Capítulo 23

—¿Cuándo dijiste que llegaría? —dijo Peregrine por enésima vez.

—No lo he dicho. —Contuve mi propia impaciencia mientras miraba por entre la abertura irregular de los arbustos, donde estaba agazapado con un calambre en la espalda y las piernas dormidas por debajo de la rodilla. En el cielo sembrado de estrellas, brillaba una luna en forma de hoz. Una brisa soplaba entre los árboles que había detrás de nosotros, donde habíamos atado a los caballos con el bozal.

—Salió de su finca en algún momento de ayer. Con toda seguridad, no se dirigió a Londres, porque habría sido arrestada ya. Así que solo podemos esperar que tomara esta carretera, pero podría estar en cualquier parte.

A mi lado, asfixiándose bajo una pesada capa de lana azul, igual que la que me había traído a mí, Peregrine ponía mala cara.

—Vale, grítame, pero solo estaba preguntando. Si hubiera sabido que ibas a ser tan gruñón, habría ido a Hatfield con la señora Stafford y Urian.

Me obligué a sonreír.

—Lo siento. Acampar en una zanja junto a la carretera tampoco es mi idea de diversión. Yo también preferiría estar con Kate y Urian.

—Ya me imagino. He visto cómo la miras. La amas, ¿no?

La mezcla discordante de envidia y ansia de su voz me dio que pensar. Hasta ese momento, había demostrado ser tan ingenioso como tenaz.

En ese momento sabía que, mientras nosotros conseguíamos llegar furtivamente a la habitación de Eduardo, Peregrine había tenido que esquivar a diversos guardias para llegar a los establos, donde también consiguió evitar a los vigilantes nocturnos para ensillar, embridar y guiar a tres caballos somnolientos hasta la puerta. Allí se había quedado a la espera, alimentando a los animales con trocitos de esas manzanas silvestres que parecía cultivar en los bolsillos y procurando mantenerlos tranquilos hasta que Isabel, Kate y Barnaby llegaron. Según Kate, cuando oyeron la pistola y vieron a los hombres del duque corriendo, Barnaby tuvo que subir a Peregrine sobre Cinnabar. En cuanto llegaron a la casa de campo de la princesa, el chico exigió que volvieran a buscarme. Se habría marchado en ese mismo momento, pero temían que el duque hubiera enviado tropas tras ellos. Así las cosas, Peregrine no dejó de andar de un lado a otro por la habitación en la que se escondían. Cuando la señora Ashley y los hombres enviados por Cecil llegaron para poner a salvo a la princesa, Peregrine había exclamado con alivio que podría ir a buscarme al fin.

Por esa misma férrea devoción, había insistido en venir conmigo a mi última misión. Había argumentado, no sin razón, que, dada mi tendencia a sufrir accidentes, sería mejor que un amigo me acompañara. Sin embargo, había cometido un error: tratarlo como él quería que lo hiciera, es decir, olvidándome de que seguía siendo un crío. Entonces, viendo la inquietud en sus ojos, dije:

—Sí, la amo, pero siempre tendrás un sitio con nosotros. Te lo prometo.

Peregrine manoseó su capa.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Alargué el brazo para alborotarle el pelo cuando oí que un estruendo se acercaba hacia nosotros. Nos quedamos helados. Desenvainé mi nueva daga, puesto que había entregado la espada a Kate para no perderla de nuevo. Peregrine sacó el cuchillo.

El estruendo de cascos herrados golpeando el camino se convirtió en un trueno sordo.

—Recuerda que debemos asegurarnos de que es ella antes de revelar que estamos aquí. El duque podría haber enviado centenares de señuelos para eliminar a los partidarios de María.

Sus ojos se abrieron como platos. Sonaba como si la infantería se echara sobre nosotros, pero, cuando miré al camino, solo vi una pequeña compañía de hombres a caballo, cuyas monturas sudorosas levantaban una nube de polvo a su paso. Las capas de los jinetes se hinchaban a su alrededor. No llevaban antorchas, pero cuando pasaron al galope por delante de nosotros, su líder se volvió a mirar a los arbustos donde nos escondíamos. Reconocí su rostro bajo el gorro negro sin adornos.

El corazón me dio un vuelco. En cierto modo, esperaba que diera el alto y se abalanzara sobre nosotros. Cuando el contingente pasó de largo y siguió camino abajo, me desplomé.

—El que ha pasado era lord Robert.

Peregrine me miró boquiabierto.

—¿Tu lord Robert?

—El mismo. —Me puse de pie—. ¡Vamos!

Corrimos hacia los árboles. Cinnabar y el caballo de Peregrine (que tenía el extraño nombre de Deacon) resoplaron cuando saltamos sobre las sillas y tiramos de ellos.

—Cabalgaremos en paralelo al camino —dije—. Con un poco de suerte, encontraremos una ruta más rápida.

La noche llegaba a su fin. Aunque todavía faltaban unas cuantas horas, el amanecer se acercaba. Avanzamos a medio galope por el lindero del bosque, aprovechando los árboles para ocultarnos, y esquivando o saltando los troncos caídos que podrían partir la pata a un caballo. Agradecí que casi no hubiera luna.

