16: El grupo incursor

16

El grupo incursor

Los ballesteros que se encontraban ante la borda dispararon una salva de saetas y luego se arrodillaron. Tanithra y el primer grupo de atacantes saltaron por encima de la borda y cayeron sobre el barco de los skinriders; las armas destellaban en la débil luz matinal. Casi de inmediato, los sonidos de batalla se alzaron de la cubierta del barco enemigo. Malus avanzó con el segundo grupo, comprobó que tenía la espada bien sujeta y saltó ágilmente hacia la borda.

A menos de cuatro metros más abajo, se libraba una batalla desesperada. La salva de saetas de ballesta había matado o herido a un puñado de skinriders, pero el resto había continuado junto a la borda, esperando con inhumana determinación la acometida de los druchii. Tanithra y sus corsarios habían caído literalmente sobre ellos desde lo alto y se habían puesto a repartir tajos y estocadas, pero los skinriders no habían retrocedido ni un centímetro. La primera oficial luchaba contra dos de los putrefactos enemigos, de cuyos golpes se protegía con desesperadas paradas de la pesada espada, mientras la hacían retroceder hacia la borda paso a paso.

Malus calculó la distancia necesaria para caer junto a uno de los enemigos que acometían a Tanithra, y con un rugido de guerra, saltó por encima de la borda. Mientras caía, sin embargo, otro enemigo acometió a la mujer druchii con una podadera de mango corto dirigida hacia una de sus piernas, y se situó directamente en el camino de Malus. Los pies del noble golpearon la encapuchada cabeza del skinrider, y tanto él como el enemigo cayeron sobre la cubierta en medio de un estruendo de armas y corazas.

Los tablones de la cubierta olían a podredumbre y estaban cubiertas de charcos de fluidos marrones y amarillos, y montones de porquería en estado de putrefacción. A Malus se le atascó en la garganta un gruñido furioso al inhalar el miasma que ascendía del putrefacto barco. Resbaló sobre los grasientos fluidos al intentar ponerse de pie; mientras, el skinrider sobre el que había caído sacó del cinturón una daga oxidada y saltó sobre él con un grito gorgoteante.

Malus alzó una bota para detener la acometida del enemigo, al que golpeó con el tacón en un hombro. El cuchillo del skinrider chocó contra el peto del noble; la punta de la hoja se partió, pero el enemigo simplemente apuñaló con más fuerza, en busca de un punto débil que le permitiera clavar el arma en el pecho del elfo.

Malus se deslizó hacia atrás sobre la resbaladiza cubierta, incapaz de hallar un punto de apoyo, hasta que su cabeza y hombros se detuvieron contra la borda de babor. El skinrider se encontraba de pie ante él, con la daga en alto, pero el noble se movió con la rapidez de una serpiente. Le lanzó un tajo del revés con la espada que lo alcanzó en la base de la mandíbula y le cortó el cráneo de derecha a izquierda. La cabeza del skinrider estalló como un melón demasiado maduro, y de su interior salió una pasta maloliente de sangre, sesos putrefactos y gusanos que se retorcían. Con una maldición terrible, Malus apoyó la suela de una bota en el pecho del enemigo y alejó el cadáver de una patada.

Rugiendo y escupiendo, Malus se puso en pie de un salto, al mismo tiempo que le lanzaba una mirada a Tanithra, que continuaba trabada en combate con dos enemigos, a menos de un metro y medio de distancia. Los dos oponentes estaban concentrados en debilitar su defensa, por lo que Malus los pilló desprevenidos cuando se lanzó hacia el más cercano y le separó la cabeza de los deformes hombros.

