17
En la guía telefónica de Manhattan había seis columnas de gente llamada Rose. En la guía telefónica de Queens había tres columnas y media de gente llamada Rose. Y el Rose que Engel estaba buscando podía vivir tan fácilmente en Brooklyn como en el Bronx. O en Long Island. O en Westchester. O en State Island. O en Nueva Jersey. O en Connecticut. O en la luna.
Engel cerró las dos guías telefónicas y regresó a su mesa, donde se enfriaba su café y su queso danés envejecía. Se sentó, melancólicamente se llenó la boca de queso y miró a través de la ventana, mientras masticaba.
Estaba en uno de esos comedores que atienden toda la noche, en la calle 31, en Queens, a una media milla del paseo Grand Central. Había corrido a toda velocidad, había buscado refugio aquí, por el momento, y había dejado transcurrir quince minutos sin saber qué hacer.
Muy pocas cosas tenía en claro, pero aún considerando esas muy pocas cosas, estaba el hecho incontrastable de que era víctima de un complot. Lo habían empaquetado primorosa, dulce y completamente, y no sólo eso, sino que, además, había sido empaquetado por un desconocido. Concretamente, si había escuchado bien la conversación, era todo un grupo de desconocidos. Ese individuo llamado Rose había aparecido únicamente en representación de otros como él.
¿Habría tomado Nick Rovito la insustancial palabra de un mamarracho como Rose? No. Nick Rovito habría insistido en saber los nombres de otros comerciantes que pudieran corroborar la misma historia. Y luego, él habría interrogado a esos comerciantes. Que ellos habían contado el mismo cuento también era evidente.
En otras palabras, todo un grupo de desconocidos había fraguado una historia para empaquetar a un individuo llamado Engel. Ahora bien, ¿por qué todo un grupo de desconocidos querría hacer una cosa así?
Además, comerciantes. Ciudadanos formales. No maníacos, ni guasones, ni una pandilla rival; no, nada de eso. Padres y maridos, propietarios de establecimientos de comercio, puntuales pagadores de impuestos; tales eran quienes, repentina e inexplicablemente, se confabularon para señalar a un individuo al que ni siquiera conocían. ¿Por qué?
Sorbiendo el café frío, mirando la calle vacía y oscura a través de la vidriera del comedor, Engel masticaba la pregunta y el queso danés en partes proporcionales. Si algo obtenía con el queso, nada obtenía con la pregunta.
Cuando el queso estuvo terminado, cuando nada más que el poso quedó en el fondo de la taza de café, decidió que era mejor archivar la pregunta, mientras se dedicaba a pensar otros y más inmediatos problemas.
Tales como, ¿dónde ir ahora?
No podía regresar al apartamento, era obvio. Si los muchachos de Nick Rovito no estaban allí ahora, estarían los policías. (Era difícil tenerlo en cuenta, pero había una complicación adicional: la policía o ya estaba, o pronto estaría detrás suyo, por el asesinato de Willy Menchik. ¡Cómo si no tuviera ya demasiadas preocupaciones sin eso!) De modo que el apartamento era territorio prohibido. Lo mismo, la casa de su madre. Y, de igual modo, lo eran cada uno de los sitios donde hubiera estado alguna vez.
Pensó momentáneamente en Dolly, a quien aún ahora podría ubicar a través de su amiga Roxanne. Pero del modo en que Dolly había estado desparramando mensajes, era muy posible que alguno de ellos hubiera caído en manos peligrosas, lo que significaba que también Dolly, tarde o temprano, sería vigilada.
¿Dinero? Tenía unos cuarenta dólares consigo, menos de lo que solía llevar, pero había insistido en pagar la cena en Connecticut esta noche. Además tenía un reloj de pulsera que posiblemente podría empeñar a la mañana.
En un segundo de verdadera desesperación, pensó en entregarse a la policía. A cambio de protección e indulgencia, podría prometer que cantaría lo que ellos quisieran, les haría un Valachi. Por supuesto, no existía la menor posibilidad de convencerlos de que había sido empaquetado con el asesinato de Menchik, lo cual significaba que pasaría el resto de su vida —larga o corta, pero probablemente corta— detrás de las barras. Y eso era casi tan malo como no disponer de vida alguna.
