26: El ídolo de Kolkuth
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El ídolo de Kolkuth
No había techo. Se encontraba de pie en el centro de la torre cuadrada, rodeado de escaleras que llegaban a galerías que ascendían hasta donde alcanzaba la vista. Era un laberinto vertical que giraba y se retorcía sobre sí mismo, y se extendía hacia lo alto sin fin aparente. Desde el exterior, la torre había parecido simple y sin complicaciones, pero la realidad lo era todo menos simple, conformada por las dementes brujerías de Eradorius y el ídolo de Kolkuth.
Al fin, quedaba a la vista el laberinto del demente brujo, despojado de las ilusiones, pero no menos desalentador por eso.
Malus apretó los dientes, escogió una escalera al azar y comenzó a subir. Era estrecha y sinuosa, sin barandillas ni soportes que la anclaran, pero a pesar de todo, la piedra que pisaba era firme. Lo llevó hasta la segunda galería, y luego giró a la derecha para acabar en una pequeña habitación desde la que ascendían otras cuatro escaleras hacia lo alto de la torre.
«No pierdas el hilo —se dijo a sí mismo—. Estas cosas siguen unas pautas. Haz la misma elección cada vez para no perder la orientación».
Se encaminó a la misma posición que ocupaba la primera escalera en el piso de abajo, y comenzó a subir. La escalera ascendía hacia una difusa luz verde… y acababa ante una pared. Experimentó un momento de vértigo: le daba vueltas la cabeza y parecía que sus pies eran atraídos hacia la pared como por una fuerza gravitatoria. Avanzó otro paso…, y salió por la pared. Malus parpadeó, momentáneamente incapaz de orientarse.
La luz caía sobre él desde lo alto. Al mirar hacia arriba vio las galerías que se extendían interminablemente por encima de él. Estaba de vuelta en la habitación donde había comenzado.
—¡Bendita Madre de la Oscuridad! —maldijo Malus—, esto es una locura.
—Nunca en tu vida has dicho nada tan cierto —replicó Tz’arkan. Si el demonio tenía conocimiento alguno de las visiones que Malus había experimentado del laberinto, no dio muestras de que así fuera—. El laberinto es un reflejo de la torturada mente del propio Eradorius. Acabarás como uno de esos retorcidos fantasmas de la llanura antes de llegar a comprenderlo del todo a él y sus retorcidos senderos.
—No quiero comprender este condenado lugar —replicó Malus, furioso—. Sólo quiero llegar hasta el ídolo. —Intentó pensar en los recursos que tenía al alcance de la mano—. Necesitamos algo que nos permita dejar un rastro. —Sin embargo, no tenía tiza ni hilo. Enseñó los dientes—. ¿Puedes hacer algo para señalar el camino, demonio? —preguntó, reacio.
—Nada podría ser más sencillo —replicó Tz’arkan, y Malus sintió dolor en el dorso de la mano derecha.
El noble gritó al mismo tiempo que alzaba el brazo, y vio que las venas negras del dorso de la mano se le hinchaban y retorcían como anguilas de río. La piel se distendió cuando una de las venas adquirió vida propia; fuera de la mano se extendió un palpitante zarcillo y se metió en una rendija que había entre dos piedras del suelo. Se puso tensa, y Malus dedujo que había más vena que podía salir, como si fuera una madeja de bramante que pudiera desenrollar mientras caminaba. Sentía todo el largo del cordel vivo como una extensión de su propia piel. Era la sensación más repulsiva y turbadora que había experimentado en toda su vida.
—Apuesto a que nunca pensaste que tenías unas profundidades tan grandes a las que recurrir —dijo el demonio con una risa entre dientes—. Podríamos dejar tu hebra a lo largo de muchos kilómetros antes de que las entrañas se te desparramaran por el suelo.
Maldiciendo en silencio para sí, Malus escogió la escalera situada más a la izquierda y comenzó a subir otra vez.
No podía determinar si había estado subiendo durante horas o durante días.
Al principio, había hecho unos cuantos giros equivocados que lo llevaron a lugares en los que había estado antes, y había usado el cordel para volver sobre sus pasos. Con el tiempo, desarrolló la capacidad de sentir la vena que se extendía detrás de él, y comenzó a ser capaz de percibir cuándo comenzaba a girar en dirección a ella. Mientras continuara dejándola detrás sabía que estaba avanzando, y así ascendió lenta pero constantemente por la torre. El suelo ya se encontraba a muchas decenas de metros más abajo. Avanzaba, de eso no le cabía duda.
