9: El regalo de la bruja
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El regalo de la bruja
Malus aguardaba en las sombras y se preparaba para la batalla que se avecinaba. Nagaira se había puesto furiosa al enterarse de su huida. Para cuando acabó de trazar planes con Urial y salió de la torre de su hermano, la medianoche ya había quedado muy atrás. Así pues, no pudo hacer nada más que atravesar los terrenos de la fortaleza y entrar en su propia torre para informar a sus hombres del papel que ellos desempeñarían en la inminente iniciación. Dejó el Octágono de Praan guardado bajo llave en un baúl de madera férrea que tenía en sus aposentos, y cruzó el estrecho puente ventoso que conectaba su torre con la de la hermana. Los guardias no se sorprendieron al oír que llamaba a la puerta. Desde el momento en que Nagaira se dio cuenta de que se había marchado, les había dado orden de que montaran guardia por si aparecía.
Malus se reclinó en el respaldo de la silla y sonrió al pensar en la cólera de la hermana. Nunca antes la había visto tan enfadada: le lanzó preguntas como si fueran rayos para exigirle que diera cuenta de todos sus pasos desde que había salido de la torre. La había apaciguado un poco al decirle que estaba dispuesto a aceptar la iniciación. Por un momento, se había mostrado complacida, y luego su interés se había agudizado más que una navaja, y la bruja había exigido saber cómo había salido de su propiedad sin que ella se diera cuenta. Eso había llevado a una sarta de amenazas y maldiciones, tanto explícitas como insinuadas, que había durado gran parte de la noche, hasta que finalmente ella había llamado a sus guardias y lo habían confinado en sus aposentos para que aguardara el momento previo a la unción de Slaanesh.
Al atardecer siguiente, pasó por la habitación una procesión de sirvientes que le llevaron ropa, comida y libaciones para prepararlo para la ceremonia. Los esclavos le quitaron la armadura, el kheitan y los ropones, y lo cubrieron con un hábito de costoso lino blanco tileano, al que ciñeron un cinturón de cuero repujado que no se parecía a nada que hubiese visto antes. Le colocaron una diadema con seis piedras preciosas alrededor de la cabeza, y se encendieron braseros que inundaron el aire de aromático incienso. Allí lo dejaron, esperando en silencio, respirando el aire especiado que le causaba hormigueo en la piel mientras las hierbas surtían efecto sobre su cuerpo y su mente.
Pasaron horas durante las cuales Malus escuchó el ajetreo de esclavos y sirvientes, fuera de la habitación, debido a los preparativos que hacía Nagaira para el ritual. Luego, al aproximarse la medianoche y cuando las ascuas de los braseros comenzaban a apagarse, la puerta de la estancia se abrió de par en par, y Nagaira entró como un viento frío. A diferencia del aspecto seductor que había lucido en la fiesta, entonces se comportaba como una sacerdotisa, e iba ataviada con ropones blancos y un peto de oro batido que tenía labradas runas mágicas. Esa vez se cubría el rostro con otra máscara, un cráneo más pequeño pero en nada menos atemorizador que el del hierofante, y como él, llevaba una copa llena hasta el borde en las manos.
—La hora se acerca, suplicante —declaró con tono grave—. Bebe conmigo mientras esperamos al Príncipe del Placer.
Malus consideró cuidadosamente sus opciones. Era probable que el vino contuviera droga, pero no se le ocurría ninguna excusa plausible para rechazarlo. Tomó la copa con cuidado y bebió sin pronunciar palabra. El vino era espeso y dulce, con un regusto a resina. «Más vino de comerciantes», pensó, al mismo tiempo que reprimía una mueca. El noble le devolvió la copa a la bruja y se sorprendió al ver que también bebía.
