inexperto en este tipo de reuniones, de modo que no dijo mucho de nada; pero él también se mostró satisfecho con la idea. Se había unido a la organización demasiado tarde como para tener algún recuerdo propio de las despedidas, pero podía recordar a su padre contándole acerca de ellas, cuando era niño. “Ésa fue una despedida grandiosa”, solía decir su padre. “La iglesia llena hasta el techo, cinco mil personas afuera, en las aceras, policías montados en todas partes. Estaban el alcalde, el director de sanidad y todo el mundo. ¡Ésa sí fue una despedida grandiosa!”

No era que el padre de Engel hubiera estado nunca lo suficientemente alto en la organización como para ganarse un asiento en una despedida como esas, pero más de una vez fue parte de esas multitudes de cinco mil personas, afuera. A su propio funeral, tres años antes, habían ido solamente veintisiete personas. Ninguno de los señorones de la organización se hizo presente, con excepción de Ludwig Meyershoot, quien había sido el patrón del padre de Engel, durante dieciocho años.

Pero ahora, con miradas nostálgicas en sus ojos, los muchachos estaban diciendo una grandiosa despedida en el mejor viejo estilo para el novato de Charlie Brody. Nick Rovito se frotó las manos y dijo, “Que alguien llame a la iglesia de San Patricio”.

En la mesa, alguno dijo: “Nick, no creo que Charlie fuera católico.”

Nick Rovito miró indignado y dijo: “¿Qué importa qué diablos fuera Charlie? Ninguna otra iglesia en el mundo puede ofrecernos una despedida como la Iglesia Católica. ¿Qué quieren? ¿Acaso un manojo de cuáqueros sentados, mirando melancólicamente y estropeando la ocasión?”

Nadie hubiera querido eso, de modo que Charlie estaba ganándose una buena despedida católica, con himnos latinos, vestimentas notables, buen incienso, montones de agua bendita y la totalidad de la rutina. No fue San Patricio la iglesia reservada, sino una iglesia en Brooklyn, casi tan grande como aquella y, de todos modos, más próxima al cementerio.

De sólo pensar en sus rodillas, Engel maldecía por no haberse inventado una enfermedad esta mañana y dejar que algún otro cargara sobre sus hombros el condenado ataúd.

Bueno. El servicio, de cualquier manera, estaba a punto de finalizar. Nick Rovito se puso de pie y los otros cinco elegidos para cargar con el cajón se pusieron de pie, inmediatamente después de él. Las rodillas de Engel crujieron tan estrepitosamente que pudo oírse un eco rebotando sobre las paredes de piedra de la iglesia. Nick Rovito volvió a mirarlo con sus ojos de pescado, pero ¿qué podía hacer Engel? ¿Acaso podía impedir que sus rodillas crujieran?

Sus piernas estaban tan entumecidas que temió por un segundo que no pudiera caminar. Sentía un hormigueo incesante, como que la sangre no había circulado por allí abajo en un buen rato. Flexionó sus piernas, haciendo casi una genuflexión, antes de notar que estaba prácticamente en la primera fila de bancos y que todos podían mirarlo. Entonces se enderezó rápidamente y marchó hacia el pasillo, con los demás.

Se situó del lado izquierdo. Todos permanecieron en sus puestos, de espaldas al altar, por un segundo y Engel pudo ver toda la aglomeración de gente dentro la iglesia. Sin contar los agentes secretos del FBI, ni los agentes secretos de la Comisión de Asuntos Criminales, ni los agentes secretos de la Tesorería, ni los agentes secretos del Escuadrón de Narcóticos. Y sin contar tampoco a los reporteros de los diarios, ni a los reporteros de las radios, con sus grabadoras, ni a los fotógrafos, ni a las periodistas que escribirían sus historias de interés humano. Quedaban aún unas cuatrocientas personas en la iglesia, invitadas por Nick Rovito.

No estaba el Alcalde, pero había enviado a un comisionado en su lugar. Al lado suyo estaban tres diputados que habían surgido de los cuadros de la organización y la representaban en Washington; unos pocos cantores y humoristas que pertenecían a la organización y manejaban restaurantes y night clubs para la organización; una cantidad de abogados, muy circunspectos en sus trajes; unos pocos médicos gordos y dispépticos, como suelen ser los médicos; cierta gente de aspecto agradable de los Departamentos de Sanidad, Educación y Seguridad Social; algunos ejecutivos de la televisión y de las agencias publicitarias, que jamás habían conocido a Charlie Brody pero que conocían a Nick Rovito de las reuniones sociales; y una cantidad de otros notables. En resumen, era una muchedumbre muy distinguida y Charlie Brody se hubiera quedado estupefacto si hubiera podido verla.

