3: Sueños de sangre y locura
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Sueños de sangre y locura
Le parecía estar luchando sobre un furioso mar de sangre, bajo un cielo arremolinado y tronante, y del que llovían huesos y cenizas.
Daba traspiés y se movía a bandazos por el retorcido paisaje, y una hueste de fantasmas coléricos lo arañaban y le farfullaban a cada paso.
Tendían hacia él sus manos deformes y bramaban en idiomas de fuego, con ojos que no eran más que globos de luz nacarada. Una arrugada bruja elfa le saltó sobre la espalda para clavarle las uñas rotas en el pecho y desgarrarle un lado de la cara con los dientes mellados. Una gigantesca criatura reptante formada por ondulantes músculos desnudos se arrastró por el suelo y lo atacó con zarcillos de carne correosa y borde dentado. Lo rodeó una manada de mastines hambrientos, de cuyas fauces abiertas caían hilos de veneno verde.
Él le rugía con furia a la tormenta y acometía a los fantasmas con la espada, pero sus cuerpos se dividían como gelatina a cada golpe y volvían a unirse.
El torbellino se disolvió en un destello de luz pálida. En la luz tomaron cuerpo unas nubes negras que adoptaron la forma de caras. Una mujer se inclinó sobre él y le abrió un párpado.
—Las heridas están cicatrizando, temido señor. —Los labios de la mujer se movían, pero la voz no concordaba del todo con esos movimientos.
Un hombre lo contemplaba desde una distancia imposible, con rostro cruel y frío.
—Entonces, más hushalta —dijo el hombre, con aspereza—. Estoy cansado de esperar.
Unos dedos fríos le abrieron los labios y le echaron en la garganta un fluido espeso que sabía a cobre quemado. Se atragantó y sufrió un espasmo, pero unas manos fuertes lo inmovilizaron.
La luz se amorteció, y las caras se retiraron al interior de una niebla que se enrojecía. El rojo se transformó en negro, y en la oscuridad habló una voz que le era familiar.
—Estúpido —dijo Tz’arkan.
Yacía sobre un lecho de cuerpos que se contorsionaban. Unas manos pálidas lo alzaban, lo acariciaban y lo atraían hacia un voraz abrazo. Había labios que se apretaban contra su piel, lo saboreaban, lo adoraban. No corría aire; la atmósfera estaba viciada, perfumada de incienso y vibraba a causa de los gemidos y suspiros de un centenar de voces embelesadas.
En torno a él se alzaban rostros, obsesionantes sirenas con expresión voraz en los ojos carentes de profundidad. Tendían las manos hacia él y las pasaban por su pecho desnudo, donde cada delicada yema de dedo dejaba una senda de calor sobre la piel.
Una sirena se le subió lánguidamente encima, y el oscuro cabello pareció flotar alrededor del rostro de huesos finos. Se estiró sobre él como un gato, con los largos dedos extendidos hacia su cara. En los rojos labios se dibujó una sonrisa sensual cuando posó las largas uñas sobre las mejillas de él y se las clavó en la piel.
La sangre le corrió, fría y aguada, por los costados de la cara. Ella clavó las uñas aún más profundamente, cogió puñados de carne y tiró de ellos hacia abajo, como si desollara una liebre.
Tras ser arrancada, la brillante masa de carne, músculos y tendones dejó a la vista el interior del cuello y de la parte superior del pecho.
Él se retorcía en la presa de las sirenas, pero ellas lo sujetaban con fuerza. Entonces, también las otras lo desgarraban y le arrancaban trozos de piel ensangrentada. Sintió que le quitaban toda la carne del brazo izquierdo como si fuera una manga empapada, y cuando lo apartó vio que el brazo estaba recorrido por músculos y envuelto en un pellejo negro verdoso que parecía hecho de guijarros. De pronto, los guijarros se abrieron en centenares de diminutas bocas que lamieron los regueros de sangre que corrían desde la muñeca al codo…
Algo se arrastraba por sus pies. Malus abrió los ojos y vio que los pies se deslizaban por un liso pavimento de piedra. Dos druchii lo sujetaban por los brazos y lo llevaban sin esfuerzo por un pasillo iluminado por luces brujas.
