Martes, 7 de Enero

DÍA de verano, sol, playa, calor. Estaba sentada bajo la sombra de un chiringuito viendo a los niños jugar con la arena y escuchando las olas romper en la orilla. Sentía calor, aunque de vez en cuando corría una suave brisa con olor a mar. Scandar estaba sentado junto a mí, en bañador, dejando ver su atlético y bronceado torso.

—Esto es una locura— le decía.

—Sí. Y yo estoy loco por ti— respondía mirándome directamente a los ojos.

—¿Qué dirán los demás?— continué.

—No me importa lo que piense la gente. Yo te quiero a ti.

Y entonces acercó su rostro al mío para besarme. Fue un beso suave, tierno. Sus jóvenes y carnosos labios rozaban los míos con tal sutileza, que me hacía querer beber de ellos más y más. Era como una droga imposible de renunciar. La piel se me erizaba y el estómago se me encogía. Mi cabeza decía “para”, y mi cuerpo respondía “sigue”.

Me desperté sobresaltada, jadeante y acalorada por el sofocón que me había producido el sueño. No era la primera vez que soñaba con Scandar durante las vacaciones de Navidad, pero en ninguno de esos sueños me había llegado a besar. La escena de la última noche que hablé con él, se me había quedado grabada en la mente, y me sentía frustrada por no poder olvidar el malentendido.

Aún no había amanecido, aunque no faltaba mucho para que sonara el despertador, así que decidí levantarme y darme una buena ducha para enfriar mis pensamientos.

Los días de vacaciones habían transcurrido como otros años: reuniones y comidas en familia, celebraciones en los días festivos, salidas hasta las tantas de la noche. Mi madre, para no perder la costumbre, aprovechaba aquellas reuniones para sonsacarme información sobre mi vida privada.

—¿No tienes con quien celebrar la Noche Vieja?— me preguntó una tarde antes de fin de año.

—Claro que sí. Lo haré con vosotros, como siempre— contesté con cierto sarcasmo.

—Vamos hija, ya sabes a lo que me refiero.

—¡Ay mamá!— estaba cansada de tener que decir siempre “no”.— No, no tengo con quien celebrar la Noche Vieja.

—¿Qué me dices de ese compañero tuyo del instituto?

—De momento ese asunto está en stand by— repliqué.

—¿No se te ha declarado aún?

—¡Mamá! Esas cosas ya no se llevan. “Declararse”, que anticuado suena— dije burlona.

—Bueno hija, así es cómo lo hizo tu padre. Él se me declaró una noche mientras dábamos un paseo por la plaza de la ciudad. Me pidió que me sentara en un banco y allí mismo, en mitad de la calle, se arrodilló para declararse— su mirada se dirigió a la ventana recordando aquellos momentos.

—Seguro que fue muy bonito mamá. Ojala las cosas fueran tan fáciles ahora, pero todo se complica según pasa el tiempo.

—Tú no te preocupes, que todo llegará— dijo para tranquilizarme.

Mi hermano, por otro lado, aprovechó aquellos días para disuadir a mi padre de que le comprara un coche nuevo. Siempre se quejaba de lo viejo y destartalado que estaba el suyo, y en una de las reuniones en que mi padre había bebido más de la cuenta, David, muy inteligentemente, utilizó sus convincentes armas de persuasión para que mi padre acabara diciéndole que le pagaría la mitad de lo que costara un coche nuevo. Aunque no era lo que mi hermano esperaba, tuvo que conformarse con la oferta, que a mi parecer, era muy generosa.

Aunque David trabajaba en sus horas libres en una tienda de deportes y su sueldo era bastante decente, gastaba la mayor parte del dinero en renovar su material deportivo. Siempre quería llevar lo último en equipos de windsurf y snowboard, estaba obsesionado con el deporte.

Los fines de semana aprovechaba para coger su viejo coche y poner rumbo a la playa, donde algunos de sus colegas lo esperaban para meterse en el agua. Las estaciones de invierno las dedicaba también a la nieve, por eso necesitaba un coche más amplio; para trasladar las tablas.

Aquel día mamá advertía con la mirada a papá de que no le pusiera las cosas tan fáciles a David, pero él estaba tan feliz con la reunión familiar, que hizo caso omiso a lo que mi madre le insinuaba. Se sintió generoso y sin pensarlo demasiado, le tendió un cheque con la mitad de lo que costaba el nuevo coche.

Aparte de aquello, nada más interesante sucedió en todo el tiempo que duraron las vacaciones de Navidad.

