Capítulo 3

Observé al secretario Cecil desaparecer por la galería antes de respirar hondo y volverme hacia la puerta. Llamé, pero no hubo respuesta. Después de llamar otra vez, probé con el picaporte y la puerta se abrió.

Entré y descubrí que los aposentos, tal y como Cecil los había llamado, consistían en una habitación pequeña, dominada por una cama con un dosel combado.

Zócalos descascarillados adornaban la mitad inferior de las paredes, y el único ventanuco tenía un vidrio verduzco. El cabo de una vela flotaba en aceite en un plato sobre la mesa. Por el suelo, había juncos esparcidos, prendas sucias y diversos utensilios y platos. El olor era nauseabundo: una mezcla de sobras de comida rancias y ropa sucia. Dejé caer mi alforja en el umbral. Evidentemente, algunas cosas nunca cambiaban. Con aposentos en la corte o no, los chicos Dudley seguían viviendo como cerdos en una pocilga.

Oí unos ronquidos que provenían de la cama. Me acerqué a ella, y bajo mis pies crujieron astillas de huesos incrustadas entre los juncos. Evité un charco de vómito junto a la cama, mientras me agarraba a la cortina del dosel y la apartaba a un lado. Los travesaños hicieron un ruido. Di un salto hacia atrás, esperando que el ruidoso clan Dudley al completo me embistiera blandiendo los puños como solían hacer durante mi niñez.

En lugar de eso, vi a una sola figura tumbada en la cama, vestida con unas calzas arrugadas y camisa, y con el pelo del color del trigo sucio. Exudaba la inconfundible peste a cerveza barata: Guilford, la criatura hermosa de la tribu, de diecisiete años ya y totalmente borracho.

Pellizqué la mano que colgaba sobre el lateral de la cama. Cuando lo único que conseguí fue un ronquido gutural, lo agarré por el hombro y lo sacudí.

Balanceó los brazos y levantó la cara, con marcas de las sábanas.

—Ojalá te parta un rayo —dijo arrastrando las palabras.

—Buenas noches para vos también, lord Guilford —repliqué.

Di un paso atrás por prudencia, solo por si acaso. Aunque él era el más joven de los cinco hermanos Dudley, contra quien había ganado más batallas que perdido, no pensaba arriesgarme a ganarme una paliza nada más llegar a la corte.

Me miró boquiabierto, mientras su cerebro saturado intentaba identificar mi cara. Cuando lo hizo, Guilford dijo burlón:

—¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el huérfano bastardo! ¿Qué narices…? —Se atragantó y se dobló para escupir en el suelo. Gruñendo, volvió a caerse cruzado en la cama—. La odio. Se lo voy a hacer pagar. Juro que lo haré. Maldita puta virtuosa.

—¿Os adulteró la bebida? —pregunté inocente.

Me fulminó con la mirada, mientras se obligaba a salir a rastras de la cama. Tenía la altura típica de los Dudley, y sabía que, si no se hubiera bebido su peso en alcohol, se habría abalanzado sobre mí como un cachorro enfadado. Instintivamente, me llevé la mano a la daga envainada, aunque jamás me hubiera atrevido a blandirla. Un plebeyo podría ser condenado a muerte solo por amenazar verbalmente a un noble. No obstante, notar la funda desgastada con los dedos me tranquilizaba.

—Sí, me echó algo en la cerveza. —Guilford se tambaleó—. Solo porque es pariente del rey cree que puede desairarme. Tendré que enseñarle quién es el que manda. En cuanto nos casemos, la moleré a palos hasta que sangre. La muy miserable…

Una voz arremetió contra él desde el otro lado de la habitación.

—Cierra ese pico miserable, Guilford.

Guilford palideció. Me volví a mirar.

De pie en el umbral, estaba ni más ni menos que mi nuevo señor, Robert Dudley.

A pesar de los recelos que me inspiraba nuestra reunión después de diez años, tenía que aceptar que era un hombre digno de contemplar. Siempre lo había envidiado en secreto. Mientras que mi cara no tenía nada de especial y era tan habitual que se olvidaba tan fácilmente como la lluvia, Robert era un ejemplar superlativo de la mejor cuna; como su padre, tenía una altura impresionante, un pecho amplio y pantorrillas musculosas; de su madre había heredado una nariz cincelada, una cabellera negra y tupida y unos ojos oscuros, con largas pestañas, que ciertamente habían conseguido rendir a unas cuantas doncellas a sus pies. Tenía todo lo que a mí me faltaba, incluidos varios años de servicio en la corte y, tras la subida al trono del rey Eduardo, prestigiosos nombramientos que lo habían llevado a una destacable, aunque breve, campaña contra los escoceses, y al altar y a la cama, o viceversa, con una dama de posibles.

Sí, lord Robert Dudley tenía todo lo que un hombre como yo podría desear. Y él era todo lo que un hombre como yo debería temer. Cerró la puerta con un puntapié de su bota.

—Mírate, borracho como un cura. Me das asco. En lugar de sangre, te corren meados por las venas.

—Bueno… —Guilford se había puesto blanco como la pared—. Solo decía…

—¡Calla! —Robert habló como si no me hubiera visto allí de pie. Se volvió bruscamente y guiñó los ojos—. Veo que el cachorro del establo ha llegado hasta aquí intacto.

Me incliné. Al parecer, íbamos a retomar nuestra asociación donde la habíamos dejado, a menos que pudiera probarle que tenía algo más que ofrecerle aparte de un cuerpo desafortunado al que pegar una paliza.

