22

Lo bueno del baúl maletero de un Lincoln Continental es lo espacioso de su tamaño.

Lo malo de este Lincoln Continental en especial, era que Engel debía compartirlo con un pico, una pala, una linterna, un gato, un juego de cadenas para las ruedas y algo pequeño, redondo, frío y duro que le pinchaba en la cintura.

El estado de las calles de la ciudad de Nueva York es una desgracia, una verdadera desgracia. Alrededor del año 1960, la ciudad contrató a algunos hombres para que pintaran círculos amarillos alrededor de los baches. Pero, al margen de eso y desde entonces, los baches fueron abandonados a su propia suerte. Engel, en viaje a través de Brooklyn en el baúl del automóvil de Kane, dedicó unos cuántos pensamientos al gobierno municipal de la ciudad de Nueva York.

Pero todo lo bueno llega a su fin y con un frenazo también terminó el viaje. Engel esperó, agarrándose del mango del gato en el oscuro interior del baúl, pensando que le quedaba la posibilidad de hacer saltar el revólver de la mano de Murray Kane con un golpe, en el momento que alzara la tapa del baúl.

No tuvo tal suerte. Fue Margo Kane quien abrió el baúl, mientras su marido se mantenía bien atrás y ligeramente hacia un costado, en un sitio donde Engel no podía alcanzarlo, ni ella podía impedir que su marido le apuntara.

—Deje el gato ahí, Engel —dijo Kane—. Pero traiga el pico, la pala y la linterna. Margo, trae la manta del asiento de atrás.

Era el bien recordado sendero hacia la bien recordada tumba, salvo que la última vez había estado Menchik con él todo el tiempo. Sí, y la última vez había sido Willy Menchik el programado para ocupar esa tumba. Las cosas eran un poco diferentes ahora.

Era aún temprano, apenas algo más de las nueve, pero el cementerio estaba tan desierto como si hubieran sido las tres de la madrugada. Las herramientas sonaron a lo largo del sendero hacia la tumba aún cubierta de tierra. Margo estiró la frazada sobre el suelo y, por segunda vez tres días, Engel procedió a cavar la tumba de Charlie Brody.

El trabajo parecía ir más rápido esta vez, probablemente porque la anterior estaba apurado por terminar: esta vez no tenía la menor prisa y, por lo tanto, ambas medidas de tiempo eran incorrectas, debido a la habitual perversidad de la vida. En pocos minutos Engel había llegado al ataúd. La pala produjo un ruido hueco al chocar con la tapa del cajón.

Kane se aproximó.

—¿Eso es el cajón?

—Sí, es eso.

—Ábralo.

—No puedo, mientras esté sobre él. Tuve el mismo inconveniente la otra vez y tuve que salir para hacerlo.

Kane hizo un gesto de impaciencia.

—Entonces salga de ahí.

—Necesitaré que me den un tirón para salir —dijo Engel, haciendo un gesto de desamparo.

Kane ladeó la cabeza hacia un lado.

—¿No me diga? Piensa empujarme adentro con usted y quitarme el revólver cuando le dé la mano, ¿no es cierto? Margo.

Ella se adelantó. Kane le entregó el revólver.

—Cuídalo. Si ves que hace un gesto, cualquier cosa rara, disparas.

—Muy bien, Murray —dijo con un tono de inseguridad—. Todo es espantosamente fantasmal aquí —agregó.

—Te tuvo sin cuidado hasta ahora —dijo él.

—¡Oh, Murray! —dijo y se desmayó abruptamente, dejando caer el revólver dentro de la tumba, donde rebotó sobre el cajón.

Engel lo tenía en sus manos antes de que pudiera rebotar por segunda vez. Ya lo tenía dirigido hacia Murray Kane, quien se mantenía sereno en medio de la duda; ni absolutamente resuelto a huir del lugar, ni a saltar encima de Engel.

Tranquilo —dijo Engel—. Siga tranquilo, Kane.