Tanithra eliminó al otro oponente y sumó su espada a la batalla que se libraba a la derecha. Al flaquear el contraataque inicial, llegaron más grupos de abordaje, y los druchii continuaron ampliando la zona de popa que ocupaban sobre el barco enemigo. Malus miró hacia popa y vio el timón de la nave, defendido por el capitán y un par de skinriders armados con lanzas. Desenvainó la segunda espada con la mano izquierda y dio un rodeo por estribor con la esperanza de pillar desprevenidos a los enemigos. Rodeó la brazola de la bodega de popa —una gran escotilla cuadrada de cuatro metros y medio de ancho por seis de largo—, y cuando pasaba por la sección de estribor de la escotilla se dio de bruces con un grupo de skinriders que avanzaban, agachados, procedentes de la dirección contraria.

No tuvo más que un momento para reaccionar, y se lanzó hacia los enemigos con un gruñido de furia. El primero intentó erguirse y alzó una rodela vapuleada para protegerse la cabeza, pero el noble la apartó a un lado con la espada de la izquierda y decapitó al hombre con un barrido de la derecha. Pateó el cuerpo hacia atrás, contra el enemigo que lo seguía, y se lanzó hacia adelante mientras hacía silbar ambas espadas, que trazaron en el aire una red mortífera al entrecruzarse.

Los enemigos retrocedieron; cada vez eran más los que se veían obligados a erguirse y quedaban expuestos a los disparos de los ballesteros cercanos. Las flechas zumbaban, coléricas, al hender el aire y clavarse en hinchados músculos y sacos de visceras putrefactas. De repente, un skinrider saltó hacia Malus e intentó herirle el vientre con una lanza de ancha punta. El noble levantó sobre la punta del pie derecho y dejó que el extremo de la lanza pasara de largo, para luego degollar al enemigo. El skinrider dio un traspié, y Malus le asestó un tajo de revés que acabó de degollarlo y lanzó la cabeza rebotando por la cubierta. El noble levantó la cara hacia el cielo y gritó de entusiasmo, perdido en el júbilo de la matanza.

Un skinrider le respondió con un rugido y cargó contra él, con las manos desnudas tendidas hacia su cuello. Por instinto, Malus situó la espada en posición horizontal y atravesó al hombre; la hoja de acero se deslizó limpiamente entre las costillas del enemigo y salió por la espalda. Malus se dio cuenta demasiado tarde de que tenía el arma atrapada en tanto el skinrider continuaba adelante, con los hinchados labios contorsionados en una mueca de furia.

Otro enemigo pasó a toda velocidad junto al primero y acometió a Malus por un lado: se lanzó hacia el brazo con que el noble sujetaba la espada. Malus apenas tuvo tiempo de gritar antes de que el skinrider al que había ensartado se estrellara contra él y lo salpicara con los fétidos fluidos que manaban por la herida abierta que tenía en el pecho. Malus se tambaleó a causa del choque; sus botas pisaron algo viscoso y resbalaron, y él cayó hacia atrás y se estrelló contra la puerta de la escotilla de popa. La madera podrida cedió, y el noble y sus oponentes se precipitaron a través de una oscuridad fétida y fría.

Malus sintió un impacto brutal en la espalda cuando llegaron al fondo de la bodega de popa. Algo que parecía hueso se deshizo bajo sus hombros, y el peso que soportaba su brazo izquierdo se apartó con un gruñido; pero luego se produjo otro estruendo de madera podrida que se rajaba y continuó cayendo, esa vez para acabar en un charco de fluido hediondo que se cerró como grasa espesa sobre su cabeza.

¡Las aguas del pantoque! Cayó entre los huesos del decrépito barco explorador, debatiéndose en las contaminadas aguas estancadas en el fondo del casco. La imagen del sueño de Malus volvió con una fuerza espantosa justo en el momento en que el enemigo al que había ensartado cerró sus manos putrefactas en torno al cuello del noble y lo empujó más profundamente dentro del agua inmunda.

