22: Cae la oscuridad
22
Cae la oscuridad
Aquella ciudadela estaba construida sobre los huesos de los muertos.
Desde el muelle situado en la base del acantilado, los skinriders condujeron a los druchii a través de una desierta aldea de casas de piedra de paredes cubiertas de musgo, cuyos tejados se habían convertido en polvo hacía muchos siglos. Tenía la apariencia de un cementerio, con las estructuras de piedra dispuestas en ordenadas hileras como si fueran túmulos, y dejadas a merced del paso del tiempo. Mientras caminaban por las estrechas callejas que separaban los edificios, Malus reparó en la quietud y el silencio del ambiente; ni un soplo de viento ni un sonido animal perturbaban la fúnebre calma. Puertas abiertas y ventanas vacías parecían llamarlos al pasar, tentarlos con antiguos misterios ocultos en sus abismales sombras. Al noble le pareció sentir miradas invisibles que lo escrutaban desde esos edificios en ruinas: la inexpresiva, implacable mirada de fantasmas inquietos que aguardaban en la oscuridad el fugaz calor de un mortal demasiado curioso.
Más allá de la aldea encantada había un amplio campo ligeramente inclinado que en algún momento del pasado había sido despejado de árboles, ya que Malus vio docenas de pequeñas elevaciones de tocones de árbol muy viejos que se alzaban entre la hierba y los arbustos bajos. El campo era atravesado por un sendero que se bifurcaba al otro lado. El de la izquierda subía por la pared del acantilado en una serie de curvas cerradas que llegaban hasta la ciudadela, mientras que el de la derecha conducía a las puertas de madera de una empalizada de troncos construida contra la base del propio acantilado. Por los troncos de la empalizada trepaban enredaderas, y en las rendijas que los separaban crecía musgo. Las estrechas saeteras de las dos torres de las esquinas, y las ventanas del cuerpo de guardia que se alzaba detrás de la empalizada estaban tan negras y vacías como las de la aldea, pero allí la negrura exudaba un odio maligno y abyecto. Incluso los skinriders pasaron a buena distancia de la abandonada estructura, y Malus volvió a preguntarse cuántos otros viajeros del mar habrían llegado a la isla a lo largo de milenios, en busca de fortuna o de un refugio seguro, para encontrar sólo locura y destrucción.
El ascenso por la pared del acantilado fue largo y arduo. El sendero era empinado y estrecho, y los skinriders marcaban un ritmo implacable. A medio camino del ascenso, comenzaron a encontrar agujeros abiertos en la pared del acantilado, a menudo en grupos de dos o tres situados uno junto a otro, de los que salía espeso humo o niebla que olía a podredumbre. En una o dos ocasiones oyó un estruendo agudo, como de una fuente de aguas calientes, que reverberaba a través de la piedra.
Pasado un rato, el noble miró hacia la ensenada y la orilla circundante para distraerse. Vio más edificios abandonados, monumentos partidos e incluso podridos cascos de barcos, amontonados unos sobre otros a lo largo de los años. Las torres gemelas del dique marino se destacaban con nitidez contra un muro de niebla que se alzaba en todas direcciones hasta el oscuro cielo. Intentó calcular el tiempo transcurrido desde que habían atravesado la barrera. ¿Una hora? ¿Una hora y media? ¿A qué distancia se encontrarían los barcos de la flota? ¿El grupo de desembarco estaría ya en posición para bajar la cadena? «No hay manera de saberlo», admitió finalmente para sí. El tiempo era escurridizo a este lado de la niebla. No pasó mucho rato antes de que se diera cuenta de que lanzaba furtivas miradas hacia el mar abierto, temeroso de ver los altos mástiles y negras velas que significarían que la flota había llegado antes de lo previsto y se encaminaba al desastre.
Antes de que se diera cuenta, llegaron a lo alto del acantilado. El sendero describía una curva cerrada para adentrarse en una arcada que terminaba en una escalera de piedra semirruinosa. Percibió el peso de la ciudadela que se alzaba por encima de ellos, una pila de viejas piedras erigidas por manos enfermas y despellejadas, y unidas con sangre y hueso.