No. Debía haber otra solución, una mejor solución.
En orden, pues. Había que considerar las cosas en orden. Lo primero era encontrar un lugar seguro donde esconderse por un tiempo. Lo segundo era averiguar o descubrir por qué había sido elegido como víctima de un complot; y lo tercero, demostrarle a Nick Rovito de alguna manera que todo era un complot.
—¿Desea algo más?
Era la camarera, una mujer tan rechoncha como maleducada, que parecía una enfermera sádica con su uniforme blanco. Engel la miró y negó con la cabeza.
—Tráigame la cuenta.
La colocó enérgicamente sobre la mesa, con un gesto triunfal y se alejó también con aires triunfales. Engel dejó cinco centavos de propina, pagó al hombre de la caja y abandonó el lugar.
Fuera, en la esquina, había una parada de taxis con un único taxi desamparado, el cartel melancólicamente encendido sobre el techo, su chófer inclinado sobre el volante con un ejemplar del Daily News pegado a los ojos. Usaba un gorro y tenía un lápiz detrás de la oreja. Mascaba chicle.
Engel permaneció indeciso en la acera. Sin que tan sólo se le ocurriera un lugar donde ir, decidió tomar el taxi para ir allí. Pero primero tenía que tener el lugar, un lugar donde ir y donde nadie fuera a buscarlo. El sitio de algún conocido, o tal vez hasta un sitio desocupado donde...
Ya está.
Engel hizo chasquear los dedos y permitió que un tenue rayo de esperanza remontara su columna vertebral y brillara brevemente en su mente pesimista. Lo primero estaba resuelto. Ahora quedaba por encarar lo segundo y lo tercero.
Se encaminó hacia el taxi, se ubicó en el asiento trasero y dijo:
—A Manhattan. Calle 71 West.
El chófer volvió lentamente la cabeza.
—¿Manhattan? ¿Por qué no toma el metro? Los taxis son muy caros.
—Estoy apurado —dijo Engel.
—No me gusta Manhattan —dijo el chófer—. Si usted quiere ir a algún sitio en Queens, cualquier sitio en Queens, hágamelo saber.
—Usted no puede negarse a hacer un viaje —dijo Engel—. Está en contra de la ley.
—No sea cabeza dura. Deme una dirección en Queens y lo llevaré.
—Bueno. La primera comisaría.
El chófer estiró el cuello.
—¿Qué, para meterme adentro?
—Ya lo sabe.
El chófer suspiró, dobló el periódico y miró hacia delante.
—Odio a los cabezas duras —dijo.
Engel encendió un cigarrillo y arrojó el humo contra la nuca del taxista.
—Terco —dijo, porque eso era lo que pensaba.
Una vez que iniciaron la marcha, el chófer resultó ser uno de los sobrevivientes más veloces. Se mostraba claramente apurado en dejar a Engel en Manhattan, dar la vuelta y regresar a su querido Queens.
Tomaron velozmente por la calle 31 hasta el Northern Boulevard, luego por el acceso al puente Queensboro, cruzaron el puente, subieron por la Tercera Avenida hasta la calle 66, avanzaron hacia el oeste hasta llegar y atravesar el Central Park, tomaron Broadway hasta la calle 71 West y, de allí, derecho hasta la dirección indicada por Engel, que era una travesía larga a donde realmente quería ir.
El taxímetro marcaba un dólar con ochenta y cinco. Engel le dio dos dólares y esperó la vuelta. El chófer le dio las monedas, frunció el entrecejo y miró como quien no puede creerlo. Engel guardó los quince centavos en el bolsillo, bajó del taxi y cerró la puerta con un golpe. El chófer dijo algunas cosas, algunas cosas muy insultantes, pero ya arrancaba velozmente mientras las decía de modo que Engel no escuchó exactamente las palabras. No obstante reconoció la intención.
