Lunes, 16 de Septiembre

ABRÍ los ojos y miré hacia la ventana. Por la luz que entraba a través de los cristales debían ser alrededor de las siete de la mañana, siempre me había gustado dormir con la persiana abierta, y calcular la hora que era por la luminosidad del día. Hacía bastante tiempo que dejé de utilizar el despertador para levantarme y no llegar tarde al trabajo.

Con la mirada perdida sobre los primeros tonos azules del cielo, agradecí que el verano hubiese llegado a su fin. Al contrario que mucha gente, los meses estivales me suponían una de las épocas del año más aburridas. No tenía mucho que hacer en la ciudad durante esos meses, así que solía marcharme al apartamento que mis padres tenían junto a la playa.

Allí lo pasaba muy bien cuando era una niña, jugaba con mis amigos junto al portal del edificio todas las noches, y como no estaba permitido corretear por la calle pasadas las doce, siempre había algún vecino, poco amigo de los niños, que se quejaba del escándalo. Desafortunadamente, el tiempo había pasado, y todos los amigos de la infancia habían ido construyendo sus vidas en otras ciudades. Dejaron de pasar los veranos en casa de sus padres, la mayoría de ellos se habían casado, o tenían hijos o se marchaban de viaje con sus parejas. Yo, sin embargo, era la única del grupo que continuaba veraneando allí todos los años.

Siempre había sido una chica bastante prudente. A lo largo de mi paso por la Universidad dediqué la mayor parte del tiempo buscando información en la biblioteca. Veía como muchas de mis compañeras lo pasaban genial saliendo por las noches, bebiendo, fumando y bailando, quizás guiadas por la falsa felicidad del alcohol. Yo, sin embargo, solía regresar a mi diminuto apartamento de estudiantes antes de las doce. No me apetecía levantarme al día siguiente con dolor de cabeza e ir a la facultad hecha un zombi.

Incluso en aquella época consideraba que tener pareja no serviría más que para distraerme de mis objetivos, por lo que las relaciones sentimentales no solían durarme más de dos o tres meses. Mis padres nunca daban su opinión cada vez que les comunicaba que había cortado con algún chico, y mis amigas, sin embargo, me decían que en la vida había algo más que libros. Tal vez tenían razón, tal vez estaba demasiado concentrada en mis estudios, o quizás aún no había conocido al chico que me hiciera cambiar de opinión.

Por fin había finalizado el verano, y me disponía a comenzar un nuevo curso escolar con gran entusiasmo. Lo había esperado con muchísima ilusión, ya que al menos podría mantener la cabeza ocupada con los alumnos y las clases, y no estaría auto compadeciéndome de mi patética y solitaria situación sentimental.

Acababa de cumplir veintiséis años y ese sería mi segundo año trabajando como profesora de matemáticas. El curso anterior había trabajado en forma de prácticas en un instituto de Cartagena, pero ese año me destinaron a un centro nuevo en Algezares.

Aquella mañana no tardé ni dos segundos en levantarme de la cama y meterme en la ducha, en mi primer día de clase quería estar más que presentable para mis alumnos. Frente al armario dudé qué ponerme. Según me habían comentado el centro era un tanto especial, al parecer los alumnos tenían cierta tendencia a arreglar las cosas a base de gritos e insultos. No sería nada sencillo tratar con adolescentes de ese perfil, así que me planteé dos opciones: ir vestida como la Señorita Rotenmeyer e imponer seriedad, o ir en plan fashion total y ser la “profe” guay para así ganarme su confianza. Finalmente consideré que en ningún caso sería yo misma, y me decanté por un clásico: vaqueros y una camisa blanca de manga corta.

“Sencilla pero eficaz” pensé mientras me observaba en el espejo. Yo era una chica más bien delgada y mi piel era tan blanca como el marfil. Al contrario que muchas de mis amigas, jamás me planteé cambiar el color de mi pelo por un rubio ceniza; mucha gente decía que mi larga melena oscura y rizada era la parte más llamativa de mi constitución y estaba orgullosa de ella. No es que cuidara mi pelo con especial mimo, pero lo lavaba todos los días con un champú para niños y lo dejaba secar al aire, sin secadores ni planchas para alisarlo.