—Engel, puedo recompensar su...

—No derroche saliva, Kane. No voy a matarlo. ¿O es que acaso debería?

Kane se quedó boquiabierto. En el suelo, su esposa se quejaba.

—¿No se da cuenta? —dijo Engel —El desmayo fue simulado, una jugada. O yo conseguía el revólver y lo mataba a usted, o usted conseguía el revólver y me mataba a mí. A ella no le importaba el resultado. Si usted me mataba, ella hubiera debido imaginar alguna otra cosa para encargase de usted después.

—¿De qué habla?

—Es a Brock a quien ella quiere, no a usted. Ella no lo necesita a usted para heredar —Engel tanteó el revólver—. Y éste es su estilo, debe admitirlo. Esta vez, ella me encargó el trabajo a mí.

Kane comenzó a gruñir.

Margo Kane se sentó, desconcertada y semiinconsciente.

—¿Qué... qué pasó?

—¡Perra intrigante! —le gritó Kane.

Margo titubeó y luego dirigió a Engel una mirada cortante de odio.

—¡No me olvidaré de usted! —dijo.

—Lo mismo digo, cariño —dijo Engel.

Kane había tomado el pico y avanzaba alrededor de la tumba en dirección de su esposa.

—Me las pagarás —gruñía—. Esta vez me las pagarás.

Ella lo vio venir y, tambaleándose se puso de pie. Con un rugido, él corrió hacia ella y con un chillido ella desapareció en la oscuridad. Gritando, chillando, bramando, corriendo estrepitosamente, los Kane se perdieron de vista en el paisaje sembrado de lápidas.

Uno o dos minutos después tampoco se les oía.

Engel guardó el revólver en el bolsillo y trepó fuera de la tumba. No tenía ni paciencia ni deseos de rellenarla nuevamente, de modo que la dejó tal como estaba.

Las llaves estaban puestas en el Continental, un auto que, no hacía falta decirlo, tenía cambio automático. Además, su asiento delantero ofrecía viajes mucho más cómodos y placenteros que el baúl. El viaje de regreso, a través de Brooklyn, fue suave como la seda.

Algo después de las diez, en la calle 24 West, Engel estacionó en el mismo sitio reservado a los bomberos utilizado por Margó Kane, con su Mercedes Benz, ayer. Cruzó la calle, llamó al timbre de Kurt Brock y fue premiado con un zumbido que significaba que podía empujar, abrir la puerta y entrar.

Brock esperaba junto a la puerta de su apartamento.

—¡Usted, usted me dijo que era policía! —estalló con un tono de aparente indignación.

—Tiene suerte de que no lo sea —dijo Engel—. Es ilegal robar cadáveres. Es una infracción. —Engel lo empujó hacia dentro, pasó y cerró la puerta detrás suyo—. Podría ganarse treinta días entre rejas —agregó.

—¿Qué? ¿Qué? Yo no sé de qué...

—De qué estoy hablando. Sí, lo sé, escuché ese verso hace un rato, esta misma noche —Engel sacó el revólver de su bolsillo, lo sostuvo en su palma como por casualidad y dijo: “¿Dónde se imagina que conseguí esto? Adivine a quién se lo quité. Vamos, adivine.”

Brock permaneció absorto ante la vista del revólver.

—¿Qué se propone usted, qué se propone ha...?

—No lo usaré con usted, no se preocupe. A menos que tenga necesidad de usarlo. ¿No adivina a quién se lo quité? Entonces tendré que decírselo: a Murray Kane.

—Murr... Murr...

—Sí, Murray Kane. ¿Qué clase de cuento le contó su esposa? ¿Para qué creía que era ese cuerpo?

—Yo, realmente... por favor, yo no...

—Termine de una vez, Brock. El nombre del cadáver es Charlie Brody. Cara quemada, ataúd cerrado.

Brock sacudía la cabeza hacia delante y atrás, atrás y adelante, muy monótonamente.