Malus luchó e intentó levantarse mientras trataba de hallar algún punto de apoyo, pero tenía el brazo derecho atrapado bajo el cuerpo del agresor. En algún momento de la caída, la mano izquierda había perdido la espada, y entonces golpeaba impotentemente la capucha putrefacta del enemigo. Manoteó con desesperación y logró aferrar la capucha; después, buscó a tientas una cuenca ocular con los dedos. Halló una y hundió en ella el pulgar: un líquido espeso le corrió por la muñeca. El skinrider se debatió y, al empujarlo, Malus logró sacar la cabeza de la repulsiva agua. Inspiró profundamente, entre arcadas causadas por el nauseabundo sabor que tenía en la boca, y parpadeó con furia para limpiarse los ojos de la aceitosa agua que le causaba escozor. Lo único que podía ver era un agujero irregular muy en lo alto, y una mancha de luz gris; el resto del cavernoso espacio situado debajo de la bodega se encontraba sumido en tinieblas. El atacante estaba debilitándose. Malus se acordó de la daga que llevaba al cinturón y la buscó a tientas. Pero en ese momento el skinrider del que se había librado en la bodega cayó por el agujero y se lanzó hacia los hombros del noble.

Se llenó los pulmones de aire justo antes de que su cabeza fuese empujada de nuevo bajo la superficie del agua. La sensación fue como si le hubiese caído encima un muro: por mucho que luchara contra el peso de los dos hombres, no lograba siquiera moverlos. Sentía un estruendo en los oídos y una comezón en la piel de las mejillas. Intentó hablar, invocar el poder del demonio, pero se le llenó la boca de agua fétida. El aire vital escapó por su garganta en una nube de burbujas. Comenzaba a dolerle el pecho y la necesidad de respirar parecía la fuerza de un puño que se retorciera dentro de sus pulmones.

De repente, se produjo otro pesado impacto; fue lo bastante fuerte como para golpear la cabeza de Malus contra las curvas cuadernas del barco, y luego desapareció el peso que tenía sobre el pecho. El noble manoteó débilmente, sin saber ya si tenía o no las manos fuera del agua, hasta que una mano fuerte lo aferró y levantó.

—No deberías largarte por tu cuenta de ese modo, mi señor —dijo Hauclir, como si hablara del tiempo—. Ya resulta bastante difícil guardarte las espaldas sin tener que perseguirte continuamente.

Malus logró rodar y ponerse de rodillas en el agua fétida, mientras tosía, escupía e intentaba sacudirse el oleoso líquido del pelo y las orejas.

—Los malditos skinriders me llevaron de recorrido por el barco, y no me hallaba en posición de discutir —jadeó—. ¿Cómo van las cosas arriba?

—Lo último que vi fue que Tanithra había matado al capitán y hacía avanzar a los suyos para que acabaran con los últimos tripulantes —replicó el guardia.

—Y espero que lo haga —dijo el noble.

Malus hizo rodar el cuerpo del atacante que le había atrapado la espada y aferró el arma con ambas manos por la larga empuñadura. La espada salió del cadáver con un sonido de succión.

—¡Madre de la Noche, estos skinriders apestan! —dijo al sentir que lo acometía una náusea—. Busquemos la escalera para regresar a cubierta, y esperemos que el viento sople con fuerza.

Para cuando Malus y el guardia salieron al aire libre, la batalla había acabado. Los hombres de Tanithra habían acorralado a los tripulantes supervivientes en el extremo de la proa, y luego los habían matado metódicamente con ballestas y espadas. Los cuerpos fueron despojados de la sobrevesta de piel y arrojados por la borda, y los corsarios muertos fueron amortajados con sus capas y llevados al Saqueador tras una última bendición de Urial.

Dedicaron las horas siguientes a llevar a bordo herramientas y material desde el Saqueador, para reparar el mástil dañado. Los druchii se pusieron a trabajar con ahínco, empalmaron cuerdas cortadas e izaron una vela de piel de recambio que había en las bodegas. A media mañana ya estaban reparados los desperfectos de la nave, que quedó en condiciones de zarpar.