Por desgracia, tampoco le cabía duda de que algo lo acechaba dentro del gran laberinto del brujo.
Comenzó a oír sonidos distantes, golpes sordos y arañazos como de algo voluminoso que diera tumbos por el suelo de piedra. En una o dos ocasiones, cuando el recorrido lo llevó cerca del centro de la torre, se asomó a mirar las galerías de abajo y captó atisbos de movimiento entre las sombras. ¿Sería uno de los fantasmas de la llanura, o la torre tendría su propio guardián para mantener a los intrusos alejados de los secretos más recónditos?
Con independencia de lo que fuera, Malus tenía pocas opciones. No estaba dispuesto a volver sobre sus pasos para enfrentarse con quienquiera que fuese; muy bien podría ser lo que la criatura pretendía, para empezar. «No», decidió, si lo que quería era detenerlo, antes o después tendría que enfrentarse con él, y cuando lo hiciera ya se encargaría de ella.
No fue mucho después de tomar esta decisión cuando comenzó a oír gruñidos graves y largos resuellos, como si una bestia enorme lo olfateara en el aire y saliera tras su rastro. El sonido parecía proceder de todas partes: de arriba y de abajo, de la derecha y la izquierda, como si la criatura describiera círculos a su alrededor en el retorcido laberinto. Malus reprimió una creciente sensación de inquietud, y continuó adelante. «Cuanto más se me acerque, más próximo a mi meta tendré que estar», pensó.
Luego, sin previo aviso, llegó a una puerta. Se trataba de una sencilla puerta de madera, pero era la primera que veía desde que había entrado en la torre. Malus posó una mano sobre la anilla de hierro y tiró para abrirla…, y oyó un iracundo bramido que resonó en alguna parte a su espalda. «Ahora sí que estamos progresando», pensó el noble.
Al otro lado de la puerta había una habitación con otro conjunto de escaleras, una visión de aspecto inquietantemente familiar. Pensando con rapidez, escogió una escalera y comenzó a subir. Acababa en otra puerta, y otra habitación virtualmente idéntica a la que había abandonado.
En la habitación que tenía justo detrás, algo enorme se estrelló contra la puerta con atronador estruendo, y en ese preciso momento Malus recordó los sueños que había tenido. Sin saber por qué, echó a correr. Como si oyera los precipitados pasos, el guardián del laberinto bramó tras él, y la puerta golpeó contra el marco cuando la criatura irrumpió en la estancia.
Malus continuó corriendo, concentrado en el cordel que se desenroscaba de su mano y que usó para dirigir sus pasos hacia lo alto. Lo perseguía el estruendo, porque la criatura abría brutalmente cada puerta que él dejaba atrás. Cualquier cosa que fuera, por el ruido parecía algo enorme y poderoso, cargado de creciente furia. Habría intentado provocarlo con pullas si le hubiera sobrado aliento.
De repente, el noble atravesó otra habitación idéntica y ascendió otra escalera…, y volvió a encontrarse ante la balaustrada de una galería que daba al centro de la torre. Estaba ya tan arriba que el suelo era invisible en la luz verdosa. Más se sorprendió al ver que sólo tenía una escalera delante, que conducía hacia lo alto. Al percibir que se hallaba cerca del final del maldito laberinto, continuó corriendo, apenas consciente de que el ruido de la persecución había cesado.
La escalera ascendía sin soporte alguno por el aire de encima de la galería, describiendo curvas y más curvas hasta un punto central. Acababa en un descansillo y un par de puertas con runas grabadas.
«Al fin», pensó Malus. Sonriendo con expresión de triunfo, cogió una de las anillas de hierro y tiró de la puerta para abrirla…, ¡y por ella saltó una criatura descomunal que lanzó un atronador rugido al mismo tiempo que blandía una hacha gigantesca!
«Es el guardián del laberinto», comprendió Malus, que se echó hacia atrás justo a tiempo de evitar el mortal tajo del arma del monstruo.
