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Dónde residía Charlie Brody después de muerto era un acertijo que nadie había resuelto hasta ahora, pero el lugar en que había residido en vida era harto conocido. Él y su amiga habían compartido un apartamento en el sector oeste de Manhattan, en la calle 71, cerca de la avenida West End, donde Brody se había relacionado a las mil maravillas con sus vecinos, del mismo modo que un gato negro en una mina de carbón. Era un vecindario lleno de hombres de mediana edad y modales tranquilos, con cabello fino y ojos débiles, oficinistas de la más baja categoría en enormes corporaciones. Esta descripción había coincidido exactamente con Charlie Brody hasta su muerte.
También su apartamento era como cualquier otro de la zona, respetable, aunque algo sórdido, previsible y formal. Una imitación de alfombra persa yacía sobre el piso del living. Un voluminoso sofá y dos sillas, una de las cuales hacía juego con el tapizado del sofá, estaban dispuestos en el cuarto del mismo modo en que habrían sido dispuestos por cualquier otra familia del barrio. El aparato de televisión —una consola con un fonógrafo jamás usado a la derecha y una radio raramente utilizada a la izquierda— estaba frente del sofá. Lámparas y mesas, ubicadas en los lugares previsibles y apropiados. En la pared, sobre el sofá, había un cuadro de un camino en un bosque otoñal, con los árboles todos naranjas y dorados, que bien podría haber sido un rompecabezas, de no ser por la ausencia de las líneas en que se unen las piezas.
Bobbi Bounds, la viuda de Brody, se sentó en medio de todo esto, sollozando en silencio. Cuando Engel entró se dirigió a él con una tenue vocecita.
—Lo siento, señor Engel, pero no puedo evitarlo. Este sitio está tan lleno de recuerdos...
Lo cual demostró que no interesa lo típica que pueda ser una cosa para seguir siendo algo personal.
—No le quitaré mucho tiempo, señora Brody —prometió Engel—. Solamente quisiera echar un rápido vistazo a los papeles y cosas de Charlie.
—Él tenía un pequeño escritorio en el dormitorio. Puede revisarlo. Yo no toqué nada todavía, no tuve el coraje de hacerlo.
—Lo haré tan rápido como pueda.
El dormitorio era la repetición inevitable del living, más el agregado de un pequeño escritorio de tapa corrediza en un rincón, junto al ropero de espejo, en la puerta. Engel se sentó frente al escritorio, corrió la tapa, que no había sido cerrada con llave, y empleó los quince minutos siguientes revisando los papeles apilados en los cajones y casilleros.
Nada. Facturas, recortes de diarios, viejos recibos de alquiler, algunos folletos de viajes, declaraciones de impuestos de la renta, cartas personales, toda clase de baratijas. Pero nada que pudiera ayudar a Engel a establecer donde estaba Brody o por qué estaba allí.
El problema era que no podía siquiera imaginarse por qué alguien querría el cuerpo de Brody. Si pudiera imaginar tan sólo un motivo, tal vez se habría orientado en la pesquisa. Pero nada había en el escritorio que le diera la menor pista, ni siquiera un asomo del menor indicio.
Prosiguió con los cajones de la cómoda, luego con los bolsillos de la ropa del ropero y, así, gradualmente, revisó toda la habitación sin encontrar nada.
De vuelta al living, la viuda había dejado de llorar y estaba sentada con un gesto de suave y resignada inmovilidad.
—Hay un par de cosas de las que me gustaría conversar con usted —dijo Engel—. ¿Por qué no salimos y tomamos una copa? Será mejor conversar en un bar.
—Gracias, señor Engel. Es usted muy amable.
—Faltaría más.
La señora Brody apagó todas las luces y, cuidadosamente, echó llave a la puerta una vez que salieron. Bajaron las escaleras y, ya afuera, remontaron hacia la calle 72, que era la más próxima de las calles comerciales. En un restaurante chino llamado The Good Earth, ocuparon una mesa, pidieron sólo de beber para disgusto del inescrutable oriental que los atendió y, luego, la señora Brody dijo: “Espero que haya encontrado lo que buscaba, señor Engel.”
—Bueno, no estoy seguro. Cada cosita ayuda.
—Sí, claro, por supuesto.
Él se dio cuenta de que ninguno de los dos sabía de qué estaban hablando y, sumido en esa reflexión, dejó que el silencio se prolongara entre ellos.
El problema era qué clase de preguntas hacerle. Ella no sabía que el cuerpo de su marido había desaparecido y Engel no se animaba a darle tal noticia. Además, no había ningún motivo para contárselo. Pero ¿qué podría saber ella acerca de por qué podía haber desaparecido, o por quiénes podía haber sido robado?
Las preguntas que se le ocurrieron eran todas inapropiadas. No podía preguntarle si Charlie tenía enemigos, porque un enemigo es algo que uno tiene antes de estirar la pata y no después. ¿Entonces qué?
Siguiendo una oscura línea de pensamiento, dijo: “¿Pertenecía su marido a algún grupo, señora Brody? Usted me entiende, fraternidades y cosas así.”
—¿Fraternidades...?
Por la manera que ella miró parecía no tener idea acerca de lo que era una fraternidad.
A veces, la educación obtenida en un bachillerato permite que uno se comunique plenamente con cierta clase de individuos que se encuentran en este mundo.
—Como los masones, los rotarios o algo así. O si no, como la Legión Americana, tal vez la John Birch Society, no sé, cualquier grupo.
—Oh, no. Charlie no era un adherente. Estaba muy orgulloso de no serlo. Cada tanto aparecía alguno: “adhiérase a este comité, adhiérase a este grupo, combata esto, reclame aquello”. Usted sabe a qué me refiero. Charlie siempre acostumbraba a decir: “No cuenten conmigo, yo no soy adherente.” Eso les ponía furiosos.
—¿Y qué acerca de la religión? ¿Cuál era su religión?
—Bueno, no estoy segura. Fue educado en una religión protestante, creo que metodista. Pero él no participaba activamente en la iglesia ni nada parecido. Es decir, por ejemplo, nosotros nos casamos en ceremonia civil. En Las Vegas, en una de las capillas matrimoniales de allí. Era realmente muy hermosa.
Pareció como si fuera a comenzar a llorar, nuevamente pero, en cambio, metió su nariz dentro del vaso y bebió un trago.
—¿Nunca perteneció a algún grupo religioso? —insistió Engel.
—No. A ninguno. Él no era un adherente, ¿sabe?
Engel sabía. Pero había estado esperando, había estado deseando que lo hubiera sido. De repente se había aferrado a la descabellada idea de algún alocado culto religioso: cuando alguno de sus miembros muere, rescatan su cuerpo y hacen algo especial con él. Sabía que era poco probable pero, si por casualidad resultaba así, entonces no importaría cuán poco probable fuera.
Salvo que no era así.
Y Engel estaba desconcertado. Mantuvo la conversación lo mejor que pudo, pero estaba atascado y lo sabía. En cuanto terminó la bebida tomó un taxi de regreso al centro, a fin de estar listo para la cena con la señora Kane.
La vida era una condenada viuda tras otra.