21

Engel tenía los nervios destrozados. Se sentó en un bar, en cualquier sitio y, temblorosamente, se acercó un vaso de whisky a los labios, bebió y volvió a apoyar el vaso sobre la barra.

Finalmente había abandonado el maldito camión y su carga de niños encantados en medio de la calle 14, cerca de la Octava Avenida. Con el instinto de un animal perseguido, se metió en el primer agujero a la vista, que vino a ser la entrada al Metro. Bajó, piso tras piso, las escaleras de cemento flanqueadas por paredes amarillo tilo. Bien al fondo halló el tren más sombrío y viejo del mundo, detenido como si el tiempo hubiera dejado de transcurrir en 1948. Los viajeros hacían juego con el tren; todos silenciosos en sus asientos, gordos y algo enfermizos, la mayoría de ellos leyendo periódicos que seguramente estarían prediciendo la elección de Thomas E. Dewey. Engel había subido al tren y las puertas cerraron detrás suyo. El tren inició la marcha, a través de túneles oscuros, deteniéndose con frecuencia, yendo bajo el East River, hacia Brooklyn, subiendo eventualmente en busca de aire, recorriendo un tramo elevado por un rato y bajando hasta la superficie, como un tren común en el momento de llegar al final de la línea.

Engel jamás había tomado esta línea anteriormente. Se bajó cuando el tren llegó a la última estación y aún continuaba en 1948. Plataforma de madera. Edificios bajos todo alrededor, todas casas para dos familias, residenciales, pero no lujosas. Se dirigió al bar más próximo, pidió whisky con hielo y esperó que sus nervios se calmaran.

El bar se llamaba Rockaway Grill. ¿No había una sección en Queens llamada Far Rockaway?

—¿Qué sección es ésta? —preguntó Engel al barman.

—Canarsie.

—¿Canarsie? ¿En Brooklyn?

—Claro, en Brooklyn.

—Bueno. ¿Tiene una guía telefónica de Manhattan?

—Sí. Espere un minuto.

En la guía telefónica Engel encontró a Kane, Murray 198E 68ELdrdo 6-9970.

—Gracias —dijo, empujando la guía hacia el otro lado de la barra—. Sírvame otra copa.

—Cómo no.

—Que sea doble.

—Cómo no.

Al cabo de tres dobles estaba lo suficientemente tranquilo como para abandonar el bar, regresar a la estación del Metro y tomar el próximo tren a Manhattan. Se bajó en Union Square cuando eran exactamente las cinco de la tarde y todo el mundo salía del trabajo. Puesto que no había comido un bocado desde el desayuno, siendo imposible ir a ningún lugar en Nueva York a las cinco de la tarde y resuelto a esperar hasta que oscureciera antes de seguir viajando, fue a un pequeño restaurante en University Place y pidió de comer.

Entretanto, mientras el reloj continuaba con su tic-tac, se mantuvo pensando en toda la situación. Era, por supuesto, posible que Margo Kane lo hubiera hecho todo: robado a Charlie, asesinado a Merriweather y enviado a Rose, no cabía la menor duda: eso era asunto comprobado. En cuanto a lo de Merriweather, no podía dudarse de que ella había estado allí, pero de algún modo Engel no podía imaginarla empuñando el cuchillo. Además, su reacción al ver el cadáver había sido demasiado buena para ser falsa. Y, para más datos, ¿qué había acerca de ese exabrupto de “usted-mató-a-mi-marido”? Él no podía creer en la explicación que ella dio sobre la escena, pero no podía pensar tampoco en ninguna otra explicación para reemplazar a la anterior. En cuanto al robo de Charlie, subsistía el problema de para qué podría haberlo querido.

Margo Kane. Pensó y pensó. Margo Kane estaba ligada de algún modo a Kurt Brock. Tal vez fue él quien le pidió a ella que utilizase sus contactos para empaquetar a Engel. Tal vez fue Brock quien robó el cuerpo de Charlie Brody: seguramente él tuvo más ocasiones de hacerlo que ningún otro. Tal vez estropeó algo que le correspondía hacer en el embalsamamiento y todo eso. Por lo tanto, ocultó el cuerpo en lugar de ponerlo en el ataúd, pero luego Merriweather descubrió la maniobra y Brock tuvo que matarlo y...

Al margen de ser la más estúpida de las ideas que había tenido en toda la semana, era imposible: Brock tenía una coartada hermética.

