15: La vela negra

15

La vela negra

Había amanecido hacía apenas una hora cuando la violenta tempestad perdió fuerza y las nubes cedieron paso al sol de principios de la primavera. Se encontraban muy adentrados en el mar, sin tierra a la vista, con rumbo nornoroeste, en dirección a Ulthuan. Las oscuras velas de piel humana se hincharon con el refrescante viento, y el Saqueador no tardó en volar sobre las olas como un pájaro alado.

Bruglir dirigió la nave hacia el nordeste para seguir la ruta septentrional de saqueo que rodeaba la costa oriental del hogar de los elfos. Llegaron a Ulthuan al cabo de varias semanas, y pasaron de largo a altas horas de la noche; en ese momento, Urial hizo guardia por su cuenta y observó la oscuridad como un lobo, perdido en pensamientos íntimos de fuego y destrucción.

Después de que los últimos atacantes hubiesen muerto, Yasmir había vuelto a retirarse a su camarote. En un momento, estaba de pie en medio de la cubierta, rodeada de pilas de cadáveres, y al siguiente, había desaparecido. El alojamiento de ella se encontraba justo al fondo del pasillo al que daba la sala de mapas donde Malus intentaba dormir; de vez en cuando, siempre a altas horas de la noche, oía susurros quedos procedentes de esa dirección. En una ocasión, se había levantado del improvisado lecho y había avanzado con cautela hasta la puerta. Al asomarse al pasillo débilmente iluminado, había visto a Urial arrodillado ante la puerta de Yasmir, con la cabeza inclinada en actitud de plegaria y salmodiando en voz baja, como si se hallase ante el Dios de Manos Ensangrentadas.

Era asombroso que ni Tanithra ni Urial hubiesen sido asesinados —por no mencionar a Bruglir— en medio de la sangre y la matanza de la confusa batalla librada durante la tormenta. De todos los nobles del barco, el único que había escapado por poco del asesinato había sido él mismo.

¿Y por qué no? Aparte del poder de hierro, existían pocas razones para que le temieran. Bruglir y Tanithra tenían a toda la tripulación de la flota para vengarlos. Yasmir tenía a sus pretendientes. Urial contaba con el templo. Él no tenía nada. Ese pensamiento bastó para hacer que permaneciera dentro del camarote cuando caía la noche, bebiendo botellas de vino que Hauclir había hurtado de la bodega.

No había tenido más sueños ni visiones desde la batalla de la tormenta. Malus sospechaba que la copiosa cantidad de vino que había bebido tenía algo que ver con ello. Ciertamente, parecía mantener al demonio inactivo, cosa que, por sí misma, hacía que mereciese la pena el esfuerzo.

Una semana después de escapar de la trampa bretoniana, el Saqueador llegó al Saco de Perlas, punto secreto de reunión entre los pequeños atolones donde en otros tiempos se alzaba Nagarythe. Para cuando llegó el barco de Bruglir, el resto de la flota aguardaba anclada en la ensenada protegida, sobre aguas añiles que mostraban reflejos perlados cuando el sol estaba alto.

Faltaban dos barcos. El Cuchillo Ensangrentado se daba por perdido, ya que había colisionado con un barco bretoniano en medio de la tormenta. Otro, el Zarpa de Dragón, simplemente había desaparecido. Lo habían visto por última vez navegando con una gran parte de las velas desplegadas; tal vez se había perdido, o quizá había sufrido tantos daños que se había visto obligado a abandonar el viaje y regresar a Ciar Karond. La flota esperó durante días en la ensenada oculta mientras los vigías observaban los mares en busca de signos que revelaran que se aproximaba algún barco, pero al final Bruglir declaró que no podía esperar más y ordenó zarpar al resto. Cuanto antes se ocuparan de los skinriders, antes podrían poner rumbo a casa.

—El problema es —dijo Bruglir mientras miraba con el ceño fruncido la carta de navegación que tenía desplegada delante— que los barcos de los skinriders no llevan mapas.

El sol entraba oblicuamente por las ventanas abiertas del camarote del capitán y transportaba consigo el susurro de la estela del Saqueador y el olor a salitre del mar. Se encontraban a cuatro días de navegación al nornoroeste de Ulthuan, casi en paralelo con los estrechos que conducían a Karond Kar, situada a unas trescientas leguas al oeste. Estaban en la periferia de las violentas aguas del norte; a partir de ese punto, cada día los adentraría más en los dominios de los skinriders.