Después de colocar mi pijama bajo la almohada, abrí el tocador de madera de pino donde guardaba mis perfumes. Tenía una pequeña colección de ellos y ninguno estaba apurado. Me gustaba conservar una pequeña parte de cada esencia porque cada una de ellas me hacía rememorar instantes y circunstancias vividas en el pasado: Lou Lou por ejemplo me recordaba a mi época en el Instituto, todas las chicas lo llevaban porque se puso de moda ese año. Miracle conmemoraba mi estancia en Inglaterra como estudiante Erasmus en la universidad. Cada vez que destapaba la esencia de Hugo, me acordaba de mi primer novio..., y así, con unas cinco fragancias más.

Ese día, sin embargo, iba a estrenar lo nuevo de Nina Ricci. Se trataba de un aroma suave y fresco con un toque de limón. Decían que Nina era “una joven mujer que se encontraba bajo una buena estrella”. Si eso era cierto, quizás ese año tendría suerte y encontraría algún súper hombre con el que iniciar una relación estable y duradera.

Salí de casa, hacía un día espléndido y el sol brillaba como solía hacerlo en esa época del año, una brisa suave anunciaba que pronto llegaría el otoño. A eso de las ocho subí a mi Renault Clio y me puse en marcha. El instituto estaba a unos quince kilómetros de casa, así que tenía tiempo suficiente de escuchar un programa matutino de humor que había en una de las principales emisoras de radio. Era mi programa favorito, me hacía reír y ponían buena música, al menos estaba puesta al día con lo que sonaba en aquel momento. No me gustaba escuchar noticias ni programas de debates, todos hablaban de lo mismo: la crisis económica, el paro, el gobierno y la oposición todo el día protestando los unos con los otros..., ¡qué tristeza de país! Y los pobres ciudadanos aguantando la ineptitud de los políticos.

Mejor cambiaba la emisora y escuchaba cómo San Bernardino le gastaba una broma a una señora, haciéndole creer que iba a ir a la cárcel por robar unas manzanas en el supermercado. No tenía remedio, todo el mundo caía ante las novatadas del locutor. Me pregunté si yo sería capaz de reconocer una broma dirigida a mí. Quería creer que sí, pero viendo la eficacia de las inocentadas, llegué a la conclusión de que sería una víctima más.

Llegué al instituto en veinte minutos. Observé cómo los alumnos se agolpaban en la puerta principal para entrar los primeros.

—Seguro que no tendrán tanta prisa por comenzar las clases en cuanto lleven un par de semanas madrugando — pensé en voz alta.

Se trataba de un edificio semi nuevo, no debía tener más de cinco o seis años. Era una pena que ya estuviera rodeado de grafitis y pintadas rechazando el sistema educativo.

Teníamos un sistema basado en las competencias comunicativas, fomentando una mayor participación y responsabilidad de los alumnos y los padres. Sin embargo, a la hora de la verdad, nada de esto se ponía en práctica más que con unos pocos estudiantes afortunados por tener unos padres que se preocupaban por la educación de sus hijos.

A mi parecer, este sería el mayor dilema con el que me enfrentaría a la hora de educar a unos alumnos que aún no conocía. La falta de atención por parte de sus familias dificultaría el trato con esos jóvenes. Siempre había pensado que mi trabajo consistía en enseñar, y el papel de educar debía estar representado por las familias, pero aún no había sido madre, así que, quién sabe si no cambiaría de opinión el día que tuviera descendencia.

Me dirigí al departamento de matemáticas. Allí me esperaban Salomé y Cristina, dos de las tres compañeras que tendría ese año. La tercera profesora se llamaba Sonia, pero nunca llegamos a trabajar con ella porque se encontraba de baja por un embarazo de riesgo. Pronto mandarían a un sustituto.

Me resultaba extraño tener como compañeras a tantas chicas en el departamento de matemáticas, y es que por lo general, solían ser hombres los que impartían este tipo de asignaturas.

—Hola chicas, ¿qué tal estáis el primer día de clase?

