12: Los cuervos marinos
12
Los cuervos marinos
Por espacio de un latido de corazón, pareció que Malus flotaba sobre un lugar imposiblemente vasto, poblado por un aullante viento y la presencia de una multitud de fantasmas coléricos que pasaban raudos ante él. Luego, lo bañó una ola gélida, como un torrente de agua helada, y cayó.
No sintió el roce del aire contra el cuerpo, sólo una sensación de vacío en las entrañas mientras se precipitaba a través de la oscuridad. Cuanto más caía, mayor era su velocidad, hasta que le pareció que estaba haciéndose pedazos desde dentro, deshaciéndose como una madeja de músculo, piel y venas que rodara. Malus concentró su terrible voluntad para no gritar. Después, sin previo aviso, uno de sus pies tocó madera sólida y un brusco manotazo de frío aire marino le golpeó la cara mientras daba traspiés por la inclinada cubierta de una nave druchii que surcaba las aguas.
Una oscuridad malsana continuaba adherida a los ojos de Malus, que daba tumbos, a ciegas, por la cubierta. Parpadeaba furiosamente para intentar ver qué había al otro lado de la viscosa negrura. Las imágenes iban y venían por su campo visual; eran curiosas imágenes dobles que mostraban dos, e incluso tres, versiones diferentes de la escena que lo rodeaba.
Vio la oscura cubierta de madera pulimentada del barco brillar a la primera luz de la luna; luego, la imagen se volvió borrosa y vio el palo mayor partido y las tablas manchadas de sangre y sembradas de restos de una batalla a pleno día. Parpadeó y sacudió ferozmente la cabeza, y cuando volvió a abrir los ojos había siluetas con ropones negros que corrían por la cubierta con acero desnudo en las manos. Las siluetas se volvieron borrosas, se tornaron ensangrentadas y desgarradas, y a continuación cobraron de nuevo resolución.
El noble apretó las mandíbulas con el fin de reprimir una sarta de maldiciones y cerró los ojos para concentrarse en lograr el equilibrio del cuerpo sobre el barco que se mecía con violencia. «¿Qué brujería es ésta? —pensó—. ¿Acaso la hushalta me ha deformado para siempre el cuerpo y la mente, o se trata de algo por completo diferente?»
—Cualquier cosa que sea —susurró para sí— se acaba aquí y ahora.
Las palabras despertaron al demonio y provocaron en él una risa lenta.
—¿Aquí y ahora? No existe nada parecido, pequeño druchii. Si no puedes entender eso, estás perdido de verdad.
Antes de que Malus pudiera replicar, unos pesados pasos de botas sobre la cubierta de madera le recordaron que había cuestiones más inmediatas. El noble abrió los ojos y vio a una veintena de corsarios druchii armados con espadas, podaderas y hachas, que corrían hacia él. Llevaban la cara cubierta por gruesas bufandas que tenían el borde escarchado, pero la cólera y la alarma de sus oscuros ojos era inconfundible. El noble alzó las manos para presentar las palmas vacías, y entonces, al ver que continuaban corriendo en su dirección, se dio cuenta de que no tenían la más mínima intención de hablar con él.
La primera reacción instintiva del noble fue intentar desenvainar las espadas, pero sabía que hacerlo sólo confirmaría las peores sospechas de la tripulación. Su mente desorientada intentaba pensar a toda velocidad para hallar una reacción adecuada, pero antes de que pudiera hablar, el aire crepitó de electricidad y un cuerpo cayó sobre la cubierta, detrás de Malus. Los marineros retrocedieron y, al volverse, Malus vio a Hauclir, con una rodilla en tierra, ante una niebla roja de forma ovalada que aumentaba y disminuía en intensidad a unos treinta centímetros por encima de la cubierta. El guardia contemplaba el entorno con los ojos desorbitados y la cara transformada en una máscara de terror puro.
—¿Qué clase de locura es ésta? —dijo uno de los marineros, cuyos ojos desconfiados iban de Malus a Hauclir, y de vuelta.
En el aire volvió a restallar un rayo invisible, y los corsarios retrocedieron otro paso. El marinero miró con rapidez a los hombres que tenía a ambos lados.
—¡Manteneos firmes, pájaros negros! —ordenó con voz áspera, y los corsarios recobraron una parte de la resolución anterior.