Muy bien. Aún no tenía la información necesaria, eso era todo. Tendría que esperar hasta ver a Margo Kane. Una vez que la viera, estaría absolutamente seguro de obtener la verdad a través de ella.

Estaba impaciente y, finalmente, decidió que no podía esperar hasta que oscureciera. Pagó por su comida que, aunque la había terminado, no llegó a saborear. Dejó el restaurante a las seis menos cinco y a las seis y diez había conseguido un taxi, debido principalmente a haber empujado a una anciana cargada de paquetes.

—Tercera Avenida y calle 67 —dijo Engel al chófer.

—De acuerdo.

El chófer no había prestado atención a su cara ni tenía una radio portátil, de modo que Engel se sintió relativamente seguro, por el momento. Se arrellanó bien contra el respaldo y contra la puerta, directamente detrás del chófer, y mantuvo su cara a cubierto de las miradas de los peatones.

El viaje a la parte alta de la ciudad era para poner los nervios de punta, pero eran los nervios del conductor los que se ponían de punta, no los de Engel. Bajó en la calle 67, pagó y dejó una propina lo bastante normal para asegurarse de que el taxista no tendría ninguna razón especial como para recordarlo. Luego caminó hasta la calle 68 y dobló en dirección al oeste.

El número 198 correspondía a un viejo edificio de piedra marrón, con una gramilla muy bien cuidada a un costado de los escalones del frente. Las ventanas del piso bajo tenían rejas y un portón enrejado cerraba la entrada, después de los escalones. El primer piso disponía de dos ventanas extremadamente altas, a la izquierda ostentaban jardineras verdes. Las luces estaban encendidas en las ventanas del primero y segundo pisos.

Engel pasó caminando frente a la casa una primera vez, cuidándose de ver si la policía o gente de la organización estaban vigilando el lugar. Por lo que pudo ver, el terreno estaba libre. Dio media vuelta, caminó de regreso y subió los escalones hasta la puerta de entrada.

Había dos timbres, el de más arriba con un indicador que decía “Wright” y el de abajo con un indicador diciendo “Kane”. Engel llamó al timbre de Kane y esperó. Al cabo de un minuto, el micrófono de al lado de la puerta, en una imitación con ruido a lata de la voz de Margo Kane, preguntó:

—¿Quién es, por favor?

—Engel —dijo Engel inclinándose cerca del micrófono. Debía actuar con toda temeridad ahora. Si ella se negaba a dejarlo entrar, debería ingeniárselas para entrar de cualquier manera.

Pero ella dijo: “Un minuto, por favor, señor Engel” y en menos de un minuto estaba en la puerta, abriéndola, sonriéndole y diciéndole: “Usted se ha vuelto un hombre muy famoso, desde la última vez que nos vimos. Pase, pase.”

Usaba pantalones negros elásticos, un suéter a rayas rojas y blancas y zapatillas rojas. Se mostraba inocente y candorosa, como siempre.

Engel pasó y cerró la puerta.

—¡Faltaría más, faltaría más! Venga, nos sentaremos en el living. —Mientras avanzaban por un vestíbulo largo con alfombrado oscuro y una araña colgando del techo dijo ella, mirando por encima de los hombros:— Usted no me contó que sus asuntos de gángster incluían liquidar a la gente. Ésa es la expresión, ¿no es cierto? ¿Liquidar a la gente?

—Ésa es la expresión.

Ella abrió un par de puertas correderas y pasaron al living, donde estaban las ventanas altas.

—Siéntese donde quiera —dijo cerrando las puertas detrás de ellos.

El cuarto estaba pintado de blanco grisáceo y tenía alfombras persas y costosas antigüedades todo alrededor. El piso resplandecía. Un imponente pilar de cristal se levantaba entre las ventanas del frente. En medio de la larga pared, frente a las puertas dobles, había un hogar de mármol con las cenizas de un fuego reciente.

—¿Desea beber algo? —preguntó ella—. ¿Un buen cocktail?

—Nada para mí. —Se ubicó en una silla victoriana que parecía desvencijada, pero que no lo estaba.

Ella se ubicó sobre un antiguo sofá-cama cercano.

—Supongo —dijo ella— que usted viene a pedirme que le sirva de coartada por lo de anoche. Pero temo que no puedo. Aun si las horas fueran correctas, que no lo son, estuvimos de vuelta en la ciudad con tiempo más que de sobra para que usted volviera a Nueva Jersey y matara a ese pobre hombre. Pero aun cuando eso no fuera cierto, yo no admitiría nunca que parte de la noche última estuve con usted en Nueva Inglaterra. Usted me entenderá.