—¡Puf! Ni me hables. Tengo unos nervios en el estómago, no he podido ni desayunar esta mañana — contestó Cristina sin parar de moverse de un lado a otro mientras cogía libros y hojas de todos lados.

Para Cristina, que tenía un año menos que yo, aquel era su primer trabajo como profesora en un instituto de secundaria. Ese día estaba algo inquieta porque le habían llegado varios comentarios acerca de agresiones por parte de los alumnos a los profesores de ese centro, y es que Cristina era una mujer bastante menudita, con un carácter no demasiado fuerte diría yo. Por otro lado era una chica muy inteligente, no sólo había conseguido terminar la carrera en cuatro años, sino que además estaba preparando su tesis doctoral. Había participado en diversas conferencias sobre el desarrollo de la educación matemática como campo científico de la investigación; una teoría que permitía comprender las interacciones sociales que se desarrollaban en la clase entre estudiantes, profesor y el saber, y que condicionaban lo que aprendían los estudiantes y cómo podía ser aprendido.

—No te preocupes, mujer. Ya verás que cuando lleves unos días aquí conocerás bien a tus alumnos y no te parecerán tan malos — Salomé intentaba relajarla.

—Además, seguro que a final de curso hasta te has encariñado con alguno de ellos — continué mientras observaba como dejaba caer sus cosas sobre la mesa.

—Tal vez tengáis razón, pero no me negaréis que comenzar el curso con un segundo de Bachiller el primer día..., no sé vosotras, pero yo tengo pánico de quedar en ridículo; que me pregunten algo y no sepa qué contestar, o que se me rompan las medias mientras escribo en la pizarra y no me dé cuenta. Seguro que se reirán de mí nada más verme aparecer por la puerta.

—Vamos Cristina, creo que te infravaloras. Tú sólo dedícate a dar la clase y a memorizar el nombre de cada uno de tus alumnos lo antes posible — le aconsejó Salomé.

En cierto modo Cristina tenía razón. No era fácil enfrentarse por primera vez a una jauría de alumnos que estudiaban todos tus movimientos para echarse encima de ti a la más mínima ocasión. Para ello era necesario tener cierto autocontrol, y sobre todo mucha paciencia, y no dejar que el trabajo afectara o provocara ansiedad en el profesor.

Del poco tiempo que conocía a Salomé, consideraba que ella reunía esas cualidades. Salomé era la jefa de departamento, tenía treinta y cinco años, y llevaba tres trabajando en ese mismo centro, quizás por eso tenía más experiencia en tratar con aquellos alumnos conflictivos. Era una mujer bastante seria en su trabajo, no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer y sobre todo no soportaba a los hombres prepotentes. Se describía a sí misma como una mujer libre e independiente. No tenía ni quería una pareja estable, creía que más valía estar sola que mal acompañada.

Mientras estábamos las tres de parloteo, llamaron a la puerta:

—Raquel, la directora quiere hablar contigo — me anunció Loli, la conserje del centro.

—Claro, estoy con ella en dos minutos.

En cuanto Loli cerró la puerta mis compañeras dirigieron sus miradas hacia mí.

—¿Y qué quiere ahora esa amargada? — preguntó Cristina con cierto hastío.

—Será por lo del cambio de horario que solicité. La verdad es que no creo que me lo conceda. Según me dijo, los horarios eran inamovibles; pero fue tal mi insistencia que al final tuvo que decirme que lo estudiaría. — le expliqué — Yo creo que lo dijo para que me marchara y le dejara en paz.

Dejé a mis compañeras riendo por mi sutil comentario, y me dirigí al despacho de la directora, advertí desde el pasillo que estaba esperándome de pie junto a la puerta.

¡Qué impaciente era esa señora!