Yasmir y la esclava fueron las siguientes en llegar. La noble dio un ligero traspié bajo el peso del hechizo de Urial, pero con una maldición terrible disipó los extraños efectos y se irguió imperiosamente ante los marineros boquiabiertos. La esclava, una humana pálida con cabello rojo brillante y ojos de vivido azul, dio un paso y se desplomó sobre la cubierta, presa de convulsiones incontrolables.
—Soy Yasmir, hija de Lurhan, el vaulkhar de Hag Graef —declaró la mujer druchii con enojo, como si el grupo de corsarios armados que le hacían frente fueran más un insulto que una amenaza mortal—, y deseo ver a mi hermano de inmediato.
El jefe de los corsarios avanzó con la soltura de un marinero veterano por la cubierta en movimiento.
—El capitán no tiene ningún interés en verte —dijo con una áspera carcajada—. Yo estoy de guardia mientras él está bajo cubierta, así que hablarás conmigo, bruja marina, y haré que los muchachos te despidan con besos de acero.
Yasmir se irguió, con la cara iluminada por la cólera, al mismo tiempo que sus manos bajaban hacia las largas dagas que le pendían del cinturón. Malus avanzó un paso y sacó la placa del cinturón.
—¡Yo soy Malus, hijo de Lurhan, el vaulkhar, y soy portador de un poder de hierro que os obliga a servirme en nombre del drachau de Hag Graef! ¡Guardad las armas, o vuestras vidas estarán condenadas!
El marinero de voz ronca se volvió contra Malus.
—Estás a seis semanas de navegación del puerto de Ciar Karond, y la única ley que rige en esta cubierta es la del capitán.
A pesar de la fanfarronería, los ojos del marinero se abrían más a cada momento que pasaba, mientras se esforzaba por entender qué sucedía. Malus sabía que, con toda facilidad, el hombre podría ceder a la creciente inquietud que sentía, y ordenarles a sus hombres que atacaran si no sucedía nada que lo hiciera cambiar de parecer.
Fue entonces cuando el aire se estremeció con un espantoso sonido de desgarro, como si un gigante fuera partido por la mitad, seguido de un restallar de trueno que hizo tambalear a todos los que estaban sobre la cubierta. Se produjo un brillante destello de luz roja en el lugar que había ocupado la rielante niebla encarnada, y aparecieron Urial y seis de sus guardias formados en apretado círculo sobre la cubierta inclinada. Si el antiguo acólito y sus hombres de cara de calavera experimentaban alguna angustia a causa de los efectos del hechizo, no lo demostraron lo más mínimo.
Varios de los marineros cayeron de rodillas, aturdidos por el sonoro estallido. Malus se esforzó por mantener una expresión neutral, aunque su mente era un torbellino. Había seis hombres, todos ellos guerreros mortíferos. ¡Urial le había mentido!
Sin embargo, no era momento para recriminaciones. Malus dominó el enojo y se movió con rapidez para aprovechar la reacción de pasmo de los marineros. Corrió al lado del oficial corsario mientras le hablaba con voz grave e insistente.
—Hemos recorrido una larga distancia en un período de tiempo desagradablemente corto por una importante misión de Estado —dijo—. Si niegas el poder que tiene este documento por encima de la ley del capitán, le corresponde al capitán decidir qué hacer con nosotros, no a ti. —Malus hizo un gesto terminante hacia los aturdidos corsarios—. Envía a estos cuervos marinos de vuelta a sus ramas, y llama a tu capitán. Créeme si te digo que hablará con nosotros de inmediato en cuanto sepa quién ha subido a bordo.
Durante un momento, nadie dijo nada mientras los marineros se levantaban de la cubierta y el oficial luchaba con la decisión que habían puesto ante él. Lo único que se oía era el viento frío que silbaba entre los aparejos, y el crujido de los mástiles de los que pendía un mínimo velamen debido a la violenta tempestad. Las dos lunas hendían como ballenas las nubes plateadas que corrían en lo alto, y pintaban el barco con luz de plata.
El corsario logró salir de la espantosa ensoñación y les hizo un gesto seco a sus hombres para que retrocedieran. Se volvió a mirar a Malus.
—No puede molestarse al capitán —dijo con voz algo temblorosa—. Está bajo cubierta con su amante del mar.
La esclava de Yasmir lanzó un trágico grito, y luego guardó silencio. Malus se volvió hacia su hermana, que se hallaba de pie junto a la humana con una bota apoyada de través sobre la garganta de la esclava. La mujer manoteaba débilmente la pierna de su ama, mientras se debatía para intentar respirar. La expresión de Yasmir era algo hermoso y terrible de contemplar.