—Brody fue enterrado hoy —dijo Engel— en una tumba que lleva el nombre de Murray Kane. ¿Dónde pensó que estaba Murray? Él está vivo.

—¡No! —susurró Brock, haciendo aún el metrónomo con su cabeza—. No, no está vivo. Murió ahogado.

—¿Ahogado? ¿Eso es lo que ella le dijo? —Engel rió—. Es buena contando cuentos. Puedo imaginar su relato. Ella mató a Murray por amor a usted, pero su cuerpo está en el fondo del lago y no hay manera de probar que está muerto, entonces nadie cobrará la herencia y lo que queda por hacer es conseguir otro cuerpo, y arreglarlo de modo que parezca Murray y preparar todo lo demás para que Murray vuelva a morir.

—¿Cómo sabe...?

—Porque Murray está vivo. Todo era una estafa para cobrar el seguro. Margo se burló de usted.

—No, no lo haría. No lo haría.

—Ustedes escaparán a Hawai juntos.

—¡Sí!

—Ella me dijo que era lo que usted creía.

—¿Creía? —la verdad, de pronto, comenzaba a aparecer ante Brock—. ¿Creía? Ella nunca dijo... Ella estaba dispuesta a...

—Ni por un instante.

—¿Dónde...?

—No lo sé exactamente. La última vez que la vi, Murray procuraba darle caza con un pico, en el cementerio. Pero ella es muy rápida y es muy posible que consiga huir. Si lo consigue, podría venir por aquí. Pero si yo fuera usted, no la dejaría entrar. Es probable que Murray venga aquí también, en busca de ella, y no sería tonto de su parte si tampoco lo deja entrar.

—Murray...

—Murray piensa que su esposa se excedió un poco para obtener su ayuda.

Automáticamente, Brock miró hacia el sofá de las rayas de cebra y se humedeció los labios nerviosamente.

—Tengo que huir de aquí —dijo—. Tengo que irme antes de que lleguen.

Engel se plantó delante de la puerta.

—Una cosita —dijo— y luego puede irse.

—No, realmente, debo...

—Una pregunta —dijo Engel—. Espere un segundo y preste atención. Luego puede ir donde quiera.

Brock logró controlarse, con gran esfuerzo.

—¿Qué? Le diré lo que usted quiera, ¿de qué se trata?

—El traje —dijo Engel.

—¿Traje?

—Brody estaba usando un traje —dijo Engel—. Un traje azul.

Brock negó con la cabeza.

—No, no era azul —dijo.

—¿Qué?

—Estaba usando un traje marrón.

—¿Un traje marrón?

—Seguro. Yo lo quemé.

—¿Usted qué...?

—El señor Merriweather tenía su propio crematorio en los fondos. Y yo lo quemé allí. Podría haber servido de evidencia.

—Y era un traje marrón, no azul. Un traje marrón, ¿está usted seguro?

—Oh, sí. Observé que tenía un traje marrón y zapatos negros. Se supone que no debía combinar un color con el otro, no es de buen gusto, usted sabe.

—Sí, eso mismo.

—¿Puedo irme ahora?

—Sí —dijo Engel haciendo una mueca—. Puede irse.

—No sé para qué quería usted el traje de Brody —dijo Brock con la mayor seriedad—, pero le puedo asegurar que el traje que tenía en lo de Merriweather era marrón.

—Le creo —dijo Engel—. Sí, le creo.

Brock se dirigió hacia la puerta.

—Algo más —dijo Engel.

—¿Qué?

—Si alguien llega a preguntarle alguna vez por ese traje, diga que era azul y que usted lo quemó. ¿Entendido? Que era azul y que usted lo quemó. Si dice eso, no tendrá ningún problema.

—Entonces diré eso —prometió Brock.

—Muy bien —dijo Engel. Y se rió a carcajadas.

Siguió a Brock por las escaleras hasta llegar a la calle, riendo y moviendo la cabeza.