6: Leyendas y mentiras
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Leyendas y mentiras
Malus estudió pensativamente a los suplicantes.
—¿Cómo puede servir al Príncipe del Placer un humilde hijo del vaulkhar?
El druchii ensangrentado le tendió una mano manchada de rojo.
—Eso no puedo decírtelo yo, gran príncipe. Son asuntos que tenéis que hablar tú y el hierofante, y él aguarda el placer de tu compañía.
A regañadientes, Malus cogió la mano del hombre y dejó que tirara de ella para ayudarlo a ponerse de pie. A causa de la extenuante actividad de la noche, las piernas le temblaron, hasta que las detuvo mediante la fuerza de voluntad, y luego hizo un gesto con una mano para indicarles a los suplicantes que abrieran la marcha.
Atravesaron un mar de cuerpos agotados, algunos vivos, otros muertos. Decenas de esclavos apilados en retorcidos montones sembraban el suelo de la caverna; el espectáculo era tan espeluznante como el de cualquier campo de batalla que hubiese visto Malus. Sus pies descalzos pisaban charcos de sangre que se coagulaba y vino pegajoso. La fiesta había tocado a su fin, y entonces los esclavos de Nagaira se movían entre el desastre que había quedado, inspeccionaban los cuerpos y remataban a los que habían sobrevivido físicamente, pero cuyo espíritu había sido destrozado por los rapaces suplicantes. Mientras Malus observaba, un esclavo hizo rodar a una catatónica víctima hasta dejarla de espaldas, para luego estrangularla con un cordón de seda. La criatura no hizo intento alguno de resistencia.
Una vez que hubieron pasado ante la alta escalera de caracol, el grupo se encaminó hacia el otro extremo de la estancia y atravesó una arcada hasta un espacio adyacente. Las paredes eran de piedra desnuda toscamente tallada, más parecidas a las de una cueva que a las de una habitación acabada, y de pronto, Malus se dio cuenta de que muy probablemente se encontraban en una zona sellada de las madrigueras, el serpenteante laberinto de túneles y cavernas excavados en la roca que había debajo de Hag Graef. Ociosamente, se preguntó si los esclavos de Nagaira se molestarían en transportar los cadáveres hasta la superficie, o si se limitarían a abrir un pasadizo secreto que conectaba la cámara con el resto de los túneles para dejar que los depredadores salvajes que merodeaban por ellos entraran y comieran hasta hartarse.
El espacio era pequeño en comparación con la cámara de fiestas; había tal vez quince pasos en la parte más amplia. En torno al perímetro de la sala, colgaban de unas cadenas los cuerpos de una docena de esclavos, cuyos fluidos vitales se mezclaban en el suelo de basta piedra. En el centro de la sala se encontraba sentado el druchii que llevaba el cráneo de macho cabrío, y que lo había ungido al pie de la escalera de caracol. El hierofante estaba reclinado en un trono de cuerpos vivos; esclavos desnudos se habían contorsionado y sujetado unos a otros para formar el asiento, los laterales y el respaldo necesarios para sostener al druchii reclinado. Los esclavos habían sido paralizados con alguna clase de veneno para dejarlos trabados, y sobre el trono del hierofante flotaba una palpable sensación de dolor. De dos pequeños braseros colocados a ambos lados del trono viviente, ascendía hasta el bajo techo un acre humo verde pálido que hizo que a Malus le escocieran las fosas nasales.
Las afiladas uñas lacadas del hierofante trazaron finos rastros sobre la pálida piel de los reposabrazos. Los ojos brillaban con dureza dentro de las oscuras cuencas del cráneo del macho cabrío, y contemplaron a Malus con una expresión feroz y desafiante cuando se aproximó. Nagaira se encontraba a un lado del trono; su rostro era inescrutable.
—Tus apetitos son prodigiosos, gran príncipe —dijo una voz ronca desde el interior del cráneo.
El hueso provocaba ecos extraños que distorsionaban las palabras del hierofante. No obstante, Malus se esforzó por mantener una expresión neutral. Había oído antes esa voz en alguna parte…
—Cuando se le da comida a un hombre, come. —Malus se inclinó profundamente ante el jefe del culto—. Con un festín tan grandioso y maravilloso ante mí, ¿cómo podía no deleitarme con él?