Tuvo que luchar para alzar la cabeza y recorrer el entorno con la mirada. Tenía la boca como cuero seco. «La hushalta», recordó. Habían estado dándole hushalta durante días. Tenía la piel tensa y ligeramente calenturienta, pero entera. «Es asombroso que todavía tenga la mente intacta», pensó, confuso.
—Eso aún está por verse —resonó una voz débil dentro de su cabeza.
Un viento frío le acarició la cara y le agitó los lacios cabellos. Oyó un leve tintineo de cadenas; cristalinos tonos puros que le helaron la sangre. Entonces, las fuertes manos que lo sujetaban lo soltaron, y Malus cayó de rodillas sobre las baldosas de pizarra de una gran sala circular. Había globos de luz bruja que brillaban desde ornamentados tederos por todo el perímetro de la sala, e iluminaban bajorrelieves tallados en las paredes de piedra y que representaban una serie de famosas masacres de las largas guerras libradas contra los elfos de Ulthuan. En el centro de la sala, pendía del techo un montón de cadenas rematadas por crueles garfios. Los eslabones metálicos tintineaban suavemente en el aire frío.
Sintió que los ojos de otros se posaban sobre él. El noble se estremeció al inspirar, y se irguió para devolver las miradas de reptil de los druchii que lo esperaban.
Lurhan Espada Cruel, vaulkhar de Hag Graef, con el torso desnudo, se encontraba de pie delante de su hijo, con la poderosa musculatura marcada por docenas de cicatrices debidas al servicio al Rey Brujo. Tenía el pelo negro apartado de la cara, cosa que realzaba sus ardientes ojos y prominente nariz aquilina. La imponente presencia del señor de la guerra colmaba la estancia y eclipsaba a todos los demás presentes en ella.
Dos hombres de aspecto quebrantado se encontraban de pie a la sombra de Lurhan, con los ojos brillantes de odio. Uno era alto, casi tan imponente como el propio vaulkhar, aunque el brazo derecho del druchii estaba oculto bajo capas de ropones negros. Urial poseía las mismas facciones afiladas y coléricas de su padre, pero tenía el rostro flaco, y la pálida piel era de un enfermizo tono azulado. Su espeso cabello era casi completamente blanco desde los años pasados en el templo de Khaine, y sus ojos tenían el color del latón fundido.
El segundo druchii estaba encorvado y tembloroso, con los ojos hundidos como negros pozos en la cara exangüe surcada por una red de finas cicatrices. Una rala barba negra le ocultaba el estrecho mentón, y llevaba la cabeza afeitada salvo por la larga coleta de corsario. El desgraciado vestía un kheitan de aspecto provinciano, de cuero rojo labrado con el sello de un pico de montaña. Fuerlan, rehén de la corte del drachau, miró a Malus con una expresión en la que se combinaban el miedo y la cólera.
Detrás de Lurhan y sus acompañantes, un trío de esclavos trabajaba con el conjunto de las cadenas plateadas que pendían del centro del techo de la sala. Grandes garfios afilados colgaban de las cadenas a diferentes alturas. En las proximidades había pequeñas mesas sobre las que descansaban juegos de brillantes instrumentos colocados sobre paños de seda.
Los dos guardias retrocedieron hasta las sombras de la puerta, y dejaron a Malus en el suelo. El noble devolvió la mirada a Lurhan y ejecutó una ostentosa reverencia.
—Bien hallado, padre y vaulkhar —jadeó—. Es un honor ser invitado a tu torre, por fin. Aunque, considerando la compañía que has escogido, tal vez no sea el privilegio que yo pensaba que era.
Lurhan lanzó un siseo colérico.
—¡Patán insolente! No supongas que puedes hablarme como a un igual. ¡Has sido una mancha en el honor de esta casa desde el momento en que naciste! ¡Ojalá hubiera podido entregarte al caldero cuando no eras más que un bebé!