—No vine aquí por eso —dijo Engel.

—Oh.

—Yo vine aquí para preguntarle cómo es que envió a Herbert Rose para empaquetarme.

Ella sonrió, inciertamente.

—¿Herbert Rose? ¿Es que le vio hacer los disparos o algo así?

—Tal vez usted no sepa lo que es “un buen paquete” —dijo Engel—. Tal vez usted pensó que así tendría suficientes problemas como para no ocuparme más de Charlie Brody.

—¿Charlie...? Lo siento, señor Engel, pero todos estos nombres...

—Está bien así —dijo Engel—. No se impresione.

—Bueno, me hubiera gustado saber de qué está usted hablando, eso es todo.

—La historia que Rose le contó a mi patrón —dijo Engel— fue suficiente como para que mi patrón ordenara que me liquidasen. Ésa es la expresión, señora Kane, “liquidasen”.

—¡Oh! —dijo mientras abría desmesuradamente los ojos—. Seguramente no es cierto. ¿Sólo por robar?

—Acaba de admitir algo —señaló Engel.

Ella se desentendió impacientemente.

—Por supuesto que lo hice. Yo fui quien habló con Herbert Rose y los otros. Lo hice anoche, hablando desde larga distancia, desde Connecticut.

—Mientras estaba en el lavabo.

—Eso mismo. ¿Y sabe usted por qué?

—¿Me va a decir por qué? —desconfió Engel.

—Sí, se lo diré. Porque usted me gusta, por eso.

—¿Cómo es eso? —dijo Engel.

—Perdóneme si le hago sentir vanidoso, señor Engel, pero debo admitir que lo encontré un hombre fascinante. Si tan sólo, pensé, si tan sólo el señor Engel pudiera desligarse de sus asuntos con los gángsters y dedicarse a algo más seguro y aceptable, no haría falta decir dónde irían mis sentimientos.

Engel la miró con la boca inmensamente abierta.

—Usted es insólita —dijo—. Usted es increíble.

—De modo que pensé —continuó con aires triunfales—, pensé que la cosa era complicarlo con los gángsters, para que ellos lo despidieran. Y entonces yo podría hablarle, guiarlo, ayudarlo y, antes que nada, usted sabe...

—No siga —dijo Engel.

—Bueno, santo cielo —dijo ella—. No se me ocurrió que serían tan locos como para matarlo. ¿Con qué razones, además? ¿No son un montón de atorrantes acaso?

Hasta ahí, podía creer que ella no supiera que lo estaba condenando a muerte. En cuanto a lo demás, sería necesario averiguar algo más. A fin de aclarar ideas se tomó un par de minutos en explicarse por qué había sido tan mortal el complot que había fraguado y luego se tomó otro par de minutos más en explicar que el asesinato de Menchik era un complot adicional que surgía del primero.

Eso es lo que le debo —dijo.

—Bueno, santo cielo —dijo ella—. Santo cielo. Estoy terriblemente arrepentida, realmente. No sé qué puedo hacer respecto del asesinato, pero lo que seguramente puedo hacer es arreglar las cosas con su patrón. Llamaré a Herbert Rose y a los otros ahora mismo y les diré que vayan a ver a su patrón y le digan la verdad.

—Allí está el teléfono —dijo Engel señalándolo.

—¿Duda usted de mí? —Se levantó, fue hacia el teléfono y disco—: Por favor con Herbert... ¿Herbert? Habla la señora Kane —su voz se había endurecido notablemente—. He cambiado de parecer sobre Engel. Quiero que regreses para informar de la verdad, que admitas que mentiste.

Engel se acercó, le quitó el teléfono de las manos y escuchó, “...golpearan” o algo así... Era la voz de Herbert Rose. Le devolvió el teléfono.

Ella le echó una mirada y dijo “lindos pantalones”, y prosiguiendo su conversación telefónica:

—Eso me tiene sin cuidado, Herbert. Cuéntales toda la verdad, menos mi nombre. ¡No les digas mi nombre! Puedes decir que el señor Engel explicará el resto. Pero diles que fuiste obligado a hacerlo y que lo lamentas. Yo llamaré a los otros y les diré lo mismo. Sí, lo haré. Hazlo ahora mismo, Herbert. Sí, Herbert. Adiós, Herbert.

