Sábado, 11 de Enero

FIN de semana. Frío, viento, lluvia. Ni se me pasó por la cabeza hacer planes con un tiempo tan deprimente. Sólo me apetecía pasar el día en pijama, tirada en el sofá, leyendo un buen libro o viendo la televisión. Tampoco tenía ganas de cocinar, y tiré de lo primero que encontré en el frigorífico; un sándwich de atún y una lata de mejillones. Además, no había sobrellevado la semana demasiado bien después de ver a Scandar tan afligido, ni siquiera había intentado volver a hablar con él. Por un lado sentía que había tomado la decisión correcta, estar con aquel chico me afectaba demasiado, y aunque le echaba de menos, no podía dejar que influyera tanto en mi estado de ánimo.

Eran más de las diez de la noche. Estaba tumbada en el sofá, viendo una película de los años sesenta y con un cuenco de palomitas apoyado sobre las piernas. Estaba tan embelesada con la escena, que me sobresalté cuando de repente, sonó el timbre. Algunas palomitas se desperdigaron por el suelo como si de copos de nieve se trataran.

No esperaba a nadie aquella noche, por lo que me planteé ignorar la llamada. Pero entonces comenzaron a golpear la puerta insistentemente, y tuve que levantarme del sofá de mala gana para comprobar quién era el pesado que osaba molestarme a esas horas de la noche.

Me figuré que algún vecino desesperado aparecería al otro lado de la puerta pidiendo un poco de sal, o tal vez se tratara de alguna amiga con ganas de dar una vuelta. Pero cuál fue mi sorpresa al ver la desgarbada figura de Scandar de pie bajo el marco de la entrada. Su semblante estaba destrozado, respiraba con ansiedad y en sus ojos sólo se reflejaba angustia.

Me percaté de que no estaba solo, agarraba con fuerza la mano de su hermano Ángel, el cual parecía estar a punto de caer dormido.

—¿Podemos pasar?— dijo con voz resquebrajada, intentando que el pequeño no se percatara de su aflicción.

—¿Cómo?— aún no había salido de mi asombro—. Sí, claro que podéis entrar.

Sus ojos no se apartaron ni un instante de los míos mientras ambos se adentraban en el salón. Intentaba decirme algo con la mirada, pero no lograba acertar el qué. Presentí que algo iba mal, no obstante, lo único que parecía preocuparle en ese momento, era que su hermanito no se percatara de nada.

—Mira Angelito, esta es Raquel— se arrodilló para hablarle—, ¿recuerdas que estuvo en casa comiendo con nosotros?

El niño estaba tan cansado, que sólo acertaba a asentir con la cabeza.

—Pues esta noche vamos a quedarnos aquí. Ya verás que bien lo pasamos— intentaba persuadir al pequeño con una sonrisa forzada.

—¡Claro que sí!— imité su conducta—. Ven conmigo, te voy a enseñar una cama tan grande como un castillo.

Cogí al niño de la mano y lo conduje a mi habitación. Fue sencillo convencerlo para que viniera conmigo, estaba tan soñoliento, que habría aceptado cualquier propuesta. Le senté sobre la cama para quitarle los zapatos. Medio dormido se dejó sacar el abrigo, y él solito se tumbó bajo el edredón cerrando los ojos a los pocos segundos. La escena me pareció tan conmovedora, que sentí la necesidad de darle un beso de buenas noches.

Siempre había oído que los niños pequeños tenían un olor especial, un aroma suave e inocente, propio de la infancia. Al acercar mi rostro al de Angelito, percibí esa nota que me hizo recordar la fragancia de talco que mi madre utilizaba conmigo cuando era una niña.

Salí del dormitorio intentando no hacer ruido, y cerré la puerta despacio para no despertar al niño con nuestra conversación. Scandar tendría que darme alguna explicación sobre lo que estaba ocurriendo. No era normal que se presentara en mi casa un sábado por la noche, con su hermano pequeño de la mano, y con la cara desencajada.

Me acerqué al salón y lo vi sentado en el sofá esperando paciente.

