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Otra nota:

¿Piensas llamarme por teléfono

o no?

Si no quieres verme más, no tienes más que

decirlo.

Puedo aceptar un consejo.

No estaba firmado, pero estaba escrita nuevamente sobre un resumen, con lápiz labial y también fijada a la puerta con una uña postiza, de modo que Engel pudo formarse una idea bastante clara de quién había dejado la nota.

—La vida es cruel —dijo en voz alta. Luego desprendió la nota y entró al apartamento.

Eran las siete y diez y empleó los siguientes cuarenta y cinco minutos en ducharse, cambiarse y ponerse a punto para su noche con la señora Kane. Después de todo, se dijo, ella estuvo en la casa de velatorios hoy, ella conoce a Kurt Brock y Kurt Brock fue el penúltimo en ver a Charlie Brody, de modo que puedo encararlo como parte de mi trabajo. Puede que haya alguna conexión entre Margo Kane y el cuerpo de Charlie Brody.

¿Podía haberla? Engel, ajustándose la corbata delante del espejo, se miró a los ojos e hizo una mueca. ¿Qué hubiera querido una mujer como Margo Kane con un cuerpo como el de Charlie Brody?

Bueno, se dijo defendiéndose, uno nunca sabe. Eso es todo, uno nunca sabe.

Claro.

Ella llegó puntualmente, a las ocho. Entró sonriente y efervescente, usando ahora un vestido verde-bosque tejido, con el que aparecía casi —aunque no absolutamente— demasiado delgada para ser interesante. Su lápiz labial y esmalte para las uñas eran de un tono menos violento que antes y el cabello negro azabache caía en suaves ondas alrededor de su rostro.

—Habría insistido en verlo nuevamente aunque no fuera más que para ver su apartamento una vez más —dijo tan pronto entró—. En el más fascinante de los lugares que conozco.

Engel comenzó a encolerizarse ligeramente. No sabía exactamente por qué, pero tenía la sensación de que, de alguna manera, había un toque burlón en las referencias que ella hacía a su apartamento.

—Estoy listo para salir, si usted quiere —dijo él—. ¿O prefiere tomar un trago antes?

Ella pareció sorprendida, por su tono o por el ofrecimiento.

—No es necesario —dijo—. Podemos tomar un trago en el restaurante.

—De acuerdo.

No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el auto de ella, otra vez el Mercedes-Benz sport, con el techo bajo aún, siempre estacionando frente a una boca de incendios. Entonces Engel volvió a abrir la boca.

—¿No la multan por estacionar en estos sitios?

—¿Se refiere usted a esos papelitos verdes que la gente pone en el parabrisas? —Ella rió y encendió el motor—. Tengo un cajón lleno en casa —dijo al arrancar.

Era una buena conductora, si bien un poquito demasiado competitiva. Maniobraba el Mercedes a través de las angostas calles del Village, provocando a su paso la ira de asustados peatones, hasta que finalmente encontró una rampa de acceso a la autopista del West Side, en dirección al norte. Cómodamente ubicada en el carril central, le echó una mirada a Engel.

—Se le ve algo reservado esta noche —dijo ella—. Como si hubiera tenido un mal día.

—Sí. Eso es. Tuve un mal día.

—¿Asuntos de gángster?

La frase había sido dicha con intención de hacerlo reír y él se rió.

—Sí, asuntos de gángster —dijo—. Estoy buscando algo que pertenece a mi patrón.

—¿Algo robado?

—Perdido, extraviado o robado. Le contaré cuando lo encuentre.

—¿Por eso estaba en la casa de velatorios hoy? ¿Buscándolo allí?

Engel decidió no dar ningún tipo de respuesta específica. Una simple mentira —que había ido a pagar la cuenta de Brody, por ejemplo— habría cerrado el tema de allí en adelante, pero, sabiendo que ella quería sonsacarle el motivo por el cual había visitado a Kurt Brock le divirtió hacerse el tonto, forzarla a averiguar.

—No exactamente. Tengo toda clase de asuntos de gángster en mis manos.

—Oh, entonces eran asuntos de gángster los que le llevaron allí.

—Yo no diría eso. Mire, es una noche demasiado hermosa para hablar de casas de velatorios.

—Por supuesto —dijo ella sin poder ocultar un tono de disgusto en su voz.

Era completamente de noche, una hermosa noche de primavera en la única época del año en que Nueva York es habitable. En ninguna otra época el aire está limpio, ni el cielo claro, ni las calles y edificios ofrecen indicios de personalidad y color debajo de la mugre que lo abarca todo. Avanzando velozmente por la autopista del West Side, por sobre las calles atestadas de camiones, con la ciudad a la derecha, el río Hudson y la ribera de Jersey a la izquierda, estaban tan cerca como era posible a los seres humanos del escenario perfecto para una película musical de los años treinta.