Subió los escalones del edificio más cercano y cuando el taxi dobló, bajó y caminó hacia el lugar donde quería ir. La puerta de abajo estaba abierta y subió apresuradamente la escalera sin ver a nadie, deteniéndose frente a la puerta detrás de la cual Charlie Brody había vivido su vida.
Era el lugar perfecto. La mujer de Brody no aparecería por allí en unos cuantos días por lo menos, ni tampoco lo haría ningún otro. Engel y Brody no habían sido muy amigos mientras Brody vivía, de modo que no había razones para pensar en Engel con relación al apartamento de Brody. Aquí, cómoda y seguramente, podría encarar la conspiración en su contra y el proceso para librarse de dicha conspiración.
La puerta del apartamento, por supuesto, estaba cerrada, pero Engel no estaba resuelto a dejarse detener por eso. A juzgar por los otras puertas del piso y recordando la apariencia interna del apartamento, dedujo qué parte del piso correspondía al apartamento de Brody. Luego subió el resto de las escaleras, hasta el techo.
La noche era aún hermosa, tan hermosa como en el viaje a Connecticut, pero Engel ya no estaba en condiciones de notarlo. Cruzó el tejado hacia la pared posterior, donde los primeros escalones de una escalerilla para incendios se mostraban a la vista. En cada piso había una ancha plataforma, frente a dos ventanas: una correspondiente a cada apartamento. Dos pisos más abajo, la ventana de la derecha pertenecía, por lo que Engel podía juzgar, al apartamento de Brody. Al dormitorio, más exactamente.
Deslizándose cuidadosamente por la escalerilla para incendios, Engel reparó amargamente en que parecía estar cometiendo últimamente toda clase de nuevos delitos: saqueo de tumbas, robo de camión y ahora daño y violación de domicilio. Caminar por el paseo Grand Central era también un delito. Abandonar un automóvil a cuarenta millas por hora iba probablemente contra la ley y, en horas más tempranas, estuvo peligrosamente a punto de hacerse pasar por policía.
—Magnífico —murmuró—. Me estoy convirtiendo en un personaje renacentista del mundo del delito.
La ventana estaba cerrada, igual que la puerta. Pero Engel no perdería tiempo con ventanas. La mitad superior de ésta estaba dividida en seis pequeños cristales. Engel se sacó un zapato y con el tacón golpeó el cristal del medio de la hilera de abajo, la más próxima al cerrojo. El ruido que hizo fue fuerte, pero breve, y Engel dudó que nadie fuera a prestarle atención. Los neoyorquinos necesitan de un ruido que dure media hora o algo así, antes de empezar a preguntarse si sucede algo. Aun en ese caso, la mayoría de ellos evitaría ir a ver qué es lo que sucede.
Engel logró pasar una mano entre los extremos cortantes del vidrio, libró el pestillo de la ventana, empujó la mitad inferior de la ventana y entró. Cerró la ventana detrás suyo, avanzó en la oscuridad alrededor de la pieza, golpeándose contra varios objetos irreconocibles pero sólidos, hasta que halló la puerta del lado opuesto, a cuyo lado estaba la llave de la luz. Engel accionó la llave, la luz del techo se encendió y Bobbi Bounds Brody se sentó en la cama, diciendo:
—¡Señor Engel! ¡Casi me mata del susto!
Engel parpadeó.
—Yo pensé —dijo—, yo pensé que se había mudado.
—Me sentía tan rara durmiendo en otros lugares. Sé que finalmente tendré que mudarme con Marge y Tinkerbell, pero por ahora prefiero permanecer aquí, con mis recuerdos. Al volver con usted esta tarde, recordando todos los buenos momentos y cosas así, supe que no estaba preparada para dejar este sitio. De modo que aquí me quedé.
—Aquí la veo muy bien —dijo Engel sacudiendo la cabeza.
—Señor Engel, ¿por qué no llamó a la puerta?
—No pensé que hubiese alguien dentro.
—Yo debería haberle dado una llave. Todo lo que tendría que haber hecho usted era llamar a Archie Freihofer y él le hubiera dado un juego de llaves.