—¿Qué has dicho, pájaro marino? —preguntó Yasmir con voz fría y acerada.
Los ojos del oficial se abrieron aún más y dejó caer los hombros como si por primera vez se diera cuenta de con quién estaba hablando.
—¡Que me lleven los Dragones de las Profundidades! —maldijo en voz baja para sí mismo…, o habida cuenta de a quién tenía delante, fue más bien una plegaria—. Yo… quería decir que está abajo con el primer oficial, temida señora —le dijo a Yasmir—. Concentrados en sus planes, probablemente; cartografiando el rumbo de la próxima semana.
—¿Dónde? —exigió saber Yasmir.
Los pequeños puños blancos le golpeaban desesperadamente la parte inferior de la pierna. La esclava tenía la cara púrpura brillante y los ojos salidos de las órbitas.
—En…, en el camarote del capitán, temida señora —replicó el oficial con voz átona—. Pero cuando está en su camarote, la tripulación no debe molestarlo…
—Salvo su primer oficial, evidentemente —lo interrumpid Yasmir con tono venenoso—. Por fortuna, no formamos parte de la tripulación de Bruglir, sino que somos sus amados parientes.
La noble retiró con brusquedad el pie de la garganta de la esclava. La humana rodó de lado, entre arcadas y jadeos. Rápida como una víbora, Yasmir sacó una de las largas dagas de la vaina y cogió a la esclava por el pelo. Tras un solo gesto grácil y el sonido de una navaja cuando corta carne, la frente de la esclava se estrelló contra la cubierta. La sangre manó de la garganta rebanada de la humana y formó un charco que se expandió con rapidez.
Yasmir se irguió, mientras el ensangrentado cuchillo le manchaba la mitad inferior de los ropones con gotas rojas.
—Llévame ante mi amado hermano —dijo con una sonrisa terrible—. Cualesquiera que sean los planes del capitán, os aseguro que están a punto de cambiar.
En tanto la procesión recorría con rapidez el pasillo central del barco de Bruglir, Malus dispuso de un momento para reflexionar acerca de que ésa era la segunda vez, en menos de un día, que irrumpía en la alcoba de un poderoso y mortífero noble druchii. Parecía una manera extraña de conducir asuntos de Estado, pero tenía que admitir que era algo que abría interesantes posibilidades para su propio futuro.
Aunque las mujeres marchaban a la guerra junto con los hombres, de ellas se esperaba que abandonaran las armas en tiempos de paz y se dedicaran a otros intereses más apropiados para su sexo, como dirigir la casa o hallar formas de asesinar a los enemigos de su marido. Las notables excepciones a esta regla eran las sacerdotisas del templo y las corsarias de los barcos druchii de negro casco. La llamada del mar era algo sagrado para la mayoría de los druchii. Consideraban las negras aguas con reverencia y miedo a partes iguales, porque había sido el mar embravecido el que había ahogado su ancestral hogar de Nagarythe, en tiempos remotos, y por tanto, era el único nexo que los unía con las glorias del pasado. Dado que el océano se había apropiado de la legítima heredad de los druchii, éstos se apoderaban del mar y surcaban las olas para recoger los botines y la gloria que mantenían con vida a su pueblo. Aunque los druchii les exigían a sus mujeres que abandonaran las armas en los tiempos de odiosa paz, nunca les pedirían que renunciaran al mar.
A Malus no se le había ocurrido jamás que Bruglir tuviera una amante del mar. Sabía que muchos capitanes las tenían, pero siempre había dado por supuesto que Bruglir era tan devoto de Yasmir como ella de él. De modo súbito, su enredada telaraña de engaños adquiría una dimensión completamente diferente, y su mente trabajaba a toda velocidad para considerar las numerosas posibilidades que se abrían ante él.
El oficial pirata encabezaba la marcha y avanzaba con los pasos reacios de un condenado; Yasmir se erguía por encima de él como un nubarrón de tormenta. Malus los seguía de cerca, y Urial iba en la retaguardia. No había dejado de mirar fijamente a Yasmir desde que ella había degollado a la enloquecida esclava, y la expresión del rostro de Urial era del más arrebatado deseo. El espectáculo era patético y profundamente inquietante al mismo tiempo.
Ante la puerta del capitán no había guardias; en el caso de alguien como Bruglir, no necesitar que lo protegieran de las dagas durante la noche constituía una demostración de poder. Al mirar la ensangrentada daga que Yasmir aún tenía en la mano, Malus se preguntó si esa política podría cambiar en un futuro muy próximo.