Había, naturalmente, enormes carteles anunciando cerveza y compañías de camiones, alineados a la derecha, interrumpiendo la visión de la ciudad. En la otra orilla del río, en letras rojas de neón lo suficientemente grandes como para poder ser leídas de este lado, encendiéndose y apagándose lentamente, resaltaba la palabra: SPRY. Las mujeres que pasaban en automóvil, sorprendidas en un arrullante sueño romántico, al ver esa palabra en medio del panorama nocturno, se volvían a sus maridos: “Recuérdame que de ahora en adelante —decían— use Crisco.

La señora Kane no intentó obtener más información de Engel durante el viaje. Hablaron fortuita y confortablemente sobre él tiempo, la ciudad, el tránsito y otros temas impersonales. Cuando el silencio se producía entre tópico y tópico, lo dejaban pasar sin preocuparse.

En la calle 72, la autopista del West Side se convierte en la gran avenida arbolada de Henry Hudson. Deja de ser una autopista elevada y corre ahora en medio de un paisaje verde, con viejos y voluminosos edificios de apartamentos a la derecha. Delante, titilando a través del río con toda su iluminación, está el puente de George Washington.

Engel no tenía idea de dónde lo estaba llevando la señora Kane y no se preocupó tampoco. Se recostó contra el respaldo del asiento del lujoso automóvil y se relajó. No intentó engañarse más diciéndose que estaba trabajando. Había terminado su trabajo por hoy. Mañana sería lo necesariamente temprano como para seguir preocupándose de Charlie Brody.

En el puente, abandonaron la gran avenida de Henry Hudson, empalmaron con la super-autopista del Cross-Bronx en un viaje elevado a través de uno de los menos atractivos suburbios de Nueva York; luego, por la gran avenida de Hutchinson River, tomaron hacia el norte, saliendo de la ciudad y de los límites estatales. En el cruce con el ferrocarril a Connecticut, el nombre de la gran avenida pasaba a ser Merritt. En ese punto Engel preguntó: “¿Dónde estamos yendo?”

—A un lugarcito que yo conozco. No muy lejos.

—No olvide que tenemos que regresar también.

Ella lo miró divertida.

—¿Tienen que levantarse temprano los gángsters?

—Eso depende.

Dejaron la gran avenida por la salida del Long Ridge Road, y avanzaron unas pocas millas hacia el norte antes de que, finalmente, ella se desviara y estacionara en un campo próximo a un viejo granero, convertido en restaurante, de nombre The Turkey Run.

Dentro, el The Turkey Run era deliberadamente rústico. Todo era madera sin pulir. Una cantidad de ruedas de carruajes estaban suspendidas del techo, o colgadas a las paredes, o utilizadas como divisorias de ambientes. Si las lámparas en las paredes y sobre las mesas no parecían de keroseno, no era culpa del diseñador.

Habría que esperar un poco para obtener una mesa, les había informado el absurdo camarero francés de bigotes. ¿Preferirían esperar en el bar?

Sí, preferían. Después de un whisky sour, la señora Kane se puso melancólica.

—Murray y yo solíamos venir aquí muy a menudo. Me cuesta creer que no vendremos nunca más. Todo eso quedó atrás, todo un estilo de vida.

—Debe haber sido una verdadera conmoción —dijo Engel, porque uno tiene que decir algo en respuesta a algo así.

—Y tan... tan estúpidamente —dijo ella—. Tan innecesariamente.

—¿Desea hablar de eso?

Ella le sonrió y apoyó su mano en el antebrazo de Engel.

—Usted es muy dulce. Y deseo hablar de eso. No he podido conversar con nadie, con nadie. Tuve que guardármelo todo dentro.

—Eso no es bueno —dijo Engel y se descubrió pensando qué diferente sería ésta de Dolly, confrontando en su imaginación sus estilos individuales y sus reacciones. Se esforzó por apartarse de tales conjeturas. Era bajo de su parte —pensó—, considerando toda la situación.

—Murray era un fabricante de prendas, de saltos de cama.

—Ajá.

“Evening Mist Negligees", ¿oyó hablar de esa marca?

Engel negó con la cabeza.

—Bueno, lógicamente, sería más natural que la conociera una mujer.

—Claro.

—Así fue como lo conocí. Yo era modelo y nos encontramos en una exhibición de prendas. Al principio pensé: bueno, las cosas que la gente dice sobre el negocio de las prendas son ciertas, pero... Murray era diferente. Tan dulce, tan atento, tan sincero. Nos casamos a las siete semanas y jamás me arrepentí, ni por un instante. Claro que estaba la diferencia de edad, pero eso no nos preocupaba. ¿Cómo iba a molestarnos, si estábamos enamorados?