Junto al vaulkhar, Urial se puso levemente rígido, pero su fría expresión no delató ni uno solo de sus pensamientos. A diferencia de Malus, él sí que había sido arrojado al caldero del Señor del Asesinato para ofrecer su cuerpo deforme como sacrificio… y había emergido de él intacto, como uno de los elegidos de Khaine.
—¿Hablarte como a un igual, temido Lurhan? Creo que eres tú quien está haciendo suposiciones —dijo Malus con lentitud, intentando no farfullar.
El sonido de las palabras le reverberaba en el cuerpo como si hablara bajo el agua; sin duda, era un efecto secundario de las drogas reconstituyentes.
—Nunca podríamos ser iguales. Jamás podría siquiera ascender hasta el nivel del resto de tus bastardos. Tú mismo te ocupaste de que así fuera. Me diste apenas el sustento suficiente para sobrevivir, lo justo para cumplir con tus obligaciones para con mi madre, y luego me abandonaste para que languideciera.
—No estás aquí para hablar, bastardo, sino para sufrir —dijo el vaulkhar—. No te bastó con endeudarte con un puñado de nobles insignificantes, una deuda que me vi obligado a pagar cuando tú no pudiste hacerlo; no, también manchaste el honor del propio drachau al ponerle las manos encima a su rehén y hacer peligrar la tregua con Naggor.
—La tregua de unas hostilidades que iniciaste tú —contestó Malus—. El Rey Brujo te ordenó que invadieras Naggor y apartaras a Eldire de su hermano, pero fuiste tú quien reclamó privilegios de conquistador y la trajo al Hag, en lugar de enviarla a Naggarond. —Malus se irguió, oscilante, y clavó en su padre una mirada de puro odio—. ¿Te ha servido bien ella, padre? ¿Te ha mostrado el futuro y te ha conducido por el sendero de la gloria? ¿O acaso descubriste, demasiado tarde, que ella comparte sólo lo que quiere, y sólo cuando conviene a sus arcanos planes? Pero ¿eres lo bastante osado como para enfadarla aun ahora, cuando el drachau ha ordenado mi muerte? —Le dedicó una sonrisa lobuna—. ¿Te atreves a tentar su ira con mi muerte?
Lurhan hizo un gesto, y los esclavos druchii se le acercaron; podía oírse el roce de los hábitos, que descansaban sobre los pies descalzos.
—No te mataré —dijo el vaulkhar—. Te haré daño. Sufrirás agonías durante días enteros, hasta que me implores que acabe el dolor. Sin embargo, haré todo lo que esté en mi poder para ayudarte a que te aferres a la vida durante cada uno de esos días. Te pondré ungüento en los nervios desnudos y te lavaré las heridas en carne viva, y haré oídos sordos a tus ruegos de misericordia. Si mueres, será porque tú lo desees. Puedes cortarte la lengua de un mordisco y ahogarte en tu propia sangre, o simplemente hacer que tu corazón deje de latir; he visto cómo eso les sucedía a druchii mucho más fuertes que tú. No, yo no te mataré. Esa es una decisión que deberás tomar tú. —Estudió a su hijo con severidad mientras los esclavos lo ponían de pie—. Ningún druchii ha sobrevivido jamás a mis atenciones durante más de cinco días. Creo que tú estarás muerto en tres, y Eldire no podrá culpar a nadie más que a su hijo de débil voluntad.
Los esclavos arrastraron al noble hacia las cadenas. Malus miró al vaulkhar por encima del hombro, con ferocidad.
—Nunca he dejado de decepcionarte, padre —gruñó—. Recuerda mis palabras: volveré a hacerlo, y tú vivirás para lamentarlo.
Lurhan rió entre dientes y fue a inspeccionar sus instrumentos. El noble intentó luchar, pero tenía las extremidades pesadas e inútiles.
«Despiértate, demonio —pensó Malus, con furia—. Ahora no es necesario persuadirme. ¡Préstame tu poder!»
