21: La hora del lobo

21

La hora del lobo

—Corrígeme si me equivoco, mi señor —refunfuñó Hauclir en tanto recorrían los oscuros pasillos estrechos del Saqueador—, pero no logro ver cómo este plan vuestro logrará nada, como no sea hacernos matar a ambos.

—La ilimitada fe que tienes en mis habilidades nunca deja de asombrarme —replicó Malus. Con la cara oculta por la capucha, era una aparición de ropón negro, una mancha de noche que se deslizaba por sombras de menor importancia—. Yo pensaba que era obvio; al finalizar el día, tengo intención de ver muertos a Bruglir y su amante del mar, y hallarme yo al mando de la flota corsaria.

—¿Y planeas conseguirlo mediante el secuestro de tu hermana?

De la oscuridad de la capucha manó una suave risa entre dientes.

—Eso será la chispa que encienda la leña que se ha acumulado entre ella, Bruglir y Tanithra. Considera cuánto ha… cambiado Yasmir desde que descubrió la traición de Bruglir. Y ahora considera cómo reaccionará cuando piense que ha vuelto a traicionarla… y, peor aún, que tiene intención de entregarla como regalo para el jefe de los skinriders.

—Sin tener en cuenta que cuando se dé cuenta de algo de todo eso, se encontrará atada como un cerdo de sacrificio y en el fondo de nuestra bodega.

Malus asintió con la cabeza.

—Ahí es donde intervienes tú.

—¡Ah, ya! Debería haberlo adivinado.

—Cuando Bruglir y yo nos marchemos a hablar con el jefe de los skinriders, tú te quedarás a bordo, aparentemente para formar parte del grupo de desembarco que hará bajar la cadena. Antes de hacerlo, quiero que pongas en libertad a Yasmir. Dile que Urial se ha enterado de su captura, y que tú y yo hemos estado intentando encontrarla desde entonces.

Con expresión pensativa, Hauclir asintió con la cabeza.

—Intentará matar a Tanithra, ¿lo sabes?

—Cuento con ello. Desde siempre se sabe que es diestra con esos cuchillos que usa, pero después de ver la carnicería que hizo cuando nos abordaron hace algunas semanas, me di cuenta de que hay algo casi sobrenatural en su capacidad para matar. —El noble guardó silencio y consideró cuidadosamente sus palabras—. Por primera vez, comienzo a preguntarme si la obsesión de Urial hacia ella no estará, tal vez, motivada por algo más que la simple lujuria. La verdad es que podría poseer el toque de la divinidad.

—¿Y por eso has decidido aliarte con ella?

—Me alio con ella porque Bruglir debe morir. De lo contrario, sin duda me matará en cuando hayamos vencido a los skinriders. Y si él muere, Tanithra también debe morir, porque no puedo permitirme que nadie más rivalice conmigo por el control de la flota.

—¿Y Urial?

—Por el momento, aún nos necesitamos mutuamente —replicó Malus—. Yo lo necesito para entrar en la torre de Eradorius, y él me necesita para que interfiera en su favor ante Yasmir.

El antiguo capitán de la guardia meditó el plan durante un largo rato en silencio.

—¿Así que, en lugar de limitarte a secuestrar a la amante del heredero del vaulkhar, de hecho estás poniendo en marcha un plan que garantice que sobre tus propios aliados caerá una tormenta de sangre apenas horas antes de una importante batalla?

—Es una manera bastante superficial de considerarlo, pero, esencialmente, es correcto.

Hauclir suspiró.

—Bueno, supongo que podría ser peor, aunque, de momento, no es más que una teoría, te lo advierto.

—Basta de gimoteos —dijo Malus—. ¿Qué hay de Urial? ¿Estás seguro de que ha dejado de vigilar a Yasmir?

—Ni siquiera ha acudido a la puerta de su camarote desde que regresó, y tampoco se ha visto a sus guardias. Supongo que ha estado ocupado en dibujar las cartas que orientarán al resto de la flota a través de esa condenada niebla.

—¿Y le diste mi mensaje?

—Le repetí exactamente lo que me dijiste: «La hora de pagar las deudas ya casi ha llegado». Asintió con la cabeza y desapareció dentro de su camarote. Es la última vez que lo vi.