—Gracias por cuidar de mi hermano— dijo cabizbajo.

—No tienes por qué agradecérmelo. El niño es un encanto, no ha tardado ni dos segundos en caer rendido.

Me senté junto a él aguardando a que se sintiera con fuerzas para seguir hablando.

—No sabía a quién acudir. No tengo más familiares en la ciudad, y mis amigos están de fiesta.

«¿Y qué hay de Rebeca?» pensé para mis adentros.

—Además, Angelito ya te conoce, y seguro que se siente más cómodo contigo— continuó.

—Está bien. No tienes por qué darme explicaciones, puedes acudir a mí siempre que lo necesites— dudé un instante—. Pero tendrás que contarme qué está pasando.

—¡Esto es un desastre!— dijo echándose las manos a la cara.

La impaciencia por saber lo que había sucedido me corroía, pero seguí esperando con paciencia.

—Mi madre está ciega. No es capaz de poner fin a esta puta situación y me va a volver loco— gruñó desesperado—. Ese cabrón nos está amargando la vida a todos.

Así que se trataba de eso. Ya me había imaginado que algo así sucedería tarde o temprano. Sólo necesité una tarde para darme cuenta de que el padrastro de Scandar era un auténtico cretino. La forma de tratar a su mujer y la manera descarada de dirigirse a mí no hizo más que evidenciar que la convivencia junto a él no sería fácil

—¿Saben que te has ido con el pequeño?— lo último que deseaba era ser cómplice de la desaparición del pequeño.

—Sí, no te preocupes. Mi madre me pidió que lo sacara de allí. No quería que Ángel presenciara la discusión.

—¿Qué ha ocurrido exactamente?— necesitaba más detalles.

Miró al techo y tomó aire con una profunda inhalación.

—Todo ha comenzado con lo mismo de todas las noches. Mi madre estaba preparando la cena para los cuatro, cuando Jacobo entró en la cocina para hincarle el diente uno de los platos que había sobre la mesa. Empezó a decir que la comida era una mierda, y que después de tantos años, iba siendo hora de que mi madre aprendiera a cocinar.

No me sorprendió que ese comentario viniera de un hombre tan maleducado. Al menos, esa fue la sensación que me dio.

—No es la primera vez que lo hace— continuó—, pero esta vez se me ha tocado los cojones y he saltado sin pensarlo.

—¿Qué has hecho?— pregunté temiéndome lo peor.

—Me he enfrentado a él. Le he dicho que era un jodido cabrón, y que dejara de tratar a mi madre como a una mierda— hizo una breve pausa, su mandíbula comenzaba a tensarse—. Estoy harto de que no aprecie lo que mi madre hace por él, siempre la trata como a una basura.

—¿Qué ha dicho él cuando te has encarado?— fruncí el ceño no queriendo imaginar la respuesta.

—Nada— soltó un bufido—. Me ha visto tan cabreado, que no ha podido ni articular palabra. El muy jodido se ha ido al salón y se ha puesto a ver la televisión como si nada.

No me extrañó. Aunque Jacobo era un tipo grande, Scandar le sacaba un palmo en altura, y además, él era más joven y vigoroso que su padrastro. La energía y la potencia de un adolescente enfurecido no se podían comparar con la fuerza de un hombre entrado en edad.

—Si mi madre no se llega a interponer, no sé lo que le habría hecho a ese desgraciado— apretó su puño contra la otra mano—. Ella ha sido la que me ha pedido que cogiera a mi hermano y lo sacara de casa. Sabía que iban a seguir discutiendo y no he preferido no volver, porque seguro que acabo partiéndole la cara a ese imbécil.

—Bueno, no te preocupes. Aquí estaréis bien tú y tu hermano— le agarré las manos para que intentara calmarse.

—Ese hombre no ha hecho más que empeorar las cosas desde que llegó.

—¿Por qué se casó tu madre con él?— quise saber.