Doña Maruja era una mujer de unos sesenta años, debía estar a punto de jubilarse. Había dedicado la mayor parte de su vida a impartir la asignatura de Historia pero hacía cuatro años que consiguió el puesto de directora en el centro. No sabía mucho de su vida personal, pero por lo que Salomé me había contado, se trataba de una mujer que no había llegado nunca a formar una familia. No se le había conocido pareja alguna a lo largo de su vida de docente, y era una señora muy poco sociable. No tenía amigos entre los compañeros de trabajo, ni siquiera aparecía por las reuniones o celebraciones que se hacían fuera del centro. La verdad es que me daba pena, seguramente habría tenido algún desengaño en la vida que le hacía ser tan poco accesible. ¿Acabaría yo tan sola como ella?

—Buenos días Doña Maruja, ¿quería verme?

—Sí señorita Montero. Quería comentarle que he intentado permutar sus horas lectivas con las horas de atención a padres, y me temo que no puedo hacer nada por cambiarlas — sin darme más explicaciones me extendió la hoja con el horario.

Hacía dos semanas que los profesores comenzamos a trabajar en el centro para planificar el curso, los horarios y los grupos. Desde el primer día le comenté a la directora que quería intercambiar dos de las horas de trabajo, simplemente porque consideraba que era más útil tener la atención a padres a primera hora de la mañana, y así, aquellas familias que trabajaran no tendrían excusas para venir al centro y comentar conmigo la evolución de sus hijos. Pero estaba claro que la directora no estaba por la labor de hacer ningún favor a nadie, así que ya aburrida de insistir, decidí claudicar y volver por donde había venido.

—Pues nada, le agradezco su esfuerzo — solté en un tono irónico que jamás pensé que usaría frente a un superior.

—No hay de qué. Ya sabes dónde estoy para cualquier otra cosa que se te ofrezca.

«Sí, claro. No hay más que verlo.»

Salí de su despacho y fui directa a la primera clase del día: Primero A.

Todos los alumnos estaban esperándome en el aula, y no precisamente sentados y calladitos. Había un escándalo monumental. Aquel era el primer año para esos alumnos en un centro de secundaria, así que podía entender su inquietud. En cuanto me vieron aparecer, se sentaron en sus pupitres y guardaron silencio.

Me presenté:

—Buenos días a todos. Mi nombre es Raquel y voy a ser vuestra profesora de matemáticas a lo largo de este curso.

Nadie decía nada.

—Todos deberíais tener ya vuestro libro de matemáticas comprado porque mañana mismo comenzaremos con el temario. Hoy lo dedicaremos a conocernos todos un poco mejor.

Se miraron entre ellos suponiendo que era una buena idea.

—¿Alguien quiere comenzar por presentarse? — consulté sin obtener ninguna respuesta.

—Está bien, en ese caso comenzaremos por el primero de la lista... ¿Elena Albaladejo?

—Sí, aquí estoy — levantó la mano tímidamente una chica de la primera fila.

—Bien, Elena, cuéntanos, ¿de qué colegio vienes y cuáles son tus asignaturas preferidas?

El resto de la jornada concluyó sin ningún percance. Ese día había tenido la oportunidad de conocer, además, a los grupos de segundo A y B, y tercero A. En aquel momento no me parecieron malos chavales, aunque eso no lo podría afirmar hasta pasadas unas semanas, cuando los alumnos hubiesen cogido confianza.

A las dos y media di por concluida la mañana, y me despedí de mis compañeras.

Pasé la tarde de compras, ya que el frío llegaría pronto, quería renovar mi armario. Lo hacía todos los años, me gustaba empezar el curso escolar con buen pie, y pensaba que llevar ropa nueva me ayudaría a hacerlo, al fin y al cabo, no tenía otra cosa en qué gastar el dinero. Otras personas salían con sus parejas a cenar a un buen restaurante, o pagaban sus hipotecas, o mantenían a sus hijos, sin embargo yo no tenía ninguna de esas obligaciones, por lo que gastaba el dinero en mí misma.

Por la noche me preparé una buena ensalada. Me encantaba cenar en el sofá en pijama mientras veía la televisión, aunque a veces me desesperaba, porque no había más que programas de cotilleos o películas que ya habían emitido en repetidas ocasiones. Esa noche estrenaban una nueva serie española y para variar, quise darle una oportunidad.

A eso de las once y media me fui a la cama, y no tardé ni diez minutos en dejarme llevar por el sueño.