Capítulo 20

Primero metí los pies en el río. Había procurado mantener el cuerpo recto como la hoja de un cuchillo, sabiendo que si golpeaba la superficie de cualquier otro modo moriría con toda seguridad. Aun así, había sido como caer sobre pizarra: el impacto me había dejado sin aire en los pulmones con una terrible brusquedad. Cogí una bocanada de aire y nadé moviendo los brazos y piernas. El sabor salobre se mezclaba con el de los desechos, y el barro me taponó la nariz, la garganta y los oídos.

Tosí para intentar recuperar el control de mi cuerpo, mientras intentaba mantenerme a flote.

El río fluía a mi alrededor con una fuerte corriente por el influjo de las mareas. El fondo era negro y estaba cubierto de ramas y hojas. El cadáver hinchado de algo flotaba cerca de mí, se hundió brevemente y volvió a salir a la superficie. Atrapados por la corriente, el cadáver y yo éramos como restos flotantes de un barco naufragado, arrastrados por el río, solo que yo luchaba por mantenerme a flote.

Sentía el hombro izquierdo abotargado, igual que el brazo. Al volverme a mirar hacia el palacio, que cada vez parecía más pequeño, me imaginé a mi frustrado asesino mirando hacia abajo sin creérselo. Entonces, fui consciente del gran salto que había dado. Era sorprendente que hubiera salido con vida. Y, ahora, en cualquier caso, iba a ahogarme.

Luché por nadar contra la corriente hacia una acumulación de árboles en una orilla, huyendo del cadáver putrefacto. Sabía que estaba en una situación extrema. Me habían disparado, o al menos me había rozado un proyectil, y debía de estar perdiendo sangre. El frío había empezado a afectarme a los pulmones y me resultaba difícil respirar y moverme al mismo tiempo. Pese al clamor de mi corazón y mi cabeza por sobrevivir, en lo más profundo de mi ser, en ese lugar oscuro donde nada tiene consecuencias, quería parar, quedarme inmóvil, a la deriva y dejar que todo pasara.

La costa ondulaba como un espejismo del desierto. Atrapado en un capullo de hielo asfixiante, miré hacia ella mientras se me cerraban los ojos y mis brazos cesaban sus fútiles movimientos, sin que pudiera evitarlo. En un arrebato de pánico, empecé a mover las piernas para intentar acelerar mi ritmo sanguíneo. Nada se movió. O al menos eso me pareció. Volví a patalear con desesperación.

Tenía algo enrolado alrededor de los tobillos.

—No —me oí susurrar a mí mismo—. Así no. Por favor, Dios, no.

Pasó una eternidad. Intenté llegar con las manos entumecidas a las piernas para liberarlas de lo que me impedía moverlas. Entonces, me sentí mejor. Volví a sentir una extraña calidez bajo la piel, como si el frío hubiera cesado su punzante ataque.

Suspiré. Era solo una madeja de algas de río o una vieja cuerda. Eso fue lo último que pensé antes de que el agua se cerrara sobre mi cabeza.

Lo primero que oí fue la lluvia que sonaba como puñados de grava sobre un tejado. Ese fue el primer sonido que me dijo que, milagrosamente, estaba vivo.

Abrí con dificultad los ojos cubiertos de arena e intenté levantar la cabeza. Al notar el martilleo en las sienes y las náuseas, pensé que sería mejor no moverme.

Cuando la cabeza dejó de darme tantas vueltas, probé a levantar la sábana que me cubría. Parecía intacto, aunque mi torso estaba lleno de contusiones. Llevaba ropa interior de lino que no era mía, pero nada me cubría el pecho lleno de magulladuras. Cuando intenté mover el brazo izquierdo, un dolor agudo me recorrió el hombro vendado. Miré hacia arriba, pero la habitación no me resultaba familiar. Dormido sobre los juncos y al lado de la puerta, había un perro plateado.

—Algún perro guardián —murmuré.

Mientras volvía a dormirme, pensé que el perro se parecía mucho al de Isabel.