—Muy bien. Tal vez bastará con eso para mantenerlo fuera de nuestro camino durante las próximas horas. Después, que haga lo que le plazca.

Antes de que Hauclir pudiera responder, ambos giraron en el recodo de un pasillo adyacente y se encontraron con media docena de corsarios que aguardaban impacientemente a poca distancia del camarote de Yasmir. Al igual que Malus, la mayoría iban vestidos de negro y ocultaban el rostro bajo capuchas o detrás de máscaras de cuero. Sólo Tanithra llevaba la cara desnuda, y su expresión no era nada menos que jubilosamente asesina. Dos corsarios cargaban, entre ambos, una sábana de piel de vela, mientras que los demás llevaban en la mano cachiporras negras.

—Te has tomado tu tiempo para llegar —siseó Tanithra—. Arriba tengo hombres que están cargando provisiones en la canoa, pero sólo disponemos de pocos minutos antes de que acaben.

—Tranquilízate —le dijo Malus con calma—. Es probable que Yasmir ya esté dormida. La desmayaremos de un golpe, la envolveremos y nos habremos marchado antes de que nadie sepa qué ocurre. —Tocó con un codo a Hauclir, que asintió, obediente, y se cubrió la cara con un pañuelo negro de marinero—. ¿Tus hombres conocen el plan?

—Sí.

Malus asintió con la cabeza.

—Bien. Y recordad: que nadie hable hasta que nos encontremos a bordo del barco pirata, y que nadie mencione ningún nombre en su presencia, salvo el de Bruglir. —Se volvió a mirar a los corsarios—. Vamos.

Sin aguardar respuesta, Malus avanzó sigilosamente por el corredor hasta llegar a la puerta del camarote de Yasmir. La fina madera estaba literalmente cubierta de runas votivas y nombres de marineros que pedían la bendición de Khaine. Aquí y allá, las estrías de los símbolos tallados estaban cubiertas de sangre seca. Malus pasó los dedos por encima. De repente, una sensación de intensa aprensión se apoderó de su corazón, pero hizo un esfuerzo para apartarla de sí.

Tendió una mano, y Hauclir le puso en la palma el mango de la cachiporra. El noble dedicó otro momento a asegurarse de que los corsarios estaban en posición.

—Recordadlo —dijo con un susurro apenas audible—. Moveos con rapidez. No le deis oportunidad de reaccionar.

Las cabezas asintieron. Malus inspiró profundamente, abrió la puerta y, raudo y silencioso, entró en el camarote apenas iluminado.

Dentro, el aire era cálido y sofocante. Las tablas de la cubierta estaban pegajosas de salpicaduras y regueros de sangre, las suelas de las botas se despegaban con un crujido. Al otro lado de la habitación había seis velas que se habían consumido casi hasta el final; habían derramado largos regueros de cera que caían por el borde de un estrecho anaquel para formar brillantes columnas que llegaban hasta la cubierta.

La única litera individual del camarote estaba vacía y sin deshacer. Yasmir se encontraba arrodillada en un rincón de la habitación. El negro cabello le caía suelto como un manto sobre los hombros desnudos. Su piel relumbraba a la suave luz de las velas y dejaba ver las brillantes líneas de cortes que formaban intrincados dibujos sobre los brazos, las piernas y los hombros.

Cuando los corsarios entraron, tenía la espalda vuelta hacia ellos, pero Malus le echó una sola mirada y supo que las cosas ya habían salido terriblemente mal.

Había llegado a la mitad del camarote cuando ella se puso de pie y se volvió con casi lánguida gracilidad. Su rostro estaba beatífico, sin marca alguna del agudo filo que le había decorado gran parte del cuerpo desnudo; los párpados se cerraban a medias sobre los serenos ojos violeta, como si se moviera en sueños. Era la serenidad del verdugo, la elegancia de la muerte encarnada.

Cuando corrió hacia él, los largos cuchillos de hoja estrecha que sostenían sus manos aparentemente delicadas trazaron arcos plateados, y el instinto nacido de la experiencia de ensangrentadas manos le dijo a Malus que si permitía que ella lo alcanzara, estaría muerto. Yasmir sonrió y abrió los brazos como una amante mientras avanzaba, y Malus se lanzó al entarimado en lugar de caer en el mortal abrazo.