Era una criatura inmensa, cuya cabeza y hombros sobrepasaban a Malus. El cuerpo de poderosa musculatura tenía aspecto brutal y humano, pero la piel brillaba como el latón y su cabeza era como la de un toro enfurecido. La criatura barría el aire con amplios arcos poderosos de hacha, pero comparada con el druchii era torpe y lenta. Malus lanzó un grito salvaje y se escabulló por debajo de la guardia del monstruo para asestarle un tajo al enorme vientre. Justo en el punto culminante del barrido, no obstante, su mano fue detenida en seco: la vena que le salía de la mano lo frenaba. La hoja alcanzó el monstruo, pero el golpe fue débil, y el agudo filo pasó inofensivamente de soslayo por un costado del guardián. Éste avanzó hacia el noble al mismo tiempo que dirigía un tajo hacia su cuello, y Malus tuvo que retroceder.
—¿Qué estás haciendo? —se enfureció Tz’arkan—. ¡Mátalo!
Malus apoyó los pies con firmeza y se lanzó hacia adelante como una víbora, con la espada en dirección a una rodilla del monstruo. Esa vez, la vena tenía el largo suficiente para que el arma impactara con fuerza, aunque rebotó con un áspero tañido.
—¡Mi espada no puede atravesarle el pellejo! —gritó Malus, horrorizado—. ¡Es como si fuera de latón macizo! ¿Tú no puedes hacer algo?
El hacha salió disparada hacia él en un golpe corto de revés, y Malus la vio venir un segundo demasiado tarde. Sólo lo golpeó de soslayo en el peto, pero la fuerza del impacto lo hizo volar. Durante un espantoso instante atravesó el aire, y en el último momento, se detuvo al borde de uno de los escalones. Le quedaron los pies colgando sobre el abismo central de la torre, y soltó la espada para intentar hallar asidero en las lisas piedras.
Una sombra enorme apareció sobre él. El guardián avanzaba pesadamente hacia él, y sus pies pisaban con cuidado entre los bucles del cordel viviente de Malus. El noble gruñó con ferocidad, y se envolvió la mano con un bucle de la vena.
—He visto lo bien que luchas —dijo mientras observaba atentamente los movimientos de la criatura—. ¡Veamos lo bien que conservas el equilibrio!
Justo cuando llegaba hasta él, el guardián puso un pie dentro de un bucle del cordel. Malus tiró con todas sus fuerzas para tensarlo en el momento en que el monstruo dio otro paso. La descomunal criatura tropezó y agitó los brazos para intentar recobrar el equilibrio, y luego, con un desesperado bramido, se precipitó por encima de la cabeza de Malus hacia el fondo del abismo central. El noble soltó el cordel y oyó cómo el alarido se alejaba. Para cuando Malus hubo subido a la escalera y hubo rodado, jadeante, hasta quedar de espaldas, la criatura impactó contra el fondo con un sonido como el de una campana enorme.
Al otro lado de la puerta doble del final de la escalera encontró una pequeña habitación octogonal. Dentro había un complicado conjunto de sigilos tallados en el suelo, en torno a un pedestal de piedra. Al pie del pedestal yacía un esqueleto contorsionado, cuya postura denotaba una muerte dolorosa. Sobre el pedestal descansaba un ídolo forjado en latón, de apenas treinta centímetros de altura.
El ídolo de Kolkuth. Al verlo, Malus esperaba sentirse triunfante, pero en cambio le sobrevino una especie de asco.
—¿Tanta sangre e intrigas por un trozo de chatarra de latón? —se preguntó.
—¿Puede el latón alterar el tiempo y el espacio a capricho de su dueño? —replicó Tz’arkan—. Cógelo, Malus. Tienes la segunda reliquia al alcance de la mano.
En el aire de la pequeña estancia palpitaban poderosas energías. Malus estudió el esqueleto con precaución.
—¿Es Eradorius?
—En efecto —confirmó el demonio, algo divertido—. Tantos esfuerzos para construir una torre en la que pensaba que yo no podría encontrarlo… Este loco erigió un laberinto que escapa a la comprensión de los hombres mortales, y puso en él un guardián implacable para que la protegiera… Pero en su celo paranoico le entregó demasiado poder al guardián, que no sólo mantuvo fuera a los demás, sino que dejó a Eradorius atrapado dentro. Una ironía maravillosa, ¿no te parece?
Al avanzar, las puntas de las botas de Malus rozaron el borde de los sigilos… y lo inundó una poderosa ola de desorientación, como si él fuese un trozo de madera arrojado a un mar tormentoso, y sin embargo, al mismo tiempo, todo le resultaba familiar, como si hubiese estado allí muchas veces antes.
