7: El altar de los perdidos

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El altar de los perdidos

Habían dedicado casi dos horas a revisar un tercio de los libros contenidos en la sala principal, por no hablar de las pilas de volúmenes que se guardaban en la de arriba. Malus se había esforzado por mantener a raya la frustración: si él y Tz’arkan realmente formaban parte de las confabulaciones de Nagaira, los libros que ella había estado consultando se encontrarían a mano, en lugar de acumulando polvo en un remoto rincón del sanctasanctórum. El alba ya estaba próxima cuando Malus casi tropezó con El tomo de Ak’zhaal. Cuando se precipitaba hacia la siguiente librería, atisbo un gran libro encuadernado en cuero que estaba en el suelo, cerca de uno de los divanes, oculto debajo de una bandeja llena de trozos de queso viejo y migajas de pan. Las runas del lomo del libro no significaban nada para él, y sin embargo, cuando lo miró, tuvo la sensación de que una película de aceite se le deslizaba sobre los ojos y, por instinto, supo qué significaba la escritura antigua.

Aun así, la mayor parte del texto le resultaba indescifrable. Algunos fragmentos versaban sobre historia, y otros eran referencias a artes hechiceras que desconocía por completo. Malus recorrió con los ojos una página tras otra, ansioso de hallar referencias a Tz’arkan, pero se vio chasqueado una y otra vez. Pasada media hora se distrajo, y se encontró con que estaba atento por si oía que una mano accionaba el cerrojo de la puerta, preguntándose qué le diría al esclavo —o, peor aún, a su hermana— cuando lo descubriera.

Luego, tras haber pasado las páginas de dos tercios del libro, comenzaron a aparecer las referencias. Al principio, los comentarios eran de cosas que ya sabía: Tz’arkan era un poderoso demonio que había caminado por la tierra en tiempos de la Primera Guerra, muchos milenios antes, pero lo habían engañado y lo habían sometido al servicio de cinco poderosos brujos del Caos. Con el poder y conocimiento del demonio a su disposición, los brujos se habían convertido en temibles conquistadores que hacían retroceder a los enemigos. Al final, no obstante, los diabólicos dones del demonio habían acabado siendo la perdición de los brujos, que, uno a uno, habían sido hechos pedazos por rivales enloquecidos por la codicia y la sed de sangre, o consumidos en conflagraciones mágicas demasiado poderosas para que ellos pudieran contenerlas.

Según el libro, el brujo Eradorius tenía el control del enigmático ídolo de Kolkuth, que ya en aquella época antigua era una reliquia de tiempos perdidos. Eradorius fue el primero en percibir el peligro de los dones del demonio y, como resultado, murió antes que los otros. Rodeado de tenientes traidores que ansiaban su poder, y temeroso de que sus compañeros brujos conspiraran para asesinarlo, Eradorius huyó de su enorme palacio y de sus legiones de soldados, y buscó refugio en una pequeña isla de los mares septentrionales, azotados por tempestades. Allí esperaba burlar la venganza del demonio al huir a un santuario que ningún enemigo —mortal ni demoníaco— podía expugnar.

El noble inspiró bruscamente y devolvió la atención al gran libro que descansaba, abierto, sobre la mesa baja que había junto al diván. Volvió cuidadosamente las páginas con las yemas de dos dedos y reparó, con alarma, en que el viejo pergamino crujía bajo su contacto.

En la Era de Ceniza y Carmesí, el brujo Eradorius, conocido por los hijos de Aenarion como uno de los terribles Señores de la Piedra Negra, abandonó el confinamiento de su ciudadela de Harash-Kam y viajó sobre los vientos cargados de ceniza como un gran wyrm. La oscuridad y el terror lo seguían, y los secuaces menores de los Poderes de Destrucción lanzaban lamentos y maldiciones cuando él pasaba.

El brujo viajó por los cielos durante siete días con sus noches, hasta que los mares color pizarra del norte se extendieron hasta donde llegaba la vista. Surcó el aire por encima de aquellas frías aguas violentas, hasta que, al fin, atisbo una rugosa silueta de piedra que se alzaba de las gélidas brumas: el islote llamado Morhaut, que en el idioma de los primeros hombres significaba «el altar de los perdidos».

