Jueves, 7 de Noviembre
HABÍAN pasado más de dos semanas desde que Scandar y yo nos reuníamos un par de veces por semana para repasar los temas y resolver dudas. Además de las matemáticas, le ayudaba con algunos puntos importantes de física y química y entre los dos, aclarábamos ciertos aspectos de la gramática inglesa. Se había tomado muy en serio las clases, trabajaba duro y además, siempre llegaba puntual.
Al final comenté con Cristina las lecciones extra que Scandar estaba recibiendo por mi parte, y a pesar de preocuparse en un principio por el carácter conflictivo de él, me felicitó por mi esfuerzo desinteresado. También me confirmó que había notado cierta mejoría en él desde hacía unos días, no sólo en su trabajo, sino también en su comportamiento.
Por mi parte, yo seguía combinando las clases particulares con la programación de los distintos cursos. Para mi sorpresa, y por algún motivo que desconocía, Rebeca también cambió su comportamiento de forma repentina. Dejó de intentar llamar la atención en todo momento, e incluso su trabajo en el aula mejoró levemente. Fui consciente de que la chica no me dirigía la palabra ni tan siquiera me miraba en clase; tan sólo se dedicaba a tomar apuntes, y si tenía alguna duda, se la planteaba a alguno de sus compañeros. Aquella situación no me molestó, siempre y cuando se mantuviera callada y no retrasara el ritmo de la lección con sus ganas de alborotar, por mí podía no volver a hablarme el resto del curso.
Acababa de terminar la clase con el grupo de primero cuando el timbre sonó indicando la hora de recreo, todos salieron velozmente del aula. Antes de marcharme me asomé por la ventana para comprobar si las nubes que había visto por la mañana se habían disipado. El cielo estaba parcialmente cubierto, propio en aquella época del año, pero calculé que me daría tiempo de llegar a casa antes de que empezara a llover.
Observé al otro lado del patio un grupo de alumnos formando un círculo. Se hallaban rodeando a otros dos más altos, que por sus rápidos y amenazantes movimientos de manos, parecían estar discutiendo. Enfoqué la visión y por un instante me pareció advertir que uno de aquellos muchachos era Scandar. Quise asegurarme de que mi vista no me engañaba y me aproximé a otra ventana desde donde la visión era más clara. Comprobé que efectivamente se trataba de él. No dudé ni un segundo en soltar mis cosas sobre la mesa, y me apresuré en salir de allí para averiguar lo que estaba sucediendo.
Al llegar al exterior, el círculo de personas que los rodeaba se había multiplicado. Los gritos de los estudiantes animando a uno u otro bando eran ensordecedores. Intenté adentrarme entre la multitud llevándome algún que otro empujón, y tardé unos segundos en llegar al centro. Encontré a Scandar y al otro estudiante discutiendo y encarándose. En sus ojos se reflejaba un profundo odio, y ambos apretaban sus mandíbulas con fuerza. Nadie hacía nada por detenerlos. Todo lo contrario, el resto de los alumnos los animaban para que comenzaran a pegarse.
—¡Basta ya!— grité con todas mis fuerzas sin resultado alguno.
Mi voz sonaba insignificante ante los estridentes rugidos de los estudiantes. Por mucho que gritara nadie me hacía caso, y pensé que la única solución sería interponerme entre aquellos dos cuerpos robustos, aún arriesgándome a ser apaleada y pisoteada por ambos.
Por fin había conseguido sacar algo positivo de Scandar los días anteriores, y ahora iba a tirarlo todo por la borda, por una simple discusión con un compañero. No estaba dispuesta a que la cosa fuera a más, tensé los músculos de mi cuerpo y me coloqué entre los dos jóvenes dándole la espalda a su contrincante.
—Vamos Scandar, déjalo ya— le supliqué colocando mis manos sobre su pecho rígido.