—Si el viento continúa siendo favorable, deberíais llegar al escondite hacia medianoche —les gritó Bruglir a Malus y Tanithra desde la cubierta del castillo de proa del Saqueador—. Esperaremos vuestro regreso justo al otro lado del horizonte, hacia el sudoeste. Acordaos de mantener una guardia de navegación permanente para zarpar en cuanto logréis haceros con las cartas.

El noble asintió con la cabeza.

—¿Cuántos skinriders es probable que haya en la isla? —preguntó Malus, que se protegió los ojos con una mano a modo de pantalla al alzar la mirada hacia el capitán.

Bruglir se encogió de hombros.

—No hay forma de saberlo. Tal vez un par de barcos, además de una pequeña guarnición. El número de efectivos cambia según la estación del año y el capricho de los skinriders. Con suerte, tendréis pocos problemas para escabulliros dentro del campamento.

—Asegúrate de estar donde has dicho después de medianoche. No me cabe duda de que los skinriders nos perseguirán hasta la Oscuridad Exterior y de vuelta en cuanto descubran qué nos hemos llevado.

—¡Soltad amarras! —les ordenó Bruglir a sus hombres—. Estaremos esperando, Malus —dijo, y luego alzó un brazo para saludar a Tanithra—. ¡Buena caza, capitana! ¡Cuida bien de tu nuevo barco!

La tripulación de la cubierta del castillo de proa rió mientras el Saqueador se apartaba de la putrefacta nave. Tanithra devolvió el saludo, pero sólo Malus vio que los dientes de la corsaria se apretaban ante burlas que le habían dedicado.

—Estoy seguro de que lo dice en broma —comentó el noble.

Tanithra no replicó, pero tenía una mirada ominosa fija en la figura de Bruglir, que iba menguando al alejarse. Malus sonrió para sí de satisfacción. Las cosas estaban resolviéndose bien.

Habían abierto todas las escotillas para dejar entrar la brisa marina, pero no lograron disminuir el hedor lo más mínimo. Malus se recostó contra el mamparo y alzó los ojos hacia el cuadrado de cielo nocturno, mientras escuchaba el susurro del mar contra el casco del barco. «Las cosas podrían estar mucho peor», se recordó a sí mismo. Habían obligado al puñado de marineros de cubierta a ponerse las sobrevestas que les habían quitado a los tripulantes muertos.

Cuatro decenas de druchii aguardaban en la fétida bodega, donde limpiaban las armas o apostaban entre sí en voz baja. Mantenían una respetuosa distancia con Malus y Urial, a quienes les dejaban la sección de proa de la bodega. Hauclir, a la derecha de Malus, apoyaba la cabeza contra el mamparo y roncaba suavemente, meciéndose al ritmo de los movimientos del barco. A pesar de lo cansado que estaba, Malus no lograba dormir. El hedor era terrible, pero más que eso temía a las espantosas visiones que pudieran aguardarlo en los sueños.

Malus buscó a su hermano, que se encontraba sentado sobre la cubierta, a poca distancia de él, con la pierna coja extendida hacia adelante.

—Tengo una pregunta para ti, hermano —dijo. Aquellos fríos ojos se volvieron para posarse sobre él con mirada de buho.

—Puedes preguntar —replicó Urial sin prometer nada. El noble sonrió sin alegría al oír que le devolvían sus propias palabras.

—¿Cómo pueden los videntes fisgar en el futuro?

Urial parpadeó.

—Porque tal cosa no existe.

—Déjate de enigmas de brujo, hermano —gruñó Malus—. Me siento cansado, huelo como un estercolero y no estoy de humor para juegos.

—En ese caso, escucha y aprende —dijo Urial, que se inclinó hacia él—. Imagina que te encuentras de pie en medio de un río.

Malus gruñó.

—Resulta bastante fácil. Ya hace horas que sueño con un baño.