—Todos somos uno solo en el crisol del deseo —dijo ella al ver la expresión del rostro de él—. Después de esta noche, estaremos unidos por lazos más estrechos que los familiares, seremos más íntimos que los amantes. Como tú te consagras al Príncipe, él se consagrará a ti, y tu devoción obtendrá una recompensa seis veces mayor. La gloria aguarda, hermano. Todos tus deseos serán satisfechos.
—Así lo imploro, hermana —replicó él con una sonrisa lobuna—. Con todo mi corazón.
Un suplicante ataviado con ropón entró entre susurros y se inclinó ante Nagaira. Malus se sorprendió al ver que el druchii no llevaba máscara, y lo reconoció como uno de los guardias personales del drachau.
—El Príncipe aguarda —dijo a la vez que le dedicaba a Malus una sonrisa de complicidad.
Nagaira le tendió una mano a Malus.
—Ven, hermano. Es hora de que nos unamos a la fiesta.
Malus la tomó de la mano. Cuando ella se volvió para conducirlo fuera de la habitación, él se palpó velozmente los ropones para confirmar que aún tenía la daga bien oculta.
Descendieron una vez más hasta la base de la torre, caminando en silencio y atravesando sombras. Todas las luces brujas habían sido amortecidas y, pasado un rato, Malus se sintió como si lo llevaran por un mar de oscuridad, arrastrado por una mano de relumbrante alabastro. «Es el vino», pensó, mientras intentaba enfocar el entorno. Cuanto más se concentraba, más se fragmentaba el foco, como si intentara coger una masa de mercurio. Ni siquiera la cólera le servía, ya que relumbraba como una ascua a punto de apagarse, mortecina y sin calor.
Antes de que se diera cuenta, ya habían llegado al pie de la larga escalera de caracol. La alta estatua bañaba la oscura estancia con su propia luz fría, iluminada por dentro con su particular brujería. Esa luz brillaba mortecinamente sobre cascos y petos, puntas de lanza y hombreras. Filas y más filas de los guerreros de Nagaira presenciaron el descenso, con las caras iluminadas por fuego transparente.
Bajaron lentamente por la estrecha escalera oculta. Se sumergieron en un aire húmedo y dulce, con sabor a incienso y piel ungida. Una extraña música de instrumentos de viento ascendía desde la oscuridad. Era inquietante y discordante, una canción compuesta para oídos inhumanos que le daba dentera e inundaba su corazón con un terrible anhelo tan ajeno como irresistible para él.
Cuando giraron en el último recodo, tuvo la impresión de estar contemplando luz de estrellas. Las manos de los suplicantes reunidos sujetaban en alto pequeños globos de luz bruja que proyectaban sobre ellos extrañas sombras y cambiantes corrientes de luz. Ninguno llevaba máscara salvo el terrible hierofante, que se encontraba al otro lado de la estancia, más allá de un mar de cuerpos que ondulaban lentamente. El suelo de piedra estaba cubierto de esclavos que se contorsionaban, adormecidos por el incienso y enardecidos por la extraña melodía de las flautas sobrenaturales.
En el momento en que lo vieron, los suplicantes comenzaron a salmodiar una letanía grave que estremeció el aire como enloquecedor contrapunto de las flautas. Una extraña tensión crepitó en el aire de la estancia, y Malus sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Había una especie de presión que sentía sobre el cuello y los hombros, como si el blasfemo canto hubiese atraído la atención de un ser que se movía en un territorio que escapaba a la comprensión de los mortales. Una sensación de pavor comenzó a deslizarse dentro del corazón de Malus. Se llevó los restantes efectos del vino drogado, pero en su lugar le dejó un miedo atávico que amenazaba con despojarle de fuerza las extremidades.
Los suplicantes se separaron para dejarlos pasar a él y a Nagaira. Ella lo arrastró consigo hacia el hierofante, que estaba acompañado por dos ayudantes. Uno de ellos tenía un azote de cuero con las colas consteladas de puntas de plata; el otro sostenía una jofaina de oro y una curva daga de hueso. El hierofante tenía las manos unidas al frente, y los pálidos y largos dedos se agitaban lánguidamente, como las patas de una araña a punto de cazar. Malus experimentó una repentina conmoción de reconocimiento. ¿Era posible?