El aire estaba cargado del hedor a carne podrida. Desde más cerca, Malus vio que el cemento color herrumbre que se desmenuzaba estaba adherido a unos ladrillos lisos y vidriosos que podrían haber tenido diez mil años de antigüedad. Pasó la punta de los dedos por la superficie de uno de ellos, y sintió que un cosquilleo de poder le penetraba la piel. Algo despertó en el fondo de su mente, una sensación de familiaridad que no logró identificar del todo. Antes de que pudiera meditar sobre el asunto, la escalera giró a la izquierda, y Malus ascendió a un territorio de demencia absoluta.
La escalera daba al interior de la base de la ciudadela, o al menos eso sospechaba Malus, ya que no podía ver muro alguno desde el sitio en que se encontraba. El aire estaba cargado y húmedo, teñido por un resplandor verdoso que brillaba al otro lado de estrechas cortinas de piel cosida que pendían de algún sitio alto. Por la superficie de las brillantes pieles corrían regueros de sangre y bilis, cuyo palpitante flujo llamó la atención de Malus. Pasado un momento, cerró los ojos con fuerza y apartó la cara, incapaz de librarse de la sensación de que en el flujo de los pegajosos fluidos había una pauta que prometía conocimiento y poder si abría los ojos y lo miraba.
En el aire flotaban, como humo, nubes de moscas negras y azules, cuyo agudo zumbido hacía de contrapunto a un coro de desgarrados alaridos que resonaban en algún sitio de lo alto. Desde arriba caían gotas de sangre en cálida lluvia amarga sobre la cabeza y los hombros de los druchii.
Las cortinas de piel delimitaban espacios cerrados y estrechos pasadizos dentro de la ciudadela. Malus se preguntó si la estructura no sería un sitio vacío, en realidad, compartimentado por tapices de tortura y enfermedad. Las cortinas se mecían en una suave brisa y parecían querer llegar hasta los druchii que seguían a los skinriders a través del fétido laberinto.
Se volvió a mirar a Urial, que marchaba estoicamente detrás de él, con el hacha sujeta de través sobre el pecho como si fuese un cetro.
—¿Tienes idea de cuánto tiempo ha pasado desde que entramos en la niebla? —susurró Malus.
Urial negó con la cabeza.
—No lo sé con seguridad, pero tengo la sensación de que casi nos hemos quedado sin tiempo.
Malus asintió, y giró la cabeza a un lado y otro para intentar no desorientarse en el confuso laberinto de piel putrefacta.
—Yo tengo la misma sensación. —Le lanzó al antiguo acólito una mirada significativa—. Puede ser que tengamos que encontrar la salida por nuestra cuenta cuando las cosas se calienten.
Urial se encogió de hombros.
—Si nos encontramos en una audiencia con el jefe cuando lleguen nuestros amigos, tal vez podamos volver la situación a nuestro favor —susurró—, pero si llevamos aquí tanto tiempo como parece, ya deberían estar sonando las alarmas desde una de las torres del dique marino. Aún no hemos oído nada, y eso me preocupa.
El noble sintió que le recorría la espalda un escalofrío, la más débil y atormentadora caricia del Destino.
—Tanithra es una corsaria experta —replicó con rapidez—. Ni se sabe cuántas veces se ha escabullido al interior de torres de vigilancia en medio de la noche y ha degollado a los hombres que las guardaban.
—Tal vez tengas razón —dijo Urial, pero con expresión ceñuda—. Lo sabremos muy pronto.
Le pareció que avanzaban durante largo rato por los verdes corredores de piel, girando hacia uno u otro lado sin ritmo ni razón aparentes. Las gotas de lo alto les manchaban los hombros y las mangas de los ropones. Uno de los corsarios de Bruglir tropezó y se dobló por la mitad para vomitar violentamente. El resto de la procesión continuó adelante sin decir nada. Por mal que estuvieran las cosas, Malus esperaba que se pusieran mucho peor.
