Lunes, 23 de Septiembre

HABÍA pasado una semana desde que comenzaron las clases. Como predije, los estudiantes se iban avispando y empezábamos a oír las primeras quejas por parte de los profesores: alumnos que no traían el material didáctico para trabajar, otros que hablaban demasiado e interrumpían el ritmo de la lección, o se dedicaban a pintarrajear en los pupitres..., en cualquier caso, nada que no hubiera oído sobre otros institutos antes.

Acudí al aula de primero A. Sorprendentemente los alumnos esperaban mi llegada sentados en sus respectivos asientos, y aquella quietud me extrañó. Siempre los encontraba de pie, hablando los unos con los otros o escribiendo en la pizarra; sin embargo, esa mañana estaban todos en silencio, mirándome fijamente. Enseguida me di cuenta de que tres chicos sobresalían entre los demás por su estatura, no pertenecían al grupo. Antes de que pudiera preguntarles nada, comenzaron a reírse, y el resto de los alumnos les siguieron el juego y se carcajearon. No le encontré gracia alguna a la broma; ¿acaso pretendían colarse en mi clase sin que me diera cuenta? Los adolescentes de primero no alcanzaban más de trece o catorce años, y éstos debían de tener ya los diecisiete o dieciocho. Rápidamente se levantaron de sus asientos y se dirigieron a la puerta, salieron del aula entre risas y bromas y no les dije nada, simplemente opté por dejarles marchar y no darle importancia al asunto. Seguramente ya se habrían dado cuenta por mi expresión que la payasada no me había hecho ninguna gracia. Cerré la puerta, y comencé la clase sin más dilaciones.

—Abrid vuestro libro por la página catorce.

Pronto se olvidaron de lo sucedido y se centraron en la actividad. Tenía la firme convicción de que la mejor respuesta a una broma, era ignorarla, y aparentemente dio resultado.

A la hora del recreo me reuní con mis compañeras de departamento en la cantina, Cristina se pidió un café sólo y Salomé decidió añadir un trozo de bizcocho al desayuno. Yo opté por lo de siempre: un zumo de naranja natural y media tostada con aceite y tomate. Me encantaba saborear algo fresco y natural a media mañana, y me daba energía suficiente hasta la hora de comer. Tomamos asiento en la mesa del fondo, donde había menos follón. Advertí que Cristina estaba un tanto inquieta aquella mañana.

—¿Habéis visto al nuevo sustituto? Es guapísimo — dijo derramando la mitad del café al agitar la cucharilla.

—Sí, bueno, no es para tanto — le respondió Salomé desde su silla.

—Yo me he cruzado con él esta mañana, pero llevaba tanta prisa que ni me ha dado tiempo a presentarme — le conté.

—Pues ahora puedes hacerlo. Está ahí, junto a la barra — dijo Salomé señalándo al único adulto.

Se trataba de un hombre de pelo castaño, de unos 35 años. Llevaba puesto unos vaqueros ajustados y una camiseta azul marino que dejaba ver unos brazos fuertes y musculosos. No era muy delgado, daba la impresión de que iba al gimnasio con frecuencia y por eso tenía un cuerpo bien proporcionado.

—Si quieres te acompaño — añadió Cristina animada.

La vi tan ilusionada con la idea, que no me quedó más remedio que aceptar.

—Está bien — declaré — total, tarde o temprano tendremos que presentarnos.

Nos dirigimos a la barra mientras Cristina me agarraba de la mano, parecíamos unas adolescentes a punto de conocer a una estrella de cine.

—¡Hola Rodrigo!— saludó Cristina muy efusivamente.

El hombre casi se tiró el café encima del sobresalto, empezó a toser y soltó la taza sobre el plato.

—Perdona, soy un poco brusca — se disculpó Cristina mientras intentaba limpiarle unas gotas que le habían caído sobre la camiseta.

—No te preocupes, no ha sido nada— contestó arrebatándole el pañuelo de las manos.

—Si es que estoy tonta.

—De verdad que no es nada. Deja, ya me lo limpio yo — parecía agobiado.

—Quería presentarte a Raquel, la otra compañera del departamento— dijo señalándome.

Dirigió su mirada hacia mí y me ofreció su mano para estrecharla acompañada de una agradable sonrisa.

—Encantado de conocerte. Perdona por el desastre, es que me he sobresaltado.

—Ya veo. No te preocupes, las manchas casi no se notan sobre el color oscuro— intenté quitarle importancia.

Sonreía sin dejar de observarme. Por un segundo ninguno de los tres dijo nada, suficiente tiempo para incomodarme. Miré hacia la mesa donde estaba Salomé y distinguí una leve sonrisa en su cara mientras nos espiaba. Eso me incomodó aún más. Al final Cristina dijo algo:

—Bueno, pues ya nos conocemos los cuatro profesores de matemáticas. Cualquier cosa que quieras saber del instituto o de los alumnos, no dudes en consultarnos.

—Gracias, así lo haré— contestó Rodrigo.

—Bueno, pues volvemos a nuestra mesa a seguir con el desayuno. Nos vemos luego— me despedí.

—De acuerdo — me contestó sin borrar la sonrisa de su cara.

Le despedí con la mano y junto con Cristina, nos dirigimos de nuevo a nuestro rincón.

—¿Qué te ha parecido? — preguntó Salomé con ese tono sarcástico que le caracterizaba.

—Bien, parece agradable — contesté.

—¿Agradable? Vamos Raquel, pero si está buenísimo — interrumpió Cristina.