Los suplicantes se miraron unos a otros y asintieron con gesto aprobador, pero el hierofante no pareció conmovido. Se inclinó hacia adelante en el trono, mientras entrelazaba nerviosamente los largos dedos.
—Se dice que has vuelto hace muy poco del norte.
—Es verdad, hierofante.
—También me han dicho que allí descubriste algo de gran interés para nosotros. ¿Es así?
«¿De interés para quién? —se preguntó Malus—. ¿Y por qué?» Se le ocurrían varias razones por las que un culto de Slaanesh podía interesarse por un demonio cautivo (los favores y la protección por sí mismos les conferirían gran poder), pero el noble percibía que había algo más. «El hierofante es cauteloso, desconfiado», razonó Malus. Pero si Nagaira lo había dirigido hacia los Desiertos con el propósito expreso de que encontrara a Tz’arkan, ¿significaba que había actuado sin el conocimiento del hierofante? ¿Estaba llevando a cabo un juego de poder dentro del culto?
Malus mantuvo una expresión cuidadosamente neutral.
—Encontré un grandioso templo en los Desiertos del Caos, oculto en un valle situado al pie de la fisura de una montaña.
—Tenemos conocimiento del lugar —dijo el hierofante con sequedad—. El tomo de Ak’zhaal habla de él y del sagrado poder aprisionado en su interior. Pero el templo está protegido por las más poderosas barreras, por la mismísima disformidad…
—Lo estaba —replicó Malus.
Los suplicantes inclinaron la cabeza y murmuraron, emocionados, entre sí. El hierofante los silenció con un dedo alzado.
—¿Qué me decís de los sacerdotes del interior?
—Muertos hace mucho, hierofante.
—¿Y cogiste la barca para atravesar el mar de veneno y llegar al sanctasanctórum del demonio?
—No, subí por una escalera de rocas flotantes que había por encima de un mar de fuego —replicó Malus, que dejó que su irritación se hiciera visible—. Estoy seguro de que el libro también habla de eso.
El hierofante volvió a reclinarse y se dio golpecitos en el óseo hocico del cráneo de macho cabrío con una uña manchada de sangre.
—En efecto. ¿Así que estuviste ante el gran cristal y contemplaste el poder de su interior?
Malus asintió con la cabeza.
—En su momento, sí —replicó lentamente.
—Y el Bebedor de Mundos te perdonó la vida. ¿Por qué?
El noble sonrió.
—Tendrás que ir tú mismo a preguntárselo. Puedo dibujarte un mapa, si quieres.
Malus sintió que los suplicantes se ponían rígidos a causa de la conmoción. Durante un momento, el hierofante permaneció completamente inmóvil, incluso sus manos de largas uñas se detuvieron en medio de un gesto, una floritura de puntas manchadas de sangre. Una breve sonrisa pasó por los labios de Nagaira.
«¿Era esto lo que estabas deseando? —pensó Malus—. ¿Me atrajiste a esta red sólo para que cruzara espadas con este sumo sacerdote?»
—Se me ha informado de que necesitas nuestra ayuda, gran príncipe —replicó el hierofante con acritud—. Estás buscando ciertas reliquias para el demonio, objetos arcanos perdidos en las nieblas del tiempo. Un gran erudito que tenga acceso a una biblioteca excepcional podría hallar referencias a esos artefactos perdidos, si se le da tiempo. Sin embargo, no tengo la impresión de que seas un lector muy asiduo.
Malus le lanzó una mirada de soslayo a Nagaira.
—Perdona, hierofante. Estás mejor informado de lo que pensaba. No me había dado cuenta de que me estabas ofreciendo ayuda. Lo que he oído hace unos momentos me pareció más un interrogatorio que una reunión entre aliados.
El noble percibió la fría sonrisa en la voz del hierofante.
—Eso es porque no somos aliados, gran príncipe. Al menos, no todavía. Los ungidos de Slaanesh somos todos uno y actuamos para protegernos unos a otros contra la persecución de los no creyentes. Pero sin duda comprendes lo precaria que es nuestra situación. Sólo podemos prestarles nuestra ayuda a los que son realmente dignos de ella.
—Yo he sido tocado por el Bebedor de Mundos. ¿No basta con eso?