No me desperté hasta días después. Los rayos de la delicada luz del sol se colaban por toda la habitación. El perro se había ido. También descubrí con gran alivio que estaba menos tenso y sensible, y que podía sentarme, aunque con cierta torpeza de movimientos. Desplazando con cuidado la almohada que tenía debajo de la cabeza, me recliné contra la pared y me toqué el hombro herido. Estaba sensible al tacto y el vendaje estaba empapado de un bálsamo aceitoso. Además de atender a mis funciones corporales obvias, alguien se había tomado la molestia de vestirme y de cuidarme la herida.

Cuando empezó a anochecer, seguía tumbado en la cama mirando alternativamente la puerta y la ventana medio cerrada. Oí agua gotear de los canalones. La pendiente del techo me llevó a deducir que estaba alojado en un desván. Me pregunté cuándo haría acto de presencia la persona que me hubiera llevado allí. Todavía recordaba caer en un abismo sin aire y estrellarme contra el agua oscura. Incluso conservaba el débil recuerdo de intentar mantenerme a flote, nadando durante cierto tiempo contra una fuerte corriente. Después de eso, nada más. No tenía ni idea de cómo me habían rescatado o de cómo había acabado allí.

Me costaba mantener los ojos abiertos, así que parpadeé. No estaba seguro de qué encontraría al despertar. A pesar de mis esfuerzos, volví a quedarme dormido y me desperté sobresaltado por el crujido de la puerta. Me erguí con dificultad. Cuando la vi entrar trayendo una bandeja, la miré incrédulo.

—Me alegra ver que estás despierto.

Arrastró un taburete junto a la cama y puso la bandeja al lado. Llevaba un vestido rojizo atado por encima de una camisa. Alrededor de la cara, le caían brillantes tirabuzones. No podía creerme cómo, en mi estado, mi cuerpo podía seguir reaccionando a su proximidad. Sin embargo, lo hizo.

Descubrió la bandeja, y el olor a pan caliente y sopa inundó la habitación. Se me hizo la boca agua.

—Dios —dije en una voz ronca que no reconocí—, me muero de hambre.

—No me extraña. —Kate desdobló una servilleta, y se inclinó para atármela alrededor del cuello—. Llevas aquí tumbado cuatro días. Temíamos que no llegaras a despertarte.

Cuatro días…

Desvié la mirada, no estaba preparado para recordarlo todo.

—¿Y tú has estado todo ese tiempo aquí cuidándome? —me atreví a decir.

Rompió el pan en trozos encima de la sopa, cogió una cucharada y sopló para enfriarla antes de levantarla a mis labios.

—Sí, pero no te preocupes. Desnudo eres como cualquier otro hombre.

¿Tenía tantas magulladuras en la cadera que mi marca de nacimiento pasaba desapercibida? ¿O simplemente intentaba ser amable? La miré con más atención pero no conseguí averiguar nada, y estaba demasiado nervioso para preguntar.

—La sopa está deliciosa —dije.

—No cambies de tema —contestó guiñando los ojos—. ¿Cómo se te ocurrió quedarte en aquella habitación en lugar de salir con la princesa y Barnaby? Debes saber que arriesgamos nuestras vidas esperándote en la puerta. Su Alteza se negaba a irse. No dejaba de decir que llegarías en cualquier momento, que conocías a la mujer que atendía a Su Majestad y que te habías quedado porque querías hacerle unas preguntas. Solo aceptó irse cuando oímos los disparos y vimos a los hombres del duque aparecer por todas las puertas. Aunque no creas que lo hizo de buena gana. Dijo que éramos unos cobardes dejándote allí.

—¿Pero se fue? ¿Está ya a salvo en su mansión?

Kate volvió a llenar la cuchara.

—Bueno, eso es relativo. Se ha anunciado que está en Hatfield y que debe guardar cama aquejada de fiebre. En tiempos como estos, la enfermedad puede ser una útil arma disuasoria, y ella lo sabe. Por supuesto, los sótanos de las numerosas casas vecinas en las inmediaciones de Hatfield también son una ayuda. Cualquiera de sus dueños estaría encantado a dar cobijo a la princesa si vieran a los hombres del duque en la carretera.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Por qué no estás con ella?

