24: Al otro lado del rio del tiempo
24
Al otro lado del rio del tiempo
Surgidas de la superficie del mar gris como alas de cuervo alzadas al aire, las negras velas de la flota druchii que se lanzaba sobre los barcos de los skinriders refugiados en la pequeña ensenada destacaban en marcado contraste contra el neblinoso horizonte. Malus y Hauclir, de pie en la irregular abertura de la pared del acantilado, observaban los frenéticos movimientos de los piratas, que se preparaban para la acción en las cubiertas de los barcos anclados. Las enormes naves barrigonas no estaban destinadas a duelos cuerpo a cuerpo cerca de la orilla; a pesar de su gran capacidad de navegación y superioridad numérica, estaban casi indefensas en esa situación, como ovejas ante una ágil manada de lobos. Salvo, claro está, por la cadena que cerraba la ensenada.
Malus golpeó con un puño la pared de roca.
—¡Sin duda, pueden ver que la maldita cadena aún no ha bajado!
El guardia asintió con el ceño fruncido.
—Es muy probable que sí, y que esperen que la dejemos caer en el último momento, para sorprender más a los piratas.
Pero eran los druchii los que se encaminaban hacia una brutal sorpresa. Con viento de popa, se verían empujados hacia la pesada cadena de hierro e inmovilizados allí, mientras los hacían pedazos las catapultas de las torres del dique.
Con cuidado para no descargar peso sobre la pierna dolorida, Malus se asomó fuera del agujero. A cien metros más abajo vio la aldea abandonada que se alzaba cerca de la orilla, y que entonces hervía de hordas de skinriders que habían respondido a la llamada de los cuernos. El noble estudió las paredes de piedra de ambos lados, y comprobó la fuerza del viento. Allá abajo, en el campo abierto que se extendía entre la aldea y la empalizada, vio una humeante figura que aún lamía la lengua de alguna llama de color esmeralda.
—No se puede bajar por aquí —gruñó—. Y aunque pudiéramos, las torres de la cadena están al menos a tres o cuatro kilómetros de distancia. No llegaríamos a tiempo.
—Es una lástima que no podamos cabalgar sobre rayos verdes como los skinriders —comentó Hauclir, pesaroso. Miró los humeantes restos del jefe que yacían abajo—. Aunque a él no parece haberle funcionado muy bien, la verdad.
Malus se puso rígido.
—No sobre un rayo, tal vez, pero… —Se volvió a mirar a Urial—. Necesitamos llegar a la torre del otro lado de la ensenada. ¿Qué me dices del hechizo que usaste para transportarnos hasta el Saqueador?
Urial se apoyó, cansado, en el hacha. La sangre y la magia que había bebido el arma se habían consumido casi por completo, y el druchii estaba pálido y exhausto. Negó con la cabeza.
—Lo que yo hice fue construir un puente —dijo con una voz que era poco más que un susurro—. Necesito una resonancia de la destinación. La vez anterior, usé la conexión de Yasmir con Bruglir para salvar la distancia…
—¿Necesitas una resonancia?, ¿una conexión? —Malus, cojeando, atravesó rápidamente la cueva y recogió un pequeño objeto que había en el suelo. Cuando lo alzó, se vio que era un trozo de ladrillo vidriado—. Todas esas torres están hechas con los mismos ladrillos reaprovechados. ¿Bastaría con esto?
Urial cerró los ojos para concentrarse en el problema.
—Tal vez —dijo al fin—. Sí, es posible. Pero también necesitaré un marco…, un círculo cerrado por el que podamos pasar.
Malus frunció el ceño mientras recorría la caverna con los ojos. Finalmente, señaló la abertura de la pared del acantilado.
—Usa eso. Y hazlo de prisa… El tiempo se agota.
Urial estudió la abertura irregular con expresión de incertidumbre.
—La geometría es defectuosa —dijo—. No puedo garantizar que el hechizo salga bien. Si falla, lo atravesaréis y caeréis hacia la muerte.
