19
Viendo el despacho donde Fred Harwell atendía sus negocios, uno nunca podría sospechar que fuera el encargado de operaciones multimillonarias, con centenares de empleados y decenas de miles de clientes. Pero, por otra parte, el de Fred Harwell no era el tipo de negocio que requiere edificios de cristal en la Quinta Avenida. Dada la naturaleza de sus operaciones, un mugriento y destartalado edificio de ladrillos en la Décima Avenida era el sitio ideal para sus oficinas.
El edificio estaba entre las calles 45 y 46. Los pisos primero y segundo albergaban a una compañía de discos de música latinoamericana, especializada en grabaciones de pésima fidelidad: gente que sacudía maracas. El cuarto piso era la oficina y depósito de una firma que vendía muy curiosas prendas interiores de mujer por correspondencia y que tenía toda su publicidad en revistas de hombres de gran musculatura. Entre ambos, en el tercer piso, bajo el nombre de Afro-Indic Importing Corporation, se ocultaban Fred Harwell y su organización de vendedores ambulantes de narcóticos.
Otro de esos camiones con juegos para niños estaba estacionado cerca del edificio cuando llegó Engel. Pero felizmente estaba pasando música en lugar de su descripción. Engel pasó al lado del camión, entró en el edificio de Fred, subió los dos pisos de lóbregos escalones, hasta el tercero, donde había un breve corredor y dos puertas: una en blanco y la otra con el rótulo AFRO-INDIC IMPORTING CORP.
Aquí, el principal adorno era un parquet antiguo de madera, con amplios agujeros llenos de polvo entre las tablas. Las paredes de yeso, agrietadas y abolladas, estaban pintadas de un verde muy pesado, que recordaba el interior del estómago del Minotauro. De alguna parte venía un olor penetrante de cartón húmedo.
Engel empujó la puerta y entró a una pequeña pieza anodina que contenía un pequeño escritorio de madera, un fichero de madera, una percha para colgar sombreros, dos inmensas ventanas polvorientas y desprovistas de cortinas, persianas y colgajos, un desvencijado sofá de cuero marrón y la secretaria de Fred Harwell, llamada Fancy una mujer completamente lisa.
Engel no tenía noción de si Fancy sabría las últimas noticias acerca de él, de modo que simuló naturalidad, para ver qué pasaba.
—Hola, Fancy —dijo—. Vine a ver a Fred.
Ella miró sorprendida, pero eso era apenas natural: él no aparecía por allí con frecuencia.
—Está adentro —dijo ella—. ¿Quiere que le anuncie que está aquí?
—No, no hace falta.
Engel cruzó el cuarto y abrió la puerta ubicada al fondo y a un costado.
Fred Harwell alzó la vista del escritorio, donde se encontraba empeñado en resolver los crucigramas del Times del domingo.
—¡Al! —dijo, pero luego, como abatido por un golpe de conciencia cambió de tono— ¿Al? Por el amor de Dios, Al...
Engel cerró la puerta.
—No digas nada, Fred —dijo—. Pórtate bien, tranquilito.
—¿Al, qué estás haciendo aquí? ¿Sabes lo quemado que estás?
—Sí, sé lo quemado que estoy. Lo que no sé es quién encendió el fuego debajo de mí.
Fred se llevó ambas manos al pecho.
—¡Al! ¿Yo?
—Cuéntame.
—¿Por qué habría de ser yo? Contéstame eso, ¿por qué yo?
—No lo sé aún. Tengo algunas teorías, eso es todo.
Fred movió la cabeza de un lado a otro.
—Esto es una locura —dijo—. Todo es una locura. Un minuto estoy sentado aquí haciendo mi trabajo, como siempre, todo en orden. Y al minuto siguiente entras tú y dices que yo hice algo contra ti. Pero, ¿qué, cómo y por qué?
—¿Y qué dices de mi caso? Un minuto estoy cumpliendo mi trabajo, como siempre, y al minuto siguiente soy un hombre muerto, con la policía y la organización ambos detrás de mí.
Fred alzó las manos, las palmas hacia fuera.
—Al, ése fue el riesgo que corriste —dijo—. Siempre imaginé que tú eras demasiado listo para intentar una maniobra de ésas, pero ahí lo tienes. Y si llegó a oídos de Nick Rovito, ¿por qué imaginas que yo o algún otro lo hemos hecho? Tú eres el único responsable de lo que te ocurre, Al.
