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El letrero decía:
AUGUSTUS MERRIWEATHER
Velatorios
Era de un metro de ancho y de neón, pero de neón azul, por respeto. Detrás del letrero y más allá del parque estaba el edificio, casa de un importante delincuente cuando fue construida, a fines del siglo diecinueve, con sus aguilones y ventanas saledizas de estuco carcomido, ahora pintados de un lúgubre marrón. Un extenso portal vacío se extendía de una parte a otra de la amplia y boba fachada de la casa y, mientras Engel subía por el sendero de pizarra, vio que este portal estaba lleno de policías uniformados.
Se detuvo un segundo pero, por supuesto, era demasiado tarde: había sido divisado. Esforzándose por aparecer indiferente, continuó la marcha.
Había tal vez treinta policías en el portal. Aparentemente, no tenían nada que ver con la presencia de Engel. Estaban en grupos de tres o cuatro, hablando en voz baja. Todos llevaban esos guantes blancos de Ratón Mickey y sus uniformes malamente confeccionados, según la más sagrada costumbre de la institución. Cuando Engel tomó coraje para mirarlos, se dio cuenta de que debía tratarse de otro velatorio. Merriweather, muy imparcialmente, enterraba a los difuntos de ambos lados de la ley.
Las miradas que recibió Engel en cuanto subió la escalinata y se mezcló con el enjambre de policías eran de curiosidad, pero superficiales. Nadie se mostró muy interesado en él. Engel atravesó el portal, abrió la puerta y chocó con un muchacho que salía. “Up”, dijo Engel.
El muchacho era un policía petizo, robusto, de mediana edad. La manga de su uniforme estaba tan cubierta con bandas amarillas, galones y condecoraciones que parecía un sendero de ladrillos amarillos. Agarró a Engel y fruncía el ceño como diciendo, “Podría jurar que lo he visto en algún lado. Nunca me olvido de una cara, nunca.”
Engel consiguió que le soltara el brazo. “Debe ser otra persona —dijo Engel eludiendo al policía y atravesando la puerta—. Debe ser otra...”
—Ya me acordaré —dijo el policía—. Trataré de acordarme.
Engel dejó que la puerta se cerrara y, aliviado, volvió las espaldas al policía. Por fin estaba adentro. El lugar lucía exactamente igual como ayer para el velorio de Charlie Brody. La única diferencia eran los uniformes, pero había la misma penumbra marrón-naranja, la misma apagada apariencia Art Nouveau en todo, el mismo enfermizo aroma de las flores, el mismo grueso alfombrado, el mismo murmullo sibilante de los deudos.
Después de la puerta, a mano derecha, se erigían un podio y un hombre. El hombre era alto, el podio algo estrecho. Ambos emitían el mismo aire sepulcral y anémico del gótico. Ambos eran mayormente negros, con un rectángulo blanco en lo alto. El rectángulo blanco en lo alto del hombre era su cara, una cosa marchita y encalada como la cara de un sabueso blanquecino. El rectángulo blanco en lo alto del podio era un libro abierto, donde los deudos debían estampar sus firmas. Junto al libro, sujeto al podio por una larga cinta púrpura, yacía un lapicero negro.
Engel no pudo distinguir si era el podio o el hombre el que dijo, en una voz apagada, “¿Podría firmar aquí, señor?”
—No vengo por el funeral —dijo Engel, en voz baja—. Busco a Merriweather. Por un asunto de negocios.
—Ah. Creo que el señor Merriweather está en su despacho. Pasando esas cortinas de allí y al final del pasillo. Ultima puerta a la izquierda.
—Gracias.
Engel comenzó a caminar cuando una voz detrás suyo dijo, “Oiga, espere un minuto,”
Engel volvió la cabeza y era el policía otra vez, ese del sendero amarillo de ladrillos en la manga. Estaba señalando a Engel con un dedo y fruncía el entrecejo.
—¿No era usted un reportero? ¿No cubría usted el City Hall?
—No. Usted me confunde con alguien.
—Conozco su cara. Yo soy el subinspector Callagham. ¿Le suena mi nombre?
Le sonaba. El subinspector Callagham era el policía de quien Nick Rovito una vez dijo: “Si ése bastardo nos dejara en paz y se pusiera detrás de los rojos comunistas, ionio debería hacer un patriota, terminaría con la guerra fría en seis meses, el podrido ése.”
El subinspector Callagham era el policía que años atrás, cuando Nick Rovito cometió el error de enviar a uno de los muchachos con una oferta en efectivo para comprar su lealtad, le dio una feroz paliza al muchacho, lo llevó hasta el despacho de Nick Rovito, lo arrojó sobre el escritorio de Nick Rovito, sobre el mismo Nick Rovito y dijo, “Éste es tuyo. Pero yo no”. De modo que el nombre le sonaba a Engel: con el sonido de las alarmas, de las sirenas, las bocinas, los pitos y las campanas.
Pero Engel dijo; “¿Callagham? ¿Callagham? No recuerdo ningún Callagham.”
—Ya me acordaré —dijo Callagham.
Engel sonrió, débilmente. “Cuando se acuerde hágamelo saber.”
—Lo haré, lo haré.
—Así está bien —aún sonriendo, Engel atravesó las cortinas y se perdió de vista.
Estaba en un mundo diferente ahora, aunque sombrío y confuso como el otro. Delante suyo, el pasillo se achicaba, se volvía más angosto y más bajo. Dos lámparas adosadas a la pared, con forma de velas, tenían bombillas ambarinas que remedaban llamas, y estas sombrías Bombillas ambarinas eran la única fuente de luz. Las paredes estaban pintadas de un color que tal vez era coral, tal vez albaricoque, tal vez ámbar, tal vez beige. La carpintería tenía un lustre tan oscuro que era casi negra y el piso estaba cubierto por una alfombra persa, oscura y tortuosa.