Rodó por las tablas manchadas de sangre, chocó contra una mesa y una silla, y sobre su cabeza cayeron botellas vacías y una bandeja con migajas de pan. Luego, oyó el sonido de un agudo filo de acero que cortaba cuero y piel, y un gorgoteante gemido ahogado en el lugar que acababa de abandonar apenas momentos antes.

Dos cuerpos cayeron sobre la cubierta con un solo golpe sordo. Malus había esquivado la mortal carrera de Yasmir, y los dos corsarios que iban detrás habían recibido el embate de la carga en lugar de él. Los cuchillos habían atacado como víboras y habían matado a los hombres que contemplaban, boquiabiertos, la imagen sobrenatural que tenían delante.

Yasmir pasó entre los muertos mientras caían, y los corsarios que los seguían se dispersaron como ovejas ante un lobo. Uno que no se movió con la rapidez necesaria murió con una hoja de cuchillo clavada en una sien, y entonces, no quedó nadie entre Yasmir y Tanithra. La corsaria gruñó para emitir un desafío inarticulado y sacó la pesada espada de la vaina. Malus se puso precipitadamente de pie, aunque sabía que no lograría llegar a tiempo hasta las dos mujeres. A pesar de su gran destreza, Tanithra estaría muerta en breve, y Malus iba a necesitar un plan completamente nuevo.

De repente, se oyó un agudo tintineo de eslabones metálicos, y Yasmir cayó hacia adelante. Hauclir tiró con todas sus fuerzas y arrastró a Yasmir hacia atrás con la cadena con la que le había rodeado un tobillo.

Tanithra se lanzó hacia Yasmir, y Malus también saltó, decidido a llegar antes hasta su hermana. Ella rodó y quedó de espaldas ante él, y sus manos se transformaron en borrones de movimiento. Malus apretó los dientes y descargó la cachiporra, que impactó de lleno en la frente de Yasmir. La cabeza cayó sobre la cubierta con un golpe seco, y ella quedó inerte. El noble se desplomó sobre la cubierta, a su lado, y Tanithra frenó en seco y detuvo el golpe de espada en el último instante.

De inmediato, Hauclir llegó junto a Malus y se situó entre su señor y la mujer corsaria. Una de las dagas de Yasmir estaba clavada en un hombro del guardia.

—¿Estás bien? —preguntó con voz tensa.

El noble asintió con la cabeza. Rodó y quedó de espaldas. Apretó los dientes y se llevó una mano al muslo derecho, donde su mano se cerró sobre la empuñadura del cuchillo que tenía clavado, y se lo arrancó. Por la herida manó un torrente de sangre caliente que le empapó el ropón de lana.

El guardia se arrodilló, sin hacer caso del arma que tenía clavada en el hombro, y palpó la pierna de Malus a través del agujero que tenía en el calzón.

—No ha tocado la arteria por menos del ancho de un dedo —dijo, ceñudo; después, levantó la mano y se arrancó el otro cuchillo de Yasmir—. Esperemos que no sea de las que envenenan los cuchillos. He oído que es algo que está de moda entre las damas esta temporada.

Malus no le hizo caso. Con los dientes apretados por el creciente dolor, alzó ojos coléricos hacia Tanithra.

—Supongo que planeabas dejarla inconsciente con un golpe del plano de la espada.

—Por supuesto que no —le espetó Tanithra—. Si hubiera dado un paso más, la habría abierto como a una salchicha. Ya viste lo que les hizo a mis hombres.

—En ese caso, ha sido para nosotros una suerte que mi guardia llegara antes hasta ella —replicó el noble, que reprimió un gemido y se puso de pie—. Envolvedla. Ahora.

—¿Y qué hay de mis hombres? —exclamó Tanithra, que señaló los cadáveres que yacían en medio de la habitación.

—¡Baja la maldita voz! —siseó Malus—. Déjalos. Nadie vendrá a buscar a Yasmir hasta que haya acabado la batalla, y para entonces no importará si los encuentran. ¡Ahora, atadla antes de que recupere el conocimiento y tengamos que hacer todo esto otra vez!