—Era demasiado complicado, señora Brody.
—No debería llamarme señora Brody —dijo ella moviendo la cabeza—. Ya no es mi nombre y debo acostumbrarme a eso. Mejor dígame Bobbi.
Engel la miró. Sostenía una frazada verde claro contra su cuello, desde que se había sentado en la cama. Sobre la frazada, su cara amistosa, aunque no particularmente radiante, lo miraba con la mayor seriedad y sinceridad.
—De acuerdo, Bobbi —dijo—. Necesito hablar con alguien, alguien en quien pueda confiar. Y quiero que sea usted.
—Magnífico, señor Engel —sus ojos se iluminaron con una combinación de sorpresa, placer y curiosidad—. Siéntese aquí —dijo ella, un brazo desnudo emergiendo alrededor de la frazada verde claro, marcaba el sitio en la cama—. Siéntese aquí y cuénteme todo lo que sea.
Engel se sentó cerca de los pies de la cama.
—Para ser breve —dijo—, he sido empaquetado. Es un doble complot. Y estoy amenazado, tanto por Nick Rovito como por la policía.
—Santo cielo —dijo ella.
—Ya lo creo. Nick Rovito preparó todo para complicarme con la policía y dejar todo arreglado una vez que dos de sus muchachos me hubieran liquidado.
—¿Liquidarlo a usted? Usted no querrá decir eso, ¿verdad?
—Sí, eso mismo. Él debe haber llamado al comité, anoche, y obtenido su permiso. Por eso supongo que debieron montar el paquete con la policía.
—¿El qué?
Engel se dio cuenta, repentinamente, que de una manera gradual había dejado de dirigirse a ella, para comenzar a hablar consigo mismo. Sacudió la cabeza y dijo:
—Permítame explicarle más claramente. Cierta gente complicó mi situación con Nick Rovito, le contaron que estaba haciendo algo que en verdad no estaba haciendo. De modo que Nick planeó liquidarme y, paralelamente, montó una trampa para complicarse con la policía. Así, ellos no se ocuparían demasiado en averiguar quién me había matado.
Ella movió lentamente la cabeza de un lado a otro, abrió desmesuradamente los ojos y la boca y dijo:
—Creo que lo entendí.
—Siento lo mismo que usted —le confesó Engel—. No llego a explicarme cómo pasó todo esto.
—¿Quién lo complicó a usted con el señor Rovito?
—Ése es el problema —dijo Engel—. Ésa es la parte más loca de la historia. Hombres de negocios, comerciantes honestos y sencillos. No la gente de la organización. Y no sólo eso, sino comerciantes que ni siquiera conozco, comerciantes que jamás he visto.
—Bueno, entonces puede que sea un error.
Engel negó en silencio.
—Uno de ellos me identificó. “Es él”, le dijo a Nick Rovito. Yo estaba delante de él.
—Caramba —dijo ella—. Esto es terrible.
—Y no puedo explicarme por qué me eligieron a mí.
—Bueno, tal vez para impedir que usted hiciera lo que fuera que estuviese haciendo —dijo ella.
Frunció el entrecejo.
—¿Qué? Ya le dije que fue todo un paquete, yo no estaba haciendo lo que ellos decían que estaba haciendo.
—No, no quiero decir eso. Quise decir lo que realmente usted estaba haciendo. Tal vez ellos deseaban que no pudiera continuar con lo que usted estaba haciendo. Tal vez usted estaba cumpliendo algún trabajo o algo que iría a afectarlos después.
Engel la miró atónito.
—¿Usted pensó todo eso? ¿Usted sola?
—Bueno, yo sólo pensé...
—No, no me estoy burlando de usted. Lo que quiero decir es que no se me había ocurrido pensar en eso.
Ella parpadeó un par de veces.
—¿Piensa que a lo mejor es así?
—¿Por qué no? Es, de cualquier modo, razonable. Eso es lo que me estaba volviendo loco todo el tiempo. Ni siquiera podía pensar en un solo motivo. Correcto o no, eso no importa ahora. Por lo menos hay un motivo por el cual ese individuo, Rose, me señaló, de modo que ni siquiera puedo comenzar a pensar en eso.