Nick Rovito, ubicado al frente, hizo una seña con la cabeza. Engel y los demás se inclinaron y revolvieron debajo del paño negro, en busca de las manijas del ataúd. Luego se irguieron y levantaron el cajón hasta apoyarlo sobre sus hombros. Unos de los ujieres apartó rápidamente el soporte del ataúd, como para que no apareciera en las fotografías de los periódicos y, luego, los que cargaban con el cajón comenzaron a avanzar por el pasillo, mientras las luces de los flashes estallaban continuamente. Engel era el más alto de ellos, de modo que fue sobre quien recayó el mayor peso: aplastado su hombro por el ataúd, pronto olvidó todo lo relativo a sus rodillas.

Avanzaban por el pasillo lentamente, delante de las caras solemnes y serias a ambos lados, pensando en la vida y la muerte y la eternidad, en si acaso algún condenado fotógrafo no tomaría su foto por error, aun después de las advertencias que Nick Rovito había hecho a los periódicos. Luego salieron a la luz del sol y descendieron por los amplios y suaves escalones hacia el coche fúnebre.

Era una visión sorprendente. La acera estaba acordonada a ambos lados. Dentro, había policías con cascos blancos sobre los que se reflejaba el sol. Detrás de los cordones bullía un mar de gente, en camisas hawaianas y pantalones Bermudas. Todo esto hizo pensar a Engel en un jugo de frutas y eso le recordó que estaba sediento: eso le recordó que moría de ganas de fumar. Bueno. Más tarde.

Él sabía que su madre estaba entre la multitud y que probablemente estaría saltando y agitando el Daily News para llamar su atención, de modo que, luego de un rápido vistazo a la muchedumbre, mantuvo la mirada fija, sin desviarla del coche fúnebre. Se sentía un poco incómodo y asustado, como si estuviera sobre un escenario, allí fuera, delante de toda esa gente. Si acaso veía a su madre, saltando y agitando un periódico, sería calamitoso. Sabía que su madre estaba orgullosa de él, por haber progresado tanto más que su padre, quien hasta el día de su muerte no pasó de ser un corredor de apuestas y distribuidor de juego en la zona de Washington Heights. Pero luego habría tiempo suficiente para mirarla a ella y escuchar sus elogios.

Él y los demás marcharon a través de la acera hacia donde el director de la funeraria los aguardaba, junto al coche fúnebre. El director estaba tan bronceado que parecía cubierto por una capa de pintura. Cuando Engel estuvo cerca de él vio que, en efecto, era pintura, ese producto que uno puede conseguir en las farmacias para obtener un bronceado falso. Podía decirse que el director no había logrado un tono parejo; de cerca, su cara tenía manchones, como si fuera un mapa de Europa pintado en distintas tonalidades de marrón.

El director de la funeraria sonreía tan intensamente que Engel temió se le fueran a rasgar las mejillas. Se paseaba inquieto junto al coche fúnebre, como si quisiera que los que cargaban el cajón y los demás ascendieran de una vez y fueran a dar un paseo por los rincones turísticos de la ciudad. Pero no fue así. Una plataforma hidráulica, tapizada con fieltro púrpura, apareció desde dentro del coche fúnebre y allí depositaron el ataúd. Luego, el chófer apretó un botón del tablero: la plataforma hidráulica se metió adentro y el director de la funeraria y uno de sus ayudantes cerraron las puertas. El director, dirigiéndose a Nick Rovito, dijo: “Está saliendo a las mil maravillas, ¿no le parece?”

Pero Nick Rovito no era partidario de pronunciar palabra alguna durante una despedida; una despedida era una ocasión demasiado solemne. Engel vio que miraba al director de la funeraria con sus ojos de pescado y que éste resolvía callarse de ahora en adelante.

Nick Rovito caminó unos pasos y, junto con su séquito, permaneció apartado unos minutos. El coche fúnebre avanzó hasta ocupar un espacio vacío y uno de los portacoronas se ubicó detrás. Había tres coches portacoronas. Los ujieres comenzaron a sacar las flores de dentro la iglesia y en pocos minutos los tres coches estuvieron atestados. Luego se formó una caravana de automóviles.

La caravana de automóviles fue una idea de Nick Rovito. Eran todos descapotables, Cadillac, de color negro, con las capotas abiertas. “Será una despedida moderna”, había dicho Nick Rovito. Uno de los muchachos, durante la reunión, había agregado, “Para simbolizar la nueva era, ¿eh, Nick?” Y Nick Rovito había dicho: “Sí.”

Ahora la gente comenzaba a salir de la iglesia, de a dos, con la viuda de Charlie Brody y Archie Freihofer al frente. Archie Freihofer estaba a cargo del lado femenino de la operación. Puesto que Charlie Brody no había dejado ninguna póliza de seguro y, puesto que no había muerto en cumplimiento del deber, la viuda no obtendría ninguna pensión de la organización y, puesto que era una rubia atractiva, aún de luto riguroso, como hoy, ella volvería a trabajar para Archie, como antes de su matrimonio con Charlie, de modo que correspondía a Archie acompañarla durante la despedida.