El demonio se desenroscó dentro del pecho del noble.
—Muy bien, tendrás lo que pides —respondió el demonio—. Cuando llegue el momento adecuado.
Obligaron a Malus a arrodillarse otra vez. Unas manos le quitaron los andrajosos ropones que le cubrían la espalda. Uno de los esclavos estudió atentamente las cadenas y cogió un brillante garfio, sin hacer caso del grito de cólera del noble.
No había final para el dolor.
Malus colgaba de las plateadas cadenas, e incluso la leve brisa que él mismo producía al girar lentamente lo atormentaba. Cuando el vaulkhar dejaba los manchados instrumentos, el propio aire bastaba para torturarle los nervios y los músculos desnudos.
Se sentía marchito y endurecido como madera petrificada. Las heridas ya no sangraban. Al principio, podía medir el paso del tiempo por el regular goteo de la sangre sobre las baldosas, pero entonces ya no había procesión de minutos y horas. Sólo había períodos de agonía que daban paso a irregulares ratos de sufrimiento constante. Mientras colgaba de las cadenas y aguardaba el regreso del vaulkhar, sentía que la vida se le escapaba, que se retiraba de él como la marea. Sin embargo, cada vez que su espíritu languidecía, algo oscuro y vital afluía al vacío que crecía dentro y le confería una pequeña cantidad de fuerza. A veces, el demonio le susurraba en un idioma cuyas palabras no comprendía y que, no obstante, se le grababan profundamente en los huesos.
Cada vez que Lurhan acababa con él, los esclavos atendían cuidadosamente el destrozado cuerpo con sofisticados ungüentos y pociones. Le metían por los desgarrados labios una mezcla de vino y hushalta a través de un fino tubo metálico. No bastaba para permitirle dormir, pero sí que lo hacía soñar.
La baldosa que estaba debajo de él crujió.
Miró hacia abajo y sintió que los garfios le tiraban dolorosamente de los músculos de los hombros. La pizarra estaba abultándose, volviéndose cóncava; se oyó otro largo crujido, y entonces, con un chasquido seco, la baldosa se hizo añicos y se hundió. Debajo, la oscuridad era absoluta, como el corazón de la mismísima Madre Oscura.
«¡Qué oscuridad! —pensó—. ¡Qué poder! Sácame de este lugar y déjame caer como un rayo sobre aquellos a los que desprecio».
Algo se movió dentro de la negrura. Pareció cambiar de postura y acomodarse, aunque no tenía ni idea de cómo lo sabía; simplemente sintió el movimiento, como si la negrura antigua presionara contra su piel destrozada.
De la oscuridad ascendió un guantelete enorme con las puntas de los dedos en forma de afiladas garras. Los largos dedos, de una factura casi delicada, se estiraron con gracilidad lenta y malevolente.
La mano se cerró sobre su pie derecho y tiró.
Gritó de dolor cuando los garfios que tenía clavados en la espalda, en los brazos y en las piernas se tensaron cruelmente. Los músculos perforados se desprendieron de los huesos, hasta que se rompieron los tendones.
Una segunda mano salió de la negrura y lo cogió por el otro pie. Una mano tras otra comenzaron a ascender por él.
Sintió que los músculos empezaban a desgarrársele. La piel le temblaba con ondas de brillante dolor abrasador. Se le cerró la garganta, pero los alaridos continuaron manando como jadeantes ruidos entrecortados cada vez que las manos ascendían un poco más.
Un yelmo emergió de la negrura: ahusado y decorado con plumas al estilo de un caballero druchii, sin rostro y amenazador. Poco a poco, la figura acorazada salió de la oscuridad, desgarrándolo en pedazos con cada lento movimiento metódico.
Una mano ascendió lo bastante como para cerrarse en torno a su garganta. El cuerpo pareció aflojarse contra los garfios cuando los huesos quedaron colgando, libres del envoltorio carnoso. Los agudos gritos cesaron cuando los dedos de acero le aferraron el cuello.