Sobre esta encantada roca descendió el temido mago y extendió su mano como una garra para doblegar al islote maldito a su voluntad. Usó los secretos que le había entregado el Condenado y abrió profundos túneles en la roca, el aire y el paso de los años. Eradorius construyó una torre con poder y locura, que se alzaba hacia el cielo y penetraba en los mundos del más allá, hasta un lugar carente de paredes, corredores y puertas. Cavó en el lecho rocoso del mundo en busca del espacio vacío del otro lado, donde el demonio prisionero en la tierra no pudiera encontrarlo. Y allí desapareció del conocimiento de sus congéneres, escapó de las garras del Condenado y se perdió por todos los tiempos.

—Morhaut —gruñó Malus, ceñudo—. Por supuesto. Debería haberlo sabido.

El noble sintió que el demonio se removía dentro de su pecho.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Malus resistió el impulso de arrojar el libro antiguo al otro lado de la sala.

—Porque es poco más que una leyenda, y nunca ha vuelto a verse a ninguno de los druchii que han salido a buscar el islote.

Se puso de pie de un salto y se encaminó hacia un gran mapa que colgaba de una de las paredes del sanctasanctórum, en un marco de madera.

—El verano pasado, durante la incursión esclavista, oí contar varias versiones de la historia —dijo mientras sus ojos vagaban por la gran extensión de pergamino amarillento—. Es un islote de barcos perdidos de la época de la Primera Guerra, rodeado de mortíferos escollos y nieblas impenetrables.

El noble pasó un dedo a lo largo de la recortada costa oriental de Naggaroth, luego siguió por la costa nordeste, desde los estrechos cercanos a Karond Kar, por una gran extensión de violento mar gris.

—Madre de la Noche —maldijo en voz baja—. Necesitaré toda una flota. Barcos incursores, guerreros, y también maldita brujería.

—¡Qué grandioso! —se burló el demonio—. Dejas que una pequeña degustación de adoración se te suba a la cabeza, o simplemente estás buscando una razón para saquear más mi tesoro.

—¡Ojalá fuera cierto eso! —gruñó Malus—. Les arrojaría hasta tu última pizca de oro a los esclavos del barrio del Mercado si con eso pudiera hallar fácilmente tus malditas reliquias. No, las aguas del norte hierven de bárbaros. Un solo barco no duraría una semana en esos mares.

—¿Bárbaros?

Malus asintió con la cabeza.

—Los piratas de Norsca reclaman los mares del norte como propios, y hay fortalezas bárbaras en casi todas las islas. En el verano bajan hacia el sur y efectúan incursiones costeras contra Ulthuan y los territorios humanos, más o menos como nosotros. Algunas de las hordas más temerarias incluso hacen incursiones en Naggaroth, de vez en cuando, y atacan nuestros barcos corsarios cuando regresan cargados con el botín.

—¿De verdad? Ya veo por qué no te gustan mucho. Se parecen demasiado a los druchii.

—No se nos parecen en nada —le espetó Malus—. Nosotros atacamos otros territorios para conseguir oro y carne con que sustentar nuestro reino. Los débiles sufren para que los fuertes puedan sobrevivir: es la ley del mundo, y nosotros somos sus mejores depredadores. Esos bárbaros existen sólo para destruir. Queman y asesinan sin razón, sin propósito. Son destructivos e ignorantes, como animales. —El ceño del noble se frunció aún más—. Los peores de entre ellos son los skinriders.

—Pareces todo un experto en esos bárbaros humanos —se burló el demonio—. Para ser un erudito, tienes extraños intereses.

—Los skinriders has sido una espina clavada en el costado de Naggaroth durante años; hacen presa en nuestros barcos cuando regresan a casa cargados de carne para nuestros mercados —replicó Malus, con acritud—. Cogen la piel de otros para cubrirse el supurante cuerpo en carne viva. Adoran al dios demonio de la pestilencia y son recompensados con una fuerza y una vitalidad terribles. Pero la piel se les cae del cuerpo enfermo como cera podrida, y sufren una constante agonía a menos que puedan cubrirse la carne viva con una piel no contaminada. Son las recompensas que obtienen por depositar su fe en las palabras de demonios.