—No. Sólo tenemos tu palabra de que eso sucedió. Tu conocimiento del templo es correcto en todos los detalles, pero podrías haber leído el libro con tanta facilidad como yo mismo, o bien, esos hechos te los podría haber contado… un tercero.
Malus advirtió que Nagaira se ponía ligeramente rígida ante la insinuación apenas velada.
—Por otro lado, no podemos pasar por alto una oportunidad de propagar la gloria del Príncipe del Placer, por muy… improbable… que parezca tal oportunidad, así que te haré una propuesta.
—Dime.
—Pondré todo el poder de nuestro culto a tu disposición: nuestras riquezas, nuestra influencia, incluso la fuerza de nuestros brazos en caso necesario; pero sólo con la condición de que consagres tu alma al servicio de Slaanesh en una iniciación sagrada. Como ya he dicho, cuidamos de los nuestros. Únete a nosotros, y todo lo que poseemos será también tuyo.
Malus consideró a toda velocidad las palabras del hierofante.
—Pensaré en ello —replicó.
El hierofante se echó hacia atrás y sus uñas se clavaron profundamente en los reposabrazos. Regueros de sangre corrieron por la pálida piel y gotearon sobre el suelo.
—¿Qué? ¿Qué hay que meditar? No tienes ninguna posibilidad de completar la búsqueda sin nuestra ayuda.
—Yo sirvo al capricho del Bebedor de Mundos, hierofante —replicó Malus con frialdad—. Y aunque estás especialmente bien informado respecto a mis intenciones, aún hay mucho que no sabes. Ahora debo decidir si enredarme en los insignificantes planes de tu culto y ponerme bajo tu autoridad es algo que favorece los intereses de mi mentor demoníaco —Malus era incapaz de decir «dueño»—, o si es mejor que continúe la búsqueda en solitario.
El hierofante posó una mirada colérica sobre Nagaira y, luego, sobre Malus.
—¡Qué insolencia! ¿Acaso no te hemos cubierto de regalos de carne y vino? ¿No te hemos honrado con una celebración tan espléndida como Hag Graef no ha visto nunca antes?
—En efecto, en efecto, hierofante…, y os doy las gracias por esta pródiga distracción. Pero los grandes demonios no quieren regalos. Sólo quieren ser obedecidos. Pensad en eso, si aún deseáis que el Bebedor de Mundos sea vuestro mentor. Entretanto, yo debo considerar vuestra propuesta con sumo cuidado.
El hierofante se levantó bruscamente del trono; tenía las manos enrojecidas de sangre fresca.
—Considéralo bien, gran príncipe, pero también ten presente esto: se acerca la noche de la luna nueva, cuando el Príncipe del Placer acepta la consagración de iniciados a su servicio. Tienes hasta entonces para decidir.
«Y luego, ¿qué? —pensó Malus—. ¿Me mataréis para mantener a salvo vuestro culto secreto?» Sin embargo, una mirada a los ojos del hierofante hizo que refrenara la réplica sarcástica.
«¡Ah, ya veo! Eso es exactamente lo que quieres decir». Malus hizo otra reverencia.
—En ese caso, que el Príncipe del Placer acelere mis pensamientos, hierofante, y espero que me excusaréis para que pueda descansar y comenzar mis deliberaciones.
El hierofante no respondió, pero estaba claro que la entrevista había concluido. Nagaira hizo una profunda reverencia y condujo a Malus fuera de la estancia.
Cuando atravesaban la carnicería del suelo de la sala de fiestas, lo cogió del brazo e hizo como que no se daba cuenta de la tensión que endurecía todos los músculos del cuerpo del noble.
—¡Qué noche tan maravillosa! —susurró ella al mismo tiempo que echaba una furtiva mirada hacia atrás—. Sabía que encontrarías una manera de animar las celebraciones.
Horas más tarde, Malus yacía en su dormitorio, despierto, y escuchaba con atención cómo la actividad de los sirvientes disminuía poco a poco. Moviéndose silenciosa y cautelosamente, el noble se levantó de la cama. Por la oscuridad del otro lado de las estrechas ventanas, calculó que sólo faltaban unas pocas horas para el amanecer. Se puso el ropón de seda y sujetó una daga a la cintura, tras lo cual se escabulló fuera de la alcoba y salió al corredor.