—Espera un segundo —dijo Engel—. No te apures tanto. Fue todo un complot, un paquete, Fred. Nunca hice nada de eso.
—Entonces, lo siento mucho. Si es cierto lo que dices, lo siento, Al. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no puedo hablar con Nick, no puedo...
Engel decidió cambiar de rumbo y ver qué pasaba.
—He venido para ver a Rose —dijo.
Fred bizqueó.
—¿Qué Rose?
—¿Tú no sabes quién es Rose?
—¿Una de las chicas de Archie?
—Vamos, Fred. Rose es un hombre que tú y yo conocemos.
Fred parpadeó varias veces y luego, repentinamente, se iluminó con una sonrisa muy débil y temblorosa.
—Oh, sí —dijo. Ahora estaba bien apoyado contra el respaldo de la silla, lejos de Engel—. Sí, eso mismo —dijo—, Rose es un hombre, me había olvidado de eso.
—¿Qué pretendes, imbécil? ¿Te estás burlando de mí?
—Oh, no —dijo Fred—. No, no, Al, en absoluto.
—Rose es un apellido también, estúpido. Como Billy Rose. ¿Me dirás que Billy Rose es una mujer?
Fred permaneció callado unos pocos segundos para recomponerse y luego dijo:
—Oh, ya entiendo lo que quieres decir. Un individuo llamado Rose, ése es su apellido, no su nombre. Al, no sabía, con toda esta locura de repente, tal vez tú también me entiendes, tal vez la tensión del exceso de trabajo o algo, uno no puede estar seguro de cosas como ésas...
—Cállate, Fred.
—Sí —dijo Fred—. De acuerdo.
Engel comenzó a pasearse de un lado a otro, ida y vuelta, la frente marcada por las arrugas de la preocupación. Fred era inocente, eso era obvio. Era el único sobre quien Engel había tenido el indicio de un motivo de sospecha y el bastardo era inocente. Simplemente, no era posible que Fred estuviera mintiendo, que Fred fuera quien estaba detrás de todo este asunto.
—¿Puedo decir algo, Al? —preguntó Fred después de unos minutos.
—Habla.
—Tan pronto como te marches, debo llamar a Nick y decirle que has estado por aquí. Tú comprenderás.
—Sí, comprendo.
—Tengo una mujer e hijos, Al. Está Fancy. Tengo responsabilidades y eso significa que debo ponerme a cubierto.
—Sí, sí, sí.
—Al, quiero que sepas, por si acaso te interesa, que te creo. Hace ya unos cuantos años que te conozco y, aunque nunca hemos sido verdaderos amigos íntimos, siempre nos llevamos bien y siempre te consideré un tipo de confianza y una persona agradable. De modo que si tú me dices que es un paquete, yo tomo tu palabra como cierta. Eso no pincha ni corta con Nick. Eso, de hecho, no cambia para nada la situación, pero quiero que lo sepas.
—Sí... Gracias, Fred.
—Ojalá pudiera ayudar.
—Puedes, Fred.
Fred se había mostrado muy sincero. Pero ahora, su expresión había cambiado y comenzaba a parecerse a la de un hombre que en la mitad de un discurso, ante una multitud de cinco mil personas, comienza a sospechar que tiene la bragueta abierta.
—¿Puedo?
—Tú puedes hacer averiguaciones sobre Rose.
—Rose.
—Quiero saber el nombre de pila de Rose y quiero saber dónde puedo encontrarlo.
—Pensé que ya habías hablado con él.
—No. No te preocupes por eso. Yo sé que el tal Rose es un comerciante, legal, pero de alguna manera vinculado a la organización. Debe haber alguien con quien habló cuando comenzó a poner el dedo sobre mí. Es más que seguro que no fue a ver a Nick Rovito directamente.
—¿Entonces qué? —dijo Fred.
—Rapaport —dijo Engel.
—¿Rapaport? ¿Por qué Rapaport?
—Porque Rapaport es nuestro enlace con los sindicatos. Rapaport controla las conexiones gremiales de la organización, del mismo modo que tú controlas los narcóticos y Archie controla a las chicas. Y el contacto más veloz que un comerciante puede establecer con la organización es a través de un sindicato.