Se dio cuenta de que el tiempo y el espacio se deformaban dentro de los bucles de los sigilos. Avanzó otro paso hacia el ídolo, y su mente se inundó de visiones.
Colgaba de unos ganchos dentro de la torre del vaulkhar, delirante de dolor.
Se encontraba de pie sobre la cubierta de un barco agitado, en medio de una batalla, y se agachaba en el último instante para evitar una saeta de ballesta disparada por un aspirante a asesino.
Estaba en medio de una arremolinada refriega, y esquivaba por poco un tajo de la espada con que Bruglir pretendía decapitarlo.
Todos los puntos conducían a ese momento. Malus avanzó otro paso, y las visiones continuaron para adentrarse en el futuro.
Alzaba los brazos con gesto de triunfo sobre una extensión de arena manchada de sangre, con la cabeza de un druchii decapitada en las manos.
Él y Yasmir caminando hacia él por un puente hecho de cráneos, desnudos y luminosos; ella con las destellantes dagas en las manos.
Vio una torre a contraluz sobre un hirviente cielo rojo, ase diada por un ejército que ennegrecía la nevada tierra y pedía a gritos su sangre.
Malus tropezó y avanzó con rapidez, y las visiones se aceleraron.
Se vio sobre un trono de roble rojo con un collar de vaulkhar en torno al cuello.
Se vio a la cabeza de un vasto ejército druchii que cargaba por un camino hacia un ejército elfo que lo aguardaba, con los altos acantilados de Ulthuan encumbrándose por encima de su cabeza.
Estaba de pie en una grandiosa torre de Naggaroth, y miraba hacia un paisaje inundado de oscuridad y tormentas.
La mano con que el noble palpaba ante sí se cerró sobre algo frío y duro. Alzó al ídolo del lugar donde descansaba, y se produjo un cegador destello de luz blanca.
Malus salió dando traspiés por el portal de Urial, y se halló en medio de una violenta tempestad. El viento y la lluvia acometían la ciudadela, y aullaban al atravesar el agujero abierto por el demonio skinrider. Cuando el noble cayó de rodillas, la lluvia fría le pareció una bendición de la Madre Oscura. De las junturas de su armadura ascendía vapor, y él jadeaba para inspirar ávidamente el aire húmedo.
Urial se tambaleó, casi sin fuerzas, y extendió una temblorosa mano para apoyarse en una pared cercana. Hauclir se encontraba al pie de la escalera de la torre, rodeado por los cuerpos de media docena de skinriders. A los pies del guardia se encharcaban sangre y bilis que aguaba la lluvia torrencial.
Hauclir corrió hacia Malus.
—¿Estás bien, mi señor?
Malus asintió con la cabeza.
—Bastante bien, por ahora —replicó—. ¿Cuánto he tardado?
—Unos pocos minutos —informó Hauclir a gritos para hacerse oír por encima del viento—. En un momento, las cosas estaban tal y como las dejaste, y luego, de repente, oímos un alarido terrible y arreció el viento.
—Fue el demonio —dijo Urial con voz cansada—. La magia que rodeaba la isla ha desaparecido, y el espíritu fue atraído de vuelta a la Oscuridad Exterior.
—¿Y la tormenta? —preguntó Malus.
—El mundo reclama la isla —replicó Urial—. Es una tormenta de tiempo que estalla sobre el islote y todo lo que hay en él. —Mientras decía esto, se produjeron una serie de ruidos penetrantes, y una enorme telaraña de rajaduras se propagó por los ladrillos que formaban el muro cercano—. ¡Será mejor largarse de aquí!
Los druchii salieron dando traspiés al viento y el aguacero. En el exterior hallaron una escena de terrible devastación. La flota de los skinriders ardía o estaba trabada en los estertores de mortales acciones de abordaje con los supervivientes de la flota druchii. De las siete naves de Bruglir sólo tres habían sobrevivido, y dos de ellas parecían demasiado dañadas para hacerse a la mar. Se oyeron potentes detonaciones en la ensenada cuando comenzó a fallar la brujería que mantenía de una pieza a los barcos de los skinriders, y las junturas podridas reventaron mientras los mástiles caían de los encajes. En la orilla, un dosel de humo ascendía de la aldea abandonada, donde un edificio tras otro se derrumbaba bajo la avalancha de los años.
