Capítulo 6
Me sumé a un grupo de cortesanos, intentando esquivar una avalancha de criados cargados con bandejas, y acabé delante de un montón de damas con enormes vestidos, que me bloqueaban el paso.
Alguien me agarró de la manga.
—¿Qué haces aquí? —susurró Shelton.
Cuando me apartó a un lado, noté que le olía el aliento a vino. Su cara era de disgusto, la misma que solía poner cuando las cuentas de la casa no cuadraban o cuando descubría a alguno de los guardabosques cazando furtivamente el ganado de los Dudley.
—¿Y bien? —dijo él—. ¿No vas a responder? ¿Dónde está lord Robert?
Decidí que sería mejor decir lo menos posible.
—Su Señoría el duque lo envió a la Torre a cumplir una misión. Me pidió que me reuniera con él aquí.
Mientras hablaba, me distrajo un cambio en el flujo de la multitud, a través de la cual atisbé a la princesa, de pie junto a las escaleras.
—Entonces, deberías haber ido con él —dijo Shelton—. Un escudero no debe alejarse nunca del lado de su señor.
Isabel hablaba con una chica diminuta sentada en una de esas grandes sillas. La chica llevaba un atuendo simple que recordaba al de Isabel; su pelo cobrizo y su piel pálida también eran similares, solo que ella tenía pecas. Sentado en una silla a su lado, y con la cara roja por el vino, estaba Guilford Dudley.
—¡Deja de mirar! —gruñó Shelton, aunque él mismo tenía la cara inmóvil como el cemento, y los ojos clavados en Isabel, que sonreía a algo que la chica le decía.
Parecía que le costaba mirar a otro lado, porque buscaba a tientas la copa con una de sus manazas. Mientras apuraba el contenido, recordé que nunca lo había visto beber estando de servicio, pero quizás esa noche no lo estaba. Quizás lady Dudley le había dado la noche libre, aunque lo dudaba. Desde que lo conocía, Shelton siempre había estado de servicio.
—¿Quién es? —pregunté, pensando que podría entablar una conversación, mientras pensaba cuál era la mejor manera de entregar el anillo que ocultaba en el bolsillo.
Él frunció el ceño.
—¿Quién va a ser? ¿Estás ciego? Es lord Guilford, por supuesto.
—Me refiero a la dama que está sentada al lado de lord Guilford.
Se quedó en silencio. Entonces, murmuró:
—Es lady Juana Grey. —Me pareció notar un tono de dolor en su voz—. Es la hija mayor de Su Excelencia la duquesa de Suffolk.
—¿Suffolk? —repetí.
Y él añadió impaciente:
—Sí, la madre de Juana Grey es la hija de la última reina francesa, María, la hermana más joven del rey Enrique VIII. Ahora Juana está prometida a lord Guilford. —Bebió otro trago de vino—. Aunque, desde luego, eso no te incumbe.
¿Esa chica diminuta era la zorra que Guilford decía que le había echado algo en la bebida? Me pareció divertido y estaba a punto de indagar más cuando otra figura captó mi atención. La otra dama de Isabel se había quitado la capa y ahora se movía con seguridad entre la multitud, ataviada con un vestido de terciopelo marrón que conjuntaba con la tonalidad de sus cabellos, que caían bajo el tocado en forma de media luna. Resultaba sorprendente lo mucho que resaltaba entre las personas que se movían a su alrededor, gracias al resplandor natural de su piel y a sus gráciles movimientos. Pensé que debía de estar buscando a algún admirador, pues una chica como ella debía de tener muchos; sin embargo, vi que parecía esquivar a los galanes que la observaban, mientras se paseaba cerca de la inmensa chimenea blanca y se acercaba a los nobles que estaban allí.
Me imaginé que debía de haber vuelto a atender a la princesa, pero entonces vi a Isabel girarse, actuando como si no reconociera a su propia dama.
Me quedé boquiabierto. Puede que no llevara mucho tiempo en la corte, pero reconocía una actitud fingida al verla. Me pareció que la chica estaba escuchando a hurtadillas la conversación de sus superiores, y que Isabel, su señora, era plenamente consciente. Cuando notó que la miraba, la chica se detuvo y levantó la mirada, que se cruzó con la mía. En sus ojos se leía la provocación, la arrogancia y, desde luego, el desafío. No pude evitar sonreír. Además de sus evidentes atractivos, me ofreció la solución perfecta a mi dilema. Me había visto hablando con Isabel; así que tal vez se había imaginado que intentaba darle algún mensaje secreto que, en circunstancias diferentes, Isabel podría inclinarse a aceptar. ¿Acaso una sirviente tan fiel no estaría dispuesta a facilitar los deseos de su señora?