—En medio de un río, lo único de lo que eres consciente es del agua que te pasa corriendo por la cintura. El único punto de referencia que tienes es el sitio del lecho en el que apoyas los pies. Todo lo demás está en movimiento, y cambia de un momento al siguiente ante tus propios ojos. Ése es el modo en que la mayoría de los mortales perciben el flujo del tiempo.

Malus meditó la explicación con el ceño fruncido.

—De acuerdo.

—Ahora imagina que sales del río y te sitúas en la orilla. Tu percepción ha cambiado. Puedes mirar al río y ver el curso en ambas direcciones. Si quieres, puedes fijarte en un trozo de madera que flota en la corriente y seguir su curso a lo largo de ella. Sabes de dónde viene y adonde va porque ves la totalidad del recorrido. Así es como los videntes perciben el futuro: alterando su percepción para abarcar la totalidad de la existencia.

Malus pensó en lo que había dicho Urial, y formuló otra pregunta.

—¿Es… es posible que alguien que no sea vidente altere su percepción de ese modo?

Urial guardó silencio durante un largo instante.

—Es posible —replicó, al fin—. Si un hombre saliese fuera del reino del mundo físico, podría mirar el río de la vida y ver su curso. O podría recibir visiones si fuese poseído por un espíritu lo bastante potente. —El antiguo acólito lo estudió con atención—. ¿Por qué lo preguntas?

Antes de que Malus pudiera responder, una figura encapuchada se asomó por el borde de la escotilla; apenas era discernible en la oscuridad abisal.

—Estamos entrando en la ensenada —susurró—. Destacamento de desembarco, arriba.

Contento por la interrupción, Malus tocó a Hauclir con una bota. El guardia despertó en un instante y se puso de pie en silencio. Malus, Hauclir y cuatro corsarios, todos escogidos por su habilidad para desplazarse y matar silenciosamente, se reunieron cerca de la escalerilla que ascendía a cubierta.

También Urial se levantó y avanzó, cojeando.

—Aún estáis todos protegidos por la égida del Dios de Manos Ensangrentadas —dijo en voz baja—. Pero el poder del enemigo será mucho más potente dentro del campamento. No toquéis nada más que lo imprescindible, o ni siquiera mi poder podría bastar para protegeros.

—Lo siguiente que dirás es que no podemos matar a nadie —comentó Hauclir con acritud.

Urial sonrió fríamente.

—No tengas miedo de que lo haga. Derramad sangre en nombre de Khaine, y su bendición se mantendrá fuerte.

—En ese caso, vayamos a cumplir con nuestro deber sagrado —gruñó Malus, y asintió con la cabeza para que los hombres lo siguieran cuando comenzó a ascender por la escalerilla.

En cubierta, la brisa marina era fresca y fuerte, pero Malus apenas dispuso de un momento para disfrutarla. Tanithra lo esperaba en lo alto de la escalerilla, con una de las fétidas pieles de los enemigos encima. Por debajo de la tosca capucha de la sobrevesta sólo le veía la mitad inferior de la cara, pero percibió que estaba preocupada.

—Tenemos un problema —le susurró, y señaló por encima de un hombro del noble.

Malus se volvió. La ensenada de la isla se extendía ante ellos; las aguas destellaban a la pálida luz lunar. Había seis barcos de los skinriders anclados en el fondeadero, todos incursores marinos del doble del tamaño de la pequeña nave. Era casi medianoche, y sin embargo Malus veía tripulantes que pululaban por los grandes barcos y, claramente, los preparaban para zarpar. Largas canoas iban y venían entre la escuadra y la orilla, para transportar suministros hasta los barcos. El noble reprimió una maldición.

—Están planeando una incursión a gran escala —gruñó.

—Y apuesto a que esta vieja barca había salido a buscarlos —dijo Tanithra—. No tenemos mucho tiempo antes de que quienquiera que esté al mando se dé cuenta de que no deberíamos estar aquí y envíe a alguien a hacer un montón de preguntas incómodas.