—Seguro —dijo Fred—. Eso es correcto. Pero, entonces ¿qué? Tú deberías ir a ver a Rapaport, no yo.
—Yo no puedo vagar por toda la ciudad, Fred. ¿Te acuerdas? Yo estoy quemado.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Tú puedes llamar a Rapaport.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco, Al?
—No. Tú puedes llamar a Rapaport y tú puedes preguntarle por Rose.
—¿Por qué? ¿Cómo? ¿Con qué pretexto?
Engel movió la cabeza, concentrándose.
—Tú le dices, ejem, tú dices: “Escucha, este edificio perteneció a un tal Rose y tenemos ciertos problemas con él. Quiero saber si es el mismo al que Engel extorsionaba.” Entonces Rapaport te informará sobre Rose.
—¿Y si no lo hiciera?
—En ese caso, lo habrás intentado, eso es todo.
—Al, para serte franco, no tengo ganas de hacerlo.
Engel apoyó su mano derecha, la palma hacia abajo, en medio del escritorio de Fred. Tenía una mano grande con nudillos prominentes.
—¿Ves esta mano, Fred?
—Sí, la veo —dijo Fred.
—Para los fines de una discusión —dijo Engel— convengamos en llamarla un arma letal.
—¿Sí?
—Digamos entonces que tú puedes decirle a Nick que te viste obligado a hacer la llamada porque te amenacé con un arma letal.
—Pero...
—Y tan sólo para que no te veas obligado a mentir —dijo Engel cerrando la mano— yo te amenazaré con ella.
Engel levantó el puño del escritorio y lo mantuvo cerca de la cara de Fred. Fred lo miró, algo bizco.
—Pero, ¿qué pasa si Nick no me cree?
—Te diré lo que haré —dijo Engel—. Si tú no te crees capaz de contarle esa historia, te doy uno o dos golpes y te dejo un par de marcas en la cara. No porque esté loco ni nada de eso; simplemente para ayudarte a convencer a Nick. ¿Estás de acuerdo?
—Espera un minuto, Al, ejem, espera un minuto.
—Como quieras, Fred.
Fred miró el puño, se humedeció los labios, ensayó varios gestos con su cara. Finalmente carraspeó y asintió en silencio.
—De acuerdo —dijo.
—¿De acuerdo? ¿De acuerdo qué?
—Haré la llamada. Y tú no tienes que marcarme ni ninguna otra cosa.
—Yo sólo quería ayudar —dijo Engel—. Así debemos ayudarnos los unos a los otros.
—Dije que lo haría.
Engel se incorporó y abrió la mano.
—Yo te lo agradezco, Fred —dijo.
Fred hizo la llamada y, mientras conversaba, Engel se acercó cuanto pudo a fin de oír los dos extremos de la conversación. Que fue así:
Fred: Hola, habla Fred.
Rapaport: Hola Fred, ¿qué dices?
Fred: Parece mentira lo de Engel, ¿eh?
Rapaport: Nadie puede saber lo que uno esconde en la cabeza, siempre lo he dicho.
Fred: Tú sabes, este muchacho Engel estaba extorsionando a ése tal Rose, él...
Rapaport: ¿Rose? ¿Quién te habló de él?
Fred: Oh, eee... (Engel susurró: “Nick”.) ...Nick.
Rapaport: ¿Sí? Qué raro. Dijo que quería mantenerlo en secreto.
Fred: Sí, me dijo lo mismo a mí. Acerca de ese tal Rose, ¿sabes?, había un tipo llamado Rose que era el dueño de este edificio, donde yo estoy, en la Décima Avenida.
Rapaport: ¿Cierto?
Fred: Sí. Hemos tenido problemas con ese Rose; recuerdo que estaba muy abajo en la organización. Me pregunto si podrá ser el mismo individuo. ¿Cómo se llama el Rose qué tú conoces?
Rapaport: Herbert. Herbert Rose.
Fred: Oh. No, éste se llamaba Louie Rose.
Rapaport: Es un apellido bastante común.
Fred: Creo que sí. Este Herbert, ¿está en el negocio de las inmobiliarias?
Rapaport: No, en el de los camiones. Tiene una compañía de transportes con unos camiones de mala muerte, cerca de los muelles, en el West Side.