El oficial druchii se detuvo ante la puerta, donde cobró valor y se preparó para llamar, pero Yasmir posó una mano en un lado de la cabeza del marinero y lo apartó con una asombrosa demostración de fuerza física. Por un momento, Malus pensó que iba a darle una patada a la puerta de fino panel, pero hizo girar el tirador con elegante rapidez y se quedó de pie en la entrada como una de las extáticas Novias de Khaine, con los brazos abiertos y el ensangrentado cuchillo en alto.
—Hola, amado hermano —dijo Yasmir con voz calma y seductora—. ¿Me has echado de menos?
Las dependencias del capitán estaban a oscuras, iluminadas sólo por cuadrados de luz lunar que aumentaba y disminuía según el capricho de las nubes. Dos figuras se abrazaban sobre el amplio lecho, con los cuerpos desnudos bañados por el fulgor de plata. Al oír la voz de Yasmir, ambas se separaron de inmediato, una con una maldición de sobresalto y la otra con un lamento como de un tigre lustriano escaldado. Se oyó un raspar de acero, y una mujer avanzó hasta la luz lunar, desnuda como la espada que llevaba en la mano. Era delgada y firme como la cuerda de un azote; la pálida piel tenía un tono blanco oscurecido por los interminables días pasados en el mar. Su cuerpo estaba hecho de duros músculos y tejido cicatricial, una canosa veterana que se había llevado su parte de desesperadas batallas y derramamiento de sangre. La primera oficial de Bruglir tenía una cara bellísima, aunque severa, pero la afeaba una larga cicatriz que partía de encima de la sien izquierda y descendía hasta el labio superior. El tajo de espada le había cegado el ojo izquierdo y el labio se había encogido hacia arriba en una feroz mueca permanente. Su único ojo sano era negro como la brea y brillaba de furia.
—¡Márchate, jhindard! —ordenó la corsaria al mismo tiempo que esgrimía la espada. Se trataba de una arma pesada, de hoja corta, ancha y de un solo filo como una cuchilla, y estaba mellada debido al uso frecuente—. ¡Intenta matarlo y te dejaré retorciéndote sobre tus propias tripas!
Yasmir rió con elegancia y levedad.
—¿Quién es la bruja y quién la salvadora, perra llena de cicatrices?
La noble desenvainó la segunda daga y pareció flotar hacia la corsaria con la expresión desalmada y atenta de un halcón que se lanza sobre la presa.
—¡Danza conmigo y veremos a quién favorece más el Señor del Asesinato!
—¡Deteneos! —rugió una voz que paralizó a ambas mujeres.
Una figura alta y de constitución poderosa se situó de un salto entre ellas. Bruglir tenía la estatura de su padre —media cabeza más alto que Yasmir—, y una estructura de hombros inusitadamente ancha, lo que aumentaba su imponente estatura. El señor corsario se parecía mucho al vaulkhar cuando era joven, con una frente bien cincelada y nariz aguileña que le confería una aura feroz incluso cuando el rostro estaba en reposo. Un largo bigote negro le colgaba hasta el ahusado mentón e incrementaba la ferocidad que ya poseía el semblante.
—Ella es mía, Yasmir; forma parte de mi tripulación por juramento y por sangre, y no puedes matarla.
Yasmir miró a su amado con aterradora intensidad.
—Ella es tuya, pero ¿no eres tú mío, amado hermano? ¿No es ésa la promesa que me hiciste, el juramento que renuevas una y otra vez cuando regresas al Hag? —Su voz aumentó en timbre e intensidad como un viento huracanado—. Y si esta…, esta desgraciada deforme es tuya, entonces, por derecho, es también mía, y puedo hacer lo que me plazca, ¿o no es así? —Se inclinó más hacia Bruglir, casi rozándole los labios con los suyos, mientras los cuchillos temblaban en sus manos—. Respóndeme —susurró—. ¡Respóndeme!
La habitación estaba a punto de convertirse en un baño de sangre. Era un tipo particular de tensión que Malus casi podía saborear, como el aire cargado que precede a una tormenta repentina. Pensando con rapidez, el noble entró en el camarote y esgrimió la placa.
—De hecho, por ahora todos me pertenecéis a mí —declaró con voz sonora—. Y hasta que llegue el momento en que deje de necesitaros, detendréis vuestra mano o responderéis ante el drachau y ante nuestro padre cuando regresemos al Hag.
Bruglir se volvió al oír la voz de Malus, y en su ceño se ahondó el fruncimiento natural al verlos a él y a su hermano Urial.