Tanithra chasqueó los dedos, y los corsarios supervivientes se lanzaron a la acción para atarle los pies y las manos a Yasmir, y amordazarla con una tira de cuero antes de envolverla con la vela. Con un gruñido, los dos hombres se echaron el hato sobre el hombro mientras la mujer corsaria asomaba la cabeza por la puerta para asegurarse de que no había nadie por las inmediaciones. Satisfecha, les hizo un gesto a los hombres, que salieron con rapidez por la puerta y echaron a andar por el corredor.

Malus cojeaba detrás de Tanithra y hacía muecas de dolor a cada paso. Le sorprendió lo tentado que estaba de recurrir al demonio para que lo curara a pesar de encontrarse ante testigos, pero resistió el impulso con resolución.

—Volved al barco pirata —le dijo a ella—, y asegúrate de que no sufra ningún accidente por el camino. Recuerda, debemos hacer que Bruglir se vea obligado a matarla, o no lograrás nada con su muerte.

Tanithra clavó en él una mirada implacable. Sin decir nada, pasó ante el noble herido y siguió a sus hombres.

Cuando estuvo fuera del alcance auditivo, Malus se volvió a mirar a Hauclir.

—¿Tienes los cuchillos de Yasmir?

El guardia asintió con la cabeza y se señaló el cinturón, del que asomaban las empuñaduras de las armas. Los ojos de Hauclir no se apartaron en ningún momento de Tanithra, mientras se alejaba por el pasillo.

—Ésa no es de fiar, mi señor —declaró con voz tensa de dolor—. Es demasiado impredecible.

Malus negó con la cabeza.

—Los dados están echados, Hauclir. No matará a Yasmir después de que le haya recordado las consecuencias que tendría hacerlo, y no puede recurrir a nadie más. Le llevamos ventaja.

—Por ahora, mi señor —dijo Hauclir con tono lúgubre—. Por ahora.

Malus subió lentamente a la cubierta del barco pirata capturado e intentó disimular la cojera al ascender por la estrecha escalerilla. Muy a su pesar, había permitido que Hauclir le diera una pequeña dosis de hushalta, y la herida del cuchillo le dolía ferozmente mientras la droga le hacía efecto. Los efectos narcóticos de la bebida lo habían retenido bajo cubierta mientras Bruglir y Urial subían a bordo y el barco bogaba nuevamente a través de las nieblas que rodeaban la isla. La arena ya caía dentro del reloj; en menos de dos horas los seguiría el resto de la flota, guiada por las cartas náuticas de Urial, y comenzaría el ataque.

Bajo un cielo oscuro, el noble subió a la cubierta principal, por encima de la cual se encumbraban ominosamente las estrechas torres que guardaban el dique marino de la isla. Se encontraban a menos de media milla de la entrada de la ensenada, y se acercaban velozmente, a todo trapo. Urial ya iba de un lado a otro entre los tripulantes, para tocarlos por turno e impartirles la bendición de Khaine que los protegería del halo corruptor de los skinriders. Bruglir se hallaba de pie en la proa, y estudiaba la ensenada con agudos ojos. El noble se volvió y vio a Tanithra ante el timón, con expresión ceñuda. No se veía a Hauclir por ninguna parte. Malus imaginó que ya estaba abajo, esperando en las sombras cercanas a la bodega donde se encontraba Yasmir.

Avanzó lenta y cuidadosamente hacia la proa. Se había quitado la cota de malla ligera, y entonces llevaba su habitual armadura completa y las espadas gemelas que le había regalado Nagaira. Bruglir tenía puesta una armadura vapuleada pero funcional, y una única espada bien cuidada y, obviamente, muy activa. El noble se sintió irritado al ver que su hermano se las arreglaba para armarse como un caballero de pocos medios, y sin embargo tenía un aspecto regio y heroico al mismo tiempo. Se detuvo ante la borda de popa y entrecerró los ojos al mirar hacia la oscuridad.

—¿Alguna señal de que ya haya bajado la cadena?

—Aún no —replicó Bruglir—. Posiblemente, esperarán hasta el último momento. —Señaló las torres del dique marino—. Es probable que estén preguntándose qué hacemos aquí, e intentando encontrar a alguien que reconozca el barco.

A Malus no se le había ocurrido que los hombres que hacían guardia en la torre podrían no conocer el barco capturado y cerrarle el paso como medida preventiva básica. El pensamiento era tan absurdo como aterrador.