La carta de navegación que se encontraba desplegada sobre la mesa del capitán, cubierta de pequeños hoyos, era la mejor referencia que tenía cualquier marinero druchii de los mares situados al nordeste de Naggaroth, y para Malus, revelaba muy poco que fuera de valor. Las líneas que representaban las corrientes oceánicas trazaban huellas de serpiente por el mar abierto, entrando y saliendo entre largas cadenas de diminutas islas que carecían de descripción y nombre. Las áreas costeras de los grandes continentes estaban señaladas con las denominaciones de las deformes tribus del Caos que las poseían: aghalls, graelings, vargs, y otras. El cartógrafo había dibujado pequeños seres con tentáculos que hacían pedazos barcos o los arrastraban a las profundidades.

El noble se encontraba sentado en una silla situada frente al capitán, y bebía vino aguado en una jarra de peltre. Desde que habían dejado atrás Ulthuan, casi todo lo que había en la bodega había comenzado a racionarse, dado que nadie sabía con seguridad cuánto tiempo duraría el viaje. Malus comprendía que era una medida prudente, pero resultaba terrible para la moral de la tripulación. A su humor, ciertamente, no estaba haciéndole ningún bien.

—Vamos, hermano, yo no soy una ave marina como tú, pero hasta yo sé que eso es imposible —replicó con acritud—. ¿Cómo navegan?

Bruglir se encogió de hombros.

—Tienen pequeños escondites en muchas de las islas de la zona —explicó al mismo tiempo que señalaba con un barrido de la mano un reguero de diminutos puntos que había en la carta—. Creo que conservan las cartas allí, bajo llave. Cuando los capitanes arriban a puerto, estudian lo que necesitan saber para llegar a la escala siguiente y continúan viaje. Es la única posible explicación que se me ocurre. —El bigote del capitán se frunció con expresión de disgusto—. Los skinriders son criaturas monstruosas y abominables, pero inteligentes a su manera.

—¿Y qué me dices de la tortura?

—¿Cómo? —bufó Bruglir con asco—. La piel se les convierte en fango y se les cae de los huesos. La carne les hierve de pestilencia y tienen las venas colmadas de podredumbre. Si los abres con un cuchillo, lo único que consigues son enfermedades que corren como llamas entre la tripulación.

Malus miró ceñudamente el interior de la jarra.

—En ese caso, tendremos que saquear uno de sus escondites.

Bruglir asintió.

—Es exactamente lo que yo pensaba. Pero una cosa así es más fácil decirla que hacerla. —Se reclinó contra el alto respaldo de la silla y cruzó los brazos—. No eres el primer noble que intenta exterminar a esas alimañas; incluso yo lo intenté hace varios años. Nadie lo ha logrado, por dos razones. La primera, porque toda la zona es como un avispero: cada escondite de las islas está a un día de navegación de otro, así que la noticia de un ataque se propaga con rapidez. Cada escondite mantiene al menos una nave tripulada y a punto para zarpar de inmediato. Escapará ante la primera señal de peligro para dar la alarma, y al cabo de dos días, los mares que rodean la isla estarán llenos de barcos de los skinriders en busca de venganza. La segunda, y más importante, es el problema de la plaga. Los barcos ya son bastante malos, pero los escondites son pozos negros donde hierven todas las enfermedades imaginables. Si subes al barco una simple hoja de pergamino que encuentres allí, la tripulación será diezmada en cuestión de días.

—Hablé con Urial antes de salir del Hag, y me aseguró que tiene un medio para combatir la pestilencia de los skinriders —dijo Malus—. ¿Puedes garantizar que serás capaz de impedir que cualquier barco escape durante el saqueo?

Bruglir frunció los labios, pensativo.

—Tengo suficientes barcos para acordonar una isla pequeña —replicó—, y los skinriders son unos marineros mediocres, en el mejor de los casos. Nada es seguro, pero creo que tenemos buenas probabilidades de lograrlo.

—Muy bien —asintió Malus, no del todo contento con la respuesta—. ¿Tienes alguna isla en mente?

Un dedo con cicatrices dio unos golpecitos sobre un punto de tinta de la carta.