Al fin, la procesión se detuvo y se apiñó en lo alto de otra escalera de caracol. Ésta bajaba por la pared toscamente tallada de un pozo circular que se hundía en el acantilado. De las profundidades ascendía una columna de humo como las que salían de la pared e inundaba el interior de la torre con el nauseabundo hedor de la podredumbre. Al deslizarse entre los demás para situarse junto a Bruglir, Malus oyó golpeteos procedentes de lo alto que resonaban. En la luz verde destellaban trozos de vidriado ladrillo negro al caer al interior del pozo y rebotar de una pared a otra.
A un lado había un enorme hombre de Norsca acorazado, que apoyaba el hacha contra un hombro cubierto de malla. El mentón sin piel y los dientes blancos del pirata brillaron inquietantemente en la luz cuando habló.
—Nuestro señor aguarda abajo —dijo al mismo tiempo que señalaba con un dedo rematado por una garra. Hizo un ruido ronco que podría haber sido una risa entre dientes—. Presentadle vuestros regalos, druchii, y él os concederá un sitio de honor a su lado.
Una punzada de inquietud recorrió a Malus, pero antes de que pudiera considerar más atentamente la situación, Bruglir le lanzó al hombre una mirada desafiante y comenzó a bajar con rapidez y decisión por los goteantes escalones. Sin vacilar, Malus lo siguió y le dirigió una rápida mirada por encima del hombro para comprobar el avance del resto del grupo. Los corsarios de Bruglir se pusieron en marcha a continuación, no sin lanzarle miradas coléricas al noble por haberlos avergonzado sin darse cuenta. Urial fue el siguiente en bajar, cojeando con su pierna contrahecha, con un hombro pegado a la pared. Tenía los ojos fijos en la niebla y las profundidades de abajo, como si intentara discernir su origen.
Justo detrás de Urial, Malus vio que un skinrider se deslizaba entre las cortinas de piel y se inclinaba ante el guardia de Norsca. Los hombros del recién llegado subían y bajaban a causa de la agitada respiración, y le habló al alto guerrero con jadeos rápidos. Malus sintió que el corazón se le detenía por un segundo cuando el de Norsca se tensó y le lanzó una mirada acusadora. «Se terminó —pensó—. Acaba de enterarse de que han atacado la torre». Pero justo cuando Malus se llevaba la mano a la espada, el de Norsca apartó a un lado al mensajero para echar a correr por donde éste había llegado, y el skinrider lo siguió a paso ligero.
«¿De qué iba todo eso?», se preguntó Malus. Tal vez los piratas se habían dado cuenta de que sucedía algo raro en una de las torres, pero no sabían qué era exactamente. «Pero el de Norsca sospecha», pensó. Urial lo miró a los ojos con una ceja alzada, y Malus le respondió con un encogimiento de hombros, para luego seguir bajando por la escalera.
Continuaban cayendo trozos de ladrillo de lo alto de la ruinosa torre; a veces chocaban contra la pared de piedra a una distancia lo bastante escasa como para regar a los druchii de polvo. Cuanto más descendían, más denso parecía el aire, hasta el punto de que Malus imaginó que los jirones de niebla habían adquirido vida propia. Giraban en torno a su cabeza y le tironeaban tímidamente de las pestañas con pegajosos dedos fantasmales; le apartaban los labios y se le metían por la garganta. Sentía que Tz’arkan se movía con enojo dentro de su pecho, como un oso acorralado en la cueva. Cada vez que la niebla parecía hacerse más densa dentro de sus pulmones, sentía que el demonio se hinchaba para dispersarla y expulsarla del cuerpo.
El descenso pareció durar una eternidad. Pasado un rato, el aire se estremeció con un sonido estentóreo, como el ardiente aliento de un dragón que surgiera de abajo. A Malus lo hizo pensar en los calientes géiseres que manaban hacia el cielo en la Llanura de los Dragones de Naggaroth, pero al descender más pudo oír otro tono subyacente bajo la potente exhalación de vapor. Había una curiosa nota aflautada que subía y bajaba de volumen, casi demasiado débil para oírla por encima de la sonora detonación de aire contenido. Parecía un sonido emitido por una docena de fuentes al mismo tiempo, y ascendía y descendía al unísono. A pesar de la viciada atmósfera, el tembloroso gemido lo heló hasta los tuétanos.