—Me insultas, pequeño Darkblade. Yo estoy entre los más honorables de los seres. He obedecido al pie de la letra cada una de tus solicitudes, ¿no es cierto? No me culpes a mí por tu falta de imaginación o ingenio. ¿Acaso esos skinriders no son poderosos guerreros bendecidos por su deidad patrona?

—Lo son. De hecho, infestan los mares del norte como una plaga, e incluso los otros incursores les pagan tributo en pieles y víctimas de sacrificio. En efecto, la leyenda dice que su fuerza es tan grandiosa y su brujería tan potente que se han apropiado de la isla más peligrosa de la región de sus fortalezas.

—El islote de Morhaut.

—Ahora comienzas a ver la envergadura del reto que tengo ante mí —replicó Malus, ceñudo—. Así pues, una flota, soldados y un brujo. Y pronto, condenadamente pronto. El deshielo de primavera comienza dentro de poco más de una semana, y los corsarios de Ciar Karond se harán a la mar en cuanto puedan.

—Ah, sí. La arena cae dentro del reloj. Debes hallar otro modo, Malus. No hay tiempo para planes tan elaborados.

Al recordar dónde estaba, Malus miró hacia la ventana más próxima y vio que el cielo había palidecido casi hasta la tonalidad gris de la mañana. Sin duda, los esclavos, en los niveles inferiores de la torre, estaban despertando y preparándose para el día.

—Tengo pocas alternativas, demonio —gruñó Malus mientras corría de vuelta al diván y devolvía el libro al sitio que había ocupado en el suelo—. No puedo reunir yo solo una fuerza semejante. Debo convencer a algún otro para que me la proporcione.

—Las celebraciones te han trastornado el juicio, pequeño druchii. ¿Quién va a proporcionarte un poder como ése? ¿El drachau? ¿El propio Rey Brujo? —Tz’arkan rió, burlón.

—Tendría más suerte con mi propio padre —replicó Malus con amargura. De repente, se irguió, con las oscuras cejas fruncidas—. Por otro lado…

El demonio se removió debajo de sus costillas.

—¿Sí?

Malus sonrió como un lobo.

—Soy un estúpido. Todas las piezas están justo delante de mis narices. Sólo tengo que comenzar a tirar de algunos hilos. Es perfecto.

El noble sintió que el peso de la atención del demonio se posaba sobre él como un manto de hielo.

—¿Qué locura estás considerando ahora? ¡Dímelo!

Malus corrió hacia la puerta mientras su mente trabajaba con ahínco y las piezas del plan se unían. A pesar de lo cansado que estaba, ese día no dormiría.

—Lo primero es lo primero —dijo, tanto para el demonio como para sí mismo—. Si no vuelvo a la cama antes de que despierten los esclavos, las cosas pueden ponerse realmente incómodas.

★ ★ ★

En el fondo de la plaza, un esclavo gritó de terror e hizo volar la arena manchada de sangre al lanzarse hacia un lado cuando el gélido cargó. El joven humano casi logró esquivarlo, pero calculó el salto con un segundo de retraso y las mandíbulas del nauglir se cerraron sobre las roñosas piernas del hombre. Los colmillos afilados como navajas y largos como cuchillos cortaron ambas extremidades justo por debajo de las rodillas, y lanzaron al hombre al aire, girando en medio de una brillante fuente de sangre. El jinete del gélido, ataviado con armadura negra, tiró de las riendas para detener la enloquecida carrera de la montura y dar la vuelta hacia el esclavo, mientras los nobles de las tribunas siseaban con desprecio o gritaban palabras de aliento.

La pequeña plaza se estremeció bajo el peso combinado de una docena de gélidos cuando el torbellino del juego de shakhtila llegó a su fin. De las seis docenas de esclavos que habían comenzado el juego, sobrevivían aún menos de un tercio y se encontraban dispersos por todo el campo. La mayoría de los supervivientes todavía aferraban endebles lanzas o espadas cortas, tenían el semblante pálido y sus cabezas giraban enloquecidamente con el fin de mantener a la vista a todos los gélidos. Malus vio que el esclavo sin piernas intentaba arrastrarse por la arena con las manos, pero dos jinetes de armadura roja pertenecientes al equipo contrario lo vieron y espolearon las monturas hacia él. El druchii que iba en cabeza blandía un sable ensangrentado, mientras que su compañero de equipo empuñaba una larga lanza. Los jinetes controlaron expertamente la velocidad de las bestias, que corrieron en una línea tan recta como la trayectoria de una flecha hacia el indefenso hombre. Antes de que el humano pudiera darse cuenta del peligro, el sable descendió con un destello y le cortó la cabeza, que el lancero que venía detrás ensartó en la punta de acero cuando el macabro trofeo aún giraba en el aire. El jinete negro bramó de impotente furia en el momento en que el lancero rojo alzó el trofeo hacia el reducido público que los miraba desde lo alto.