Los pasillos estaban tan silenciosos como tumbas. Los días de frenéticos preparativos seguidos de la monumental tarea de limpiar los restos de la gran fiesta habían agotado al máximo la capacidad del personal de Nagaira. Malus esperaba que casi todos los sirvientes de la casa estuvieran ocupados con alguna tarea o aprovechando la oportunidad que tuvieran para descansar antes de que su ama volviera a llamarlos. Estaba seguro de que lo mismo sucedería con los guardias; después de permanecer durante varios días en estado de máxima alerta, era natural que se relajaran en cuanto concluyera la celebración.
Tal vez sería la única oportunidad que tendría para salir de la trampa que le había preparado su hermana.
La reunión con el hierofante había confirmado sus sospechas respecto a Nagaira, y también las había ampliado de modo inquietante. Su hermana no sólo sabía acerca de Tz’arkan y la naturaleza de su confinamiento mucho más de lo que le había dado a entender, sino que había compartido con los miembros del culto el conocimiento que tenía de la difícil situación de Malus. La bruja lo estaba usando para usurpar el lugar del hierofante, y utilizaba el poder del culto para tener más influencia sobre él. Con independencia de hacia dónde se volviera, ella siempre iba un paso por delante y lo atraía cada vez más profundamente al interior de su red.
La única alternativa que le quedaba era tomar personalmente el control de las cosas y hacerlo de prisa, antes de que ella lo dejara sin espacio para maniobrar.
Malus llegó a la escalera principal de la torre y giró a la derecha para bajar por ella. El siguiente descansillo acababa en una puerta; la abrió rápida y silenciosamente, sin hacer el menor caso del guardia que se encontraba al otro lado. Los guardias estaban muy habituados a su presencia, y él tenía libertad de movimiento por toda la torre, salvo el sanctasanctórum de Nagaira, situado en lo más alto. Malus continuó descendiendo sin volverse para nada a mirar al guardia, y éste no hizo intento alguno de detenerlo antes de que desapareciera por un recodo de la escalera.
El descansillo siguiente acababa en otra puerta, que Malus abrió con mayor lentitud y sigilo que la anterior. Al otro lado había una habitación pequeña provista de soportes con hileras de largas lanzas y pesadas ballestas. Una mesa circular ocupaba el centro de la sala de guardia, y dos de los hombres de Nagaira se hallaban desplomados en las sillas, roncando suavemente. El noble cerró la puerta con tanto cuidado como pudo, y luego continuó bajando sigilosamente el resto de la escalera. A la izquierda de Malus, un corto corredor llevaba hasta una pesada puerta revestida de hierro. Desde un tedero situado en el centro del pasillo, un globo de luz bruja proyectaba sombras. Malus cogió el globo y lo separó de la sujeción de hierro, y avanzó con rapidez hasta una estrecha saetera situada a la derecha de la puerta.
Vio otra negra torre en forma de aguja que se alzaba contra el cielo de la noche: su torre, una de las varias que el drachau había concedido a Lurhan y su familia. Un estrecho puente unía la torre de Nagaira y la suya; era un recorrido traicionero debido a los vientos de las alturas, pero si Malus lo hubiese deseado, podría haberse hallado dentro de la relativa seguridad de sus propios aposentos en poco tiempo.
Para hacerlo, no obstante, también tendría que enfrentarse con la intrincada serie de runas que rodeaban la alta puerta arqueada del puente. No tenía ni idea de cómo funcionaban las defensas mágicas de Nagaira, pero calculaba que, como mínimo, sería alertada de inmediato si él intentaba atravesar uno de los umbrales protegidos de la torre.
El noble alzó el globo de luz bruja al nivel de los ojos, contó hasta tres y luego volvió a bajarlo. Pasados otros tres segundos, repitió el proceso, y después hizo una pausa, mientras sus ojos se esforzaban por penetrar la oscuridad que precedía al alba.
Los momentos se sucedieron unos a otros, hasta que Malus sintió que se le estaba agotando la paciencia. Entonces, sus ojos detectaron un leve movimiento sobre la estrecha extensión. Una figura veloz se movía como agua oscura por el puente, y se mantenía agachada para evitar que la silueteara la luz de las estrellas.
Malus observó a la figura hasta que llegó a su extremo del puente y levantó la cabeza encapuchada para mirar a través de la saetera. No tenía necesidad de ver la cara del druchii para saber que se trataba de Arleth Vann. El susurro del asesino le llegó con claridad, a pesar del viento que silbaba por el puente.