Ella hizo otras cuatro llamadas telefónicas, todas del mismo tipo, todas igualmente legítimas. Cuando hubo terminado, exclamó:

—¡Bueno! Todo listo.

—Menos el asunto del asesinato.

—Bueno, sus patrones comenzaron eso, que ellos lo terminen.

—Sí, claro.

—He hecho cuanto pude —dijo ella. Parecía estar haciendo pucheros, como si hubiera esperado verlo más satisfecho.

—Hay más todavía —dijo Engel.

—¿Qué otra cosa puede haber?

—¿Por qué robó a Charlie Brody? ¿Dónde está ahora? ¿Por qué mató a Merriweather?

—¿Robar... matar... qué?

—No —dijo Engel—. Usted no hizo nada de eso, ese no es su estilo. Usted envió a otros para que lo hicieran por usted. Como envió a Rose para que se encargase de mí. Él podía hacerlo, usted no. De modo que imagino que usted envió a Kurt Brock para que...

—Nunca oí ese nombre en mi...

—Yo la vi entrar en su apartamento ayer por la tarde y él le contó que yo había estado allí. Por eso me invitó usted a cenar, para averiguar qué me proponía.

—¡No tengo idea de qué está hablando! —dijo ella muy contrariada.

—Yo me había despedido de él, justo cuando llegó usted. Aún estaba en frente de la casa —dijo Engel.

—Eso es imposible. Le hubiera visto.

—Usted estaba demasiado apurada por ver a Brock.

—Kurt Brock no es nadie para mí, nadie. Él me consoló en mi pesar, eso es todo; yo no tengo nada con él y ni siquiera sé por qué lo trae a colación —ahora estaba muy turbada y revolvía un pequeño pañuelo entre sus dedos—. ¿Por qué está celoso de él? En comparación con usted...

—¡Acabe con eso!

—¡No me grite!

Engel abrió la boca, la cerró y respiró hondamente. Luego, dijo suavemente:

—Muy bien. No gritaré. Le contaré lo que sé. Y cuando haya terminado, usted me contará lo que falta.

—Estoy empezando a sentirme cansada de...

—Si usted sigue interrumpiéndome, tendré que gritar.

Ella cerró la boca con un chasquido y dio vuelta la cabeza, en dirección al pilar de cristal.

—Su estilo —dijo Engel— es enviar a alguien para que haga el trabajo. Enviar a Rose para que me empaquete a mí; enviar a Kurt Brock para conseguir el cuerpo de Charlie Brody. ¿Mató usted misma a Merriweather, o también envió a alguien para que lo hiciera? Por lo que más quiera, ¿me dirá para qué quería el cuerpo de Charlie Brody?

Ella se puso de pie en un brinco.

—¿Y usted, entonces? —dijo en un chillido—. El cuerpo de Charlie Brody, el cuerpo de Charlie Brody, ¿no puede pensar en otra cosa, acaso? Me ha estado volviendo loca con eso. ¿Se puede saber por qué? El hombre está muerto, ¿qué quiere usted con su cuerpo?

—¿Qué quiere usted con él?

—Nada, yo no lo tengo, no sé de qué está...

—Usted lo robó. No por sus propias manos. Envió a alguien a hacerlo. Pero usted lo tiene. ¿Qué...?

Se detuvo con la boca abierta. Ella lo miró.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Ummm —dijo él. Sus ojos estaban enfocados a media distancia, pero su expresión parecía más bien como si estuviera mirando hacia dentro, mirando una película proyectada dentro de su cráneo—. Sí —dijo haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza—. Eso lo explica.

—¿Explica qué? —Ella se acercó, dejando caer su pañuelo en la distracción— ¿Qué está pensando ahora?

—Las cosas iban mal —dijo él—. Se gastaba más rápido de lo que se ganaba... Sí, usted lo habría hecho, es su estilo. Y robar del negocio, eso concuerda. Y probablemente, deber los impuestos al gobierno. Todo se explica de una vez por todas. —Extendió los brazos señalando vagamente alrededor—. Usted armó un lugar como éste...

—Nosotros alquilamos los dos pisos —dijo ella rápidamente—. Eso ayuda con los impuestos y los gastos de mantenimiento. Murray y yo vivimos aquí y en el subsuelo.

—Un Mercedes —dijo él—. Ése debe ser su auto. Su marido tendría su propio auto, un Cadillac...

—Lincoln —dijo ella—. Continental. Cadillac es muy común.

—Eso mismo —dijo él moviendo la cabeza—. Todo marcha como debe ser.