—¿Crees que pueden darse cuenta de que no somos skinriders?

Bruglir rió entre dientes.

—No, a menos que se hayan pegado ojos de halcón en la cabeza. Nos conocerán por la forma de las velas y del casco, y eso es todo. —Hizo un gesto con la cabeza hacia los grandes barcos que estaban anclados en la ensenada—. De todos modos, las cosas se pondrán interesantes cuando tengamos que pasar por esas baquetas.

Ya casi habían llegado a la entrada. Malus miró hacia la torre de babor. Desde esa distancia, podía ver lo tosca que era la construcción. Habían caído trozos de la muralla circular y del revestimiento del edificio, y la parte superior de la ciudadela era desigual. Sin embargo, los puestos de disparo de lo alto de la torre parecían bien construidos y perfectamente situados para hacer blanco en los barcos que llegaban a la ensenada. No podía ver las achaparradas catapultas ni las pilas de piedras cuidadosamente acumuladas, pero sabía que estaban allí. En las ventanas de la ciudadela brillaba una luz pálida.

—¡Allí!

Bruglir señalaba hacia la oscuridad que se extendía ante ellos. Malus siguió la dirección del gesto, pero lo único que vio fue olas hinchadas y más sombras.

—Alguien debe de habernos reconocido. Están bajando la cadena.

El barco capturado pasó entre las torres y entró en la ensenada. Como se hallaban ya al otro lado del dique marino, Malus pudo atisbar los descomunales eslabones de la cadena que iban de una torre a otra, ya que el metal engrasado aún brillaba dentro del agua mientras descendía hacia las profundidades. Una vez más, le llamó la atención la naturaleza de la construcción de las torres. Suponía que los skinriders habían hallado el camino de acceso a la isla, visto que el dique marino carecía de defensas, y habían hecho lo posible por rectificar el problema. Tenía que admitir que era una obra tosca aunque eficaz, pero ¿de dónde habían sacado el material para erigirla?

Órdenes dadas en sordina desde el timón pusieron a trabajar a los masteleros, que arriaron las velas para reducir la velocidad del barco. Bruglir posó una bota sobre la borda y se inclinó hacia adelante, con los brazos apoyados sobre la rodilla flexionada mientras estudiaba la costa.

—Esos barcos grandes tienen demasiado calado para acercarse más a la orilla, pero nosotros deberíamos poder amarrar en alguna parte, si encontramos un muelle.

Ya estaban acercándose a los barcos skinriders más próximos, dos grandes buques de guerra imperiales, con viejas culebrinas de latón de boca grande como fauces de dragón a proa y popa. Malus se preguntó si los skinriders aún tendrían pólvora para esos enormes cañones, y si todavía podrían disparar sin estallar en pedazos. En caso afirmativo, el daño que causarían sería espantoso.

Por la cubierta principal del barco se movían figuras encapuchadas que arrastraban los pies hasta la borda y se asomaban a mirar a la nave pirata más pequeña, que pasaba de largo. Los druchii no intentaron ocultarse, y Malus imaginó que oía gritos de consternación en la cubierta del enorme buque que iba quedando atrás.

La armada de los skinriders se encontraba dispersa a lo ancho de la ensenada para que los barcos guardaran entre sí una distancia suficiente que les permitiera zarpar sin riesgo de colisión. Tanithra condujo el barco más allá de los dos navios imperiales más viejos, y continuó en un curso aparentemente sinuoso para esquivar a un guardacostas bretoniano y dos flechas tileanos, cuyas cubiertas estaban erizadas de apretadas hileras de toscos lanzadores de virotes. Bruglir avistó un muelle de piedra situado en el extremo más lejano de la ensenada, y le gritó órdenes a Tanithra. Las claras, nítidas órdenes en idioma druchii provocaron un coro de sobresaltados gritos en las naves cercanas. Instantes después, un cuerno de Norse tocó una inquietante nota gimiente desde la cubierta del barco más cercano, sonido que pronto fue recogido por todos los otros barcos de la ensenada, como lobos que respondieran a un aullido.