—Me quedé con Peregrine, por supuesto. Insistió en que te buscáramos.

—¿Fue Peregrine quien me encontró?

—Sí, en la orilla del río. Nos dijo que solía pescar cadáveres en el Támesis. —Hizo una pausa. Y percibí un ligero temblor en su voz—. Insistía en que teníamos que seguir buscando, porque al final todo acababa saliendo. Y tenía razón. La marea te arrastró río arriba y volviste a aparecer cerca de los meandros del río. Estabas completamente empapado, herido y delirando, pero vivo al fin y al cabo.

—Y con tus cuidados me he recuperado. —Noté que mis palabras de agradecimiento sonaban ariscas. Dudar incluso de mi buena suerte se había convertido en mi segunda naturaleza—. ¿Por qué? Me mentiste cuando me aseguraste que no trabajabas para Cecil. ¿Qué podía importarte si vivía o moría mientras cumplieras las órdenes de tu señor?

Dejó la cuchara y me limpió la boca y la barbilla con la servilleta. Cuando por fin habló, su voz sonaba serena.

—Me disculpo por no haber sido totalmente sincera contigo, pero nunca quise ponerte en peligro. Siempre he sido leal a la princesa, aunque ella también puede ser muy terca y a menudo necesita que la protejan de sí misma, aunque no quiera admitirlo. Cuando Walsingham me dijo que Cecil creía que debíamos alejarla de Greenwich, quise ayudarla. Si no te lo dije fue porque me avisó de que tenías tus propias órdenes que cumplir. Dijo que te había contratado y pagado. —Hizo una pausa—. No te esperaba. Pero me alegro, me…, me alegro de que estés aquí.

Observando su cara, me di cuenta de que sus palabras eran sinceras. No obstante, conforme ordenaba los acontecimientos de los últimos días, el miedo y la ira crecían en mi interior. No quería ni complicaciones ni flaquezas ni penas de amor. Y si llegaba a desarrollar algún sentimiento hacia ella, tendría que enfrentarme a todas esas cosas.

—Walsingham me dio instrucciones, sí —repliqué yo—, y me pagó; pero también comprendí que dejar que la princesa siguiera adelante con sus planes de reunirse con lord Robert sería un peligro mayor del que ya la amenazaba. Me sorprendía que nadie compartiera mi preocupación.

—¿Qué querías que hiciéramos? —Si había notado la aspereza de mi tono, no lo demostraba—. Insistió en preguntar a Robert sobre su hermano y no quería ni oír nuestras advertencias. Ninguno de nosotros podría haber sabido que el duque pretendía cortejarla él mismo o poner a Juana Grey en el trono si ella lo rechazaba.

Lo que me decía tenía sentido. Debía abandonar mis sospechas, al menos respecto a Kate. No estaba involucrada en ningún complot contra Isabel.

Como si hubiera leído mis pensamientos, sonrió educadamente. Sabía qué cuerda tocar en mí, como una mano experta pulsa un laúd. En mi torpe intento de ocultar mi incomodidad, dije lo primero que se me ocurrió:

—No es justo poner a prueba a un hombre sin ropa.

—Te las has arreglado bastante bien hasta ahora —dijo ella riéndose.

Me habría echado a llorar. De algún modo inexplicable, me recordaba a la señora Alice, a la chica honesta de mejillas granates que debió de ser en su juventud. Y mientras pensaba eso, vi de nuevo la mirada triunfante en los ojos de la señora Alice cuando se volvió hacia mí desde la cama del rey. Había intentado decirme algo, pero ahora nunca lo sabría.

Miré a Kate a los ojos.

—Pensé que iba a morir… —balbuceé.

El conflicto volvió a surgir en mi interior, sin ningún aviso, inundándome en oscuridad.

—¿Dónde estamos? —pregunté en un susurro tenso.

—En una finca no lejos de la ciudad de Greenwich. ¿Por qué?