La plaza era una de las más lujosas de la ciudad y servía sólo a las más ricas familias de Hag Graef. Normalmente, los lujosos palcos que rodeaban la arena podían dar cabida a algo más de dos centenares de druchii con sus guardias, pero ese día los jinetes jugaban para poco menos de dos docenas de nobles, todos ataviados con brillante armadura y cadenas de plata y oro. Muchos de ellos alzaron enjoyadas copas para saludar el punto obtenido por el equipo rojo, mientras que otros picaban las delicias ofrecidas en bandejas de plata o discutían entre sí sobre los méritos de los diferentes jinetes. Eran todos jóvenes ricos que llevaban la espada con ostentoso orgullo y se conducían con la osada seguridad de todos los poderosos. Sin embargo, el noble no pudo evitar darse cuenta de que cada uno de esos hombres, con independencia de lo que estuviera haciendo, se había situado de manera que pudieran vigilar cada movimiento de la escultural mujer que se encontraba reclinada en medio de ellos.

Malus estaba de pie en lo alto de la escalera que descendía hasta los palcos desde las galerías menos distinguidas de arriba. Con un sobresalto, se sorprendió al comprobar el estado de su propio atuendo, de modo que ajustó la posición de la esmaltada armadura y la colocación de las espadas gemelas que le había regalado su hermana. Con el octágono en su poder, le había resultado relativamente fácil esquivar las protecciones de Nagaira y escapar sin dar la alarma. Silar y los otros guardias se habían sorprendido ante su repentina llegada a la torre acabada de restaurar, pero unas pocas órdenes cortantes los habían hecho correr a inquirir el paradero de la persona a quien él deseaba ver.

Silar y Arleth Vann habían insistido en que saliera con un séquito adecuado, pero, una vez más, Malus se había visto obligado a ordenarles que se quedaran en la torre. El instinto le decía que la presencia de los guardias sólo habría complicado más las cosas; lo último que necesitaba era que un noble acalorado malinterpretara una palabra o un gesto que condujeran al derramamiento de sangre. Ya tenía bastantes enemigos con los que enfrentarse.

Malus inspiró profundamente, concentró todos sus sentidos y comenzó a bajar la escalera. No menos de tres nobles saltaron para impedirle la entrada al palco, al mismo tiempo que desplazaban una mano hacia la empuñadura de la espada. «Unos estúpidos que tienen mucho que demostrar», pensó, aunque puso cuidado en que el desdén no aflorara a su cara.

Por un fugaz instante, Malus no supo muy bien cómo hablarles a los hombres. La situación representaba un complicado enredo de etiqueta: por un lado, cada uno lo superaba claramente en términos de riqueza y prestigio, pero por otro también eran guardias, y él tenía un lazo de sangre con la mujer a la que servían. Además, estaba el hecho de que probablemente él había matado a más hombres en batalla que todos los guardias juntos, y que no estaba de humor para inclinarse ante nadie.

—Apartaos, mastines —dijo con una sonrisa cómoda y un destello de amenaza en los ojos—. He venido a hablar con mi hermana.

El jefe del trío, un hombre de rasgos afilados, con dientes finamente aguzados y una hilera de aros de oro brillante en cada oreja, se inclinó hacia adelante e hizo el gesto de desenvainar una de las espadas elaboradamente ornamentadas que llevaba.

—Ésta es una fiesta privada, Darkblade. Si deseas el placer de la compañía de mi señora, ve a pedirle una cita a su chambelán, o te echaremos a la arena para que te mastique un nauglir.

Malus miró al noble a los ojos.

—Estás demasiado cerca —dijo con calma.

—¿Ah, sí? —El joven se inclinó aún más, casi hasta que su nariz tocó la de Malus—. ¿Te hago sentir incómodo?