—¡La alternativa es quedarnos varados aquí! —le espetó Malus—. Los skinriders hundirán o capturarán a todos los barcos de nuestra flota; peor aún, matarán a todos los druchii que los tiburones no atrapen antes. No tenemos alternativa.
Enfrentado con eso, Urial asintió rápidamente y les espetó órdenes a los supervivientes, para luego cojear hasta la abertura. Los guardias rebuscaron entre los cuerpos hasta encontrar la cabeza decapitada del guerrero de Norsca, y se la llevaron a su señor. Urial cogió el horripilante trofeo, lo inspeccionó como un sirviente que compra un melón en el mercado, usó el hacha para cortar el cráneo en dos, y arrojó a un lado la parte inferior. Luego, le entregó reverentemente el hacha a uno de los guardias, y se puso a trabajar; metió los dedos en la caja craneal del norse y trazó signos rojos en torno al borde de la abertura. Cuando acabó, tendió una mano para que le entregaran el trozo de ladrillo. Malus se lo dio y luego miró a su magro destacamento. Los dos supervivientes del séquito de Urial estaban ilesos, y Hauclir, a pesar de haber tenido que ocultarse bajo una fétida sobrevesta de skinrider, no parecía hallarse en peores condiciones. El corsario superviviente había pasado largos minutos susurrando sobre el cadáver del capitán, antes de levantarse en silencio y ocupar un sitio dentro del grupo.
«Seis hombres para tomar una ciudadela», pensó. De algún modo, tendría que bastar.
Urial alzó el trozo del cráneo del hombre con ambas manos y comenzó a salmodiar. Al principio, no sucedió nada. Luego, un solo jirón de tembloroso vapor se alzó de la caja craneal y flotó hacia la abertura, como atraído por el viento. El jirón aumentaba y disminuía de intensidad mientras extendía sangre y sesos por la pantalla mágica hasta que, comenzó a brillar una fina película roja sobre la abertura.
Malus frunció el entrecejo. Había algo que no tenía el aspecto correcto. Para empezar, aún veía claramente el mar gris que se extendía más allá de la débil membrana.
—¡De prisa, ahora! —siseó Urial, con voz tensa—. ¡No puedo mantenerlo por mucho tiempo!
El noble sintió un estremecimiento de pavor. Una cosa era hablar temerariamente de un salto a ciegas hacia la muerte o la gloria, y otra muy diferente era encontrarse ante ese último paso trascendental. Luego se le ocurrió otra idea. ¿Y si el hechizo no era más que una ilusión? ¿Y si Urial veía eso como una oportunidad para eliminarlo?
—¿Estás seguro de que se ha establecido el puente? —preguntó.
—¡Claro que no estoy seguro! —le contestó Urial—. ¡Daos prisa!
«No hay tiempo para dudas —pensó Malus mientras desenvainaba la espada ensangrentada—. Si el hechizo no funciona, probablemente estaremos muertos de todas formas».
Inspiró profundamente, se lanzó a la carrera con los dientes apretados a causa del dolor de la pierna y saltó.
Dio un traspié por una palpitante llanura de sangre, bajo un colérico cielo rojo. Los aullidos de los condenados lo ensordecían. Malus miró por encima del hombro y vio una torre a lo lejos, justo antes de que lo bañara una ola de frío lacerante…
Malus cayó y rodó sobre un suelo de tosca piedra sembrado de desperdicios. En torno a él resonaban ásperos gritos que parecían sorprendidos e iracundos.
El noble rodó hasta quedar de espaldas. Se encontraba tendido en el suelo de una sala circular, sobre cuyas paredes brillaba musgo fangoso. Por una de las paredes, ascendía una escalera semirruinosa que llegaba hasta una planta medio derrumbada, donde había una puerta abierta que conducía al exterior. A poca distancia, veía un débil óvalo rojo que brillaba en la penumbra, oscilante e insustancial. El hechizo había funcionado.
Luego, oyó gritos y pesados pasos, y recordó que no estaba solo.