A medida que descendían, la niebla se volvía más densa, los rodeaba y hacía que les resultara difícil ver por dónde andaban. Malus daba traspiés, incapaz de ver dónde ponía los pies, mientras intentaba enfocar la borrosa silueta de los hombros y la cabeza de Bruglir. El noble dio otro paso… y se detuvo en seco al darse cuenta de que el descenso había acabado, por fin. Avanzó, vacilante, envuelto en fétidas nubes de pestilencia, hasta que la alta forma de Bruglir adquirió nitidez en medio de la niebla. El capitán tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y observaba con desconfianza el neblinoso entorno. Atisbo a Malus y, por un momento, pareció realmente aliviado. El sonido siseante —y el coro de lamentos subyacentes— resonaba atronadoramente contra las paredes de roca que los rodeaban.
Luego, sin previo aviso, la niebla onduló y después retrocedió bruscamente, como la bajamar, hacia un círculo irregular de luz gris que aumentaba en brillantez y definición a medida que disminuía la niebla. Pasado un momento, Malus se dio cuenta de que el círculo era una de las toscas aberturas que había visto en la pared del acantilado. Se había levantado un fuerte viento que barría el acantilado y, de momento, se llevaba el vapor.
Cualquier sensación de alivio que pudiese haber experimentado el noble, se desvaneció en un instante al ver qué habían ocultado las nieblas. Junto a Malus, Bruglir retrocedió con una sobresaltada maldición.
Se encontraban dentro de una oquedad natural del interior del acantilado, con un suelo irregular pero relativamente horizontal de casi ochenta pasos de ancho. En el centro de la cámara había un agujero circular de aproximadamente quince pasos de diámetro. El vapor ascendía en bocanadas de una espesa superficie hirviente, roja y amarilla. En el horrendo estofado se agitaban y giraban brazos, piernas y cabezas calvas; los dedos inertes parecían mecerse al ascender y descender las manos con cada escape de gases contenidos. El gangrenoso aire que flotaba sobre la masa hervía de moscas, cuyo zumbido se perdía en las reverberantes voces del pozo.
Con creciente revulsión, la conmocionada mente de Malus se fijó en cada detalle del monstruoso contenido del pozo, y una pequeña parte de él se dio cuenta de que era un estofado de cuerpos en fusión que habían echado dentro a centenares para dejarlos fermentar en el vapor. La superficie se hinchó para dejar escapar una erupción de gas fétido, y el noble vio que las cabezas que flotaban en la superficie de la masa se echaban atrás sobre cuellos que se fundían, y gemían. Las voces eran el origen de aquella terrible sinfonía de dolor que ascendía con el vapor, y el noble quedó pasmado de asombro y horror ante la visión.
—¡Madre de la Noche y Dragones de las Profundidades! —susurró Bruglir—. ¿Qué monstruos son éstos?
—Suplicantes de los Poderes Malignos —replicó Malus con tono grave—. Adoradores del Dios de la Pestilencia y la Podredumbre. Lo sabías desde el principio, Bruglir. Tú mismo lo dijiste.
—Sí, pero… —La voz del capitán se apagó mientras él intentaba asimilar la enormidad de la escena que tenía delante—. Nunca imaginé…
La superficie del pozo volvió a hincharse, pero esa vez no fue debido a la hirviente presión del vapor que había debajo; la carnosa piel del estofado humano se tensó como una membrana cuando una poderosa figura se alzó de las profundidades ante los pasmados druchii. Malus observó cómo la masa de piel y huesos transformados en gelatina envolvía como una capa una musculosa figura de anchos hombros. Capas de piel amarillo verdoso se estiraron en los extremos de enormes cuernos curvados hacia abajo, y luego se rasgaron para dejar un agujero que se posó alrededor de la coronilla de la criatura como una de las toscas capuchas de los skinriders. Dos verdes puntos de luz ardían donde la criatura debía tener los ojos, y la carne de la capucha corrió por las oscuras mejillas en una parodia de lágrimas.