Malus aferró el codo del brazo de la espada del noble con la mano izquierda y le dio un puñetazo en la garganta con la derecha. Al guardia se le salieron los ojos de las órbitas y se dobló por la mitad, presa de arcadas y jadeando. Malus empujó al hombre para lanzarlo contra uno de sus compañeros, y ambos cayeron uno sobre otro.

El tercer guardia abrió más los ojos. Antes de que lograra desenvainar siquiera a medias la espada, Malus avanzó rápidamente hacia él, hasta que casi quedaron nariz con nariz. El noble dio un paso atrás en un intento de dejar el espacio suficiente para acabar de desenvainar la espada, y Malus lo ayudó con un fuerte empujón en medio del pecho. El guardia lanzó un alarido y retrocedió con paso tambaleante, tropezó con un par de guardias que estaban sentados y soltó la espada.

Unos gritos coléricos inundaron el palco, y se oyó el raspar de una docena de espadas al salir de la vaina, pero la voz sedosa de una mujer atravesó el tumulto por encima del ruido de la pelea y el estruendo del combate de abajo, y detuvo en seco a todos los hombres.

—¡Basta! ¡Basta! Si mi hermano desea tanto hablar conmigo que arriesga su preciosa piel, escucharé lo que tenga que decir.

Los guardias se quedaron inmóviles. Incluso el hombre al que Malus había golpeado en la garganta logró contener las arcadas y los jadeos. La presencia de ella inundaba el palco como un estallido de fría luz solar, y los nobles se sometieron de inmediato. Volvieron a lo que hacían antes de la repentina interrupción, y abrieron un sendero para que Malus se aproximara a la reclinada figura de su hermana Yasmir.

Ella lo observaba con expresión de leve curiosidad, y a pesar de sí mismo, Malus se sintió como si lo estuviesen arrastrando al interior de los grandes ojos violeta de ella. En ese momento, se dio cuenta de que el atractivo mágico que Nagaira había usado con él en la fiesta no constituía más que una débil imitación del encanto hechicero de Yasmir. Era en todo la belleza druchii ideal: esbelta y sensual, con una piel de alabastro perfecta y un rostro de huesos finos que parecía relumbrar contra el telón de fondo de su lustroso cabello negro. Ni siquiera la atemorizadora presencia de Eldire podía compararse con ella, ya que se había construido una personalidad pública basada en la magia, la enorme influencia y el artificio. En el caso de Yasmir, el atractivo que poseía no requería esfuerzo, como la luz solar que brilla sobre la superficie de un glaciar. Tenía la certeza de que en ella había un enorme peligro, pero a pesar de todo estaba ciego ante tal eventualidad.

—Bien hallada, hermana —logró decir mientras se esforzaba por recobrar la compostura.

Se le ocurrió que era la primera vez en su vida que le hablaba a Yasmir; al ser la tercera hija de Lurhan, era casi adulta cuando Malus nació. Aparte de las ocasiones de observancia obligatoria como el Hanil Khar anual, nunca se veían.

—No…, no sabía que te interesaras por los deportes.

Yasmir sonrió con expresión inquietantemente genuina y carente de afectación.

—Yo diría que depende de la naturaleza del juego —replicó.

Tenía una voz melodiosa y suave como piel de cebellina. En ella no había ni una sola nota áspera, e hizo que Malus se preguntara si alguna vez en la vida había tenido que alzar la voz por algo.

—Vaklyr y el señor Kurgal intentan demostrar cuál de los dos es superior en destreza guerrera, así que los dos rivalizan por el número de cabezas cortadas en la arena. El equipo rojo del señor Kurgal parece ir en cabeza, y los hombres de Vaklyr están perdiendo algo más que el juego. —En sus ojos había un espeluznante brillo de alegría—. ¿Qué piensas de su destreza como jinete, Malus? Corre el rumor de que eres todo un experto en gélidos.

Malus se encogió de hombros.

—El señor Kurgal ha servido durante muchos años a nuestro padre como Maestro de Caballería. Él y sus hombres son los auténticos expertos. Yo sólo me pongo a criar nauglirs porque me divierte. —Se puso a estudiar los movimientos de los jinetes sobre la arena para ocultar la inquietud que sentía—. Vaklyr está demasiado ansioso. Se muestra demasiado agresivo. Está claro que intenta ganar algo más que un simple juego.