Rodó y se puso de pie con la espada en la mano, y con sobresalto se dio cuenta de que la Madre Oscura había bendecido su audaz plan: se encontraba a poca distancia de un enorme cabrestante muy parecido a los usados para recoger las anclas de los barcos, salvo por el hecho de que era mucho más grande. En el enorme tambor de madera estaban enrollados los gigantescos eslabones de una cadena oxidada. El hechizo de Urial lo había llevado hasta la cadena de la ensenada.
El resto de la estancia se veía lleno de trozos de madera partida y pilas de escombros provenientes de las paredes superiores, que se habían derrumbado. Cuando Malus llegó, había skinriders que cargaban escombros en un gran cesto que colgaba de una cuerda y un sistema de poleas que pasaban a través del enorme agujero que había en el techo. «Más municiones para las catapultas de lo alto de la torre», dedujo el noble. Los piratas ya se habían recobrado de la inicial conmoción causada por su repentina llegada, y acometían con todo, desde espadas a trozos de ladrillos partidos.
Detrás de Malus se produjo una crepitación eléctrica, y se oyó que caía un cuerpo, y los skinriders se detuvieron en seco ante el repentino estallido de magia. El noble aprovechó la momentánea vacilación de los enemigos y cargó contra ellos. La espada destelló al atravesar la cabeza de un pirata; él pasó por encima del cadáver y acometió contra el siguiente con movimiento grácil. El skinrider bloqueó el tajo, retrocedió con un grito de sobresalto y chocó contra el hombre que tenía detrás. Malus aprovechó la ventaja y atacó la defensa del pirata, hasta que logró que el hombre perdiera el equilibrio; en ese momento, le clavó la espada en el cuello. La afilada hoja cercenó la columna vertebral y dejó la cabeza colgando de poco más que una tira de carne enferma.
Conmocionados por la ferocidad del ataque del noble, los skinriders supervivientes dieron media vuelta y huyeron hacia la escalera, al mismo tiempo que les daban la voz de alarma a otros hombres situados en lo alto. Malus los persiguió hasta el pie de la escalera, y luego se volvió al oír un penetrante trueno. Entonces vio a Urial y los tres guardias supervivientes avanzando trabajosamente hacia el cabrestante.
—¡Buscad una palanca para soltar la cadena! —gritó Malus.
—No es necesario —dijo Urial, cansado, a la vez que apartaba a un lado a sus guardias.
Alzó el hacha por encima de la cabeza mientras pronunciaba una palabra de poder, y luego descargó un golpe sobre la gruesa cadena. Los eslabones de hierro se partieron como queso blando, y la parte de la cadena que no estaba envuelta en el cabrestante desapareció con estruendo a través de la canaleta de entrada que había en la pared, seguida por un sonoro chapoteo en el agua del mar.
Con los oídos zumbando a causa del estruendo, los druchii se miraron unos a otros, sin saber qué hacer a continuación. Hauclir parpadeó como una lechuza.
—Bueno —dijo—, eso ha sido fácil.
Apenas había acabado de hablar cuando toda la torre se estremeció a causa de un tremendo golpe. Una parte de la pared, justo por encima del nivel del suelo, estalló en pedazos y roció a los druchii que estaban abajo con puntiagudos trozos de piedra, al mismo tiempo que los envolvía en un manto de polvo granulado.
Malus giró sobre sí misma, tosiendo en medio de la nube de polvo, y oyó que algo mojado y grande se deslizaba a través de la abertura. Al mirar con más atención la polvorienta niebla, vio dos pequeños puntos de luz verde que corrían hacia él, y saltó a un lado justo antes de que una hirviente masa de carne fofa aterrizara en el sitio que acababa de abandonar.