Estaba fuera de sí. Ni siquiera se percató de mi presencia, y soltó un “eres un cabrón” al otro chico. De repente, me vi aprisionada por ambos cuerpos, se agarraron del cuello el uno al otro con tanta fuerza que no pude mover ni un dedo, me costaba incluso respirar.
—¡Basta, parad ya!— conseguí gritar en un momento de desesperación.
Entre chillidos e insultos pude percibir algunas risas. Sin duda alguna los alumnos me vieron allí atrapada, y sin poder deshacerme de las garras de los dos chavales, motivo suficiente para despertar algunas carcajadas entre ellos. Finalmente sentí cómo los cuerpos de Scandar y su contrincante se separaban de golpe, haciendo que me desplomara en el suelo.
Entonces se hizo un silencio. Todos los estudiantes, incluidos Scandar y el otro chico, me observaban perplejos. No quería ni imaginar la visión que tendrían de mí allí tirada en el suelo, sucia por el polvo. Me incorporé de golpe ignorando el dolor que sentía en el trasero, y agarré a Scandar del brazo tirando de él para escapar de la multitud. Mi rostro escupía una acumulación de sentimientos, entre furia y bochorno. Ningún alumno se atrevió a hacer ningún comentario, tan sólo nos dejaron el camino libre para que pudiese salir.
Scandar se dejó arrastrar y nos dirigimos en silencio al aula en la que había estado antes de presenciar el altercado. Cerré la puerta de golpe presa del enfado. Notaba el pulso acelerado por los nervios, y sin embargo, la postura de Scandar se había vuelto despreocupada. Cruzó los brazos sobre el pecho, y se dejó caer sobre una silla mientras esperaba a que me pronunciara.
Quería calmarme, pero mi voz sonaba ansiosa:
—¿Estás loco?— le acusé—. Esta tontería puede llevarte a la expulsión definitiva del centro.
No decía nada. Tan sólo me miraba serio.
—¿No tienes nada que contar?— mi voz seguía sonando amenazadora—. Esto me pasa por ser una idiota— me llevé la mano a la cabeza apartándome el flequillo.
Tomé aire profundamente para tranquilizarme. No quería rendirme tan fácilmente e intenté hablarle en otro tono.
—¿Acaso quieres echar tu vida a perder?— le reproché.
Él seguía allí sin moverse. Esta vez apartó su mirada de la mía dirigiéndola hacia la ventana.
—Escucha Scandar. Sólo quiero ayudarte, por favor, dime ¿qué es lo que ha pasado?— me acerqué intentando que se sintiera comprendido.
—¡Qué ese tío es un gilipollas!
Y sin dar más explicaciones, se levantó y salió del aula dando un portazo.
Me apoyé sobre la mesa al sentir que mis piernas flaqueaban. Pensé que había sido una estúpida por no tratar el tema con más delicadeza, pero me había puesto realmente nerviosa al pensar que podrían haberlo expulsado del instituto. No dejaba de repetirme una y otra vez “eres una estúpida, eres una estúpida” mientras me golpeaba la frente con la mano.
En ese momento pasó por delante de la puerta Rodrigo. Me vio allí sentada sobre la mesa con las manos apoyadas sobre la cabeza y no dudó en entrar para preguntarme:
—¿Estás bien?
Me sobresalté al oír su voz.
—Sí, claro. Sólo me duele un poco la cabeza— me excusé.
—¿Quieres que te traiga algo para el dolor?— se ofreció preocupado.
—No, gracias. Creo que voy a marcharme ya a casa.
Tras decidir renunciar a una charla con Rodrigo, cogí mis cosas y salí del aula dejándole atrás. Supuse que debía darle alguna explicación a mi compañero, no se merecía que le ignorara de aquella manera después de mostrarme su afecto. Pero mi enojo estaba demasiado fresco y no tenía humor para hablar con nadie. Quizá pudiera hacerlo por la mañana, o al día siguiente, una vez estuviera en condiciones de serenarme. Justifiqué mi ausencia declarando que no me encontraba bien, y fui a casa para no salir de allí por el resto del día.