Era obvio que se había tropezado con la última riña entre unos ardientes rivales por el amor de Yasmir. Rivalizaban constantemente unos con otros por las atenciones de ella, y la hermana de Malus siempre lograba darles justo el motivo suficiente para hacer que volvieran a su lado una y otra vez. Se decía que Yasmir había matado a más caballeros de Hag Graef que cualquier ejército enemigo. Malus nunca se había detenido a pensar cuánta habilidad se requería para poner en práctica unas manipulaciones semejantes, pero entonces veía una pequeña demostración. «Lurhan debería ordenarte que escogieras un esposo —pensó Malus—, o enviarte al templo, donde no podrías causar más daño».

Yasmir rió, y el sonido claro y puro hizo que la piel de Malus se estremeciera.

—Vaklyr es ardiente —asintió ella—, tan apasionado e incontrolable… Temo que nunca llegue demasiado alto, a pesar de los contactos de su familia, pero ahora mismo su franco deseo resulta entretenido. —Miró a Malus casi con languidez—. ¿Qué deseas, hermano? Debo decir que esta visita es una gran sorpresa para mí.

Una vez más, Malus quedó perplejo por la absoluta franqueza de la pregunta de ella. «¿Acaso no conoce el artificio?», pensó el noble. Y entonces se dio cuenta: por supuesto que lo conocía; simplemente no sentía la necesidad de emplearlo. Yasmir se mostraba relajada, abierta y genuina para demostrar que era fuerte. Adorada como era por muchos de los más poderosos nobles de Hag Graef, tenía pocas razones para temer a nadie, salvo al propio drachau, quizá.

—He venido a solicitar tu ayuda, hermana —replicó Malus, y también él logró sonreír—. Hay un asunto que deseo proponerle a nuestro hermano mayor, cuando regrese a Ciar Karond con sus naves.

Para su sorpresa y fastidio, Yasmir volvió a reír.

—¿Estás buscando otro inversor para una incursión esclavista, Malus? No creo que pudieras conseguir el apoyo de una taberna llena de marineros borrachos, y mucho menos el de un señor corsario como mi amado hermano.

Al mencionar a Bruglir, el hijo mayor de Lurhan, una auténtica expresión de enojo afloró en el semblante de Yasmir. Se veían durante apenas uno o dos meses cada vez, justo el tiempo suficiente para reacondicionar los barcos de la flota de Bruglir antes de que se hiciera a la mar una vez más. Cuando él estaba en Hag Graef, ambos eran inseparables. Esto había sido lo único que había disuadido a los nobles de la ciudad de insistir en el tema del matrimonio de Yasmir. Nadie quería encolerizar al hombre que sería el siguiente vaulkhar, y que también tenía reputación de ser uno de los mejores espadachines de Naggaroth y uno de los corsarios más poderosos de que se tenía memoria.

Malus sintió que la sonrisa le fallaba un poco, y experimentó un destello de irritación. Una vez más, se esforzó por recuperar el aplomo.

—Si lo intentara en solitario, sin duda tendrías razón, hermana —dijo—. Pero por eso deseo contar con tu ayuda. Todos saben que sólo tú cuentas con la confianza absoluta de Bruglir. Si quisieras hablar en mi favor, incluso el gran corsario tendría que escucharte.

—Tal vez —replicó Yasmir lánguidamente—. Eres un poco mejor de lo que yo imaginaba en el arte de la lisonja, Malus. ¿Has estado practicando con Nagaira? Sois una pareja bastante inseparable últimamente.

—Yo… no… —Se contuvo al darse cuenta de que tartamudeaba, y volvió a avivarse su irritación. Oyó que los guardias reían por lo bajo entre ellos—. No pensaba convencerte con meras lisonjas —dijo—. Tengo intención de pagarte bien por la ayuda, querida hermana.

Por un momento, Yasmir guardó silencio. Malus sintió que entre los nobles corrían ondas de tensión.

—¿Y qué, dime, te lo ruego, puedes ofrecerme tú que no puedan ofrecerme estos nobles?

Malus miró a Yasmir con una sonrisa lobuna.

—La cabeza de nuestro hermano Urial, por supuesto.