—Así es, señor —repliqué con mi mejor dicción—, es un honor serviros como escudero.

—¿Ah sí? —Me dedicó una sonrisa brillante—. Bueno, debería serlo. Desde luego, la idea no fue mía. Madre decidió que deberías empezar a ganarte tu sustento, aunque, si hubiera dependido de mí, te habría echado a la calle, ya que de ahí viniste. Pero, dado que no fue así, puedes empezar limpiando este lío —dijo alargando un brazo—. Después, puedes vestirme para el banquete. —Hizo una pausa—. Aunque, pensándolo bien, mejor limítate a limpiar. A menos que aprendieras a atar las agujetas a un caballero mientras limpiabas mierda de caballo en Worcestershire. —Soltó una sonora carcajada, complacido como siempre por su propio ingenio—. No importa, puedo vestirme solo. Llevo años haciéndolo. Mejor ayuda a Guilford. Padre nos espera en el vestíbulo dentro de una hora.

Procuré controlar la expresión de mi cara, mientras volvía a hacer una reverencia.

—Madre mía —dijo Robert con una risotada—, te has convertido en todo un caballero. ¡Con esas elaboradas maneras tuyas, apostaría a que encontrarás a una o dos muchachas dispuestas a pasar por alto tu falta de sangre!

Se volvió a mirar a su hermano y lo apuntó con el dedo en el que lucía un anillo de plata.

—Y a ti más te vale mantener la boca cerrada. Es solo una esposa, hombre. Dómala, embrídala y ponla a pastar como yo hice con la mía. Y, por amor de Dios, haz algo con ese aliento.

Robert me dedicó una sonrisa tensa.

—A ti también quiero verte en el gran salón, Prescott. Llévalo por la entrada sur. No nos gustaría que vomitara encima de nuestros emocionados huéspedes.

Con una risa cruel, se volvió y salió de la habitación. Guilford le sacó la lengua y, a mi pesar, inmediatamente volvió a vomitar.

Cumplir con mi primera tarea en el tiempo adecuado agotó hasta la última gota de mi paciencia. La mayoría de la ropa sucia necesitaba un buen remojón en vinagre para quitarle la porquería que llevaba pegada; no obstante, como no era una lavandera, puse la ropa asquerosa fuera de la vista, fui a buscar agua y encontré una vasija al final del pasillo.

Cuando regresé, ordené a Guilford que se desvistiera. El agua salía marrón de su piel fláccida. Las picaduras recientes de sus muslos y brazos indicaban que compartía cama con chinches y pulgas. Estaba de pie con el ceño fruncido, desnudo y temblando, más limpio de lo que probablemente había estado nunca desde su llegada a la corte.

Desenterré una camisa relativamente limpia, unas calzas, un jubón y unas mangas adamascadas del armario, y se los entregué.

—¿Necesitará mi señor ayuda para vestirse?

Me arrancó la ropa de las manos. Mientras él se peleaba con su vestimenta, fui donde había dejado mi bolsa y saqué de ella mis calzas de repuesto, mi nuevo jubón de lana gris y los zapatos buenos. Mientras los sujetaba, recordé a la señora Alice frotando el cuero con grasa de animal, diciéndome que lo hacía «para dejarlos brillantes como estrellas», y guiñándome un ojo. Me había traído los zapatos de uno de los viajes anuales a la feria de Stratford. Eran dos tallas más grandes de la cuenta porque todavía estaba en edad de crecer. Me paseaba orgulloso con ellos, hasta que un día oscuro, meses después de su muerte, me los probé y me di cuenta de que me iban bien. Antes de irme del castillo de Dudley, froté el cuero con grasa, como habría hecho ella. La cogí del mismo tarro y con la misma cuchara de madera… Se me hizo un nudo en la garganta. Mientras había vivido en el castillo, podía fingir que seguía conmigo, como una presencia bondadosa invisible.

Durante las mañanas que pasaba en las cocinas, que eran sus dominios, cuando montaba a Cinnabar por los campos de los alrededores por la tarde, o cuando leía en la biblioteca de la torre los libros olvidados de los Dudley, siempre tenía la sensación de que estaba a punto de aparecer en cualquier momento, recordándome que tenía que comer algo.

Pero allí estaba tan lejos como si me hubiera embarcado en una nave rumbo al Nuevo Mundo. Por primera vez en mi vida, tenía el puesto y los medios para construirme un futuro mejor, y estaba tan asustado como un bebé en un bautizo.

Usando su dicho favorito, sentí una oleada de confianza. Ella siempre había dicho que podría hacer cualquier cosa que mi mente se propusiera. Además de respetar su memoria, debía hacer algo más que sobrevivir. Debía prosperar. A fin de cuentas, ¿quién sabe qué nos deparará el futuro? Por absurdo que pudiera parecer en ese momento, no era inconcebible que algún día pudiera conseguir liberarme de mi servidumbre. Como Cecil había señalado, incluso los expósitos podían llegar alto en nuestra nueva Inglaterra.

Me quité la ropa sucia, procurando darle la espalda a Guilford, me lavé con lo que quedaba de agua y me vestí rápidamente.

Cuando me giré, descubrí a Guilford enredado con su jubón, con la camisa torcida, y las calzas arrugadas sobre las rodillas.

Sin necesidad de que me lo pidiera, acudí en su ayuda.