De repente, sentí la necesidad urgente de actuar, de cumplir mi misión, de acabar con mi parte del trato, excusarme e irme a la cama. Todavía me quedaba encontrar el camino de vuelta a los aposentos de los Dudley, pero al menos estaría tranquilo sabiendo que había cumplido mis órdenes. Después de una buena noche de descanso, estaría en mejores condiciones mentales para reflexionar sobre la forma más adecuada de cumplir con cualquier papel futuro que pudiera asignarme Robert Dudley en sus planes.
Seguí observando a la chica esperando el momento apropiado para acercarme, siguiéndola con la mirada mientras ella se volvía hacia un grupo de mujeres que pasaban por su lado. Antes de darme cuenta, desapareció entre ellas. Cuando se alejaban, sonrió por encima del hombro. Era una invitación, solo un tonto no se daría cuenta.
Shelton se rio.
—Una bonita muchacha. ¿Por qué no vas a ver qué tiene que ofrecerte? —Me dio una palmadita en la espalda—. Anda, ve. Si lord Robert pregunta por ti, le diré que te he echado porque un escudero no puede estar en el salón sin su señor.
Durante un momento me quedé desconcertado. Podía equivocarme, pero tenía la clara impresión de que librarse de mí era parte de sus planes. Obligándome a sonreír, me enderecé y me fui. Cuando volví a mirarlo por encima del hombro, vi que se había girado hacia el decantador de vino que estaba tras él.
Seguí los pasos de la chica a cierta distancia, admirando su actitud confiada y esa cabellera lustrosa que caía como un estandarte por su espalda. No me faltaba experiencia en lo referente a mujeres, y aquella chica me parecía mucho más apetecible que ninguna otra dama acicalada y maquilada de la corte. No obstante, estaba tan absorto persiguiéndola que no me detuve a considerar que ella podía tener otros planes que no incluyeran conocernos.
Con un movimiento brusco, se desvaneció como el humo entre la multitud. Me di la vuelta buscándola, volví a girarme y me detuve.
No podía creérmelo. Nunca había visto a nadie desaparecer así. Era como si hubiera echado a volar. Solo entonces fui consciente de dónde estaba y me di cuenta con una maldición de que me había hecho dar la vuelta al salón hasta el otro lado. Ahora, estaba más cerca que antes de la tarima real, del grupo de nobles y de la princesa.
Deseé hacerme pequeño. De cerca, el grupo intimidaba: privilegiados y lustrosos, con el aspecto de primacía incuestionable que caracterizaba a la nobleza. Isabel había dejado a Juana Grey y estaba sentada, perpleja, escuchando a la persona que tenía enfrente. Lo único que podía ver de ella era una mano grande con anillos que agarraba un bastón.
Empecé a retroceder lentamente, cauteloso como un gato, rogando que la princesa no me viera. Lo único que me faltaba para arruinar mi ya dudoso futuro era que me viera allí.
Concentrado en mi retirada como estaba, casi estuve a punto de no ver a la persona que se me estaba echando encima. Cuando lo hice, me quedé helado en el sitio.
Era lady Dudley, duquesa de Northumberland.
Su visión fue como un jarro de agua fría en la cara. Lady Dudley, la madre de lord Robert. ¿Podía haber una situación peor? De toda la gente con la que podía cruzarme, ¿por qué tenía que encontrarme con ella? En su mundo, los lacayos siempre sabían estar en su sitio. Y, desde luego, el mío no estaba fisgando en ese salón.
Parecía hecha de mármol y su exquisito vestido de terciopelo granate resaltaba su belleza austera. Mientras estaba ahí de pie, inmóvil, me remonté años atrás, al día en que me había pillado sacando a escondidas un libro de la biblioteca del castillo.
Había cumplido trece años y estaba muy afectado por la repentina pérdida de la señora Alice. Era un libro de salmos franceses, uno de los favoritos de la señora Alice, encuadernado con piel de becerro, y con una dedicatoria en francés en el frontispicio: A mon amie de votre amie, Marie.
Lady Dudley me lo arrancó de las manos y me dijo que me largara a los establos. Una hora después, el señor Shelton apareció con una fusta. Llevaba al servicio de los Dudley menos de un año; apenas me conocía, así que asestó los golpes de castigo de manera bastante insegura, causando más humillación que dolor. No obstante, hasta que lady Dudley se fue a la corte, nunca volví a acercarme a la biblioteca.
Incluso después de que se fuera, pasaron semanas hasta que los libros volvieron a atraerme; solo acudía de noche, y devolvía siempre el libro a su sitio cuando acababa con él, como si pudiera ver mi transgresión desde la distancia.