El casco ascendió hasta que los negros agujeros de los ojos quedaron a la altura de los suyos. Sentía la respiración del caballero: era fría y rancia como el aire de una tumba.
La mano libre subió para retirar el yelmo. Del interior cayeron multitud de finas trenzas negras; arañas y ciempiés corrían entre masas de marga que había incrustadas en el pelo.
La piel del caballero era gris y estaba hundida a causa de la putrefacción, pues los músculos se habían transformado en icor maloliente hacía ya mucho tiempo. Un solo tajo profundo corría desde lo alto de la cabeza del caballero hasta justo por encima de la ceja izquierda, y el ojo de debajo era un hinchado globo negro en cuya pupila brillaba moho sepulcral.
Los ennegrecidos labios de Lhunara se tensaron en una sonrisa espeluznante y dejaron a la vista afilados dientes amarillos.
No hubo sensación de recobrar el sentido; la conciencia no regresó poco a poco cuando las drogas dejaron de calmar el dolor. En un momento había oscuridad y sueños febriles, y al siguiente tenía los ojos abiertos y ella estaba de pie ante él.
Era una escultural figura de negro, ataviada con el severo hábito del convento. Su cara de alabastro, grave y compuesta, parecía flotar como una aparición en la oscuridad de la estancia. El largo cabello negro estaba recogido en una sola trenza pesada envuelta en alambre de plata, y una tiara de plata labrada con diminutas runas arcanas adornaba su frente. Las delgadas manos sujetaban una cadena de oro hecha de grandes eslabones planos que tenían piedras preciosas engarzadas. En las profundidades de sus ojos violeta se agitaba un poder incognoscible. Era absolutamente perfecta, una imagen de la mismísima Madre Oscura encarnada, y la deseaba con cada fibra de su ser.
Malus tuvo la seguridad de que se trataba de otra aparición, hasta que la mujer avanzó sin hacer ruido y le deslizó la pesada cadena en torno al cuello. En el instante en que el frío metal le tocó la piel, lo recorrió un potente estremecimiento desde la cabeza a los pies. A continuación, el terrible dolor se desvaneció y los últimos vestigios de las drogas desaparecieron como niebla matinal. Tenía la cabeza clara y alerta, y de repente se dio cuenta de quién era la figura que estaba ante él.
—¿Madre? —preguntó, agotado.
La penetrante mirada de Eldire recorrió la ruina en que habían transformado el desnudo cuerpo de su hijo.
—Lurhan se ha superado a sí mismo —dijo con frialdad—. Dudo de que el propio drachau pudiese haberlo hecho mejor. Esto será algo para recordar durante años a partir de ahora. Llevarás estas cicatrices con orgullo.
Malus intentó dedicarle una débil sonrisa, que fue poco más que labios resecos que se apartaban de un cráneo amarillento.
—¿Acaso seré algún espectro que se vanagloriará de las cicatrices en el campo de los túmulos? Permaneceré aquí hasta que muera, madre. Lurhan lo dejó muy claro.
—No dijo nada parecido, niño. Dijo que te haría sufrir hasta que estuvieras dispuesto a matarte tú mismo. Un matiz de pusilánime, pero es la única estratagema que tiene a su disposición el gran señor de la guerra. —Le posó una mano en una mejilla y le quitó capas de sangre seca—. Sin embargo, has resistido bastante más allá de sus expectativas.
Malus no preguntó cómo sabía Eldire lo que se habían dicho él y su padre. Mantenían a las brujas druchii encerradas en conventos en todas las grandes ciudades, y un decreto del Rey Brujo les prohibía caminar entre los ciudadanos; pero las más poderosas tenían medios de llegar hasta más allá de los muros de los conventos.
—¿Cuánto tiempo?
—Hoy es el quinto día —replicó Eldire—. Tu padre está furioso. El drachau le ha ordenado que te mate, pero si lo hace tendrá que saldar cuentas conmigo. Éste es el mejor modo que tenía para intentar aplacarnos a ambos, y ahora parece que la maniobra probablemente fracasará.
Malus respiró profundamente e intentó concentrar los pensamientos.