—¿De quién es la finca? ¿Quién está aquí con nosotros?

Ella frunció el ceño.

—Su Alteza es la dueña de la propiedad, en secreto; está arrendada a un amigo. Además de Peregrine, tú y yo, Walsingham viene y va. Estuvo aquí antes, de hecho, quería saber… ¿Brendan, qué pasa? ¿Qué ocurre?

No me había dado cuenta de que había retrocedido, hasta que vi la alarma en su cara.

—Ese era el hombre que vi en el tejado. Walsingham. Tenía una daga. Por eso salté, ahora lo recuerdo. Cecil arregló la huida de Su Alteza, pero me quería muerto. Envió a Walsingham a matarme.

—No —dijo ella tranquilamente—, te equivocas. Walsingham estaba allí para ayudarte. Nunca habríamos sabido dónde buscar si él no nos hubiera dicho que saltaste al río. Incluso recogió tu espada del patio.

—¿Y si no tuvo otra opción? La espada era una prueba de que había estado en presencia de Eduardo. Podía haber sobrevivido al salto, como de hecho pasó.

—Pero, aun así, no te habríamos encontrado, no con esa corriente. Tenías un hombro herido. Tenías las piernas enredadas con cuerda y algas. Con toda seguridad, te habrías ahogado. —Hizo una pausa—. Cecil confió a Walsingham tu protección. Te ha estado vigilando todo el tiempo. Por eso estaba en los tejados. Cuando no nos presentamos en la poterna, siguió nuestro rastro.

Solté una risita áspera.

—Me pregunto dónde estaba cuando la duquesa de Suffolk y su esbirro me encerraron en una celda subterránea y me dejaron allí para que me ahogara.

Mientras hablaba, pensé en mi jubón, que había dejado junto al pabellón y que inexplicablemente se había materializado cerca de la entrada del claustro en ruinas, donde Peregrine lo encontró. ¿Qué había dicho el chico?

Si no hubiéramos encontrado por casualidad tu jubón, nunca se nos habría ocurrido mirar…

—Peregrine nos habló de ello —dijo Kate—. Cuando te atraparon, Walsingham estaba preparando los caballos que nunca llegamos a coger. ¿No puedes confiar en él?

—No, y menos teniendo en cuenta que todo el mundo al que he conocido en la corte, o más bien todo el mundo al que he conocido desde la niñez, me ha engañado —repuse yo.

En cuanto esas palabras salieron de mi boca, lamenté haberlas dicho. Kate se mordió el labio.

—Lo siento —murmuró. Se puso de pie y le cogí la mano.

—No, soy yo quien debe disculparse. No…, no quería decir eso.

Ella bajó la mirada a nuestras manos cogidas y volvió a levantarla para mirarme.

—Sí, sí que querías. —Se soltó los dedos—. Lo comprendo. Esa mujer… Barnaby dijo que era una herbolaria traída por los Dudley para envenenar a Su Majestad. Dijo que la conocías, que te habían mentido sobre su muerte. ¿Cómo no ibas a estar enfadado?

Se me hizo un nudo en la garganta. Miré a lo lejos, mientras notaba que las lágrimas me ardían en los ojos. No vi a Kate meter la mano en el bolsillo, solo noté que me ponía algo en la mano. Cuando vi qué era, me quedé inmóvil.

—Encontré esto en el bolsillo de tu jubón. Me tomé la libertad de limpiarlo. Es un poco extraño, pero bonito. —Cogió la bandeja y se fue hacia la puerta—. Volveré dentro de unas horas con tu cena. Intenta descansar un poco.

La puerta se cerró.

Miré el regalo que la señora Alice me había dado. Era un delicado pétalo de oro, cuyo borde dentado indicaba que había formado parte en otra época de una joya más grande. En una punta, como una perfecta gota de rocío, había un rubí. Nunca había visto nada como eso, y era la última cosa que habría esperado que tuviera.

Me lo guardé en la mano mientras el atardecer se convertía en noche. Cuando la pena finalmente me asaltó, no me resistí.