El libro de salmos era lo único que no me pertenecía que me llevé cuando dejé el castillo. Lo envolví y lo escondí en mi alforja. No podía irme sin él. La persona que estaba sentada en la silla de enfrente de Isabel soltó una carcajada cáustica, y atrajo mi atención. Lady Dudley todavía no me había visto. Al ver que no tenía más alternativa, empecé a avanzar lentamente hacia el grupo, empapado de sudor bajo el jubón. Estaba tan concentrado en evitar que Lady Dudley me viera que no me fijé por dónde iba hasta que tropecé contra la silla de Juana Grey. Perpleja, se giró. En sus ojos grises azulados, vislumbré una resignación inquietante. Entonces, echó hacia atrás sus hombros delgados y, con voz temblorosa, dijo:
—¿Y tú quién eres?
Sentí que toda mi existencia se derrumbaba a mi alrededor. A su lado, Guilford exclamó:
—¿Cómo? ¡Tú otra vez! —Se puso de pie con un salto, y me apuntó con un dedo acusador—. Prescott, estás importunando a tus superiores.
Me había metido en un buen lío. No tendría que haberme acercado tanto. No debería haber seguido a esa chica. Y, pensándolo bien, debería haberme quedado en Worcestershire.
—¿Prescott? —Juana Grey miró confundida a Guilford—. ¿Lo conocéis?
—Sí, y se supone que debería estar sirviendo a mi hermano Robert —gruñó Guilford—. Prescott, más te vale tener un buen motivo para estar aquí.
Abrí la boca, pero no salió ningún sonido de ella. Juana Grey me miraba boquiabierta. Con un movimiento brusco, me quité el gorro y me incliné.
—Milady, os ruego que me disculpéis si os he importunado.
Mirando a través de la maraña de pelo que me caía sobre los ojos, vi que sus mejillas se teñían de una tenue nota de color.
—Me resultas familiar —dijo ella, con voz entrecortada y vacilante—. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo creo, milady —dije suavemente—. Lo recordaría.
—Bueno, obviamente has olvidado cómo comportarte —dijo bruscamente Guilford—. Ve a buscar algo que servirnos antes de que te haga azotar.
Como temía, su beligerancia alertó a los demás. Isabel se levantó de la silla y se alejó hacia la chimenea. No obstante, en ese momento su desdén me importaba menos que el avance inexorable de lady Dudley hacia mí. Sentí una opresión en el pecho. No tenía ninguna excusa que ofrecer, aparte de que estaba buscando a Robert. Y esa excusa me sonaba falsa hasta a mí. Mientras estaba allí inclinado, me temí que ese fuera el final de cualquier ilusión de promocionarme en el servicio de los Dudley.
—¿Hay algún problema, querida? —preguntó lady Dudley a Juana. La imaginé mirándome con sus fríos ojos azul verdosos con total desprecio—. Espero que nuestro criado no os esté molestando. Obviamente, desconoce qué sitio le corresponde.
—Sí —dijo Guilford jovial—. Madre, procurad que no vuelva a molestarnos.
Levanté la mirada. Juana miraba alternativamente a Guilford y a su futura suegra. Se mordió el labio. Resultaba evidente que su único deseo era desaparecer.
—Él, él …
—¿Sí? —la animó lady Dudley—. Hablad claro, querida.
Juana se encogió. Lanzando una mirada de disculpas hacia mí, murmuró:
—Creía que lo conocía. Me he equivocado. Disculpadme.
—No hay nada que disculpar. Debéis de tener los ojos cansados de tanto leer. Honestamente, creo que deberíais intentar estudiar menos. No puede ser bueno para vos. Ahora, por favor, perdonadme un momento.
Casi grité en voz alta cuando noté los dedos de lady Dudley clavándose en mi manga como cuchillas. Mirándome de cerca y sin modificar ni un ápice su rígida sonrisa, dijo:
—¿Dónde demonios está Robert?
Mi boca se quedó tan seca como la lija.
—Pensaba que lord Robert podría …
Era inútil. Apenas podía hablar con ella, y mucho menos mentirle. Siempre había sido así. A menudo, me preguntaba por qué me tenía en su casa, cuando era evidente que no me soportaba. Bajé la mirada, preparándome para el ignominioso final de mi corta carrera en la corte. No me perdonaría ese quebrantamiento de la etiqueta. Tendría suerte si me pasaba el resto de mis días fregando sus establos.
Antes de poder hablar, una voz estridente retumbó:
—¿A qué viene todo ese escándalo? —La persona de la mano ensortijada golpeó el bastón que sujetaba dos veces contra el suelo—. ¡Quiero saberlo ahora mismo!
Retrocedí. Lady Dudley se quedó totalmente quieta. Entonces, sus labios se ladearon en una sonrisa peculiar. Se acercó y me dijo:
—Vaya, vaya. Parece que a Su Excelencia, la duquesa de Suffolk, le gustaría conocerte.