—Yo tenía razón. Cualquier acuerdo que hubieras forjado con Lurhan incluía engendrar un hijo. Si me mata, perderá tus dones.
Eldire le aferró el mentón con dedos sorprendentemente fuertes.
—No te entrometas en asuntos que no son de tu incumbencia, niño —dijo la bruja con severidad—. Basta con que sepas que, después de hoy, con cada día que pase se hará más obvio que Lurhan tiene intención de torturarte hasta que mueras. Entonces, el vaulkhar tendrá que decidir a quién le da más miedo disgustar. Debes resistir un poco más. —Se inclinó hacia él y miró profundamente a los ojos de su hijo—. Eres más fuerte de lo que incluso yo había esperado, niño.
—El odio es una cura para todo, madre. Tú me enseñaste que…
—No me refiero a eso —replicó ella de modo terminante—. Tu cuerpo está más fuerte de lo que yo esperaba que estuviera tras un maltrato semejante. Algo ha cambiado en ti…, algo que no estaba cuando te marchaste a los Desiertos.
Sin previo aviso, Malus sintió que un puño se cerraba en torno a su corazón. Los bucles del demonio se tensaron…, ¿o estaban encogiéndose por temor a atraer la atención de Eldire?
—Yo… Fue un viaje difícil —jadeó Malus—. Me vi obligado a regresar al Hag en solitario, y los Desiertos consumen a los débiles de voluntad. —Logró dedicarle una sonrisa desafiante—. Sufrí cosas mucho peores que ésta durante semanas enteras.
Eldire frunció el ceño.
—¿Y tuviste éxito en tu viaje? ¿Encontraste lo que buscabas?
Malus se puso rígido.
—Sí… y no. Encontré poder allí, pero no la clase de poder que puede servirle a alguien como yo.
—Tonterías —le espetó Eldire—. ¿Hay espadas que no puedas blandir porque no fueron hechas para tu mano? ¿Hay torres en las que no puedas cobijarte porque no las hicieron pensando en ti? Al poder le da forma quien lo esgrime. Está hecho para servir, del mismo modo que un esclavo es sometido por la voluntad de su amo.
Malus comenzó a formular una respuesta cuando, de repente, se le ocurrió una idea. Entonces le tocaba a él mirar a Eldire con suspicacia.
—¿Cómo te enteraste de mi viaje, madre? ¿Quién te lo dijo?
La bruja rió sin alegría.
—¿Acaso no soy una vidente, niño? ¿Acaso no cabalgo los vientos del tiempo y el espacio?
—Por supuesto —convino Malus—. Pero nunca antes te habías tomado tanto interés por lo que yo hacía.
—Eso no es cierto —replicó Eldire, que se le acercó más—. Tú eres mío, niño; nacido de mi carne y mi sangre. Mis ojos están siempre sobre ti. —Alzó una mano para acariciarle el enredado cabello—. Conozco tus ambiciones, tus odios y tus deseos secretos. Y si me quieres, te los concederé todos, en su momento. ¿Me quieres, niño?
Malus miró las profundidades de los ojos violeta de Eldire.
—Tanto como he querido nunca a nadie, madre.
La bruja sonrió y le dio un tierno beso en los labios.
—Entonces, sobrevivirás, te harás poderoso y, en su momento, vencerás, querido niño. No lo olvides.
Dicho esto, se retiró. Malus sintió que le quitaba la cadena del cuello. Abrió la boca para responder, pero el océano de dolor que la cadena había mantenido controlado cayó sobre él con una fuerza aplastante. Lo sumergió, y no supo nada más.
Después de eso, no hubo sueños.
Dejaron de darle hushalta y sólo le mojaban los labios con vino aguado. Perdió el conocimiento muchas veces, pero siempre que volvía a abrir los ojos Lurhan estaba allí, aplicando los finos cuchillos al destrozado cuerpo de Malus.
—¿Por qué no quieres morir? —El vaulkhar lo repetía una y otra vez—. ¿Qué te retiene en este cuerpo destrozado? Eres débil. Lo sé. ¿Por qué no quieres acabar con esto?