—En ese caso, tendremos que darnos prisa —replicó Malus, deteniendo la pregunta que leyó en los ojos de la corsaria—. No he llegado hasta tan lejos para marcharme con las manos vacías. Estad preparados para zarpar en cuanto regresemos.

Malus recorrió con los ojos la costa rocosa hasta hallar el sitio en que los skinriders estaban cargando de suministros las canoas que habían arrastrado sobre la orilla. Desde allí, miró tierra adentro, siguiendo el camino de hormigas de los trabajadores, hasta distinguir una torre cuadrada, casi invisible, contra un telón de fondo de oscuros abetos, situada a unos ochocientos metros de la orilla. Señaló la torre.

—Allí es donde guardarán las cartas de navegación —les dijo a los druchii reunidos—. Tendremos que ir por el interior; la orilla está demasiado expuesta.

Malus avanzó rápida y silenciosamente hacia la borda de estribor, donde un grupo de marineros habían arriado una canoa hasta las plácidas aguas de la ensenada. Sin echar una sola mirada atrás, Malus pasó las piernas por encima de la borda y descendió por una escalerilla de cuerda hasta la canoa. Acababa de instalarse en la proa cuando Hauclir llegó a la embarcación; llevaba la ballesta cargada en una mano. El guardia le entregó el arma a Malus y se instaló junto a él. El resto de los miembros del grupo de desembarco ocuparon sus puestos de prisa y en silencio. Cuando Malus asintió con la cabeza, el remero de babor los apartó del casco de la nave con el remo, y al cabo de poco, remaban hacia la costa, en un rumbo ampliamente disimulado por la mole del barco anclado.

El recorrido hasta la costa pareció eterno. Malus escuchaba los débiles sonidos de los skinriders que trabajaban en los barcos lejanos, esperando oír un agudo grito de alarma en cualquier momento. Tenía la atención tan concentrada en los sonidos que transportaba el aire de la noche que el raspar repentino del casco de la canoa contra el fondo de los bajíos lo pilló por sorpresa. Dos marineros saltaron de la embarcación y cayeron al agua casi sin salpicar siquiera, para estabilizar la canoa mientras los otros desembarcaban. Malus pasó por encima de la regala y avanzó en silencio hacia las sombras, y los corsarios arrastraron la barca hasta tierra firme.

Debajo de los árboles había poca luz, pero en comparación con los enmarañados bosques del lejano norte, el de la isla estaba casi desprovisto de maleza. El grupo de desembarco avanzó en silencio bajo los altos árboles en dirección a los sonidos procedentes de las cuadrillas de aprovisionamiento. A Malus le sorprendió no hallar centinelas ni patrullas en las boscosas inmediaciones; probablemente, casi todos los hombres prescindibles habían sido obligados a trabajar en la preparación de los barcos que zarparían.

El campamento de los skinriders era, de hecho, un pequeño fuerte con una torre de madera de tres plantas de alto, que se alzaba en medio de un apiñamiento de edificaciones también de madera, rodeadas por una empalizada. Los corsarios permanecieron acuclillados en la linde del bosque y observaron la constante corriente de hombres que empujaban carretillas a través de las puertas abiertas de la empalizada. A lo largo de la ruta habían clavado altas antorchas a intervalos regulares para proporcionarles suficiente luz a los estibadores y los guardias apostados en la entrada.

Malus sintió que Hauclir se acuclillaba silenciosamente junto a él.

—Todo este ajetreo nos irá bien —dijo el guardia—. Es probable que en el interior de ese complejo haya más actividad que dentro de una colmena; no creo que un grupo más de estibadores atraiga la atención. Y los guardias estarán concentrados en el tráfico de la entrada. —Señaló la torre con un gesto de la cabeza—. Echemos una mirada a la parte posterior de la empalizada para ver si se puede pasar por encima.