El jefe de los skinriders alzó los poderosos brazos, de los que colgaban mangas de piel y hueso, y volvió los ardientes ojos hacia los druchii. Malus contempló la funesta mirada, y comprendió que la criatura que tenía delante podría haber sido un hombre hacía mucho tiempo, pero entonces el cuerpo estaba poseído por un cruel demonio. Tz’arkan también reparó en ello, y esa vez Malus sintió que el demonio retrocedía cautelosamente ante esa nueva amenaza.
—Avanzad.
La voz del demonio era como el estertor de muerte de un dios, como el sonido de la sangre y el pus encharcados que burbujean en una herida enconada. A Malus se le encogieron las entrañas al oírla, y oyó que Bruglir gemía de consternación al avanzar un convulso paso, y luego otro. Malus también sintió la fuerza de atracción, aunque más como algo distante y terrible que como un puño de hierro que desafiaba toda resistencia. Oyó que el resto del grupo daba vacilantes pasos hacia el demonio, y prefirió imitarlo antes que revelarle su ventaja al jefe.
—¡Ah! —suspiró el demonio—, la carne de Naggaroth. La dulce sangre de los elfos perdidos. Huesos como delicado hielo fresco. Os doy la bienvenida. Os saborearé en mi abrazo y me deleitaréis con canciones.
El demonio abrió los poderosos brazos para recibirlos. Malus vio que las cabezas fundidas del atuendo del jefe se estremecían, y las bocas se movían en un coro de locura y horror. En las cuencas oculares se desplazaron ojos lechosos para enfocar a los druchii que avanzaban pesada e impotentemente hacia su perdición.
—¡No profanarás a los hijos elegidos de Khaine!
Las palabras atravesaron el aire como el siseo de un hierro candente contra la piel. Urial el Rechazado avanzó, impertérrito, hacia el demonio, con el hacha en alto. Tenía profundos tajos en las mejillas y su propia sangre ardía como un hierro candente en los afilados bordes del arma arcana. La voz de Urial atronaba en el cavernoso espacio.
—¡Ni tú ni tu señor podéis tocar a los elegidos de Khaine! ¡Están señalados para los campos de sangre, no para los fétidos pozos de fango humano!
Una risa burbujeante manó de la gigantesca figura.
—¿Y qué harás tú, pobre tullido, si decido quedarme con ellos? ¿Acaso el Dios de Manos Ensangrentadas dará a conocer su presencia a través de un recipiente defectuoso como el tuyo?
Urial miró a los ardientes ojos del demonio y sonrió.
—Mi cuerpo es débil, sí, pero mi fe es como el brillante oro. Adelante, demonio. Tienta la cólera del Señor del Asesinato y experimenta la plena medida de su venganza.
El jefe comenzó a tender una mano provista de garras hacia Urial, pero luego vaciló. El antiguo acólito lo encaraba con el feroz celo del verdadero creyente, y en ese momento, afloró a los ojos del demonio el más débil rastro de duda.
—Muy bien —dijo el demonio al fin, y el noble sintió que la terrible presencia se alzaba de encima de él como si fuera un collar de hierro—. Oiré lo que tengáis que decir, y luego decidiré si vale lo que vuestras vidas.
Bruglir inspiró en silencio, recobró la compostura y avanzó un prudente paso. El terror que había en los ojos del capitán resultaba inconfundible, pero su voz era firme y segura.
—Yo y mis hombres deseamos unirnos a tus filas, terrible. Deseamos convertirnos en skinriders.
Se oyó otra graznada risa entre dientes.
—¿De verdad? ¿Vosotros, escogidos hijos de Khaine, abandonaríais a vuestro dios y vuestra preciosa piel blanca y me serviríais como perros? ¿Por qué?
Malus tragó. «Piensa con rapidez, hermano», suplicó. No podía hacerle ninguna sugerencia a Bruglir, ya que de hacerlo el demonio se daría cuenta de que estaban contándole una mentira.