Se oyó un estruendo terrible procedente de lo alto. De inmediato, el noble corrió por la pendiente del dique marino y halló un saledizo bajo el que meterse justo cuando la ciudadela comenzaba a derrumbarse. Los ladrillos antiguos estallaban en polvo al chocar contra el dique. Una catapulta que pesaba tanto como una docena de hombres voló en arco por el aire y cayó dentro de la ensenada, donde alzó una tremenda cortina de agua. Al otro lado de la pequeña bahía se oyó otro estruendo rechinante cuando la torre del jefe también se derrumbó y derramó su contenido que cayó por la pared del acantilado.
Cuando el último de los ladrillos se hizo pedazos y cayó a las aguas de la ensenada, el viento amainó hasta casi cesar. En el fondeadero, los barcos de los skinriders se hundían, con las bodegas inundadas. Columnas de humo ascendían hacia lo alto desde los ruinosos cascos en llamas. Desde lejos llegaron hasta Malus los gritos de guerra de los corsarios druchii, que se recobraban de la conmoción de la tormenta y se lanzaron contra los desmoralizados oponentes. La batalla había acabado; entonces comenzarían la carnicería y la celebración.
Cuando el viento era favorable, llevaba hasta Malus los alaridos de los moribundos.
Habían hecho unos cuantos centenares de prisioneros después de la batalla, y los supervivientes de la flota de Bruglir habían saciado su sed de dolor sobre los cuerpos ya torturados de los enemigos. A despecho de que la voz popular decía que aquellos piratas estaban más allá del sufrimiento, los druchii hallaron modos de hacer que los skinriders sufrieran por lo que habían hecho.
La caverna de debajo de la ciudadela aún olía a podredumbre, pero Malus apenas lo notó. Avanzaba por la cueva, con cuidado de no pisar los cuerpos retorcidos. De vez en cuando oía, a lo lejos, los gritos de otros marineros druchii que buscaban a su santa viviente. Urial continuaba convencido de que Yasmir había sobrevivido a la batalla y la hallarían ilesa. Estaba claro que la tripulación también lo creía, y eso era lo único que importaba. Cuando los corsarios no buscaban a Yasmir, se dedicaban a abrir las bóvedas de tesoros de las profundidades de la ciudadela, y a sacar cofres de oro a la luz del día. Hauclir se había hecho cargo de las tareas de recuperación, que progresaban aprisa.
Malus se arrodilló junto al cuerpo de un druchii que llevaba armadura de corsario. El cadáver estaba rígido, pero aún no había comenzado a pudrirse en el aire fresco. Hizo rodar al muerto hasta dejarlo de espaldas, y frunció el entrecejo al descubrir que no era el que buscaba. El noble, arrodillado, se sentó sobre los pies y recorrió la carnicería con la mirada. Sus ojos se posaron sobre otra figura que se encontraba más cerca del foso de sacrificio. Tras asentir para sí mismo, se encaminó hacia el cadáver.
Habían pasado tres días desde la batalla de la ensenada. Después de salir por el portal mágico, el sueño de Malus se había visto libre de portentos. Entonces lo inquietaban sus pensamientos de vigilia.
Al llegar al cadáver, supo de inmediato que era el que buscaba. Con un gruñido debido al esfuerzo, bizo rodar el cuerpo para tenderlo de espaldas, y lo estudió pensativamente. Pasado un momento, sacó del cinturón un cuchillo de hoja estrecha y se inclinó sobre el rostro destrozado. El agudo filo se hundió fácilmente en la piel suelta. El noble sonrió levemente mientras hacía cortes con largos movimientos elegantes.
Sabía que tendría que rendir cuentas cuando regresara a Hag Graef. Lurhan se pondría furioso cuando se enterara de la muerte de su primogénito. Bruglir había sido el sucesor escogido por el vaulkhar, su orgullo y alegría, pero Lurhan era también un hombre pragmático. Otro de sus hijos tendría que pasar a ocupar el lugar de Bruglir.
El noble dejó el cuchillo a un lado y levantó el resultado de su obra con dedos delicados. Dentro de pocos meses, regresaría al Hag como héroe conquistador, y tanto el drachau como su padre tendrían que tratarlo como tal. A partir de entonces, las posibilidades serían ilimitadas.
Malus alzó la cara de Bruglir a la luz, y la colocó cuidadosamente sobre la suya propia.
—Máscaras sobre máscaras… —dijo con una sonrisa afectada. Le quedaba bien.