—Mi madre sabía que yo echaba muchísimo de menos a mi padre— me explicó—. Un día conoció a Jacobo y pensó que sería un buen sustituto. Al principio era un tipo amable y cariñoso con ella, pero en pocos años salió su lado oscuro.

—¿Y por qué ha seguido con él después?

—Porque ya estaba embarazada de mi hermano. Yo ya había perdido a un padre, y no quería que Ángel creciera también sin el suyo.

—¿Por eso aguanta tu madre a ese bruto?

Asintió tristemente con la cabeza.

Todo empezaba a cuadrar. Eva se estaba sacrificando por su hijo pequeño, y Scandar intentaba no entrometerse entre ellos para no calentar más el ambiente y perjudicar a su hermanito. Era una situación realmente angustiosa; me imaginaba a Scandar soportando las insolencias de ese hombre hacia su madre, y ella a la vez tolerándolas para no deteriorar la relación del padre son su hijo pequeño.

—Llevo más de dos años viendo a mi madre sufrir por ese cretino, y estoy harto de callarme la boca— un suspiro salió de su garganta.

Se tapó la cara con las manos para que no le viera, fui consciente de que estaba reteniendo su rabia contenida.

Agarré sus manos y las aparté suavemente para que no tuviera ningún reparo en mostrar sus sentimientos. Vi sus ojos envueltos en lágrimas, unas lágrimas que jamás pensé que saldrían de un chico tan duro e impetuoso como él. Se me hizo un nudo en la garganta al verlo tan vulnerable en aquel momento, no pude más que acariciar su rostro y secarle las lágrimas que caían por sus mejillas. Entonces me miró directamente a los ojos, se acercó lentamente hacia un lado de mi rostro y me besó junto a la oreja.

—Gracias— susurró lloroso.

No pude contestarle, antes de hacerlo ya me había besado también en la mejilla, y después en el mentón, y poco a poco fue acercándose a mis labios, suave, delicado, dulce...

Por un eterno segundo dejé de sentir el suelo sobre mis pies. Estaba flotando, sintiendo sus jóvenes labios sobre los míos. No podía ver ni sentir nada que no fuera él.

Fue un momento de confusión; un alumno del instituto estaba besándome, en mi casa, sobre mi sofá. No estaba bien. No estaba bien pero... yo me sentía tan bien. Entonces aparté mis labios de los suyos, y rápidamente me incorporé del sofá sin atreverme a mirarle a la cara.

—Lo siento— se disculpó cogiéndome de la mano para que no me marchara—. No pretendía hacerlo, ha sido el momento...

—Me voy a dormir. Te he dejado una manta, podrás acostarte en el sofá sin problemas— dije dándole la espalda.

Temía que si volvía a mirarle no me marcharía del salón, y no podía permitirme semejante debilidad. Yo era una profesora, y él, un alumno. Un alumno especial, pero seguía siendo un alumno.

Me dirigí con las piernas temblorosas a mi habitación, dejando a Scandar en el salón. Me tumbé junto al pequeño Ángel que dormía apaciblemente, sin problemas, sin ataduras.

¿Por qué no podía ser mi vida tan fácil como la de un niño? Cierto es que Scandar despertaba en mí algo que jamás antes había sentido, tenía una aureola especial que me embrujaba, su personalidad, su físico, todo ello me seducía. Y después de ese beso... ese beso me había hechizado. Fue un beso como uno de esos besos que nunca se olvida.

Pero era imposible, esa relación era totalmente inviable. Sería un escándalo que la gente se enterara de que yo, una profesora de matemáticas, tenía un idilio con un estudiante de segundo de Bachiller. Podría incluso ser expulsada del centro, y eso sí que sería un disgusto, tanto para mí como para mi familia.

Tenía que creer que lo que había sucedido esa noche, no había sido más que fruto de la circunstancia. El muchacho estaba resentido por los problemas familiares, y se había desahogado conmigo. Tendría que dejar de darle importancia y seguir con mi vida, como lo estaba haciendo hasta entonces. Cerré los ojos y me propuse no pensar en nada más hasta la mañana siguiente.

Por supuesto, me resultó imposible.