—Tengo el paquete, mi señor. Todo está a punto.
Una vez que quedó claro que Malus tendría que permanecer en la torre de Nagaira sin el apoyo de sus guardias, durante una de sus infrecuentes reuniones, él se había afanado por establecer un plan de contingencia por si acaso necesitaba escapar.
—Dámelo —le susurró a Arleth Vann, al mismo tiempo que tendía las manos.
Un brazo del asesino surgió de debajo de la capa; sostenía un estrecho paquete cuadrado en forma de gancho. Con una flexión rápida y seca de muñeca, el guardia lo lanzó como si arrojara una daga, para que atravesara el espacio que los separaba y cruzara la saetera. Aunque estaba preparado, la rapidez del lanzamiento cogió a Malus por sorpresa, y el paquete le dio un fuerte golpe en el pecho. Manoteó durante unos segundos y finalmente lo cogió con ambas manos. Era de tela oscura y estaba atado con una cuerda, que cortó con la daga. Luego devolvió la atención a Arleth Vann.
—Todavía no voy a salir —susurró—, pero lo haré pronto. ¿Cómo va la restauración?
—Va bien —replicó el guardia—. Silar lo tiene todo controlado. Él y Dolthaic han contratado mercenarios para defender la torre hasta que escojas nuevos guardias. Hemos traído tu montura de vuelta a los establos, y está casi completamente curada.
Malus asintió con la cabeza.
—Bien hecho. Ahora regresa y duerme un poco. Pero mantened la misma vigilia; probablemente saldré en los próximos dos días, más o menos a esta hora.
La cabeza encapuchada asintió.
—Sí, mi señor —susurró, y después se marchó como una sombra que pasara ante la luna.
Malus devolvió el globo de luz bruja al tedero y ocultó el paquete bajo los pliegues del ropón. Los hombres de la sala de guardia seguían roncando cuando subió la escalera y se escabulló por la puerta. En el siguiente descansillo, el guardia lo observó con tranquilidad y lo dejó entrar en los aposentos de su señora con un deferente asentimiento de cabeza.
Una vez que dejó atrás al guardia, Malus sacó el paquete y lo desenvolvió. La tela negra ocultaba una caja hecha de madera fina. Dentro había una pequeña ballesta desmontada, cinco flechas envenenadas, un juego de ganzúas que apenas sabía cómo usar y, lo más importante de todo, un envoltorio más pequeño, del tamaño de la palma de una de sus manos. Sacó el envoltorio de la caja y volvió a meter el resto dentro del ropón, para luego desenvolver la única llave que realmente necesitaba para escapar de las manos de Nagaira.
El paño contenía un pesado amuleto octogonal unido a una larga cadena. La superficie del amuleto estaba cubierta de intrincadas runas que a Malus le habría resultado muy difícil describir, y más aún entender. Lo que sabía era que el Octágono de Praan era una potente reliquia mágica, capaz de absorber cualquier magia lanzada hacia quien lo llevara, por poderosa que fuese. Desde que había huido del campamento de la manada de hombres bestia de Kul Hadar, el octágono había quedado en el fondo de una alforja que colgaba de la silla de montar de Rencor, por lo que había pasado inadvertido a aliados y rivales hasta que Malus había instruido a Arleth Vann para que lo buscara y se lo llevara.
Malus se pasó la cadena por encima de la cabeza y dejó que el frío peso del octágono descansara sobre su pecho. Estaba seguro de que derrotaría cualquier defensa mágica de la torre que se dirigiera contra él, pero ¿qué sucedería con las simples alarmas que podrían activarse con su mera presencia? No tenía respuesta para ello, y la idea le daba dentera.
«Hay una sola manera de averiguarlo con certeza», pensó, decidido, y comenzó a subir por la escalera.
La última vez que había visitado el sanctasanctórum de Nagaira había habido guardias en el exterior. Esperaba que, con la señora en cama, los guardias estarían en otra parte. Malus giró en la esquina de la escalera de caracol, con una excusa poco convincente preparada para el caso de que le dieran el alto, y encontró desierto el pequeño descansillo. Un par de altas puertas dobles permanecían cerradas, y en la superficie brillaban dibujos de relumbrantes runas verdes. Otras runas recorrían la arqueada jamba hasta llegar al estilizado grabado de una mantícora, que sonreía burlonamente desde la llave del arco de la puerta.