—Me gustaría saber —dijo ella— de qué está usted hablando.

Él miró alrededor y vio otro juego de puertas correderas al fondo del cuarto. Se encaminó hacia ellas, lentamente, mientras decía:

—Es fácil, cuando uno mira correctamente; cuando uno lo ordena todo como corresponde. Como un rompecabezas. Está claro que siempre envía a algún otro para hacer lo que usted no puede; eso es lo que hace todo el tiempo. Entonces, la única pregunta que me queda por hacerle es: ¿qué le encargó a Charlie Brody que usted misma no pudo hacer?

—Usted está completamente loco. Venga aquí.

—Y la respuesta —dijo él mientras sus manos tocaban la puerta— es que usted envió a Charlie Brody a ocupar el puesto de... —corrió las puertas en ese instante— ¡usted! —dijo al hombre corpulento y de ojos centelleantes que permanecía oculto en la oscuridad.

El hombre corpulento sonrió, sacó un revólver de su bolsillo y apuntó a Engel.

—Murray Kane —dijo Engel—. Usted es Murray Kane.

—¿Cómo está usted, señor Engel —preguntó Murray Kane?

—¿Se da cuenta lo que ha logrado? —dijo la mujer detrás de Engel—. Ha hecho que las cosas se vuelvan imposibles para usted.

—Mi esposa está en lo cierto, señor Engel —dijo Kane—. Ha hecho que las cosas se vuelvan imposibles para usted.

—El seguro —dijo Engel. No había tenido tiempo aún para pensar en el lío en que se había metido y continuaba absorto con sus descubrimientos, ordenando cada una de las piezas del rompecabezas en su respectivo lugar—. Usted estará asegurado hasta las cachas y su esposa cobrará. Sus deudas murieron con usted y su esposa puede vender el negocio. Ustedes dos huyen a cualquier lugar, Brasil, Europa...

—Al Caribe —dijo Kane.

—Y estará tranquilo de por vida.

Kane sonrió nuevamente.

—De por muerte —dijo suavemente—. Tranquilo de por muerte.

—Así que su mujer se acercó a Kurt Brock...

La sonrisa de Kane se agrió apenas.

—Tal vez se le acercó demasiado —dijo dirigiendo una sonrisa agria a su esposa.

—Hice lo que tenía que hacer —dijo ella—. Ésta ha sido tu idea, Murray.

—Lo que ustedes tenían que esperar —dijo Engel— era un cuerpo en condiciones, un cuerpo de algún modo estropeado, como para no tener necesidad de exhibirlo en un velatorio. Entonces Brock robó el cuerpo, usted lo llevó a su fábrica, prendió fuego al lugar y, en la opinión de todo el mundo, Murray Kane está muerto.

—Más muerto que mi abuela —dijo Kane.

—Pero Merriweather sospechó algo.

La sonrisa de Kane se torció aún más.

—Escuchó a escondidas una conversación entre Brock y mi esposa. Intentó chantajearnos, sacar un porcentaje para él.

—Tú fuiste solamente para hablarle —dijo la señora Kane—. Pero con tu carácter...

—Era demasiado ambicioso —dijo Kane—. Tonto y demasiado ambicioso.

—Si vamos a estar conversando, ¿por qué no nos sentamos? —propuso la señora Kane.

—Por supuesto —dijo Kane—. Discúlpeme, señor Engel. No era mi intención tenerlo de pie todo el tiempo. Si usted tuviera la bondad de caminar lentamente hacia aquella silla y sentarse sin hacer movimientos excitados ni repentinos, yo le estaré muy agradecido.

Todos se sentaron en el living, a una buena distancia unos de otros.

—¿Por dónde íbamos? —dijo la señora Kane—. ¡Oh sí! Murray fue a ver al señor Merriweather y yo tuve la más horrible de las premoniciones, de modo que lo seguí. Sabía que el pobre Kurt había sido despedido por acariciarme detrás de las flores. Cuando lo vi a usted en la oficina, señor Engel, en pie, de espaldas, pensé que era Kurt y me asusté terriblemente, pensando que podría haber visto a Murray. Kurt no sabe que mi marido está vivo, así que entenderá.

Murray sonrió nuevamente.

—Kurt supone una maniobra completamente diferente —dijo—, que culmina con su huida a Hawai, con Margo y medio millón de dólares.