—Ajá, ajá —dijo Engel bebiendo un sorbo de su vaso.

También la señora Kane se dedicó un poco a su whisky sour.

—Teníamos un apartamento en la ciudad y una casa en el campo. No muy lejos de aquí, cerca de Hunting Ridge. Así fue como conocí este restaurante. Acostumbrábamos venir aquí muy seguido, muy seguido. Y además Murray tenía su negocio, por supuesto, en un piso de la calle 37 West. Allí fue donde sucedió.

—¿Mm hmmm?

—Murray... bueno, Murray era algo más que un simple hombre de negocios. Había comenzado en este negocio como diseñador y aún hacía muchos de los diseños de “Evening Mist”. Con frecuencia le gustaba quedarse en la planta durante la noche, solo, después que todos se habían marchado. Y trabajar en su despacho —ella cerró los ojos—. Puedo verlo allí, la gran luz fluorescente sobre su cabeza. Él inclinado sobre el escritorio, el resto del piso a oscuras y en silencio, los rollos de tela amontonados por todas partes —abruptamente ella abrió los ojos—. Según dice el Departamento de Incendios, algunos cables se habían deshilachado y eran peligrosos. Era un edificio tan viejo. De pronto se produjo un cortocircuito y empezó el fuego. Toda esa tela diáfana y delicada, rollos y rollos de esa tela, fueron arrasados por el fuego. Por supuesto, los extintores comenzaron a funcionar, pero no resultaron suficientes. El resto del edificio se salvó, pero el interior del piso quedó hecho cenizas.

Engel la tomó de las manos y las encontró frías.

—Si no quiere...

—Sí que quiero, sí. Murray se vio encerrado, lejos de las dos puertas. En su pequeño cubículo, separado del resto del piso, estuvo a salvo por un momento. Pero en medio de ese calor, de todas esas llamas...

—Tranquilícese, tranquilícese —dijo Engel.

Ella se contuvo, aguantó la respiración y luego echó todo el aire en un largo suspiro.

—Ya pasó —dijo ella—. Siento haber abusado...

—No piense en eso.

—Usted es muy dulce y le pido que me disculpe, pero tenía la necesidad de contárselo a alguien, aunque fuera una vez. Ahora que lo he hecho, no volveré a hablar del tema —sonrió valerosamente y tomó el vaso—. Por el futuro —dijo.

—Por el futuro.

Consiguieron la mesa poco después y ella cumplió con su palabra: no hablaron más del finado Murray y se ocuparon una vez más de tópicos más intrascendentes y menos personales. En una ocasión en que Engel la llamó señora Kane, ella insistió en que, de ahora en adelante, la llamara Margo. Él lo hizo. De tanto en tanto, ella intentó averiguar gentilmente por qué había ido a la casa de velatorios pero Engel continuó eludiendo una respuesta, tan sólo para divertirse. Y mientras ella se retiró un instante al lavabo, él se descubrió pensando en ella, de acuerdo a los cánones con que pensaba en Dolly. Y, una vez más, cortó de raíz esos pensamientos.

El regreso a la ciudad fue tan placentero como el viaje de ida. Ella condujo a Engel hasta la puerta de su casa. Mientras se daban la mano y se agradecían mutuamente la noche agradable que habían compartido, a Engel le pareció por un instante que ella esperaba que la besara, pero descartó la idea atribuyéndola a demasiado whisky y demasiado aire nocturno.

—¿Puedo volver a su apartamento, y así lo veo todo esta vez?

—Cuando usted quiera.

—Le llamaré entonces.

Bajó del auto, ella saludó con la mano y emprendió la marcha.

Arriba, se disgustó de no encontrar ningún mensaje en la puerta. ¿Habría renunciado Dolly a él? Tal vez no debía haber malgastado esta noche. Tal vez debía haber trabajado duramente en resolver el problema que tenía entre manos.

Bueno. Mañana.

Abrió la puerta y entró en su apartamento. Las luces estaban encendidas. Mientras reaccionaba, aparecieron dos de los muchachos, las manos sospechosamente cerca de las solapas de sus chaquetas. Engel los reconoció como a un solo músculo organizado, pero no reconoció la expresión de sus caras y no pudo imaginar qué estarían haciendo allí.

Entonces, uno de ellos dijo: “Nick Rovito quiere verte, Engel.”

—Sí —dijo otro—. Quiere verte inmediatamente.

Engel miró a uno y a otro. ¿Era ésta la manera de recibir un mensaje de Nick Rovito? ¿Tenía esto algún sentido?

Sólo en muy pocos casos, este tipo de escenas tenía sentido, y eso era algo en lo cual Engel prefería no pensar.

—Vamos, Engel —dijo el primero, acercándose y tomando a Engel del codo—. Vayamos a dar un paseíto.