Nagaira hizo una reverencia ante el hierofante.
—Vengo a traer regalos para el Príncipe que Aguarda —entonó—. ¿Acudirá?
La salmodia y las flautas callaron, y se hizo un silencio pesado y opresivo. Malus percibió que aumentaba la terrible presencia que flotaba en la estancia. Su visión pareció ondular cuando los contornos de algo presionaron contra el tejido de la realidad, y el noble sintió que se le helaba el corazón.
—El Príncipe acudirá —entonó el hierofante, al mismo tiempo que alzaba las manos hacia el techo.
Los suplicantes gritaron con júbilo y terror combinados, y un espantoso gemido inundó la oscuridad de la sala. Luego, se oyó un tremendo crujido de mortero y piedra, y el aire tembló con extáticos gritos de guerra.
—¡Una llamada de sangre se responde con carne hendida!
Los draichnyr na Khaine tomaron la estancia por asalto; entraron en torrente a través de brechas abiertas en las paredes, con las curvas draichs en alto. Los guerreros iban ataviados con pesadas cotas de malla reforzada con hombreras, peto y yelmo de latón. Las grandes espadas se agitaban como varas de sauce y abrían un sangriento sendero entre los aterrorizados esclavos que se encontraban en el perímetro de la estancia.
Malus se soltó de la mano de Nagaira y dirigió un puñetazo hacia un costado del cráneo que llevaba en la cabeza. El movimiento le pareció pesado y torpe, y el golpe sólo impactó de soslayo sobre el hocico óseo del cráneo y lo torció. «Malditas drogas», pensó Malus. Nagaira retrocedió ante el golpe, también maldiciendo y momentáneamente cegada por la máscara torcida. Mientras ella manoteaba el cráneo de macho cabrío, Malus sacó la daga que llevaba entre los ropones.
Se oyó un tremendo alarido que atravesó el pandemonio y cauterizó el aire con su poder. Al volverse, Malus vio que el hierofante agitaba una botella de pesado vidrio oscuro por encima de la cabeza. El noble sentía el odio del sumo sacerdote como si fuera la punta candente de una lanza que le presionara la piel.
—Madre de la Noche, ¿qué hace?
—Saciar su sed de venganza —replicó Tz’arkan con frialdad—. ¿Esperabas que el ungido de Slaanesh estuviera indefenso?
Antes de que Malus pudiera responder, el hierofante chilló una invocación que le hirió los oídos como el restallar de un rayo, y luego vio que el sumo sacerdote estrellaba la botella contra el suelo de piedra. Del vidrio roto ascendió una espiral de niebla púrpura que se expandió y adquirió fuerza al crecer.
En el humo había rostros, obscenas caras de sonrisa lasciva que se burlaban de los sentidos de los mortales. Malus gruñó una breve maldición. La botella era un recipiente mágico que contenía los espíritus prisioneros de una horda de aterradores demonios.
La nube de espíritus envolvió la habitación entre parloteos y alaridos; bramaban como un coro de condenados. A través de la estancia reverberaron más órdenes arcanas, y los demonios descendieron sobre los aterrorizados esclavos. Malus vio que un humano que tenía cerca caía al suelo, retorciéndose; se había atragantado cuando uno de los espíritus se le había metido dentro a través de las fosas nasales y la boca. Al cabo de un momento, el humano comenzó a cambiar de color, y la piel se le fue tensando a medida que se le hinchaban los músculos. Las manos se le retorcieron y deformaron, y la piel se rajó y cayó para dejar a la vista pinzas manchadas de sangre formadas por hueso fusionado. Con un grito, Malus saltó sobre el esclavo poseído y le clavó la daga una y otra vez en los ojos y la garganta. Una pinza enorme le golpeó un lado de la cabeza y lo hizo volar por el aire.