—Ésta —replicó Bruglir—. Puede ser que los skinriders tengan un nombre para ella, pero no es más que un bulto de roca que aflora del mar, de tal vez cinco kilómetros de largo. Durante años han mantenido allí un pequeño puesto de escala porque se encuentra muy cerca de nuestras rutas septentrionales de saqueo. Tendremos que aproximarnos con cuidado a la isla; habrá exploradores y patrullas regulares en la zona, así que tengo planeado dividir la flota en tres pequeñas escuadras, que seguirán rutas distintas. El Saqueador, el Dragón Marino y el Navaja Negra son los más veloces, así que navegarán juntos. Podemos llegar a la isla en dos días.

—¿Y estás seguro de que allí habrá cartas de navegación?

—¿Acaso soy un skinrider? Claro que no estoy seguro —gruñó Bruglir—. Pero es el mejor sitio que se me ocurre para buscar.

—En ese caso, habrá que conformarse —dijo Malus al mismo tiempo que se ponía de pie. Acabó el vino y dejó la jarra sobre la mesa—. Le diré a Urial que comience los preparativos. —A medio camino de la puerta, el noble se detuvo y se volvió a mirar al capitán—. Tal vez te interese también darles a los ballesteros un poco de tiempo para practicar. El hombre al que le ordenaste asesinarme durante el abordaje tiene una puntería terrible.

Los ojos de Bruglir se agrandaron ligeramente.

—¿Alguien intentó asesinarte, hermano? No tenía ni idea. Tal vez fue Tanithra; no ha hablado de otra cosa que de cortarte el cuello desde que trajiste a bordo a nuestra querida hermana.

Malus sonrió.

—La suya es una amenaza ociosa, hermano. Puede ser que no le guste a tu primera oficial, pero no ganaría nada con mi muerte. Es más probable que intente acabar con Yasmir, no conmigo. Tú, por otra parte, tienes muchas cosas que ganar con mi muerte, y la menor de ellas no es el hecho de quedar libre del poder de hierro. —El noble rió entre dientes—. Y en cuanto a Tanithra, yo que tú me preocuparía más por mi propia salud. Tiene que saber que, antes o después, Yasmir va a forzar las cosas entre vosotros tres, y de la elección que te veas obligado a hacer dependen muchísimas cosas para ella. Escoge sabiamente. Yo diría que tu vida depende de eso.

Sin aguardar respuesta, Malus giró sobre los talones y salió del camarote, acompañado por el suave golpeteo de las botas sobre la crujiente cubierta. Hauclir, que había permanecido recostado contra el mamparo del exterior del camarote, salió de su ensoñación y siguió al noble.

—¿Le hablaste de la saeta de ballesta? —preguntó Hauclir.

—Sí —replicó Malus por encima del hombro, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar la irritación que sentía.

—¿Qué dijo?

—Lo negó, tal y como yo esperaba. Pero eso me permitió sembrar la semilla que quería respecto a Tanithra. ¿Qué le has sonsacado a la tripulación?

—Algunas cosas interesantes, de hecho —replicó Hauclir, que inspeccionó el pasillo por delante y detrás de ellos para ver si había algún fisgón potencial—. Si hace tres semanas les hubiera preguntado a estos pájaros marinos a quién seguirían en lugar de a Bruglir, habrían respondido que a Tanithra, sin dudarlo.

Malus se detuvo.

—¿Y ahora?

—Ahora no les gusta mucho la animadversión que siente hacia Yasmir. Parece que a estos cuervos se les ha metido en la cabeza que es una especie de santa, por su belleza y su extraño comportamiento, y por la forma en que acabó con esos bretonianos durante la tormenta. ¿Has visto la puerta de su camarote últimamente? Los marineros se han puesto a tallar pequeñas plegarias en la madera, para pedirle su protección durante el viaje.

—¿De verdad? Ésa sí que es una noticia interesante. —Malus se dio golpecitos en el mentón con un largo dedo índice—. Parece que ha enamorado a alguien más que a mis hermanos. Así pues, ¿no les gusta mucho la ira de Tanithra?

—No, mi señor. Piensan que al conspirar contra Yasmir los pone en peligro a todos.

El noble meditó lo que acababa de oír y sonrió.

—Excelente. Echa más leña al fuego, Hauclir. Haz correr la voz de que Urial teme que si asesinaran a Yasmir, la venganza del propio Khaine caería sobre la tripulación.