El demonio era una masa pulposa de cuerpos fundidos, amalgamados por una voluntad sobrenatural y mágica. De la palpitante mole brotaban brazos y piernas de modo fortuito; algunas manos aún aferraban armas corroídas, mientras que otras se abrían y cerraban espasmódicamente en el aire. Rostros distorsionados abrían la boca y gemían sobre la masa marrón amarillento. Mientras el noble contemplaba con horror al ser, éste se contrajo, y del amorfo cuerpo le brotó una cabeza sobre un grueso cuello de carne plagada de gusanos, que vomitó un chorro de bilis marrón hacia Urial y sus hombres. Urial alzó el hacha con un movimiento instintivo, y el arma arcana se encendió con brillante luz y desvió el chorro lejos de su portador. No obstante, los dos hombres de Urial no fueron tan afortunados como su señor. Bramaron de agonía cuando el ácido llegó a ellos y derritió la armadura, la ropa y la carne con espantosa facilidad.
Sin pensárselo, Malus se lanzó hacia el demonio y abrió un profundo corte en la carnosa masa, de la que manó bilis humeante, pero sin causarle más efectos. La cabeza de largo cuello, a la que aún le goteaba bilis de las maleables fauces, se volvió bruscamente y lo contempló con ojos encendidos. El cuerpo de la criatura se hinchó, y de la masa brotaron largos tentáculos recubiertos de puntiagudos dientes, que se enroscaron en torno a la cintura y el cuello de Malus.
A un lado del demonio, se oyó un salvaje alarido de furia, y el corsario de Bruglir se subió encima de la criatura por un costado y lanzó un tajo hacia el larguísimo cuello. La gruesa cuerda de inmundo músculo se partió en medio de una fuente de bilis ácida, y la cabeza rebotó por el suelo. En ese momento, todo el cuerpo de la criatura pareció recular, y lanzó al frenético corsario al aire para luego sufrir un tremendo espasmo y acometer al druchii que volaba con una gigantesca boca, como si fuera un sapo que cazara una mosca. Se lo tragó entero, y Malus hizo una mueca al oír el siseo de los jugos gástricos del monstruo, que disolvieron al corsario en segundos.
El noble cercenó los tentáculos que le rodeaban el cuello y que la espada atravesó como si fueran finas enredaderas. Los que le rodeaban la cintura se contrajeron para atraerlo hacia el monstruo. Malus vio que la carne se hinchaba cerca de los tentáculos, y de las profundidades de la criatura comenzó a emerger una nueva cabeza de ojos verdes en los que ardía el odio.
La gangrenosa piel se estiró como una membrana cuando la cabeza acabó de salir de la masa demoníaca. La boca se abrió… y lanzó un grito agónico cuando Urial clavó el hacha encantada en el cuerpo deforme.
Malus vio que tenía una oportunidad, y aferró los tensos tentáculos que le rodeaban la cintura para tirar de ellos y acercarse más al demonio, al mismo tiempo que lo acometía con una estocada. La clavó justo entre los feroces ojos verdes de la criatura, y fue lanzado hacia atrás por una descarga eléctrica de la potencia de un rayo, que le recorrió el brazo de la espada. Se oyó algo que crepitaba, como grasa sobre el fuego, y el carnoso cuerpo del demonio perdió estabilidad y se fundió en un enorme charco de bilis y carne putrefacta. Al mirar hacia el techo, el noble vio que estaba formándose un dosel de grasienta niebla amarilla que manaba del cuerpo… y salía como un desdibujado espectro por el enorme agujero que había en lo alto de la pared.
Momentos después, un par de manos fuertes cogieron a Malus por los brazos y lo incorporaron. Hauclir jadeaba, cubierto de polvo de ladrillo y con una docena de cortes sangrantes en la frente. El noble se libró de la presa del guardia.
—Podrías haber llegado en un momento más oportuno —le espetó—. ¡Esa cosa casi me hace papilla!
—Ha sido una imperdonable falta al deber, mi señor —murmuró Hauclir con tono sombrío—. Me cayó encima una parte de la pared, y egoístamente intenté recobrar la libertad en lugar de ocuparme de inmediato de tu seguridad.
—Ayúdame a levantarme.
Con los dientes apretados de dolor, Hauclir logró poner a Malus de pie. Urial ya subía a trompicones por la maltrecha escalera, con el icor del demonio aún humeando en los filos del hacha. El noble se apartó de las manos del guardia que lo sostenía, y echó a andar tras su hermano.