Malus rodó hasta quedar de espaldas, y parpadeó para librarse de las estrellas que tenía ante los ojos mientras el esclavo poseído se ponía de pie. De los ojos destrozados y de una terrible herida que tenía en el cuello manaba icor púrpura, pero el demonio guió infaliblemente el cuerpo del esclavo hacia el noble caído. La criatura se detuvo ante él, chasqueando las pinzas, y Malus captó un destello de latón por encima de su cabeza cuando un ejecutor pasó corriendo y barrió el aire con la ensangrentada draich. La gran espada penetró en el bulboso torso del esclavo, al que le cortó las costillas como si fueran ramitas, y se introdujo profundamente en la columna vertebral de la criatura. El esclavo poseído cayó al mismo tiempo que contraatacaba, y aferró la cabeza protegida por el yelmo del ejecutor con una pinza de tamaño descomunal. Los espasmos agónicos de la criatura le arrancaron la cabeza al ejecutor, y en medio de una fuente de sangre, ambos cuerpos cayeron sobre el aturdido noble.
«Esto no está saliendo según lo planeado», pensó Malus mientras salvajemente apartaba a patadas los cadáveres. Tenía los ropones empapados en sangre y había perdido la daga. Con un pie, hizo rodar de costado el cuerpo del esclavo y cerró las manos sobre la empuñadura de la draich. Con una maldición y una contracción tremenda, la columna del cadáver se partió, y la larga hoja quedó libre.
En la sala resonaba el estruendo de la batalla. El caos reinaba en la oscuridad, donde ejecutores y poseídos se mezclaban en una arremolinada y confusa refriega. Rayos mágicos atacaban a guerreros y esclavos poseídos por igual, porque los suplicantes lanzaban sus hechizos indiscriminadamente hacia la masa de combatientes. No había manera de saber quién tenía la ventaja, pero Malus estaba seguro de que la superioridad numérica estaba a favor de los suplicantes.
Un rayo de fuego púrpura pasó rugiendo cerca de él, y en el destello de luz, Malus vio al hierofante, cuyas manos se movían en una complicada serie de gestos. El noble no podía adivinar qué estaba haciendo el sumo sacerdote, pero sabía que no tenía ganas de ver los resultados.
«Es hora de comprobar quién está realmente detrás de ese cráneo», pensó Malus con una sonrisa salvaje, y cargó hacia el hierofante por encima de los apilados cuerpos de los muertos.
El noble permanecía agachado, con la gran espada baja y a un lado para atraer la menor atención posible. Esperaba que uno de los esclavos poseídos le saltara sobre la espalda en cualquier momento, pero parecían tener la atención completamente ocupada por los ejecutores restantes. «Un error fatal», pensó Malus mientras se aproximaba a la presa.
Se acercó al hierofante desde la derecha, con las manos tensas sobre la empuñadura de la draich. Cuando se encontraba a dos pasos de la distancia de ataque, un borrón de movimiento que se produjo a su izquierda fue lo único que le advirtió que el ayudante del hierofante que tenía la daga se lanzaba hacia su garganta.
El instinto refinado en una docena de campos de batalla hizo que Malus apoyara el pie izquierdo para, pivotando sobre él, invertir el golpe de espada y dirigirlo hacia la cintura del ayudante. La daga del adorador descendió con rapidez y dejó una línea en la frente de Malus en el momento en que la draich le abría el vientre. Al caer, el ayudante se dobló por la mitad sobre la hoja y estuvo a punto de derribar a Malus. El noble apoyó un pie en un hombro del suplicante y tiró de la espada, y cordones de fuego puro le arañaron un lado de la cara cuando el segundo ayudante lo atacó con el azote.