Hauclir miró a Malus con recelo.

—¿Así que ya has decidido cómo vas a jugar las cartas?

—Casi —respondió el noble—. Pero no te preocupes, Hauclir —dijo al mismo tiempo que se volvía y le daba unas palmadas en un hombro a su guardia—. Todavía tienes posibilidades. Aún podría matarte antes de que acabe todo esto.

Dos lunas tendían un manto de plata sobre el inquieto mar. Respiró el aire que olía a podredumbre, un hedor fétido que se le metía en los pulmones como una niebla espesa y se enconaba en ellos. Sentía la piel floja y grasienta sobre la carne y los huesos.

A lo lejos veía un alto mástil y una negra vela triangular que se alzaba como un espantoso estandarte en el horizonte.

El aire onduló como agua, se volvió gris y frío, y no pudo respirar. En torno al cuello tenía manos huesudas que lo inclinaban hacia atrás para sumergirlo en un charco de aguas legamosas. Se debatía y pataleaba, gruñía y escupía repugnante líquido. Empujó con todas sus fuerzas para enderezarse y se encontró, cara a cara, con una horrenda criatura, cuya forma putrefacta estaba envuelta en capas de piel manchada de pus que le colgaban del cuerpo como un ropón mal cosido. Sintió que la pulposa carne de los dedos de la criatura exudaba sangre putrefacta al apretarle el cuello. Sus ojos eran poco más que globos de moho verde grisáceo que ardían de odio en las profundidades de una capucha sin rostro hecha de piel humana podrida. Abrió la boca para hablar, pero se le llenó de un hedor de cadáveres descompuestos que ahogó las palabras con un vómito de amarga bilis.

Otra criatura enferma se unió a la primera, lo aferró por los hombros y lo inclinó hacia el agua. ¡Iban a ahogarlo en la sentina del barco! Otras manos lo cogieron por los brazos, la cintura y las piernas, y lo alzaron del suelo. Su cabeza se sumergió en la inmunda agua fría. Se debatía en aquella presa fétida, pero lo sujetaban con firmeza…

Malus cayó de la mesa de mapas con un grito estrangulado, enredado en sábanas empapadas de sudor. Impacto sobre la cubierta con un doloroso golpe, y un codo se le estrelló contra la pulimentada madera. Sin embargo, el tremendo dolor hizo poco por disipar la sensación de vértigo y la visión borrosa que le causaban mareo y confusión.

—¡Maldición! —Malus rodó hasta quedar de espaldas, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes ante las olas de desorientación que lo recorrían—. ¡Despierta, demonio! ¡Ayúdame!

Tz’arkan se deslizó contra sus costillas.

—Pero, Malus, ya he hecho todo lo que podía. Debes hallar por ti mismo la salida de este laberinto. —El demonio rió cruelmente para sí mismo, como si le hiciera gracia algún chiste privado.

El noble gruñó y se golpeó la parte posterior de la cabeza contra la cubierta, hasta que el dolor libró a su mente del mareo. Pasado un momento, abrió los ojos, con los dientes desnudos en una mueca de sufrimiento. Era tarde, y un rayo de luz azul plateado de las lunas gemelas que se encontraban bajas en el cielo entraba por el ojo de buey que estaba situado sobre el improvisado lecho.

Estudió la pálida luz, y lo inundó una poderosa sensación de terror. Se levantó, se puso las botas y el cinturón de la espada, y subió a cubierta.

La noche era fría y ventosa, y la cubierta del barco se encontraba en silencio, salvo por el restallar de las velas y el crujir del casco del Saqueador, que bogaba velozmente hacia el norte. Hacia estribor, vio la gallarda silueta de uno de los barcos hermanos de la nave corsaria, cuya esbelta proa hendía sin esfuerzo las aguas gris acero. El noble permaneció junto a la borda durante un tiempo bastante largo, mientras sus ojos se esforzaban por penetrar la oscuridad del horizonte. Finalmente, renunció y avanzó hacia la cubierta del castillo.

La cubierta superior de proa era el doble de grande que la de popa. Tenía cuatro lanzadores de virotes en lugar de dos, además de cuerdas enrolladas y rematadas por garfios de abordaje colocadas junto a la borda. Ruuvalk, el segundo oficial del barco, se encontraba allí, fumando en una pipa de caña larga mientras supervisaba ociosamente a los vigías de proa. El marinero le lanzó a Malus una mirada suspicaz.