—¿Qué era esa imagen que salió volando del cuerpo del demonio? —preguntó Malus mientras subía la escalera.
—Algo que no debería ser —replicó Urial con voz alterada.
Urial llegó a la entrada abierta y miró al otro lado de la ensenada. Malus lo alcanzó un momento después, y abarcó con los ojos la escena que tenían delante.
La cadena había caído y los lobos druchii ya se encontraban entre el rebaño. Seis veloces naves corsarias —una séptima se hundía en la entrada de la ensenada, agujereada por piedras disparadas desde las torres— pasaban ante los enormes barcos de los skinriders y disparaban sus pesados virotes a quemarropa hacia el casco de las naves enemigas. Las enormes puntas de acero les abrían en la línea de flotación agujeros del tamaño de puños, por los que el agua de mar entraba en la cubierta inferior. Los skinriders respondían con flechas y proyectiles, pero a una distancia tan corta no podían apuntar bien las pesadas máquinas de guerra hacia los barcos corsarios. Dos de los buques enemigos ya se encontraban muy hundidos en el agua mientras las bodegas se les inundaban lentamente. Cadáveres y pecios flotaban en la superficie de la ensenada, y aquí y allá Malus vio que el agua se agitaba y salpicaba donde los tiburones comenzaban a alimentarse.
—La cuenta de la carnicería será alta, pero tenemos buenas probabilidades de vencer —dijo Malus, ceñudo—. El limitado tamaño de la ensenada nos favorece, y los corsarios de Bruglir conocen bien su oficio.
—No —lo contradijo Urial con tono tétrico—. Estamos condenados, todos y cada uno de nosotros.
La fatiga y el miedo que había en la voz de Urial hicieron que Malus se volviera a mirarlo. El antiguo acólito señaló con un dedo manchado de sangre hacia la periferia del pueblo abandonado que se alzaba al otro lado de la ensenada.
Malus entrecerró los ojos para distinguir detalles de lo que sucedía en la orilla. Al principio no vio más que una enorme muchedumbre de skinriders…, y entonces se dio cuenta de que ninguno de ellos se movía. Estaban petrificados en el sitio, como si los sujetara un puño invisible.
Luego, vio un destello de fuego verdoso entre los piratas, y comprendió qué sucedía.
—El demonio —dijo—. Está usando a los skinriders para dar forma a otro cuerpo.
Urial asintió con expresión sombría.
—No debería ser posible. El espíritu debería haber sido devuelto a la Oscuridad Exterior cuando fue destruido su primer huésped. Pero hay algo que le permite permanecer aquí para reconstruir sus fuerzas y volver a atacarnos.
»Sólo quedamos nosotros tres, y mi poder está casi agotado. Continuará acometiéndonos hasta que hayamos muerto, y luego matará a todos los tripulantes de la flota. No podrán hacer nada para detenerlo.
—Es la isla —comprendió Malus—. La torre de Eradorius…
Las palabras murieron en la garganta de Malus. Entonces comprendió por qué los ladrillos de la ciudadela y los de esa torre del dique marino le resultaban tan familiares. Como en sueños, Malus se arrodilló y rebuscó entre los ladrillos partidos que había en el suelo. Encontró uno que estaba casi intacto y lo hizo girar entre las manos hasta hallar el símbolo tallado en la superficie.
Urial observaba al noble con el ceño fruncido debido a su perplejidad.
—¿De qué estás hablando?
Malus recorrió con un pulgar el símbolo mientras sentía que un puño de hielo le aferraba las entrañas.
—Recordarás que te dije que buscaba el islote de Morhaut para encontrar un objeto que estaba oculto en una torre. La torre fue erigida por un brujo llamado Eradorius. —Alzó el ladrillo—. Y los skinriders la derruyeron para construir sus malditas ciudadelas. —Con un repentino estallido de cólera, lanzó el ladrillo al otro lado de la habitación—. ¿Quién sabe? Puede ser que no haya sido nada más que ruinas durante cientos de años antes de que los piratas llegaran aquí. Ya nunca lo sabremos. —«Ni qué le sucedió al maldito ídolo», pensó el noble. Por primera vez desde que Tz’arkan le había robado la negra alma, Malus se sintió completamente perdido.