El dolor estalló en el ojo derecho de Malus, que cayó de rodillas con una salvaje maldición. El azote volvió a restallar, y las puntas de plata le rasgaron la manga derecha y le penetraron profundamente en el hombro. Otro golpe en el lado de la cabeza lo derribó al suelo, y la empuñadura de la draich se le escapó de la mano. Malus cayó sobre el suplicante destripado y sintió el hedor de la sangre y las entrañas seccionadas del agonizante que sufría los últimos estertores.
El ojo izquierdo de Malus captó un destello metálico en el suelo, y el noble se lanzó hacia él cuando el azote le arañaba la espalda. La mano de Darkblade se cerró sobre la empuñadura de la daga de sacrificios del agonizante, y el noble rodó sobre la espalda a tiempo de ver que el adorador armado con el azote dirigía otro golpe hacia su cabeza.
Malus alzó la mano izquierda y paró un puñado de colas del azote con la palma. Rugió de dolor, pero aferró los tientos de cuero, tiró de ellos y derribó al suplicante, que cayó sobre la daga que el noble sujetaba con la punta hacia arriba. La hoja curva atravesó el esternón del adorador, le cortó en dos el corazón y se alojó contra la columna vertebral. Malus observó cómo el odio se desvanecía de los ojos oscuros del druchii, y apartó el cadáver a un lado.
A menos de dos metros de distancia, el hierofante continuaba ejecutando el enigmático ritual; estaba demasiado absorto en el intrincado hechizo como para reparar en la batalla a vida o muerte que se libraba en torno de él. Malus se frotó el ojo derecho con la manga del ropón, y se sintió aliviado al comprobar que aún podía ver a través de una espesa película de sangre. Cogió el pomo de la draich, la arrancó del cadáver, y luego, sin un momento de vacilación, hizo un barrido con la espada ensangrentada hacia la cabeza del hierofante.
En el último momento, Malus se dio cuenta de su error. Sin pensarlo, había dirigido el golpe hacia la parte anterior del cuello del hierofante, en lugar de hacerlo hacia la desprotegida parte posterior. La hoja penetró en el cráneo de macho cabrío que llevaba puesto el sumo sacerdote, lo rajó y se desvió ligeramente con el impacto. En lugar de decapitar al hierofante, le abrió un largo corte desigual en la garganta y el hombro derecho, y lo hizo rotar en una fuente de sangre brillante y fragmentos de hueso amarillento.
El hierofante cayó con una rodilla en tierra, mientras por el hocico destrozado de la máscara manaba sangre. Malus avanzó al mismo tiempo que echaba atrás la espada para asestarle un segundo golpe, y entonces el sumo sacerdote adelantó una mano con cicatrices y chilló una maldición burbujeante. Malus se vio rodeado de calor y trueno, y sintió que lo lanzaban por el aire. El impacto lo dejó sin sentido e hizo que la draich saliera girando de sus manos.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que la visión de Malus se aclarara. La mayor parte del ropón ceremonial había sido consumido, y le escocía la piel del pecho, los brazos y la cara a causa de quemaduras menores. O bien había recibido el ataque sólo de soslayo, o bien el hierofante no había logrado lanzar bien el hechizo. Malus se sentó, con un gemido, y vio que el hierofante entraba dando traspiés en la pequeña sala donde unas noches antes había estado el trono de cuerpos vivos. Malus recuperó la espada y se lanzó tras el sumo sacerdote, decidido a acabar lo que había comenzado.
Cuando llegó a la entrada de la sala, el noble se preparó para otra acometida mágica, pero en cambio descubrió que el hierofante atravesaba una estrecha arcada que había al otro lado de la habitación, una vía de escape anteriormente oculta por algún hechizo incorporado en la piedra. Cuando el sumo sacerdote atravesó la entrada, alrededor de ésta destellaron runas. De inmediato, las runas se encendieron con un brillo que hería los ojos, y Malus percibió el peligro que ardía dentro de ellas. Dio media vuelta y se lanzó de regreso a la cámara principal en el momento en que la puerta hacía erupción con un estallido de fuego púrpura y derrumbaba la pequeña sala en una lluvia de roca y tierra.