—¿Vienes a hacer la guardia de lobos con nosotros?

—Allá fuera hay un barco —dijo Malus—. Un mástil alto con una vela negra triangular.

Ruuvalk se tensó y repentinamente se puso alerta.

—¿Dónde?

—No…, no lo sé.

El noble miró hacia el mar; estaba exprimiéndose el cerebro por recordar la imagen del barco del sueño que acababa de tener. Comparó la imagen mental con la que tenía delante, mientras miraba hacia estribor desde la proa.

—Allí —dijo, y señaló con un dedo—. Allí, en alguna parte.

Los vigías del lado de estribor se volvieron en la dirección indicada, incapaces de resistirse al tono autoritario del noble. Ruuvalk miró con fijeza a Malus y negó lentamente con la cabeza.

—Perdóname, temible señor, pero ¿estás borracho?

—¡Una vela! —Uno de los vigías extendió un brazo para señalar hacia el nordeste—. Cuatro cuartas a proa.

Los ojos de Ruuvalk se agrandaron. Tras lanzarle a Malus una mirada de despedida, corrió hasta la borda y se metió entre los vigías.

—¡Maldita sea mi alma! ¡Un triángulo negro! —murmuró al mirar hacia la oscuridad—. Un explorador de los skinriders, ya lo creo. ¿Nos han visto?

—Es muy probable —replicó el vigía, ceñudo—. Ha virado de repente. Da la impresión de que se preparan para atacarnos.

—¡Maldición! Pensaba que podríamos acercarnos más antes de que se diera la alarma —murmuró Ruuvalk—. Pero el mar está en calma y tenemos buen viento. Esos perros apestados aún no han huido. —Se apartó de la borda y miró hacia popa—. ¡Vela negra a estribor de proa! —le bramó Ruuvalk al suboficial de la cubierta—. ¡Toque de batalla! Largad todas las velas y virad tres cuartas a estribor.

Cuando las tres lúgubres notas del cuerno de guerra resonaban en el aire de la noche, Ruuvalk se volvió hacia Malus.

—Si no hubiésemos sabido dónde mirar, no lo habríamos visto. Podría haber dado media vuelta y haber desaparecido tras el horizonte sin que nadie se hubiese dado cuenta. ¿Cómo supiste que estaba allí?

Malus sostuvo la fija mirada del marinero mientras consideraba infinidad de respuestas posibles. Finalmente, se encogió de hombros y decidió decirle la verdad.

—Lo vi en un sueño.

En otros tiempos, el barco de los skinriders había sido un vagabundo de Lustria, o así lo llamaron los marineros: de cubierta baja y popa ancha, largo, de doble palo, pero provisto de afiladas velas triangulares en lugar de las cuadradas que usaban los bretonianos. Era bastante veloz, como un bailarín ante los corsarios druchii, pero no podía hender las aguas como los negros cascos de sus perseguidores y, poco a poco, los barcos druchii iban acortando distancia como un trío de lobos hambrientos.

Hauclir gruñó quedamente al ajustar el último conjunto de hebillas de la armadura de Malus. El noble movió con lentitud los brazos para comprobar qué tal se le ajustaba; luego le hizo un breve asentimiento de cabeza al guardia y regresó al grupo de druchii que observaban la persecución desde la proa. Bruglir y Tanithra se encontraban lado a lado ante la borda, a cierta distancia de los vigías de estribor, y de vez en cuando, se hacían el uno al otro observaciones en voz baja de cariz profesional. Habían retirado el hule que cubría los lanzadores de virotes de estribor y los habían preparado, y entonces los marineros que estaban al cargo permanecían ociosos, cerca de la base. El avance de Malus hacia la borda se vio momentáneamente interrumpido por un trío de marineros que gruñían al transportar un barril lleno de agua, sin tapa. Del barril sobresalían tres largos virotes que tenían la punta de acero envuelta en algodón y sumergida en el agua sucia. Los marineros avanzaban con suma lentitud, atentos a los explosivos virotes de aliento de dragón que llevaban. Incluso con las puntas de acero y los globos de vidrio protegidos por capas de algodón, el resplandor verdoso del componente mágico teñía el agua de color esmeralda brillante.

De repente, uno de los vigías señaló con una mano.

—¡Flechas! —gritó.