Yasmir se incorporó de golpe. Había desaparecido su actitud despreocupada. En ese momento tenía los ojos brillantes y apasionados.

—Ésa es una oferta terrible, hermano.

—No se me ocurre ningún regalo mejor para ti, querida hermana —replicó Malus.

El noble sabía que era la única cosa que ella deseaba casi tanto como el propio Bruglir. Urial no había hecho ningún secreto de su enamoramiento de Yasmir, aunque su cuerpo y mente deformes le causaban repulsión a ella. A pesar de todo, continuaba intentando ganarse su afecto, y eran tan fuertes sus lazos con el templo y con el propio drachau que ningún hombre se atrevía a levantar la mano contra él.

—Dado lo bien informada que estás, no ignorarás las… dificultades surgidas entre Urial y yo. Ya estamos enfrentados a punta de espada por otros asuntos; o bien puedo negociar con él, o acabar con la amenaza para mí de un modo más permanente.

—Si matas a Urial, pagarás un alto precio. El templo no perdonará ni olvidará.

Malus se encogió de hombros.

—Ya estoy en guerra con ellos, hermana. Hasta ahora, me resulta de lo más ameno. En todo caso, eso no será una preocupación para ti, ¿verdad? Urial dejará de perseguirte, y yo me enfrentaré a las consecuencias en tu lugar.

Yasmir lo contempló durante un largo rato, con expresión atenta.

—Antes de que te marcharas al norte, te habría creído incapaz de una osadía semejante —dijo—. Pero ¿ahora? Confieso que la oferta es muy tentadora.

Se reclinó en el diván y extendió una mano. Al instante, un joven señor se le acercó de un salto con una copa de vino. Yasmir le dedicó al hombre una breve sonrisa luminosa, y luego devolvió su atención a Malus.

—¿Qué deseas de mí?

—Sólo tu apoyo. Tengo intención de hablar con Bruglir en Clar Karond en cuanto arribe su flota. Si me prestas tu ayuda y lo persuades de que se una a la expedición, yo me ocuparé de Urial.

Yasmir sonrió provocativamente.

—Supón que solicito el pago por adelantado, como una muestra de buena voluntad.

Fue entonces cuando a Malus le tocó sonreír.

—Eres maravillosamente seductora, hermana, pero por favor…

—Sólo estaba pensando en ti, querido hermano. ¡Pero sí podrías ocuparte del problema ahora mismo! Si te das prisa, pienso que podrás alcanzarlo antes de que llegue a los establos. No creo que pueda caminar muy de prisa con esas piernas torcidas que tiene.

La sonrisa de Malus se desvaneció, y no hubo fuerza de voluntad que pudiera hacerla aflorar otra vez.

—¿Cómo dices, hermana?

Yasmir lo miró con expresión de inocente sorpresa, aunque los ojos desmentían al resto de la cara.

—¡Pero si acaba de estar aquí, hermano, insistiendo en su repugnante solicitud de mi afecto! Cuando uno de mis hombres informó de que tú habías entrado en la plaza, se puso muy agitado y se marchó.

—¿Ah, sí? ¡Qué interesante! —replicó Malus—. Tal vez él y yo mantendremos una conversación sobre ti, después de todo. Algo que lo anime a buscar entretenimiento en alguna otra parte.

La mente del noble trabajaba a toda velocidad. ¿Cuántos guardias acompañarían a Urial? ¿A cuántos más podría reunir allí en poco rato? «Tengo que salir de aquí».

—¿Lo harás? Eso me complacería mucho —dijo Yasmir.

Malus le hizo una profunda reverencia.

—Entonces, ¿puedo contar con tu apoyo ante Bruglir?

—¿A cambio de la gestión con Urial? Por supuesto.

—Excelente —respondió Malus—. En ese caso, me marcho. Espero que Urial y yo tendremos mucho de lo que hablar en un futuro próximo. —«Pero no aquí ni ahora», esperaba Malus. Se maldijo por haber dejado a los guardias en la torre.

No le dio tiempo a Yasmir para responder. Los nobles lo miraron con odio cuando pasó, pero él les hizo poco caso a los mastines.

De la arena de la plaza se alzó otro rugido cuando otro hombre sangró para placer de Yasmir. Malus tuvo la sensación de que no sería el último.