Un manto de polvo y un estremecimiento atronador barrieron la sala e hicieron tambalear a los supervivientes que aún luchaban en torno a la escalera de caracol. Malus se puso de pie y vio que la caverna estaba otra vez iluminada por globos de luz bruja que jóvenes iniciados del templo llevaban en el extremo de esbeltas pértigas. Los esclavos se desplomaban, heridos por las espadas de los ejecutores o haciéndose literalmente pedazos cuando los demonios que los poseían perdían fuerza y regresaban a sus malditos dominios.
Los suplicantes estaban muertos o agonizaban, y de los cuerpos manaba vapor provocado por ácidos que los quemaban desde la profundidad de terribles heridas. Pálidas sílfides salpicadas de sangre se deslizaban entre los adoradores, y la sangre fresca humeaba en sus espadas envenenadas. Llevaban suelto el largo cabello que ondulaba como una melena en torno a sus cuerpos desnudos. Malus sintió que se le cortaba la respiración ante la visión de las hermosas mujeres ultraterrenas que caminaban en silencio entre la carroña. Las anwyr na Khaine eran un espectáculo raro fuera del templo, pues sólo se las convocaba en tiempos de guerra o de gran necesidad. Sus espadas envenenadas y su salvaje destreza habían invertido claramente el curso de la batalla, y entonces buscaban entre los muertos más sangre que derramar en nombre del Señor del Asesinato.
Malus vio a Urial, que, rodeado por un séquito de ejecutores, contemplaba los cuerpos de los suplicantes desde una respetuosa distancia. Cuando las brujas elfas caminaban entre los muertos, nunca era prudente interponerse entre ellas y sus presas. El noble se apresuró a acudir junto al hermano, resbalando y deslizándose entre la confusión de carne cortada y desgarrada que sembraba el suelo de la sala.
—¿Dónde está Nagaira? —le preguntó Malus. Urial negó con la cabeza mientras sopesaba una hacha ensangrentada con la mano sana.
—Nuestra hermana no está entre los muertos.
Malus escupió una maldición.
—¡Debe de haberse escabullido escaleras arriba durante la batalla! ¡De prisa!
El noble corrió hacia la escalera y pasó a toda velocidad entre las brujas elfas mientras sentía que se le erizaba el pelo de la nuca cuando volvían su atención hacia él. Con los ojos cuidadosamente bajos, subió los escalones de dos en dos y de tres en tres, mientras se preguntaba cuánta ventaja le llevaría Nagaira y si los guardias aún estarían esperando en lo alto.
Pensó que ya era bastante malo que hubiese escapado el hierofante, pero después de que Nagaira había visto la profundidad de la traición de Malus, no se atrevía a dejar que también ella se le escapara.
Salió de la estatua ilusoria al centro de una tremenda batalla. El plan de ataque de Urial había sido salvaje y minucioso: mientras él y los ejecutores atacaban la cámara de iniciación a través de las Madrigueras, sus guardias personales habían destrozado la puerta de la entrada principal y habían atacado a los guardias apostados allí. Aunque la batalla del piso inferior se había ganado por muy poco, la que se libraba en la base de la torre aún estaba por decidir, dado que los bribones de Nagaira se encontraban en su propio territorio y eran más numerosos que los druchii invasores. Los guardias de la bruja se habían reunido en formación y habían empujado a los de Urial de vuelta hacia la puerta, al mismo tiempo que dejaban detrás un estrecho pasadizo que conducía hasta la escalera principal. Sin vacilar, Malus corrió hacia ella. El ascenso le pareció eterno. A lo lejos creyó oír el estruendo del trueno, pero sabía que era imposible que se produjera una tormenta en esa época del año. Pocos momentos más tarde, le pasó cerca un esclavo en llamas que corría en la dirección contraria, y cuyos gritos agónicos resonaron por toda la escalera mucho después de que desapareciera de la vista.