Las flechas de negras plumas agitaron momentáneamente el agua que mediaba entre ambos barcos. Tras dos horas y media de persecución, los corsarios se habían aproximado ya lo suficiente como para quedar a tiro. Las lunas se habían ocultado, y el pálido resplandor que precedía a la aurora iluminaba el cielo oriental.

—¿Cuánto falta? —preguntó Malus, apoyándose en la borda, a la derecha del capitán.

Bruglir apartó los ojos de Tanithra y lo miró con evidente desagrado, como si acabara de irrumpir en una escena privada.

—Unos pocos minutos más. Primero intentaremos partirles los aparejos y derribarles las velas, para luego situarnos a su lado y prenderles fuego.

Malus gruñó.

—Me sorprende que no den media vuelta e intenten presentar batalla.

El capitán se encogió de hombros.

—Es más importante dar la alarma. Cada minuto que pasen navegando es un minuto que podría acercarlos a otro barco de skinriders. Si pueden hacer correr la noticia, habrán ganado. No les importa nada más. —Bruglir se volvió a mirar a los marineros encargados de los lanzadores de virotes—. Haced un disparo de prueba, para ver hasta dónde podemos llegar.

Distraído, Malus observó cómo los marineros hacían girar la polea que tensaba los cables de acero y colocaban los virotes en los largos canales. Los skinriders dispararon otra lluvia de flechas, que también cayeron antes de alcanzar el barco druchii. Los lanzadores de virotes resonaron sobre sus soportes, y dos segundos más tarde uno de los proyectiles de dos metros de largo se clavó en los tablones de la popa de la nave de los skinriders. La madera produjo un gran estruendo al partirse.

Bruglir asintió con aprobación.

—Cambiad a cortadores de mástiles —ordenó.

De repente, Malus se puso rígido.

—Alarma… —murmuró. Luego se volvió y llamó a Hauclir con un gesto—. Ve a buscar a Urial y tráelo aquí.

Mientras los marineros de los lanzadores de virotes cargaban las armas, Malus tocó un hombro de Bruglir.

—Debemos capturar el barco de los skinriders —le dijo a su hermanastro.

Bruglir lo miró como si se hubiese vuelto loco.

—¿Esa vieja gabarra que hace aguas? Si quieres un botín valioso, hay poco que obtener de ese viejo cascarón plagado de gusanos.

—Al infierno con los botines valiosos —siseó Malus—. Ese explorador es nuestro pasaporte para entrar en el escondite de los skinriders. ¡Podremos acercarnos y entrar en el campamento sin provocar alarma ninguna!

El capitán negó con la cabeza.

—Ese barco es un nido de plaga…

—El escondite será aún peor. Lo dijiste tú mismo. Comprobar si Urial puede combatir esa pestilencia aquí es mejor que averiguarlo cuando ya estemos en tierra, ¿no crees? Envíame a mí con un grupo de abordaje, y apartaos. Si no podemos protegernos de la enfermedad que haya a bordo, sólo habrás perdido unos cuantos tripulantes. —«Y al hombre que mantiene el poder de hierro pendiendo sobre tu cabeza», pensó, pero no lo dijo en voz alta.

Tal vez Bruglir leyó el pensamiento secreto en los ojos de Malus, porque su expresión se volvió pensativa.

—¿Quién tomará el mando del barco capturado?

Tanithra los sorprendió a ambos.

—Lo haré yo. Permíteme escoger al grupo de abordaje, y lo llevaremos directamente a la ensenada de los piratas —dijo. La primera oficial miró al capitán, y luego se volvió para observar la nave de los skinriders con el ceño fruncido—. Probablemente sea lo más parecido a un comando real que pueda lograr nunca.

Si Bruglir captó la amargura de la voz de Tanithra, no lo demostró.

—Muy bien —dijo con brusquedad—. Reúne a los hombres, Tani. Tengo que darles la señal al Navaja Negra y al Dragón Marino.

El capitán se dirigió a la cubierta principal de popa, donde aguardaba el oficial de señales con el farol. Tanithra lo seguía de cerca y llamaba por su nombre a los hombres que se apoderarían del barco de los skinriders.