Los corsarios se irguieron en silencio y avanzaron como sombras entre los gigantescos abetos para rodear el perímetro del campamento, hasta hallarse ante la parte directamente opuesta a las puertas. Allí se tumbaron boca abajo y se arrastraron entre la escasa maleza y helechos, hasta tener una visión clara de la empalizada y la torre cuadrada que se alzaba al otro lado. Tras largos minutos de observación, Malus y Hauclir intercambiaron miradas. No se veían centinelas. La pasmosa ausencia de defensas hizo que a Malus se le pusiera el pelo de punta. Allí había algo que no veía, pero no podía imaginar de qué se trataba y no había tiempo para adivinarlo. Finalmente, se encogió de hombros y les hizo una señal a dos corsarios para que avanzaran.

Los hombres se levantaron y atravesaron corriendo el espacio abierto que llevaba hasta la empalizada, en cuyas sombras desaparecieron, y luego Malus oyó un silbido quedo. Los exploradores habían determinado que se podía pasar por encima de la muralla de madera. El noble se levantó y corrió, y el resto del grupo incursor hizo lo mismo.

Los maderos estaban hechos con troncos de abeto de la zona, gruesos y robustos, unidos por grandes clavos de hierro. En las grietas que mediaban entre los maderos crecía moho blanco, y enjambres de insectos caminaban por las incontables fisuras de la madera. El noble hizo un esfuerzo para no prestar atención a la hirviente alfombra de vida que cubría la empalizada, y se concentró en los rostros de los exploradores.

—La empalizada no es demasiado alta —dijo uno de ellos—. Podemos alzar a un hombre hasta lo alto y luego subir por turnos.

Malus asintió con la cabeza.

—Muy bien. Hauclir, tú primero.

Hauclir le lanzó a su señor una mirada impertinente.

—Vivo para servirte —susurró.

El capitán de la guardia apoyó una bota en las manos entrelazadas de uno de los exploradores. Con un débil gruñido, el corsario impulsó a Hauclir hacia arriba, donde halló inmediatamente un buen asidero en la parte superior de la empalizada. Afianzó su cuerpo acorazado entre los puntiagudos extremos de dos maderos, y luego se inclinó para tenderle la mano al siguiente hombre. Momentos después, un segundo corsario se situó a horcajadas sobre la empalizada, y entre ambos comenzaron a izar al resto del grupo incursor y pasarlo al otro lado a la máxima velocidad posible.

Malus fue el último en subir. Los dos druchii lo cogieron de las manos y lo subieron sobre la empalizada como si fuera un muñeco de paja. Sin detenerse, pasó las piernas por encima y cayó al otro lado al mismo tiempo que sacaba la ballesta. Desde donde estaba, Malus vio que la torre cuadrada estaba construida al final de un gran salón de banquetes similar a los que les gustaba erigir a los autarii, e incluso a los bárbaros del norte. Se veían arder luces a través de las estrechas saeteras de las paredes del gran salón, y un humo nauseabundo y dulzón salía por dos chimeneas. Más cerca de la empalizada había dos edificios cuadrados, de madera, con las ventanas oscuras y cerradas. El grupo incursor se hallaba a cubierto entre las sombras de esos edificios, y Malus corrió hacia él. Poco después, Hauclir y el último de los corsarios bajaron de la empalizada y se acuclillaron detrás del edificio opuesto al de Malus.

Observaron y atendieron durante varios minutos. No había ninguna señal de actividad cerca. Malus esperó tanto como se atrevió a hacerlo, y luego rodeó la esquina del pequeño edificio y condujo al grupo hacia la torre.

Cuanto más se aproximaban, más percibía Malus una tensión en el aire, como la del cielo justo antes de una tormenta estival. «Brujería», pensó con amargura. Estaba familiarizándose demasiado con esa sensación.

Desde más cerca, la torre parecía presentar abundantes puntos de apoyo para un escalador diestro. Estaba construida con los mismos troncos de abeto que la empalizada, aunque sobre la superficie habían tensado una especie de membrana destellante. Cuando Malus la tocó con una mano, la membrana se rajó como pergamino podrido y dejó escapar un hedor espantoso, como el de un intestino reventado. Del agujero salieron insectos que corrieron por el suelo. Debajo de la membrana, la madera estaba rajada, con zonas cubiertas por una especie de arcilla roja y húmeda.