Sin darse cuenta, llegó a la sala de guardia situada justo debajo del sanctasanctórum, y se precipitó al interior de una humosa habitación que olía a pelo quemado y carne chamuscada. En el suelo yacían media docena de cuerpos; parecían muñecas de paja que hubiesen sido lanzadas por el aire por una repentina explosión violenta.
De pronto, unas figuras acorazadas lo acometieron desde la nube de humo, con las espadas manchadas de sangre preparadas para golpear. En el último momento, el guerrero que iba en cabeza detuvo la carrera y alzó una mano hacia los otros.
—¡Alto! —les ordenó Arleth Vann a sus hombres—. ¡Mi señor! Hemos estado a punto de confundirte con uno de los adoradores.
Malus se detuvo y jadeó para respirar en el aire fétido.
—¿Dónde está Nagaira?
Arleth Vann hizo un gesto con la cabeza hacia el techo.
—Mató a dos de los nuestros y a cuatro de los suyos con una especie de rayo, y continuó corriendo.
—¿Cuánto hace?
El guardia se encogió de hombros.
—Unos minutos, no más. Silar se llevó al resto de los hombres tras ella.
Malus asintió con la cabeza. Había esperado que sus hombres pudiesen atravesar el puente y tomar el sanctasanctórum durante el caos del ataque, pero las batallas tenían la virtud de desbaratar hasta los planes más sencillos.
—Bien hecho. Ahora, llévate a tus hombres de vuelta al otro lado del puente. Urial y sus acólitos llegarán aquí en cualquier momento.
Otro rayo estremeció el aire por encima de la torre, y esa vez hizo caer regueros de polvo del techo. Malus cargó escaleras arriba, mientras luchaba con una fuerte sensación de presagio.
La antecámara del sanctasanctórum estaba inundada de humo y luces arremolinadas. La doble puerta que conducía al estudio de Nagaira había desaparecido, para dejar sólo un agujero de bordes irregulares en la pared destrozada. Silar y sus hombres yacían en el suelo, con las armaduras humeantes. Varios estaban contorsionados de dolor y otros se veían inmóviles en medio de pilas de escombros.
Dentro de la antesala rugía un viento terrible que silbaba a través del agujero desigual que llevaba al sanctasanctórum, donde se agitaba una tormenta de luces multicolores.
—¡Llegas demasiado tarde! —gritó Tz’arkan—. ¡Abandona este lugar antes de que te consuma el hechizo que está lanzando!
Sin embargo, Malus no se resignaba a renunciar, no cuando tenía a la presa tan cerca. Al ver el poder que obraba en la sala del otro lado del agujero, tuvo la certeza de que no era capaz de permitir que su hermana escapara.
El noble se detuvo durante el tiempo suficiente para poner a Silar de pie y ordenarles a los hombres que salieran de allí, y a continuación, se lanzó a través de la abertura irregular.
Dentro de los confines del sanctasanctórum, la tormenta amenazó con dejarlo sin aliento. La luz era cegadora, un cambiante conjunto de visiones y sonidos extraños que aumentaban de potencia a cada momento que pasaba.
El techo de la estancia ya había desaparecido, consumido por las voraces energías que el hechizo de la bruja había dejado en libertad. Ella, ataviada con el ropón, flotaba en medio del aire, rodeada por el torbellino, y en su piel brillaban sobrenaturales dibujos de luz. Nagaira lo vio, y su rostro se iluminó con una sonrisa triunfal. En ese momento, Malus supo que, por una vez, el demonio había hablado con sensatez. Había cometido un terrible error.
—Ahí estás, hermanito —dijo Nagaira, cuya voz era una con la rugiente tempestad—. He estado esperándote. Tengo un regalo para recompensar tu traición.