Si un faraón hubiera muerto en el año 1935 d. C., el interior de su pirámide hubiera sido igual a este pasillo.
Sobre la pared derecha aparecían, gradualmente, pequeñas impresiones de ninfas, de bustos pequeños, haciendo cabriolas entre ruinas románicas, donde se destacaban prominentes, blancas y erectas columnas. Sobre la pared izquierda había puertas de lustre tan oscuro como los marcos. Engel caminó hasta llegar a la última puerta, cerrada como todas las demás. Golpeó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta y abrió la puerta.
Era, en efecto, el despacho de Merriweather: un lugar pequeño, incómodo y atestado de cosas, con una ventana que daba a la pared del garaje. La pieza más moderna del mobiliario era un escritorio de tapa corrediza. Nadie estaba sentado frente al escritorio. Aparentemente no había nadie en el lugar.
Engel movió la cabeza, irritado. Ahora debía salir y preguntarle al podio en qué otro lugar podría estar Merriweather y aparecer otra vez delante de Callagham y...
Había un zapato sobre el piso, bajo un ángulo del escritorio. Un poquito de un calcetín negro se veía encima del zapato. Allí adentro había un pie.
Engel frunció en entrecejo ante la vista del zapato. Dio un paso adelante, entró decididamente en el cuarto, lucia la izquierda, para poder ver detrás del escritorio. Allí, sentado en el suelo, arrinconado entre los muebles, vacía Merriweather desplomado, los ojos y la boca abiertos de par en par. La empuñadura dorada de un cuchillo clavado en el pecho resplandecía brillante sobre el fondo rojo de la pechera de la camisa.
—Oh, Dios —dijo Engel. Inmediatamente y sin la menor vacilación, dio por sentado que el crimen del director de la funeraria se conectaba de alguna manera con la desaparición de Charlie Brody. Merriweather había sido el ultimo en ver a Charlie Brody muerto y eso hacía suponer que el sabría algo sobre la desaparición de Brody, motivo por el cual Engel venía a verlo. Que lo hubieran asesinado confirmaba la teoría de Engel e indicaba que había uno o varios implicados más en el esquema, cualquiera que fuese. Teniendo en cuenta todo esto Engel comentó, “Oh, Dios.”
Y una voz femenina, áspera y fría, dijo. “¿Qué hace usted acá?”
Engel se dio vuelta y vio, parada en el marco de la puerta, una beldad alta, delgada y frígida, vestida toda de negro. Su pelo negro estaba peinado en una sola trenza enroscada alrededor de la cabeza, a la manera escandinava. Su cara era larga y huesuda; su piel, blanca y estirada como pergamino, desprovista de maquillaje salvo por un trazo rojo sangre de lápiz labial. Sus ojos eran oscuros, casi negros y su expresión era altanera, fría, despectiva. Tenía las manos más pálidas y delgadas que Engel había visto, con largos y estrechos dedos terminados en uñas pintadas con el mismo color escarlata de los labios. Aparentaba unos treinta años.
Obviamente, ella no había visto aún el cuerpo caído detrás del escritorio y Engel no supo exactamente cómo darle la noticia.
—Bueno, yo... —dijo vagamente, y se desplazó también vagamente hacia el otrora Merriweather.
Ella lo siguió con los ojos. Avanzó dentro del cuarto, para ver mejor y Engel percibió un soplo de perfume que, por alguna razón, le hizo pensar en hielo verde. Engel dijo, “Él estaba...hum...”
Diez o quince años desaparecieron de la cara de la mujer, transformándola en una criatura de ojos inmensos y la boca abierta. “¡Criminal!” dijo en una voz mucho más joven y chillona que antes. Luego sus ojos se pusieron en blanco, sus rodillas se aflojaron y cayó al suelo desmayada.
Engel miró a Merriweather muerto y desparramado sobre el piso, miró a la mujer inconsciente y desparramada sobre el piso y decidió que era tiempo de abandonar el lugar. Saltó por encima de la muchacha, volvió al sombrío pasillo y cerró la puerta. Luego de ajustar su corbata y su chaqueta, de normalizar su respiración, caminó indiferentemente por el corredor hasta atravesar las cortinas y llegar al vestíbulo.
Hombre y podio permanecían en su sitio, junto a la puerta de entrada. Policías de cara solemne en sus uniformes oscuros, moteados de galones, entraban y salían de la sala mortuoria. Engel se dirigió hacia la puerta, calmo, silencioso e impecable, y el maldito Callagham surgió nuevamente, agarrándole de la manga y diciendo, “Compañía de seguros. Usted trabaja para una compañía de seguros".
—No, no, usted me confunde con... —dijo Engel, tratando de liberarse mientras continuaba caminando hacia la puerta.
—Conozco su cara —insistió Callagham—. ¿Dónde trabaja usted? ¿A qué se...?
Un chillido agudo interrumpió la conversación. Fue como el sonido de un tren carguero en el momento de frenar. Todo el mundo quedó helado, los policías entrando y saliendo, Callagham que agarraba el brazo de Engel y Engel con la mano extendida hacia el picaporte de la puerta.
Casi pudo oírse el ruido de todas las cabezas dándose vuelta hacia el lugar de donde partió el sonido. Luego, en el más completo silencio, todo el mundo miró y vio a la mujer de negro, de pie en la puerta, los brazos extendidos dramáticamente para correr cortinas, labios y uñas escarlatas, la cara blanca como un papel, negro el vestido.
Una mano tenue y pálida se movió, un dedo señaló a Engel. “Ese hombre —anunció una voz quebrada—, ese hombre mató a mi marido.”