Fred: Oh. Entonces no debe haber ninguna relación, me parece.
Rapaport: ¿Con tu Rose? No parece.
Fred: Pensé que si era el mismo Rose, podría interesarle esto a Nick.
Rapaport: ¿Acaso no crees que Engel haya hecho lo que dicen?
Fred: Bueno, uno nunca sabe, ¿no es cierto?
Rapaport: Bueno, no digas nada de eso a Nick. Le tomó inquina a Engel debido a la enorme confianza que le tenía. Ni siquiera quiere oírle nombrar y mucho menos que alguien salga en su defensa.
Fred: No te preocupes. Mantendré la boca cerrada. Oh, alguien me llama por la otra línea. Te llamaré.
Rapaport: De acuerdo. Hasta la vista, Fred.
Fred colgó, Engel regresó al otro lado del escritorio y dijo:
—Tú no tienes “otra línea”.
—Rapaport no lo sabe.
—Te lo agradezco mucho todo, Fred. Y ahora me voy.
—Al, comprenderás que debo llamar a Nick tan pronto como te vayas. Y que debo contarle que sabes lo de Herbert Rose.
—Seguro, lo sé. ¿Tienes la guía de teléfonos?
—Oh, sí. Aquí está.
Fred tomó la guía de un cajón del escritorio y en sus páginas Engel encontró un Herbert Rose con domicilio en la calle 82 East y una Compañía de Acarreos Rose, con domicilio en la calle 37 West, cerca de los muelles. Cerró la guía.
—Bueno. Eso es todo.
—Te deseo suerte Al, porque creo en ti —dijo Fred—. ¿Y sabes por qué creo en ti? Creo en ti, porque si fueras culpable hubieras sabido el nombre de pila de Rose y dónde hallarlo, ¿no es cierto?
—Claro como el agua, Fred —Engel se inclinó sobre el escritorio mirando a los ojos de Fred—. Pareces cansado, Fred —dijo, mientras su puño derecho se movía rápidamente y golpeaba a Fred en la mandíbula. La cabeza de Fred saltó hacia adelante y atrás. Fred quedó dormido.
Engel lamentaba haber tenido que hacerlo, pero eso le daría unos pocos minutos adicionales de ventaja, en momentos en que necesitaba de cada segundo disponible. Fue hacia la puerta, la abrió y salió. Antes de cerrar la puerta, se volvió y dijo:
—Hasta la vista, Fred. —Y luego, dirigiéndose a Fancy:— Fred no quiere que se lo moleste por un rato.
—Sí —dijo Fancy de mal humor—. Ésa es la orden más común aquí.
Engel se apuró en bajar las escaleras hacia la calle e interceptó uno de los raros taxis que se descubren por estos lados, tan alejados del centro de la ciudad.
—Calle 37 y Undécima avenida —dijo.
El taxista hizo una mueca.
—¿Nadie más va al centro ahora? Estuve dando vueltas por aquí la última hora y media.
—¿Para qué quiere ir al centro? ¿Para meterse en ese embotellamiento de tránsito?
—Sí, creo que tiene razón —dijo el chófer—. No había pensado en eso.
Tomaron la calle 47 y luego bajaron por la Undécima avenida. El chófer tenía una radio a transistores apoyada sobre el tablero, en el rincón izquierdo, que pasaba música de rock and roll. Luego, mientras avanzaban por la Undécima Avenida, dio paso a las noticias. Llegaron a la calle 37 y, mientras el chófer buscaba cambio para la vuelta de un billete de cinco dólares, el más pequeño que Engel tenía, la radio dijo Aloysius Engel y comenzó a dar su descripción.
El chófer se inclinó y le miró con curiosidad. Lo volvió a mirar con curiosidad. Y con una especie de bizqueo.
Engel bajó del taxi y se alejó caminando por la calle 37, en busca de la Compañía de Acarreos Rose. Detrás suyo, el condenado chófer del taxi continuaba mirándolo y bizqueando, bizqueando y mirándolo. Repentinamente, se alejó a toda velocidad del lugar.
¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Cinco minutos? Tal vez menos.
¿Y quién llegaría primero: la organización o los policías?
Engel se apresuró a entrar por la puerta abierta del garaje de un edificio, con un letrero que decía: Compañía de Acarreos Rose, Herbert Rose, Sociedad Anónima.