Los días pasaron rápido, y una mañana más, me preparaba para ir al instituto. Me preocupaba lo que Rodrigo pudiera pensar sobre mi actitud la última noche que nos vimos; siempre había sido amable conmigo, y yo no hacía más que darle calabazas. Tendría que poner mis sentimientos en orden si no quería acabar mal con todo el mundo.

Por otro lado, la idea de volver a ver a Scandar me inquietaba, por lo que tomé la decisión de que lo primero que haría al llegar al instituto sería hablar con él. Le diría que estaba muy ocupada para seguir con las clases particulares, de ese modo no tendría que pasar tanto tiempo a solas con él. En segundo lugar, hablaría con Rodrigo para quedar alguna noche los dos solos, y ver si por fin surgía algo entre nosotros.

Llegué al centro muy decidida a seguir con mi propósito, y entré con paso firme intentando disimular mi nerviosismo. Los alumnos por el contrario, caminaban desganados hacia sus respectivas aulas, tras lo que ellos consideraban unas cortas vacaciones. Entonces vi algo en la puerta del aula que echó por tierra todo mi plan. Rebeca estaba en un estado muy cariñoso y achuchándose con un chico de su misma clase.

«Esta chica nunca dejará de sorprenderme» pensé desconcertada. ¿Qué se suponía que debía entender en ese momento?, ¿acaso ya no estaba con Scandar?, o, si lo estaba, ¿sabría él de su conducta provocativa con otros chicos?

Sólo quedaba clara una cosa: Rebeca no era mujer de un solo hombre. La única duda era que Scandar estuviera al corriente de ello, y no le importara, pero entonces, arrastraría por tierra el buen concepto que tenía de él.

De repente sonó el timbre, y todos los alumnos corrieron hacia sus aulas. Salí de mi estado de shock y decidí no pensar más en lo que había visto hasta que encontrara a Scandar y hablara con él. Otra vez me olvidé por completo de Rodrigo para centrarme en mi nuevo objetivo, averiguar si Scandar y Rebeca seguían juntos.

La mañana pasó rápida. Aparte de saludar a mis compañeros de departamento tras las vacaciones, no tuve tiempo más que de impartir clases con mis grupos.

Intenté localizar a Scandar durante la hora de recreo, pero no lo divisé por ningún lado. «Qué raro» pensé. «Tal vez no haya venido hoy» Tendría que pasarme por su aula en un cambio de clase para confirmar si había venido, pero la idea no me convencía del todo, puesto que no quería mostrarme ansiosa por verle. Lo mejor sería esperar a cruzarme con él.

Al finalizar la jornada, salí del centro con intención de subir al coche, y en ese momento su voz sonó detrás de mí.

—Hola profesora.

Me di la vuelta y allí estaba, de pie, sujetando la mochila sobre un solo hombro. Su aspecto me resultó dolorosamente perfecto, como siempre, pero esta vez, algo no cuadraba en su rostro; la mirada parecía perdida, triste. Nunca antes lo había visto así, y, aunque yo estaba trastornada por dentro, no me gustó verlo en ese estado.

—Hola Scandar, ¿cómo estás?— ciertamente me preocupaba.

—Bien. Te he estado buscando toda la mañana— dijo con la cabeza agachada.

«Yo también» quería confesarle.

—¿Ocurre algo?— quise saber.

—No. Bueno, sólo quería quedar contigo para continuar con las clases particulares.

Ya había tomado una decisión al respecto, y la mejor idea era no echarme para atrás. Aunque sentía una gran curiosidad por saber qué le ocurría a Scandar, no debía retroceder en mi decisión. Pasar tanto tiempo con él no haría más que empeorar mi estado. Además, sospeché que su actitud depresiva estaba relacionada con Rebeca, y me negaba a ejercer de pañuelo por ella.

—Lo siento, pero esta semana estoy muy ocupada— ya buscaría otra excusa para las semanas siguientes—. Si no te importa, hablaremos otro día.

Seguía con la cabeza agachada. No pude evitar que se me hiciera un nudo en la garganta.

—Está bien profesora. Ya hablaremos— dijo con voz estrangulada.

Se dio media vuelta y avanzó con paso lento hacia su moto. Era evidente que no le había gustado mi respuesta, porque arrancó la moto con violencia y la hizo acelerar de manera temerosa entre la multitud. Antes de marcharse, una imagen me taladró el cerebro. Mientras se había colocando el casco, me pareció ver cierta humedad brotar de sus ojos negros.

Al reaccionar, me deslicé al interior del coche y cerré la puerta. Un sollozo escapó de mi pecho, y sentí que el corazón se me hizo un puño al verlo marchar en aquel estado.