Malus tragó con nerviosismo, contento de que no hubiera nadie cerca que pudiera ser testigo de su aprensión. Después de las cosas que había visto durante la incursión en la torre de su hermano Urial —también una especie de brujo—, tenía una ligera idea de la clase de poder que contenía ese tipo de defensas. «El medallón me protegerá. Me protegerá».
Posó una mano sobre el cerrojo. El metal estaba frío y se produjo una extraña vibración que agitó la superficie de las relumbrantes runas, como si hubiese metido la mano en un charco en el que se reflejara la luz.
Malus se preparó, hizo bajar el cerrojo, tiró de la puerta para abrirla y entró apresuradamente. Tuvo una leve sensación aceitosa al atravesar el umbral, pero nada más. Dejó escapar un rápido suspiro de alivio y cerró la puerta.
El sanctasanctórum estaba débilmente iluminado por luz bruja amortecida que sumía gran parte de la habitación en profundas sombras. Las habitaciones que ocupaba el sanctasanctórum se hallaban en la parte superior de la torre y eran, consecuentemente, las más pequeñas. Un hogar circular de piedra, entonces apagado, ocupaba el centro de la habitación, rodeado por dos mullidos divanes y varias mesas bajas. Las mesas, al igual que todos los otros bancos, estantes, nichos y pedestales, estaban cubiertas por pilas de rollos de pergamino, libros y otra parafernalia. Las librerías llenaban todas las paredes, y crujían bajo el peso de grimorios y polvorientos volúmenes. Al otro lado de la sala, Malus vio una escalerilla corta que ascendía hasta el piso de arriba. Nunca había subido allí, pero al pensar en ello recordó que, en una ocasión, Nagaira había mencionado que allí no había nada más que pilas de pergaminos y libros.
Por primera vez, Malus recorrió la habitación con la mirada y abarcó la descomunal cantidad de conocimiento contenido en ella. Cientos, quizá miles de obras, y ni una sola colocada según algo parecido a un orden lógico.
Se había equivocado por completo. Atravesar las mortíferas defensas mágicas no era la parte más difícil del plan. Lo era encontrar el libro que necesitaba en aquel laberinto de papeles. Y sólo le quedaban unas pocas horas antes del amanecer, cuando los esclavos de la casa comenzarían a recorrer los pasillos una vez más.
Al hierofante se le había escapado el nombre de un libro: El tomo de Ak’zhaal. Si eso no había sido una mera jactancia vacua del sumo sacerdote, el libro contenía detalles referentes a Tz’arkan. En alguna parte, entre sus páginas, tal vez se mencionaría también el lugar de descanso del ídolo de Kolkuth. Y aparte de la biblioteca del convento de la ciudad, no se le ocurría un sitio mejor que ése.
—Pero ¿dónde está El tomo de Ak’zhaal? —murmuró Malus para sí mismo—. Madre bendita, ¿y si ni siquiera está escrito en druchast?
El noble hizo una mueca que dejó los dientes al descubierto ante el pensamiento de que el conocimiento que buscaba pudiera estar bajo sus propias narices, oculto tras la escritura ilegible de algún mago demente.
El demonio se removió, y su risa entre dientes resonó dentro del cráneo de Malus. Tz’arkan había permanecido quieto desde el loco festín de la celebración, y su repentina voz hizo que el noble diera un respingo.
—¡Druchii impetuoso! ¿Justo ahora se te ocurre pensar en esas cosas? ¿Suponías que los brujos de la antigüedad escribían sus secretos en vuestro infantil alfabeto?
—¿Cómo iba a saberlo? Un conjunto de garrapatos es tan bueno como otro, ¿no es así?
—No, no es así.
—Hablas como si supieras muchos idiomas, demonio.
—Por supuesto. Conozco cada idioma hablado y escrito que ha producido este lastimoso mundo. De hecho, intervine en la creación…
—Excelente. En ese caso, puedes traducirme esas escrituras, ¿verdad?
Por un momento, el demonio no respondió.
—Sí, supongo —replicó, malhumorado.
—Bien —dijo Malus mientras miraba la librería más cercana—. Porque disponemos de muy poco tiempo para la lectura que tenemos por delante.