Los marineros que se encargaban de los lanzadores de virotes acabaron de tensar los cables de las armas, y los cargadores colocaron proyectiles especiales en los canales de disparo. En lugar de afiladas puntas de acero, estaban rematados por grandes hojas en forma de media luna, como las de las hoces. Eran capaces de infligirle daños terribles a la tripulación de un barco, pero su función primordial era cortar aparejos y rajar velas. A corta distancia, las hojas curvas podían cortar mástiles como si fueran arbolillos. Los lanzadores de virotes dispararon y los cortadores de mástiles describieron un arco por encima del agua. Uno cayó en algún punto de la cubierta, y el otro rozó el mástil posterior, del que hizo saltar un abanico de astillas, para luego alejarse girando como una destellante rueda de fuego y caer al agua por otro lado.

—¿Me has llamado?

Malus se volvió a mirar a Urial.

—Cuando estábamos en el Hag, dijiste que podías contrarrestar la pestilencia de los skinriders. Pues bien, tus poderes están a punto de ser puestos a prueba. —Señaló la nave con un gesto de la cabeza—. Vamos a subir a ese barco dentro de pocos minutos. ¿Puedes prepararte para entonces?

Urial asintió con la cabeza.

—Debo orar. Hazme llamar cuando llegue el momento —dijo, y se alejó, cojeando.

Malus devolvió la atención a la batalla en curso, justo a tiempo de ver otra salva de flechas que trazaban arcos en el aire a partir de la popa del barco enemigo. Los skinriders se encontraban más cerca esa vez, y las negras flechas golpetearon contra la cubierta y el casco. Un marinero retrocedió con paso tambaleante al mismo tiempo que lanzaba una maldición terrible y se aferraba el asta de la flecha que se le había clavado en un hombro.

Se hallaban ya tan cerca que Malus distinguía a los arqueros que estaban apostados junto a la borda; eran hombres anchos y deformes, rodeados de sucios vapores grises, que ponían flechas en oscuros arcos curvos hechos de tendones y hueso. Tenían el aspecto de las monstruosas criaturas de su sueño, ataviados con una sobrevesta andrajosa de piel toscamente cosida que les cubría los brazos, el pecho y gran parte de la cabeza. Arrugó la nariz al percibir el débil hedor que llegaba desde el barco explorador, que huía; era el nauseabundo olor dulzón de la carne putrefacta que se alza de un campo de batalla bajo el caliente sol.

Los lanzadores de virotes volvieron a disparar. Volaron astillas de la sección de babor, y luego saltaron al aire aparejos y obenques cercenados cuando el cortador de mástiles hendió la mitad inferior de la vela de popa. Malus aún no había apartado los ojos cuando el segundo proyectil pasó rozando la borda de popa y atravesó a los arqueros. Dos hombres heridos de lleno por la hoja curva estallaron en una lluvia de bilis verde y amarilla. Lo que horrorizó aún más a Malus fue otro hombre al que la hoja alcanzó de refilón y le abrió un tajo en el pecho. Un fluido espeso manó del cuerpo como una fuente de bilis verde. Retrocedió un paso, y luego se inclinó para recobrar la flecha que se le había caído, como si nada hubiese sucedido. Malus sintió que se le secaba la boca.

Con la mitad del velamen inutilizado, la nave exploradora perdió rápidamente velocidad.

—¡Lanzadores de virotes! Preparados para disparar garfios de abordaje —ordenó Tanithra, que atravesaba con decisión la cubierta del castillo. Detrás de ella, ascendieron por la escalerilla numerosos hombres, algunos armados con ballestas y otros con lanzas, espadas y escudos. Los que llevaban escudos avanzaron hasta la borda, mientras los ballesteros se acuclillaban y comenzaban a cargar las armas. Entre los druchii, anhelantes ante la batalla en perspectiva, se propagó un estado de tensión.

Otros skinriders ocuparon posiciones en la proa y se pusieron a disparar flechas a tanta velocidad como les permitía la carga de los arcos. Los atacantes druchii se agachaban detrás de los escudos cuando llegaban las flechas. Pasados unos minutos, el Saqueador cayó sobre la nave de los skinriders como un halcón sobre la presa.

—Trae a Urial —le ordenó Malus a Hauclir—. Ya es casi la hora.

Tanithra se encontraba agachada junto a Malus. Llevaba un plaquín de malla ligera sobre un justillo de corcho; las armaduras eran útiles en la lucha, pero constituían una sentencia de muerte si el portador caía por la borda.