Malus contempló la torre con una mueca.

—No es de extrañar que no tengan guardias aquí —susurró—. ¿Quién, en su sano juicio, querría tomar un sitio semejante?

Alzó la mirada para calcular la altura del ascenso. Finalmente, suspiró y tendió una mano hacia un asidero, con lo que rajó aún más la membrana e inundó el aire de gas pestífero.

Los corsarios, habituados a trepar día y noche por aparejos mojados, escalaron por la torre con facilidad. Malus y Hauclir no tardaron en quedar rezagados, ya que subían moviendo una mano y un pie por vez. En cada planta había una ventana estrecha, y los incursores tomaron la precaución de pasar lejos de ellas.

Malus y Hauclir se encontraban casi en la segunda planta cuando, de repente, una silueta se asomó por la ventana abierta y miró a derecha e izquierda. El noble quedó petrificado y se apretó contra la madera infestada de insectos, al mismo tiempo que le imploraba a la Madre Oscura para que a la enferma criatura no se le ocurriera mirar hacia abajo. Llevaba la ballesta, aún tensada y cargada, colgada a la espalda; a todos los efectos, era como si la tuviese a miles de kilómetros de distancia.

El noble observó cómo el skinrider contemplaba por última vez los muros de la torre, y luego se detenía, pensativo. ¿Estaba intentando explicarse los extraños ruidos que había oído? Pasado un momento, se retiró…, y luego volvió a asomarse bruscamente y miró hacia abajo. Malus se encontró mirando un par de enfermos ojos grises situados a apenas un metro y medio de los suyos.

Se oyó un susurro de metal fino, como si alguien desenredara una cadena de cuello, y luego Malus sintió que Hauclir, situado a su derecha, hacía un repentino y veloz movimiento. Una cadena delgada salió disparada por el aire como un látigo, y se enroscó apretadamente en torno al cuello del skinrider. El hombre encapuchado apenas dispuso de un momento para inspirar antes de que el guardia tirara de la cadena y lo hiciera caer de la ventana. El cuerpo pasó en silencio entre ellos e impactó contra el suelo con un sonido pastoso.

Malus miró a Hauclir y le dedicó un gesto de aprobación, y ambos reemprendieron el ascenso. Minutos más tarde se reunieron con el resto del grupo de incursión.

La parte superior de la torre estaba rodeada de almenas y permitía una visión general de todo el campamento. Los cuatro corsarios yacían boca abajo en medio del terrado, fuera de la vista. Malus se arrastró hasta ellos. Uno de los druchii señaló hacia una esquina, donde el noble distinguió una trampilla provista de una anilla de oscuro hierro.

Mientras Hauclir se detenía junto a los corsarios, jadeante, Malus se arrastró hasta el otro lado de la torre y se incorporó lo suficiente para asomarse por encima de las almenas y espiar la actividad de abajo. Justo al otro lado de la puerta principal del campamento había un amplio terreno abarrotado de cajones y barriles, muchos protegidos de los elementos por grandes pieles engrasadas. El terreno iluminado por antorchas hervía de skinriders, probablemente todos los miembros del campamento y una buena cantidad de los tripulantes de los barcos anclados.

Un movimiento que se produjo cerca de la entrada atrajo la atención de Malus. Un skinrider había llegado corriendo a la entrada, con las manos vacías, y les decía algo a los centinelas, evidentemente alterado. Pasado un momento, el superior de los guardias pareció llegar a una decisión y señaló la torre. Sin vacilar ni un instante, el hombre continuó corriendo. Tenía noticias para alguien.

Malus se volvió a mirar a los otros.

—Parece que alguien de la ensenada ha reparado en el barco —dijo en voz baja—. Nos hemos quedado sin tiempo.