Para gran alivio de Malus, el capitán apenas tardó un segundo en responder.
—Pues por venganza, por supuesto —dijo—. Mi padre ha muerto y mi hermano Isilvar me ha traicionado. Se ha apoderado de mi hogar y ha asesinado o esclavizado a todos los miembros de mi casa. Soy un exiliado, perseguido por los mejores asesinos que puede pagar mi hermano. ¿En qué otro sitio hallaría refugio? ¿En qué otro sitio podría aliarme con una fuerza lo bastante poderosa como para hacerle pagar a mi hermano (y a toda Hag Graef) por el modo en que me ha traicionado?
El demonio estudió a Bruglir en silencio, con las manos provistas de garras puestas una sobre otra, como una mantis aterradora.
—Dime, ¿qué forma tomaría esa venganza?
—Con tu permiso, comandaría una flota de incursión que saquearía la torre de esclavos de Karond Kar, luego atravesaría los mares interiores y atacaría a la propia Hag Graef. Hay túneles secretos que conducen al interior de la ciudad; ¡podríamos atacar con rapidez, en plena noche, y prenderle fuego a media ciudad antes de que nadie advirtiera el peligro! Piénsalo: podríamos regresar con las bodegas cargadas de toda clase de carne para llenar tu grandioso caldero y entretenerte durante años. Volveríamos con riquezas suficientes como para convertirte en el incontestable señor de los mares del norte durante mucho tiempo.
El demonio se inclinó hacia Bruglir.
—¿Y qué esperas ganar tú con todo esto?
Bruglir se encogió de hombros.
—Me reservo lo mejor, por supuesto. Veré a mis enemigos quebrantados y huyendo ante mí. Quemaré todo lo que les es querido y los cubriré con las cenizas. Oiré sus gritos de angustia mientras los echo dentro de tu estofado, uno por uno. Y podré continuar aterrorizándolos durante décadas; me apoderaré de lo que desee y destruiré lo que no me complazca. ¿Quién podría desear nada más?
—En efecto. —Se oyó algo que resbalaba, mojado, cuando el jefe se frotó las grasientas manos—. ¿Y cómo conducirás a mi flota por los mortales estrechos para atacar la torre de Karond Kar?
Para sorpresa de Malus, Bruglir se irguió en toda su estatura e inspiró profundamente; resultaba evidente que estaba preparado para lanzarse a un muy tortuoso plan que tenía que haber ensayado durante varios días. Malus vio que lo había planeado todo. «Pensaba matarte en último lugar —pensó el noble con pesar—. Ahora podrías ser el primero, hermano. Te felicito».
Sin embargo, en la escalera se produjo una conmoción justo cuando el capitán comenzaba a hablar. Al volverse, Malus vio que el guerrero de Norsca avanzaba por la cámara a la cabeza de un numeroso grupo de skinriders que blandían espadas y lanzas.
«Al fin han dado la alarma», pensó Malus, mientras bajaba lentamente una mano hacia la espada.
—¿Qué significa esto? —preguntó el demonio, en cuya voz burbujeaba la cólera.
—Ha llegado un mensajero con noticias —replicó el norse.
—¿Y son lo bastante valiosas como para molestarme?
—Lo son —dijo una voz desde el grupo de skinriders—. Se aproxima una flota druchii con la intención de pillar a tus barcos mientras están anclados, y quemarlos, para luego saquear tu torre y estacarte a ti al sol para que mueras.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Malus. Bruglir y Urial se volvieron, con ojos desorbitados, al reconocer la voz.
—¿Y qué pasa con la gran cadena que protege la ensenada?
—Tenían intención de hacerla bajar —dijo la voz.
Los piratas se apartaron, y quien hablaba avanzó hacia Malus y los demás.
—Mientras perdías el tiempo hablando con estos embusteros, un grupo de desembarco debía escabullirse al interior de una de las torres del dique marino y bajar la barrera.
»Sé lo que digo —añadió Tanithra con una sonrisa fría—. Es una tarea que me confiaron a mí.