—¿Tu hermana de manos ensangrentadas no se unirá a nosotros? —preguntó ella con tono tétrico.

Malus se encogió de hombros.

—No es mía para darle órdenes, Tanithra. Últimamente, sólo Khaine sabe qué piensa.

Una agitación recorrió a los apiñados atacantes. Malus alzó la mirada y vio que Urial avanzaba entre ellos; iba tocando la cabeza de todos los hombres y murmuraba una corta frase al pasar. Cada marinero al que tocaba se sacudía como un perro, y luego éste observaba con expresión de temor y reverencia al hombre cojo que se alejaba.

Tanithra se alzó un poco para mirar por encima de la muralla de escudos.

—¡Lanzadores de virotes, preparados! ¡Apuntad! ¡Fuego!

Ambas armas dispararon a la vez, y los pesados cabos de abordaje se desenroscaron con un frenético siseo. Malus también se irguió, y vio que los skinriders se apiñaban a lo largo de la borda, blandían espadas y hachas herrumbrosas, y provocaban a los druchii en un áspero idioma ronco. Los cabos con los garfios volaron en línea recta hacia el casco de la nave enemiga, y las puntas se hundieron profundamente en la sección de babor.

La primera oficial se volvió a mirar al grupo de abordaje.

—¡Tensad los cabos! —ordenó Tanithra.

Los hombres corrieron hacia un par de grandes molinetes de madera situados justo a popa de los lanzadores de virotes, y comenzaron a hacerlos girar a la máxima velocidad posible. Un poco después, los cabos de abordaje se tensaron y los dos barcos comenzaron a acercarse inexorablemente el uno al otro. Al mismo tiempo, los ballesteros avanzaron hasta la borda para disparar contra cualquier skinrider que intentara soltar los cabos o cortarlos con el arma.

Malus sintió que las puntas de unos dedos le rozaban la frente, y una voz murmuró palabras que restallaron en el aire de la mañana. De inmediato, lo bañó una ola de calor; por un instante, el frío toque del demonio se desvaneció y se sintió vibrante y poderoso. «Soy invencible», parecía decir su cuerpo; pero luego los fríos zarcillos deTz’arkan le envolvieron el corazón una vez más, y el fuego encendido por Urial se amorteció hasta ser ascuas enfurruñadas.

—¡No puede tenerte! —dijo Tz’arkan con un apasionamiento sorprendente, aunque Malus no sabía si se refería a Urial o al propio Khaine.

Un miasma nauseabundo se posó sobre la cubierta del castillo de proa, como si el barco fuese barrido por el viento procedente de un matadero. El olor a sangre podrida, piel infectada y entrañas derramadas conformaba una fetidez que Malus casi podía ver físicamente. En el aire había un zumbido discordante. Al principio pensó que se trataba del sonido de voces distantes, pero luego se dio cuenta de que procedía de enjambres de enormes moscas negras que volaban por encima de la basura que atestaba la cubierta del barco de los skinriders.

A esa distancia, el intercambio de proyectiles era feroz. Un espadachín druchii cayó inerte sobre la cubierta, con una flecha clavada en un ojo. Otro lanzó un alarido y retrocedió con paso tambaleante, mirando con conmoción y sorpresa la flecha que había atravesado el escudo y el brazo con que lo sujetaba. Las saetas de ballesta también caían como granizo sobre los tripulantes del barco enemigo, y se clavaban en los cuerpos con un sonido glutinoso que arrancaba agudos gritos de cólera y dolor. La imagen del skinrider que se había recuperado de inmediato de la herida del cortador de mástiles permanecía en la mente de Malus. ¿En qué se había metido esa vez? Se volvió hacia Tanithra.

—¿Se rendirán si matamos al capitán?

La druchii echó atrás la cabeza y rió.

—Los skinriders no se rinden —dijo—. La lucha acaba cuando muere el último. Y no olvides asegurarte de que los has matado: aplástales el cráneo o córtales la cabeza. Con estas cosas, no hay ninguna otra acción segura.

Justo en ese momento, los dos barcos se unieron con un golpe estremecedor. Malus fue lanzado hacia adelante y paró la caída al extender un brazo, pero Tanithra se puso ágilmente en pie de un salto.

—¡Adelante, hermanos! —gritó, y con un atronador coro de alaridos, los corsarios se apresuraron a obedecer.