Necesitó una eternidad para recordar cómo se hablaba. Inspirar ligeramente representaba un esfuerzo heroico.
—R…, rrr…, rencor —jadeó al fin, con una débil risa estertórea.
A medida que pasaba el tiempo, la obra de Lurhan se volvía más frenética y tosca. Recurría a cuchillos más grandes y cortaba cada vez más profundamente.
Y, sin embargo, él resistía.
Sentía cómo la negra contaminación del demonio se extendía por su cuerpo como las raíces de un árbol gigante; enormes raíces gruesas y diminutos capilares finos como cabellos que corrían desde su torturado cerebro hasta las puntas de los pies. Si concentraba la atención, le parecía que aún podía percibir una diferencia entre los dos —el límite donde él acababa y comenzaba Tz’arkan—; al menos, de momento.
Sintió que tiraban de él. Había una presión sobre su cuello.
Vagamente, se dio cuenta de que Lurhan lo había cogido, pero ya no podía sentir nada con claridad. Algo brillante destelló ante sus ojos. «Un cuchillo», supuso. Uno grande.
—Se acabó, Malus —siseó Lurhan—. Esto debe terminar ahora. ¡Debe terminar! Implórame que acabe con tu vida. Lo haré de prisa, y tu agonía concluirá. No es ninguna deshonra. Nadie te lo reprochará.
Una vez más, Malus se esforzó por inspirar.
—Haz… una cosa… por mí.
—¿Sí? —Lurhan se inclinó hacia adelante y casi apoyó una oreja contra los destrozados labios de su hijo.
—Dime… qué… día… es… hoy.
Lurhan lanzó un salvaje grito de cólera. El contacto del cuchillo resultaba benditamente fresco, como un trozo de hielo que lo aliviara al deslizarse entre sus costillas. Los esclavos gritaron con alarma y llamaron al vaulkhar, pero Malus no les prestó la más mínima atención. Sintió que la conciencia lo abandonaba, que goteaba fuera de él como vino de un pellejo perforado. Él frío se propagó por su pecho, se llevó el dolor, y él se rindió felizmente a él.
Había una tela contra su cara, ligera y fresca. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas atadas entre sí. Con un esfuerzo, Malus abrió los ojos y vio sólo una fina capa de tela posada sobre sus párpados. En el aire flotaba olor a ungüentos y especias.
«¿Estoy amortajado?», pensó.
—De no ser por mí, lo habrías estado —dijo una voz dentro de su cabeza. Malus no le prestó atención.
—Le falta una gran parte de la piel y de la carne de debajo, o las tiene cortadas en jirones —dijo una voz diferente—. Mi señor respetó la mayor parte de la cara y los ojos. Una gran cantidad de nervios también han sido separados y descarnados. De verdad que nunca había visto una serie de tormentos tan extensa. Para nosotros es un verdadero misterio el hecho de que haya sobrevivido durante siete días, y las heridas que tiene superan nuestra capacidad de curación.
Una sombra pasó entre Malus y la luz mortecina. Las delicadas puntas de unos dedos, ligeros como alas de avispa, acariciaron el rostro de Malus. Unos movimientos rápidos y precisos retiraron la tela que le cubría los ojos. Por un momento, incluso las luces brujas le resultaron cegadoras.
—Yo puedo ayudarlo —dijo una voz desde la brillante luz.
Cuando los ojos de Malus se adaptaron, vio que una silueta borrosa se encontraba a su lado. Las frescas puntas de los dedos le acariciaron una mejilla, y la figura se inclinó hacia él.
—Hay poderes, más allá de las vendas y los ungüentos, capaces de curarlo —dijo Nagaira, en cuyos labios apareció una sonrisa—. Su madre le ha ordenado al vaulkhar que me lo entregue a mí, y yo le demostraré que la fe que tiene en mi poder no carece de fundamento. Es lo mínimo que puedo hacer para volver a tener entre los brazos a mi amado hermano.