—¿Qué es esto, Darkblade y el gusano del templo emporcando ambos la cubierta de mi barco? —Le dirigió una mirada colérica a Yasmir—. ¿Los has traído tú?
—No, hermano —respondió Malus—. Más bien lo contrario. Pensé que te alegrarías de ver a tu amada hermana, pero da la impresión de que me equivocaba. —Miró a Yasmir con atención—. Una mujer druchii puede tener tantos amantes como le plazca, pero cuando un hombre druchii se compromete, se espera de él que sea fiel, como muestra de su fortaleza. Honradamente, hermano, esperaba algo más de ti.
La expresión de Bruglir se tornó incrédula, y luego palideció de cólera.
—No sé cómo lo has logrado, Darkblade, pero…
Malus avanzó y sostuvo la placa bajo la nariz de Bruglir.
—No me has prestado atención, hermano. Escucha bien. Soy portador de un poder de hierro del drachau de Hag Graef, que os coloca a ti y a tu flota bajo mi mando para llevar a cabo una campaña contra los skinriders. En esto actúo según la voluntad del drachau, y cualquiera que me cierre el paso lo pagará con la vida.
—En el mar, la única ley es la del capitán —le espetó la primera oficial, cuyos ojos aún estaban clavados en Yasmir.
—Pero si el capitán desea volver a poner los pies en su tierra natal algún día, y poder reclamar la fortuna que ha amasado allí a lo largo de los años, se dará cuenta de que es prudente que su ley sea también la mía.
Bruglir le arrebató a Malus la placa de la mano y abrió las cubiertas como si esperara no encontrar nada dentro. Arrugó la frente mientras leía lo escrito en el pergamino del interior y examinaba los sellos estampados en él.
—Somos diez en total —continuó Malus—. Solicito un camarote para mí, y supongo que Urial también necesitará uno. ¿Hermana?
Yasmir continuaba clavando en la primera oficial una mirada asesina. Pareció morder la respuesta, como si cortara venas con los dientes.
—Me quedaré con el camarote de ella —dijo—. Está claro que no lo usa.
—¡No nos toméis por estúpidos! —les espetó la primera oficial—. No habéis llegado en barco, sino mediante brujería, así que en casa no queda nadie que sepa qué os ha sucedido realmente. Podemos echarles vuestras entrañas a los Dragones de las Profundidades y poner rumbo a casa…
—Tani, basta —le ordenó Bruglir con cansancio. La primera oficial le lanzó una mirada furiosa a su capitán, pero guardó silencio—. Vístete y sube a cubierta.
Tani asintió con un breve gesto brusco de la cabeza.
—Cumplo tu voluntad, señor.
Con ademán malhumorado, recogió el ropón manchado de salitre que yacía junto al lecho, sobre la cubierta, y se lo puso sin apartar los ojos de Yasmir ni por un momento, al mismo tiempo que cambiaba la pesada arma de una mano a otra para pasar los brazos por las mangas. Cuando Yasmir le cerró el paso a la primera oficial, que iba camino de la puerta, pareció que se preparaba otro enfrentamiento pero, en el último instante, la druchii armada con las dagas se apartó a un lado.
Bruglir la siguió hasta la puerta, que luego le cerró a Urial en la cara. Se volvió a mirar a Yasmir, con la placa en la mano.
—¿Esto es una falsificación?
Radiante y llena de odio, Yasmir negó con la cabeza.
—En ese caso, parece que mi peor pesadilla se ha hecho realidad —dijo el capitán, malhumorado, mientras arrojaba la placa sobre el lecho revuelto. Se volvió a mirar a Malus—. De momento, me tienes —declaró con voz desprovista de toda emoción, aunque los ojos eran pozos de malevolencia—. Pero este poder tiene sus límites. Antes o después, el drachau lo rescindirá, y entonces acabaré contigo.
Malus logró sonreír.
—Quizá te habría temido más si no hubiésemos conocido a tu amante del mar —replicó—. Yo que tú, estaría más preocupado por mis propias probabilidades de supervivencia cuando el poder sea rescindido.
Bruglir miró a Yasmir y se encontró contemplando ojos tan fríos e inexpresivos como las hojas de las dagas que ella tenía en las manos.
—¡Maldito seas, Darkblade! —siseó—. Aunque no haga nada más, juro ante los Dragones de las Profundidades que te arruinaré. Pero hasta entonces —gruñó—, yo y mi flota estamos bajo tu mando.