—¿Qué tiene que ver eso con el demonio?
—La torre fue erigida para escapar de otro demonio. Eradorius usó la magia para construir un sanctasanctórum que estuviera fuera del tiempo y el espacio. Creó un lugar que era un territorio en sí mismo, separado de todos los otros. —Señaló hacia fuera—. El demonio no ha sido devuelto a la Oscuridad Exterior porque la atracción de ésta no puede alcanzarlo aquí. Sin duda, es el motivo por el que escogió esta isla.
Urial miró a Malus como si estuviera loco.
—Pero acabas de decir que la torre fue destruida hace mucho tiempo.
—¡La torre se alzaba fuera del tiempo! Estaba separada… —La voz del noble se apagó, y sus ojos se abrieron más al comprender—. Fuera del tiempo. ¡Claro! ¡Es la orilla del río!
Hauclir llegó al final de la escalera detrás de Malus, y lo miró a los ojos con desconfianza.
—Creo que necesitas sentarte, mi señor —dijo con cautela—. Puede ser que hayas recibido un golpe fuerte en la cabeza.
Malus apartó al guardia a un lado.
—La torre fue erigida en un territorio que está más allá del espacio y del tiempo. En un sentido, aún existe…, y el ídolo continúa allí. —Tendió una mano para tocar a Urial—. Cuando cruzamos desde la ciudadela del jefe hasta aquí, ¿viste la llanura roja?, ¿la torre que había en el horizonte?
—¿Piensas que se trata de la torre que has mencionado?
—¡Sí! —Se puso a pasear de un lado a otro mientras meditaba dándose golpecitos con un dedo en el mentón—. ¡Estaba todo allí, justo delante de mí desde el principio! ¿Por qué no me di cuenta antes? —Se volvió a mirar a Urial—. Tienes que usar tu brujería para enviarme allí. Ahora.
—Pero… la resonancia…
Malus hizo un gesto hacia los ladrillos dispersos por el suelo.
—¡Tenemos toda la resonancia que nos hace falta!
Urial negó con la cabeza.
—No lo entiendes. El… lugar del que hablas no pertenece a este mundo. Se encuentra en otro plano, por así decirlo, en vez de estar al otro extremo. —Hizo una pausa con expresión repentinamente exhausta—. Puedo abrir una puerta y enviarte al otro lado, pero debe mantenerse abierta en este extremo para que puedas regresar. No sé durante cuánto tiempo puedo mantener abierto un portal como ése. Si falla, quedarás atrapado allí por toda la eternidad.
—¿Y en qué es peor eso que ser devorado vivo por esa vil criatura? —Malus señaló hacia la aldea distante, donde el demonio aún consumía a los skinriders—. ¡Abre la puerta! Correré el riesgo al otro lado. Si tengo éxito, el poder que retiene al demonio aquí se desvanecerá, y será atraído de vuelta a la Oscuridad Exterior. ¡Es nuestra única posibilidad!
Dio la impresión de que Urial iba a continuar discutiendo, pero una breve mirada hacia el caos reinante en la orilla opuesta lo convenció de lo contrario.
—Muy bien —replicó con voz hueca, y volvió a bajar por la escalera en busca de sangre.
—Has mencionado un ídolo, mi señor —dijo Hauclir por lo bajo—. ¿Cómo sabremos dónde encontrarlo?
—¿Sabremos? No, Hauclir. Tú te quedas aquí.
El guardia cuadró los hombros.
—Mira, mi señor…
Malus lo hizo callar con un brusco gesto de una mano.
—Calla y escucha. Debes quedarte aquí para vigilar a Urial —explicó en voz baja—. Si tiene la secreta intención de traicionarme, me será imposible impedírselo, así que tú tendrás que ser quien le clave el cuchillo en la espalda. También están los skinriders. —Señaló hacia los niveles superiores de la torre—. Quizá piensen que estamos muertos tras el ataque del demonio, pero quizá no. Si bajan aquí, tendrás que contenerlos durante el tiempo suficiente para que yo pueda regresar.