El director de la funeraria tenía un pequeño cuaderno de anotaciones donde había escrito quién iría en cada automóvil. Ahora, se había puesto a leer: “Automóvil número uno, Sra. de Brody, Sr. Freihofer, Sr. Rovito y Sr. Engel.”

Nick Rovito ascendió primero, ubicándose en el asiento trasero; luego subió la viuda y después Freihofer. Engel se ubicó en el asiento delantero, junto al chófer. El descapotable se deslizó unos metros para estrechar distancias con el coche portacoronas de adelante. Los otros cuatro que cargaron con el cajón se ubicaron en el segundo automóvil.

En el siguiente cuarto de hora avanzaron y se detuvieron, avanzaron y se detuvieron, mientras detrás, frente a la escalinata de la iglesia, los descapotables se llenaban, uno tras otro. Había treinta y cuatro descapotables, también una idea de Nick Rovito. “Uno por cada año de la vida de Charlie”, había dicho. Alguien, en el escritorio había agregado: “Eso es realmente poético, Nick”, y Nick había dicho, “Sí”.

Todo el mundo se mantuvo en silencio durante un rato. Hacía calor allí fuera, bajo el sol y con la capota abierta. Engel fumó un cigarrillo sin mirar a Nick Rovito para evitar sus ojos de pescado, y vio que la gente, desde las aceras, señalaba a Nick Rovito para que lo vieran sus niños. “Tiene millones de dólares, y hermosas mujeres, y bebidas importadas, e influencia en los altos cargos. Es un hombre muy malo y yo no quiero que seas como él cuando crezcas. ¿Lo ves allí, dentro de ese automóvil lujoso?”

Nick Rovito se mantenía con la mirada fija. La mayoría de las veces saludaba a los niños, les sonreía y les hacía guiños, pero esta era una ocasión demasiado solemne como para eso.

Al cabo de un rato la viuda de Brody comenzó a llorar. “Charlie era un buen muchacho”, decía entre sollozos. "Pasamos diecisiete magníficos meses juntos.”

“Eso es, querida”, dijo Archie Freihofer, y le dio unas palmaditas en la rodilla.

—Yo hubiera deseado verlo —dijo mientras se secaba las lágrimas con un pequeño pañuelo—. Hubiera querido verlo por última vez. Les di sus mejores zapatos y su ropa interior francesa y su camisa de Brooks Brothers y su corbata italiana y su traje azul y ellos lo engalanaron con todo eso y nadie pudo verlo para despedirse de él.

Ella estaba deprimiéndose cada vez más. Nick Rovito la palmeó en la otra rodilla y dijo: “Está bien, Bobbi, es mejor recordarlo como era cuando estaba vivo.”

—Creo que tienes razón —dijo ella.

—Claro. Conseguiste que lo engalanaran ¿eh? Traje azul y todo lo demás. ¿Qué traje azul era ése?

—Sólo tenía un traje azul —dijo ella.

—El que usaba para viajar.

—Era el que usaba cada vez que venía a casa —el recuerdo volvió a deprimirla y comenzó a llorar otra vez.

—Bueno, bueno —dijo Archie Freihofer, esta vez apretándole la rodilla.

Finalmente todos los automóviles estuvieron llenos y la caravana inició la marcha. Tomaron por la Belt Parkway, en dirección sur. El límite de velocidad establecido era de cincuenta millas por hora, pero la ceremonia en la iglesia se había excedido un poco, de modo que llevaron a Charlie hasta el cementerio a setenta millas por hora.

El cementerio estaba fuera, junto a Paerdegat Basin, detrás de un nuevo barrio de viviendas, brillando bajo la luz del sol como un montón de juguetes nuevos venidos del Japón. Todo el mundo bajó de los automóviles y los mismos de antes tomaron el cajón y lo llevaron hasta donde los sepultureros habían dispuesto las correas. Pusieron el ataúd sobre las correas. Luego, el sacerdote pronunció un discurso en inglés y los sepultureros oprimieron el botón que puso en funcionamiento la máquina y bajó el cajón dentro del pozo. Entonces todo estuvo terminado. Ahora que estaba en pie sobre el césped, Engel pensó que era un día magnífico para jugar al golf y se preguntó si los campos municipales de golf no estarían demasiado concurridos a esa hora del día. Probablemente lo estarían. (Su madre le había inculcado el interés en el golf porque aseguraba que era el juego de los ejecutivos.)

Regresando a los automóviles, Nick Rovito se aproximó a Engel y le dijo en voz baja: “Señala el sitio donde lo enterraron.”

Engel miró alrededor, hizo una marca en el lugar y dijo: “¿A qué viene esto?”

Nick Rovito dijo: “Porque esta noche te encargarás de desenterrarlo.”