Era evidente que el poder de hierro tenía poco peso cuando se trataba de los guardias de cara de calavera de Urial; formaron una muralla de acero y carne entre su señor y Malus cuando este último se acercó a Urial, que se encontraba junto a la borda de babor. Tenía la cabeza echada hacia adelante y sufrió otra violenta arcada seca; su estómago continuaba rebelándose contra los movimientos del barco y el mar.
Malus echó la cabeza hacia atrás y rió, saboreando el sufrimiento de su hermano.
—Vaya, ésta sí que es una buena —dijo en voz alta—. Un regalo de la mismísima Madre Oscura.
Urial giró sobre sí mismo hasta quedar con la espalda contra la borda. Un vómito seco le manchaba las mejillas y el mentón, y un fino hilo de bilis pendía de sus labios flojos y se retorcía en el frío aire.
—Eso es odioso —gruñó mientras se deslizaba hasta la cubierta—. He matado a hombres por menos.
Malus le dedicó una ancha y cruel sonrisa.
—¿Te gustaría ver mi sangre caliente correr por esta inclinada cubierta?
—¡Por el Dios de Manos Ensangrentadas, cállate! —gimió Urial, cuyos ojos giraban en las órbitas como un par de dados antes de detenerse.
El noble pasó entre los guardias y se reclinó en la borda, donde inspiró profundamente el aire marino. Le había sorprendido lo mucho que había echado de menos el mar después de regresar al Hag.
—¿Sabes? En los tiempos antiguos, un druchii que no lograba adaptarse a los movimientos del mar era considerado gafe y lo echaban por la borda a los Dragones de las Profundidades.
—Si el mar se está quieto en las profundidades, arrójame a él —gimió Urial—. Que se me coman y se atraganten con mis huesos.
Malus miró hacia la oscuridad. Antes del crucero esclavista, habría estado completamente ciego al mirar la noche retinta, pero entonces sus ojos experimentados podían discernir en medio de la negrura sutiles matices que revelaban una larga costa de acantilados rocosos situada a menos de diez millas de la manga. El viento soplaba desde el oeste contra la proa por el lado de babor de la nave capitana de Bruglir, que voltejeaba hacia el norte, hendiendo las violentas olas con el esbelto casco.
—Me mentiste —dijo el noble con voz serena.
—No.
—Dijiste que llevar más de un guardia cada uno sería demasiado arriesgado.
Urial asintió con la cabeza.
—En efecto…, porque tenía previsto llevar a seis de mis hombres. No esperarías que confiara en tu palabra respecto a que Bruglir y Yasmir harían honor al poder de hierro, ¿verdad?
Malus se encogió de hombros y ocultó el enojo.
—No, supongo que no.
—¿Qué tenía que decir nuestro ilustre hermano?
—Su flota está dispersa a lo largo de la costa, en busca de los últimos botines antes de poner proa a casa —replicó el noble—. Viraremos dentro de poco y pondremos rumbo al sur con viento en popa, para dar con los barcos. Cree que pasarán dos o tres días antes de que logre reunirlos a todos, y entonces podremos dirigirnos al norte.
Con un gemido que le salió del corazón, Urial se aferró a la borda con la mano sana y se puso de pie.
—¿Qué costa es esa de ahí?
Malus le lanzó a Urial una mirada de soslayo.
—Eso es Bretonia. Estamos cerca de Lyonnesse, creo.
—¡Ah! —Urial asintió con la cabeza, aliviado, al parecer—. Es buena cosa.
—¿Por qué?
—Porque temía que fuera Ulthuan, en cuyo caso me sentiría tremendamente decepcionado —replicó Urial—. Espero ver el hogar de nuestros parientes algún día. Espero que sea grandioso y montañoso, que se alce del mar como una corona. —Sonrió en la oscuridad—. Sueño con ir allí y observar cómo arden esas blancas ciudades. —De pronto, se volvió hacia Malus—. Hay algo que he estado pensando en preguntarte.
—Puedes preguntar —replicó Malus sin que su voz prometiera nada.
—Cuando estábamos en el Hag, le dijiste al drachau que habías encontrado el islote de Morhaut —dijo Urial—. ¿Cómo? Su emplazamiento ha estado perdido durante al menos doscientos años. Ni siquiera en la vasta biblioteca del templo puede hallarse mención alguna al respecto.
—¡Ah, eso! —Malus miró a Urial y sonrió—. Era todo mentira. No tengo ni la más remota idea de dónde está la isla maldita.