—Pobre Kurt —dijo la señora Kane—. Se disgustará tanto. Cuando lo vi a usted allí estaba convencida de que era Kurt y entonces dije: “¿Qué hace usted acá?”, porque, por supuesto, yo sabía que había sido despedido. Entonces usted se dio vuelta y resultó no ser Kurt y Merriweather estaba muerto. Fue demasiado para mí, y me desmayé.

—Mi esposa se desmaya siempre que las cosas resultan demasiado para ella, señor Engel.

—Luego me levanté —dijo la señora Kane— y Murray estaba allí. Había estado oculto en la escalera que baja al sótano. Bueno, el edificio estaba lleno de policías. Entonces, ¿qué me quedaba por hacer?

—Los largó detrás de mí —dijo Engel.

—Sólo para que Murray pudiera huir. Luego las cosas comenzaron a complicarse. Yo continué viéndolo a usted para averiguar qué estaba haciendo y establecer si era peligroso o no. Y finalmente tuve que complicarlo con su patrón, aunque realmente no intentaba crearle tantos problemas como le causé.

—Usted debería haberse apartado de todo esto, Engel —dijo el marido— Mi mujer se metió en el problema de llamar nuevamente a Rose y a los otros, para dejar solucionada su situación. Usted debería haberse dado por satisfecho teniendo esa oportunidad.

—Aún tenía que cumplir con mi trabajo —dijo Engel.

—Muy bien —dijo la señora Kane, poniéndose de pie—; nosotros se lo hemos contado todo. Ahora bien, ¿nos contará usted algo, por el amor de Dios?

—¿Algo? Seguro, ¿qué?

—¿Qué es lo que busca, señor Engel? ¿Qué le mantuvo curioseando todo este tiempo?

—Charlie Brody. Se me encargó que recuperara su cuerpo.

—Pero, ¿por qué? ¿Cómo llegó a saber que faltaba?

—Yo desenterré su ataúd y él no estaba allí.

Los Kane se miraron uno al otro.

—Señor Engel —dijo la señora Kane—, debo saber por qué. ¿Qué lo llevó a eso?

—El traje de Charlie —dijo Engel.

—¿Su traje?

—Había algo dentro que mi patrón quería.

Ellos volvieron a mirarse.

—El traje. Así que no era el cuerpo, sino el traje —dijo la señora Kane.

—Nosotros queríamos un cuerpo adecuado —dijo Kane— y él quería el traje que se adecuaba al cuerpo.

—¿Qué han hecho con el traje —preguntó Engel?

—No tengo la menor idea —dijo la señora Kane encogiéndose de hombros—. Kurt se encargó de todo eso. Yo le entregué a él uno de los trajes de Murray para que lo cambiara.

—Entonces Kurt sabrá dónde está el traje.

—Usted comprenderá, señor Engel —dijo Kane—, que en el punto al que usted ha llegado, todo esto se convierte en un juego académico. No sé posible dejarle ir con vida.

—Murray —dijo la señora Kane—, esto no me gusta nada. Al principio era simplemente una honesta estafa al seguro, pero ahora se está volviendo un asunto criminal. Ya has matado a un hombre, a sangre fría. Y ahora te dispones a hacerlo de nuevo. Murray, no puedes permitir que se te haga un hábito eso de matar para solucionar todos tus problemas.

—No me alecciones —reaccionó Kane. Luego volvió a adoptar un gesto apacible respecto a Engel—. Lo siento, señor Engel, créame. Pero no me arriesgo a dejar uno solo que sepa que estoy vivo.

—Claro —dijo Engel mientras pensaba. ¿Saltaría por una de las ventanas? No le daría tiempo. Mejor, entonces, esperar y ver cómo se desarrollaban los hechos.

—¿Cómo, Murray? —preguntó la señora Kane— ¿Qué iremos a hacer con su cuerpo? —Abruptamente sofocó un acceso de risa— De repente tenemos tantos cuerpos que no sabemos qué hacer con ellos.

—Oh, yo sé qué hacer con el señor Engel —dijo Kane—. Sí, realmente. El señor Engel no será encontrado, querida, no tortures tu linda cabecita con esa preocupación.

—¿Sabes qué hacer con él?

—Eso mismo.

—¿Qué? ¡Cuéntame!

—Conozco una tumba —dijo Kane— que está vacía. Hay un ataúd y todo, pero falta un cuerpo. —Sonrió mientras miraba a Engel— ¿A usted no le molestará demasiado, señor Engel, que su lápida diga Charlie Brody, no es cierto?