Gritos y alaridos farfullados resonaron por la ensenada cuando los tripulantes skinriders salieron como hormigas de debajo de las cubierta y corrieron a echarle una mirada al intruso que pasaba ante ellos. Muchos llevaban faroles que brillaban con pálida luz, y en el enfermizo resplandor Malus vio que aquellos piratas no sólo carecían de piel, sino que estaban monstruosamente hinchados y gangrenados, con el cuerpo deformado por el poder corruptor del vil dios al que adoraban. En el aire, por encima de sus cuerpos putrefactos, zumbaban nubes de insectos impelidos a una actividad frenética por el nerviosismo de los skinriders. Los oficiales —o lo que Malus supuso que eran oficiales— les gritaban órdenes a los pestilentes tripulantes para que volvieran al trabajo. Hinchadas figuras de largas extremidades trepaban por los aparejos de los barcos como desgarbadas arañas, hacia los nervios que sujetaban las andrajosas velas.

—¿Van a levar anchas? —se preguntó Malus en voz alta. Bruglir negó con la cabeza.

—Es improbable. Supongo que sólo quieren estar preparados por si los llaman a la acción.

—Así que reaccionarán mucho más rápidamente cuando lleguen tus barcos —dijo el noble, ceñudo, y le sorprendió la risa de Bruglir.

—Créeme: una vez que caiga la cadena, seremos como lobos entre ovejas. Podríamos decirles ahora mismo que la flota viene hacia aquí, y no cambiaría nada. Dentro de dos horas, esta ensenada estará ardiendo de punta a punta, y nosotros sacando oro a toneladas de sus cámaras de tesoros. —Los oscuros ojos del capitán destellaron de avaricia, y Malus sonrió.

El barco pirata capturado viró lentamente para dirigirse hacia el muelle. Estaba hecho de piedra tallada, mucho mejor construido que las ruinosas torres de los skinriders, y Malus se preguntó quién lo habría erigido. ¿Cuánta gente se había apoderado de esa isla en los miles de años transcurridos desde la llegada de Eradorius? Por primera vez, experimentó un verdadero temblor a causa de la duda. ¿Y si la torre ya no existía y al ídolo se lo había llevado, hacía mucho tiempo, algún marinero emprendedor?

Esa terrible ensoñación fue interrumpida por un rugido que reverberó desde la orilla. Una multitud de skinriders había corrido hasta el largo amarradero; blandían armas corroídas para bramarles un reto a los corsarios que arribaban. Por encima de la muchedumbre, en el extremo de largas pértigas, se bamboleaban faroles que daban parpadeante relieve a los rostros enfermos.

Bruglir miró a Malus, y en sus labios apareció una ancha sonrisa.

—Nos ofrecen una bienvenida digna de un rey —dijo con sequedad—. Me pregunto si habrá esclavas y garrafas de vino.

Malus y los corsarios que se encontraban cerca rieron, y todos cobraron ánimo al oír el sepulcral sonido. Antes, la actitud de Bruglir hacia el plan había sido diferente; pero en ese momento, con el enemigo delante, se había animado, impertérrito ante el peligro, y sus hombres reaccionaban de modo afín. Fue una revelación que a Malus le causó sorpresa y amarga envidia.

El barco pirata se detuvo junto al muelle, y Bruglir se volvió a mirar a sus hombres.

—¡Echad los cabos y amarrad! —ordenó.

Los hombres obedecieron de inmediato. Gruesas cuerdas cayeron por babor, y las siguieron los corsarios con ágil seguridad, sin hacer caso de la frenética multitud que les bramaba desde pocos metros de distancia. El capitán sonrió, satisfecho de la valentía de sus hombres.

—¡Preparad la plancha! —gritó.

Se oyó un rechinar de cuerdas adujadas, y la cubierta se meció cuando el barco se detuvo contra el muelle. Casi de inmediato, la plancha bajó con estruendo de cadenas y un golpe, y Bruglir se puso en marcha, lo que obligó a Malus a apretar los dientes mientras lo seguía con pasos lentos y dolorosos. Urial administró las últimas bendiciones, recogió el hacha y se unió a ellos, mientras sus enmascarados guardias entraban en formación a su alrededor como una bandada de cuervos meditabundos. En la plancha ya esperaban tres corsarios fuertemente armados, preparados para dar escolta al capitán.