—¿Cómo era su nombre?
—Rose —dijo y esperó.
—Ése es un nombre de mujer —fue todo lo que ella dijo.
Engel se desilusionó un poco.
—Es su apellido —dijo.
—Oh. Bueno, de todos modos, si usted imagina cuál de las cosas de las que estaba haciendo no querrían ellos que haga, entonces puede que logre establecer por qué han procedido así.
—Sí —dijo Engel—. Sí, ahí está el problema —se puso de pie, encendió un cigarrillo y empezó a caminar de un lado a otro—. Ahí está el problema —volvió a decir.
¿Qué había estado haciendo? Buscar a Charlie Brody, eso era todo. ¿Había alguna otra cosa, algo anterior a todo este asunto de Charlie Brody? No. ¿Había algo a lo que debía dedicarse en el futuro inmediato, tan pronto resolviera el caso de Charlie Brody? No.
¿Charlie Brody? ¿Que ellos no quisieran que encuentre a Charlie Brody? ¿Qué sentido podía tener que un grupo de comerciantes dentro de la ley no quisieran que él encontrara un cadáver? Ningún sentido, en absoluto.
Bobbi rompió finalmente el silencio.
—¿Cree que le ayudaría hablar un poco más de esto? Lo que usted estaba haciendo, ¿es algo de lo que se puede hablar?
Él la miró. Hasta ahora había estado ocultándole el principal detalle, para no herir sus sentimientos, pero del modo en que ella había comenzado a dar respuestas, tal vez lo conveniente fuera contárselo todo. Además, si ella supiera algo sobre la desaparición de su marido, podría estar en condiciones de arrojar alguna luz sobre el caso, hacerle recordar algo del pasado de Brody que pudiera orientarlos en su búsqueda.
Se sentó en la cama nuevamente.
—Bobbi —dijo—, tengo algo que decirle que puede llegar a impresionarla mucho.
—¿Impresionarme mucho?
—Se refiere a Charlie.
—¿Impresionarme mucho? ¿Sobre Charlie? Charlie está muerto, señor Engel, ¿qué otra cosa queda para impresionarme mucho?
—Sí, bueno, tenga paciencia. ¿Sabía usted qué clase de trabajo hacía Charlie?
—Bueno, claro. Marido y mujer no deben tener secretos. Él acostumbraba llevar cosas hacia y desde el sur —con su mano visible hizo como si inyectara el brazo aún oculto por la frazada—. Nieve —dijo ella.
—¿Sabe cómo? ¿Cómo transportaba las cosas sin ser descubierto?
Se encogió de hombros como una italiana.
—No sé. En una valija, supongo. Él nunca dijo nada.
—En un traje —dijo Engel.
Ella frunció sus mejillas y nariz.
—¿Cómo?
—En el traje azul. Cosida en el forro. Bobbi, él fue enterrado con un cuarto de millón de dólares en nieve, dentro de ese traje azul.
—¡Santo cielo! ¿Realmente?
—Realmente.
Ella movió la cabeza.
—¡Caramba! Me sorprende que no hayan enviado a nadie a desenterrarlo y recuperar el traje.
—Lo enviaron —dijo Engel—. Me enviaron a mí. Yo abrí la tumba.
—¿Usted? ¿Cómo estaba él?
—No estaba.
—¿Qué es eso?
—No lo enterramos, Bobbi. Esto es lo que iba a impresionarle mucho. Enterramos un ataúd vacío. Alguien se largó con Charlie.
—¡Algún doctor Frankestein! —gritó ella, abriendo desmesuradamente los ojos y tomándose con ambas manos las mejillas. La frazada cayó.
Engel, cortésmente, volvió la cabeza, porque era obvio que ella no usaba nada en la cama, salvo una cinta para el cabello.
—No —dijo él mirando la pared—, no podría ser nada así, al menos en el siglo veinte.
—¡Oh, Dios! Puede darse vuelta, señor Engel.
Se volvió, ella había alzado la frazada igual que antes.