El aire se cuajó en torno a la bruja… y comenzó a sangrar. Alrededor de ella, adquirió forma un nimbo de energía caótica, hendido por arcos de rayos púrpura en zigzag.
Tz’arkan se retorció dentro de Malus.
—¡Sal de aquí, estúpido! ¡Está invocando a la tormenta del mismísimo Caos!
Malus gruñó, furioso ante la idea de retirarse. Cuando giraba para salir, atisbo un libro encuadernado en cuero que se encontraba al pie de un destrozado diván. Por impulso, saltó hacia él justo en el momento en que un rayo de energía púrpura hendía el espacio que acababa de abandonar. El arco de poder danzó por la pared opuesta, en cuya piedra talló una línea y dejó un demente dibujo de carne, escamas y visceras.
Las manos del noble se cerraron sobre El tomo de Ak’zhaal en el momento en que otro rayo convertía los restos del diván en un charco de espeso líquido maloliente. El torbellino que rodeaba a Nagaira se hinchaba y aceleraba. Malus se puso de rodillas y le lanzó la draich con una sola mano. El arma estalló en goterones de acero hirviente antes de que el noble pudiera ponerse de pie y dirigirse a la antecámara.
Lo persiguieron más rayos mientras corría, y la voz de la bruja se elevó en un alarido de cólera frustrada. En torno a él, el aire restallaba y gemía. Sintió que el pelo se le marchitaba y fundía con la sangre seca que le cubría la piel.
No se detuvo al llegar a la antecámara; en todo caso, aceleró aún más en dirección a la escalera. El alarido de Nagaira aumentó hasta ser un lamento sobrenatural, y luego calló.
La explosión que siguió volvió el mundo del revés.
Una ola de energía bañó a Malus mientras bajaba con paso tambaleante por la escalera, y sintió que el tejido del mundo se deshacía. Durante un solo, interminable segundo, quedó suspendido sobre una especie de precipicio, colgado al borde del infinito. Universos enteros se extendieron ante él, cada uno más grande y menos cuerdo que el anterior.
Peor aún, atisbo a los seres imposibles que se agazapaban en el vacío que mediaba entre los universos… y por un momento ellos también lo vieron a él.
Malus, enloquecido, gritó de puro terror, y luego la ola se colapso sobre sí misma y toda la parte superior de la torre de Nagaira explotó en una bola de fuego sobrenatural.
La cabeza de Malus golpeó un escalón de piedra y sintió un cegador estallido de bendito dolor que devolvió su conciencia al mundo físico. Malus rebotó contra paredes y escalones, hasta acabar en la arrasada sala de guardia de abajo.
El dolor era intenso y dulce. Le recordaba el lugar que ocupaba en el mundo. Durante un largo rato, lo único que pudo hacer fue abrazar el libro y reír como un loco, agradecido por estar nuevamente ciego ante la espantosa extensión que había más allá del mundo físico.
Malus no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado antes de que se diera cuenta de que no estaba solo. Cuando por fin dejó de reír y sus ojos enfocaron la humosa sala donde se hallaba, vio a Urial de pie ante él. Tenía una expresión extraña en los ojos color latón.
—Se ha ido —fue lo único que pudo decir Malus.
Urial asintió con la cabeza.
—Tal vez sea lo mejor. La pregunta es si volverá.
El pensamiento hizo que Malus se sintiera helado hasta el tuétano.
—Madre de la Noche, imploro que no.
Una vez más, Urial observó atentamente a Malus, y luego sorprendió al noble al inclinarse hacia él y tenderle la mano sana, que era increíblemente fuerte, y levantarlo sin esfuerzo.
—Será mejor que guardes las plegarias para después —dijo con expresión inescrutable—. Los soldados del vaulkhar han entrado en la torre para restablecer el orden, y les han ordenado que nos escolten hasta la torre del drachau. Da la impresión de que tenemos que dar algunas explicaciones.