—Tani, quedas al mando del barco —gritó Bruglir—. Ya sabes qué tienes que hacer.

Tanithra no dijo nada, y observó la marcha del capitán con el ceño fruncido de resentimiento. «Adiós, Tanithra —pensó Malus—. Quiera la Madre Oscura que no volvamos a vernos nunca más».

El noble descendió con precaución por la plancha que rebotaba. Bruglir y sus hombres ya estaban a medio camino del muelle, por lo que se vio obligado a cojear con mayor rapidez para darles alcance.

Malus reparó en un movimiento similar en el otro extremo del muelle. Evidentemente, alguien de alta graduación había hecho valer su autoridad sobre la muchedumbre, porque los gritos habían cesado y todos se apartaban para dejar pasar a una figura alta que iba flanqueada por un puñado de guardias. Al aproximarse la figura a los druchii que estaban sobre el muelle, Bruglir también comenzó a avanzar con la intención de reunirse con el skinrider a medio camino. En cuanto se encontraron al alcance auditivo de un grito, Bruglir dijo algo en un áspero idioma gutural, y Malus se sorprendió cuando el skinrider respondió en un druchii con fuerte acento.

—No te humilles intentando hablar nuestra lengua —dijo el skinrider con una voz de áspero sonido burbujeante y ronco.

El pirata iba ataviado con un grueso pellejo que a Malus le recordó las escamas de los gélidos, toscamente cosido en torno a la musculosa estructura de anchos hombros. Sobre el pellejo, el skinrider llevaba un pesado plaquín de malla que le llegaba a las rodillas, y las manos sin piel aferraban una enorme hacha de doble filo. Un manto de lana negra con voluminosa capucha cubría la cabeza del pirata, que quedaba casi completamente oculta en sombras. Cuando el skinrider habló, Malus vio que en la mandíbula se le movían músculos brillantes, y que los labios desgarrados dejaban ver dientes puntiagudos.

—Puedo entender bastante bien vuestros patéticos maullidos.

Bruglir miró al hombre con ojos altivos y feroces.

—¿Hablas en nombre de tu jefe, skinrider? Porque no he navegado miles de leguas para que me reciba en la orilla un grupo de sus perros falderos.

La mandíbula del skinrider se estiró en lo que Malus tomó por una sonrisa.

—Es buena cosa que mis hombres no puedan entender tus gimoteos. Te harían pedazos por decir algo así.

—En ese caso, explícaselo, despellejado, o ahórrame tus vacuas amenazas. He venido con una cuantiosa oferta para tu señor.

—Dime de qué se trata, y yo decidiré si merece la atención de mi señor.

—Los perros no tienen nada que hacer en los asuntos de sus amos —se burló Bruglir—. Llévame ante él y habrás cumplido con tu cometido.

—¿Crees que soy tan estúpido como para permitiros llegar a presencia de mi señor?, ¿a una manada de asquerosos elfos oscuros traicioneros que no son dignos de lamer las excreciones de los pies de mi señor?

Bruglir se le rió al hombre en la cara.

—¿Es que tanto les teme tu gran jefe a una docena de druchii? —El capitán avanzó un paso—. ¿Es que todas las leyendas que hablan de los skinriders no son más que cuentos para dormir, destinados a asustar a los blandos niños humanos?

El skinrider rugió de cólera, con la intención de alzar la pesada hacha, pero Bruglir lo inmovilizó con una sola mirada.

—Levanta una mano contra mí, especie de babosa, y será el último error que cometas en tu vida —dijo.

Entre ambos se prolongó un tenso silencio. Al fin, el skinrider bajó el hacha.

—Sigúeme —gruñó.

Dio media vuelta al mismo tiempo que les bramaba una orden a los hombres que se encontraban al final del muelle. Bruglir lo siguió con el ceño desdeñosamente fruncido, pero a Malus no se le pasó por alto el frío destello de triunfo de sus ojos.

«Saboréalo mientras puedas», pensó, y siguió a su hermano como un fantasma, mientras sonreía secretamente al observar el despliegue de su plan.

«Representas bien tu papel, hermano —pensó Malus cuando comenzaron el largo ascenso hacia la fortaleza del acantilado—. Pero olvidas que yo soy el autor, y ésta es una obra escrita con sangre».