—Eso es lo que estuve haciendo —dijo él—. Buscando a Charlie.
—Quiero agradecerle que haya mirado para el otro lado, señor Engel —dijo ella—. Cuando un caballero trata a una dama como a una dama, hace que una se sienta especialmente como una dama, si entiende lo que le digo.
—Sí, claro.
—¿Y usted estuvo buscando a Charlie? Eso es muy gentil de su parte.
—Bueno, era mi trabajo. Nick quería ese traje, no muy gentilmente.
—Ya me lo imagino —ella inclinó la cabeza hacia un costado.
—¿Por qué alguien querría llevarse a Charlie? Ésa es una cosa horrible, es una falta de respeto para el muerto, llevarse su cuerpo.
—Y eso es todo lo que estuve haciendo —dijo Engel—. De modo que si ese individuo, Rose, y sus otros comerciantes estaban tratando de impedir que hiciera lo que estaba haciendo, lo que estaba haciendo era buscar a Charlie. Usted no conoce a nadie llamado Rose, ¿no es cierto?
—Una señora de color que acostumbraba limpiar el apartamento. Pero ningún hombre.
—Este individuo tiene un comercio de algo. Tal vez una despensa, o cierta clase de fábrica o algo así.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Lo siento, señor Engel, pero si hubiera conocido a algún hombre llamado Rose, de nombre o de apellido, me acordaría de él.
Engel extendió los brazos en un gesto de desaliento y se puso de pie nuevamente.
—Así es —dijo—. Ésta es la situación en la que me encuentro. Me escapé de los muchachos que me tenían a su cargo, imaginando que podría ocultarme aquí durante la noche porque no habría nadie en el apartamento, ni nadie me buscaría en este sitio.
—Bueno, puede quedarse —dijo ella—. Ya lo sabe, señor Engel.
—Si alguien llega a enterarse que he estado aquí pueden crearle problemas. Tanto la organización como los policías, ambos.
—Oh, por favor —dijo ella moviendo su mano visible delante de la cara, como quien quiere librarse de algo molesto—. Nadie nunca se molesta por controlarme. Además, ¿quién irá a contarles que usted estuvo aquí? Usted no lo hará, yo no lo haré, y nosotros somos todos los que estamos aquí.
—Me iré a primera hora de la mañana —dijo Engel—. Lo que debo hacer es continuar buscando a Charlie. Si puedo averiguar donde está, tal vez eso aclare el testo de la situación.
—Señor Engel, le estaré eternamente agradecida por buscar a Charlie. No puedo decir cuánto se lo agradezco.
—Bueno, haré lo que esté a mi alcance —le dijo Engel—, para tranquilidad del alma de Charlie y de la mía —miró alrededor del cuarto—. Podemos continuar hablando mañana por la mañana, si usted quiere. Iré a dormir en el sofá del living.
Ella movió la cabeza solemnemente.
—¡Qué ocurrencia! —dijo ella.
—¿Qué?
—No es mucho lo que yo puedo ayudarle para encontrar a Charlie —dijo ella— ni para ayudarlo a salir del aprieto en el que está. No hay muchas maneras en las que pueda expresarle mi agradecimiento, pero hay una. Usted apaga la luz y viene a dormir aquí.
Engel hizo un gesto de cierta vaguedad.
—Eeeh —dijo—. Yo sólo...
—Esto queda entre nosotros —dijo ella—. Como amigos, nada de honorarios ni cosas por el estilo.
Engel carraspeó.
—Usted no tiene por qué sentirse obligada ni...
—Yo no me siento obligada —dijo ella—. Siento que somos amigos, y los amigos deben ayudarse entre sí. No es mucho lo que yo puedo ayudarlo a usted, pero lo que pueda, lo haré. Y más que contenta de hacerlo.
Engel iba a continuar protestando pero, entonces, miró más detenidamente la cara de ella y pudo advertir en sus ojos que si no aceptaba la invitación, se sentiría ofendida. Pero mucho.
Bueno. Si algo caracterizaba a Engel era el ser siempre hombre galante.