—No sé, no me he fijado. Tampoco le he hecho una radiografía. ¿A ti te parece guapo? — intenté sonsacarle.

—¿A mí? — advertimos como Cristina se ruborizaba — Pues... pues... sí, la verdad es que es muy atractivo.

No necesité preguntar más, enseguida nos dimos cuenta de que a Cristina se le iban los ojos detrás de Rodrigo. Las tres nos percatamos de lo ridículo de la conversación y nos echamos a reír.

Las siguientes tres horas de clase se me pasaron rapidísimas. Les mostré a los alumnos un vídeo sobre el sistema de ecuaciones, y parecían estar más atentos que cuando daba las explicaciones sobre la pizarra. Estaba claro que el uso de las nuevas tecnologías era el futuro de la enseñanza.

Nada más llegar a casa solté el bolso sobre la mesa y me dispuse a preparar algo para comer. Entonces sonó el teléfono:

—Hola mamá, ¿qué tal estás?— sabía que era ella porque siempre me llamaba a la misma hora.

—Hola hija, espero no interrumpirte la comida.

—¡Qué va!, si ni siquiera he empezado a preparármela.

—Bueno, sólo era para recordarte que este fin de semana es el cumpleaños de tu padre y esperamos que vengas a la celebración en el restaurante.

—Pues claro mamá, ¿cómo voy a olvidarlo? No te preocupes que el domingo estaré allí, puntual.

—Gracias hija, sé que andas muy liada con el trabajo, por eso quería recordártelo.

—De acuerdo mamá. Por cierto ¿no sabrás qué puedo regalarle a papá? Es que no se me ocurre nada, como ya tiene casi de todo.

—Bueno, ya sabes que a papá lo que más ilusión le hace es que estemos todos juntos. No tienes que comprarle nada, él está feliz sólo con veros a ti y a tu hermano.

—Vale mamá, pues hasta el domingo entonces.

—Adiós hija, ¡y aliméntate bien!

Tras colgar el teléfono me preparé algo de pasta junto con una ensalada. Un alimento sano y rápido, pues en ese momento me entró prisa por salir a comprarle algo a mi padre. A pesar de lo que me había dicho mi madre, no tenía intención de presentarme en el restaurante sin un buen regalo. Sabía que no iba a ser tarea fácil. ¿Qué le podría comprar a un señor a punto de cumplir sesenta y cinco años, y que ya tenía de todo en la vida?

Desde que tenía uso de razón, recordaba a mis padres como una pareja unida y estable. Era divertido rememorar cómo se compenetraban incluso a la hora de reprendernos a mí o a mi hermano. Cuando alguno de los dos nos regañaba, solíamos acudir al otro para que nos levantara el castigo o suavizara la rabieta, pero al final acababan diciendo:

—Si estáis castigados será porque habéis hecho algo.

Era inútil, los dos se compenetraban a la perfección, y para más colmo, jamás los había visto discutir entre ellos, ni siquiera por quién hacía las tareas de la casa. Todo estaba bien organizado, cada uno conocía las responsabilidades que tenía en el hogar; mi hermano y yo nos encargábamos de nuestra habitación y además ayudábamos a poner y a quitar la mesa a la hora de comer. Mi padre solía hacer la compra y barrer la casa, decía que pasar la escoba y ver la suciedad acumulada sobre el recogedor en lugar de estar esparcida por todo el suelo, le reconfortaba. Mi madre por otra parte, se concentraba en su papel de cocinera, le encantaba descubrir nuevas recetas, y a nosotros nos complacía probar diferentes sabores cada día. La mujer había sido ama de casa prácticamente toda su vida, por eso la cocina se le daba tan bien. Nunca había necesitado trabajar fuera, aunque lo podría haber hecho si hubiese querido, sin embargo, prefería quedarse en casa para cuidar y educar a sus hijos.

Mi padre, por otro lado, había trabajado desde muy joven como profesor de Física y Química, de ahí venía mi vocación como docente. A mi hermano y a mí nos echaba una mano con algunas asignaturas, y se enfadaba cuando traíamos malas notas a casa. Decía que si queríamos labrarnos un buen futuro, tendríamos que esforzarnos más por sacar los estudios adelante. Igualmente nos premiaba con algún tipo de golosina cuando las calificaciones eran excelentes.

Ahora él estaba a punto de jubilarse. Había dedicado gran parte de su vida a enseñar a otros estudiantes y por fin iba a ocuparse de sí mismo y de su mujer. Por eso pensé que algo que le recordara a sus años como profesor, sería un buen regalo de cumpleaños.

Terminé la comida y salí de casa suponiendo que en el centro comercial encontraría lo que andaba buscando, pero me equivoqué; después de recorrer durante dos horas todos los establecimientos, decidí que allí no había nada interesante, así que fui a la parte antigua de la ciudad. Los escaparates de las tiendas eran menos llamativos, pero al entrar en ellas descubrías una gran variedad de detalles y objetos. Me fijé en un cuadro que había colgado en el rincón de uno de los locales, se trataba del esbozo de una simple pizarra de aula. En ella había dibujado con tizas de colores un enorme corazón partido en dos, daba la sensación de que el pintor de aquel cuadro habría tenido algún tipo de desengaño amoroso o algo por el estilo. Decidí que en el caso de mi padre podría representar la tristeza de un profesor por tener que abandonar las aulas, o incluso el desconsuelo de un alumno por la ausencia de su maestro favorito. En cualquier caso, me pareció el regalo perfecto para el cumpleaños de mi padre, así que le pedí al tendero que me lo envolviera. Salí de la tienda con una preocupación menos y satisfecha por la compra.