Estaba claro que al guardia no le gustaba lo que oía, pero poco podía hacer al respecto.
—Muy bien, mi señor —gruñó—. ¿Y si no regresas?
—Yo, en tu lugar, correría el riesgo con los tiburones.
—¿Piensas que puedo nadar hasta uno de los barcos?
—No. Pienso que deberías saltar al agua con la esperanza de que te pillen los tiburones antes de que lo haga el demonio.
No hubo ninguna sensación de frío gélido ni de dislocación. Malus atravesó el portal y tuvo la impresión de que caminaba por un territorio de pesadilla.
El suelo subía y bajaba como si respirase bajo sus pies, y el cielo de lo alto era tormentoso. El viento aullaba y gemía en sus oídos, pero no podía sentirlo en la piel. Se volvió a mirar por encima de un hombro y vio el óvalo de luz perlada que flotaba en el aire. De los bordes ascendía una especie de niebla iridiscente, y el noble percibió vagamente lo frágil que era, como una burbuja que podía reventar en cualquier momento. Apenas discernía las figuras de Urial y Hauclir, de pie, al otro lado; Malus levantó la espada para saludarlos, y luego volvió los ojos hacia el horizonte, donde se alzaba la torre.
Era alta y cuadrada, y la lustrosa superficie negra brillaba bajo la luz, que no procedía de ninguna dirección concreta e inundaba el territorio ultraterreno. La torre tenía una apariencia mucho más sólida que el paisaje del Caos que la rodeaba, como una isla que se alzara fuera de un violento mar. Parecía encontrarse a leguas de distancia. Malus inspiró profundamente y comenzó a correr.
El terreno pasaba a toda velocidad bajo sus pies. Había desaparecido el cansancio, y se había desvanecido el dolor de la pierna herida. Entonces, sobresaltado, se dio cuenta de que Tz’arkan ya no estaba enroscado como una víbora dentro de su pecho. El pensamiento casi lo hizo tropezar. «¿Es posible?», pensó. ¿Habría encontrado un territorio donde él realmente no podía entrar, como creía Eradorius?
La carcajada resonó como el trueno por el cuerpo de Malus, y le hizo temblar los huesos.
—Pequeño druchii necio —dijo el demonio—. Mírate las manos.
Malus se detuvo. Con creciente sensación de pavor, alzó las manos y vio la piel gris oscuro y las palpitantes venas negras que se le retorcían como gusanos en las muñecas. Las uñas, aunque no eran garras propiamente dichas, se veían negras y afiladas.
La fuerza que sentía era la de Tz’arkan. El demonio no había desaparecido, sino que se había extendido por todo su cuerpo, por el que corría como la sangre.
—Verás —dijo el demonio—. Aquí estoy suspendido entre tu lastimoso mundo y las tormentas del Caos que me alimentan de poder. —La conciencia de Tz’arkan retronó dentro de él—. Jamás podría haber entrado en este lugar desde mi prisión… En un sentido, tú has sido mi puente. —El demonio rió entre dientes—. Sí, este sitio me gusta. Podría permanecer aquí durante muchísimo tiempo.
Malus luchó para reprimir una ola de terror.
—¿Y cambiar una prisión por otra? Vayamos a buscar el maldito ídolo y acabemos de una vez.
—Vaya, Malus, si no te conociera mejor, pensaría que estás cansándote de mi compañía.
El noble continuó corriendo.
Los fantasmas de los sueños lo esperaban a la sombra de la torre.
Se abrieron paso fuera de la grumosa tierra ensangrentada y tendieron hacia él huesudas manos con garras, agitados tentáculos o ganchos con punta de flecha. Algunos eran humanos, otros elfos; muchos eran retorcidas monstruosidades propias de las pesadillas de un brujo. Intentaban arañarlo con las garras y golpearlo con los tentáculos, y reptaban hacia él mientras corría por la llanura.
Un humano esquelético, con apergaminada piel blanca y una melena de pelo blanco, intentó cogerlo por el cuello. Malus atravesó con la espada la cabeza del espectro, y la figura onduló como humo. Una reptante masa de carne con venas azules se deslizó por el suelo y le envolvió una pierna con un tentáculo espinoso; las púas como agujas atravesaron con facilidad capas de cuero y piel, y le dejaron la carne fría y entumecida. Él gruñó y descargó un tajo descendente con la espada, que atravesó inofensivamente a la criatura.
—¿Qué hay de estas criaturas, demonio? —dijo.
—Son los perdidos —replicó Tz’arkan—, seres que fueron arrojados a la orilla de la isla. Cuando murieron, sus espíritus permanecieron aquí. Ahora anhelan tu fuerza vital, Darkblade. Hace mucho tiempo que no toman un bocado tan dulce.
Las manos del esqueleto se le cerraron alrededor del cuello. Malus le lanzó un tajo a la cabeza, pero un arrugado príncipe elfo le cogió el brazo de la espada y lo sujetó contra el cuerpo acorazado. Algo cerró las mandíbulas sobre una de sus piernas, y atravesó con los dientes armadura y ropón. El frío penetraba inexorablemente dentro de su cuerpo y le drenaba las fuerzas. Oía los latidos del corazón, que le golpeaba el pecho con violencia.
—¡¿Qué puedo hacer para detenerlos?! —gritó mientras forcejeaba.
—Pero Malus, amado hijo mío —susurró el demonio—, no tienes más que pedirme ayuda.
Los fantasmas le hicieron perder pie y cayó bajo un mar de manos que intentaban aferrado y mandíbulas que trataban de morderlo.
Una criatura parecida a un pulpo se deslizó sobre su pecho y le envolvió la cara con los tentáculos. Los ojos verde jade brillaban con malévola inteligencia.
—¡Ayúdame, maldito seas! —gritó Malus. Los tentáculos se le metieron por la boca y reptaron sobre su lengua—. ¡Ayúdame!
—Así lo haré.
Una nueva ola de frío lo inundó como un torrente; no se trataba del gélido toque de los fantasmas, sino de una inundación de hielo negro que manó desde su pecho para propagarse por el resto del cuerpo. Un vapor oscuro ascendió de la pálida piel del noble, y a lo largo de la espada, se formó escarcha. Los fantasmas recularon, todos menos la criatura parecida a un pulpo, que no pudo soltarse con la rapidez suficiente; se le puso negra la piel, los ojos se volvieron de color azul pálido, y dejó escapar un sibilante alarido antes de que Malus la golpeara con una mano y la hiciera pedazos.
El esqueleto de pelo blanco retrocedió ante él, con los brazos alzados para protegerse. Malus se puso de pie con un rugido y le atravesó el pecho con la espada. El cuerpo se ennegreció al instante, y se hizo añicos al chocar contra el suelo. El noble alcanzó al príncipe elfo en plena huida; rió como un demente y le asestó un tajo en la parte posterior del cuello.
Todos los fantasmas se batían en retirada; se apartaban de él como las ondas de un estanque. Mató a un oso que tenía un solo ojo, al clavarle una profunda estocada en un flanco, y luego les cortó la cabeza a dos marineros humanos que pedían misericordia con débiles gritos lastimeros.
Más allá de los marineros, corría un corsario druchii. Ebrio de matanza, Malus saltó tras él con la humeante espada en alto. El corsario miró al perseguidor por encima del hombro, con ojos desorbitados por el terror. Malus reconoció de inmediato las cicatrices del cuerpo, pero el apergaminado rostro era una cruel parodia del semblante feroz de Tanithra.
La visión hizo que Malus se detuviera en seco al recordar la razón por la que había acudido a aquel lugar maldito. Durante un momento más, la observó dar traspiés por el terreno fracturado, y luego sacudió la cabeza y reemprendió el viaje hacia la torre, más decidido que nunca a encontrar el ídolo.