Aunque no podíamos ver lo que teníamos delante, y eso era un problema, lord Robert y sus hombres tampoco podrían vernos a nosotros. Y sabía que, si nos localizaban, sería difícil huir.

¿Cómo podía Robert haber encontrado el rastro tan rápido? Esperábamos que el duque lo enviara a por María, pero su casa estaba a millas de allí. De algún modo, Robert se había enterado de que la princesa viajaba hacia el norte y estaba decidido a dar con ella aunque tuviera que remover cielo y tierra, demostrando la misma implacable determinación con la que había perseguido a Isabel. Con la diferencia de que, en esa ocasión, llevaba una orden de arresto, en lugar de un anillo. Peregrine interrumpió mis pensamientos.

—Se están parando.

Aminoré la marcha de Cinnabar y agucé la vista para distinguir una encrucijada en el camino.

—Sigue adelante —dije— y espérame allí. Si las cosas se tuercen, no te hagas el héroe. Vuelve a Hatfield. Lo digo en serio.

Empecé a avanzar hacia el grupo. Cinnabar caminaba con ligereza, pero eso no evitaba que alguna ramita crujiera en el suelo o que hiciera ruido al sacudir el arnés.

Con cada sonido, por muy sutil que fuera, me encogía. Había cazado con los Dudley en nuestra juventud, antes de que la crueldad de ese deporte me revolviera el estómago. Había sido testigo del placer que sentía Robert al dar caza a su presa. Así que no quería ni imaginarme cuánto más disfrutaría cazando al escudero que había traicionado su confianza.

Sin embargo, nadie me oyó, probablemente porque estaban demasiado absortos en un debate a voz en grito. Resbalándome de mi silla, seguí a pie, acercándome lo suficiente para oír a escondidas, pero no tanto como para no tener ni una sola oportunidad de lucha si me veían.

Conté a nueve hombres. Entre el rumor de voces, la de Robert sobresalía.

—¡Porque lo digo yo! Por Dios santo, ¿es que habéis olvidado quién manda aquí? ¿O acaso no será mi cabeza la que ruede si no conseguimos capturar a esa bruja papista?

—Os ruego que me perdonéis —repuso una voz áspera—, pero todos tenemos mucho que perder, milord. Ninguno de nosotros quiere a una reina católica que nos eche encima a la Inquisición. Y por eso no deberíamos haber dejado a los soldados atrás, esperándonos. ¿Y si tiene más partidarios de los que creíamos?

—¿No recordáis a su mayordomo en Hoddesdon? —dijo Robert burlándose—. Como mucho, viaja con seis hombres: su tesorero, su secretario, su chambelán y tres matronas. No necesitamos una hueste de soldados para atraparla. Solo nos retrasarían.

Tuve que sonreír. En aquel camino, en medio de ninguna parte, no les llegaba la camisa al cuello por temor a lo que pudiera hacer una solterona asediada. Era bueno saber que, como su hermana menor, María Tudor tenía una reputación. Entonces, me quedé helado de la cabeza a los pies cuando oí una voz arrastrar las palabras:

—Quizás deberíamos llegar a un acuerdo, caballeros, antes de que se embarque hacia Flandes y regrese a la cabeza de un ejército imperial. Si eso llega a pasar, necesitaremos algo más que soldados, os lo puedo asegurar.

Stokes estaba allí. Era uno de los hombres de Robert.

—Sí, no podemos permitirnos perder más tiempo —reconoció Robert—. Huyó a Hoddesdon y ha seguido cabalgando sin pausa. Todas las señales indican que está de camino a Yarmouth. Tendrá que buscar cobijo en alguna parte, aunque solo sea para que los caballos descansen. Y con toda probabilidad lo hará en casa de alguno de sus partidarios. Decidme, ¿tan difícil es atrapar a una mujer ya mayor que viaja con sus criados hacia Norfolk?

—Teniendo en cuenta que ni les hemos visto el pelo —dijo la voz áspera—, yo diría que es una tarea ardua. Sigo diciendo que deberíamos ir hacia el este. Allí también hay muchos simpatizantes papistas.

—¡Ya estoy harto de vuestras malditas discrepancias! —Robert se golpeó el muslo con el puño. Pero lo conocía bien y detecté un temor involuntario en su voz. Mi antiguo señor estaba asustado, y eso me dio esperanzas—. No habéis dejado de dar la murga desde el principio —gritó él—, y ahora empiezo a preguntarme cuál será vuestro propósito. ¿Estáis con nosotros o contra nosotros, señor Durot?

Observé al tal Durot balanceándose sobre el caballo. Era un hombre corpulento y musculoso, iba vestido con un jubón acolchado y un gorro excesivamente grande, y llevaba una espada, un arco corto y un carcaj de flechas.

—Si dudáis de mi lealtad —dijo él— y, por tanto, también de la de mi señor lord Arundel, siempre puedo volver a Londres para informar de vuestros progresos. No siento ninguna necesidad apremiante por seguir participando en esta búsqueda infructuosa.

Robert lo fulminó con la mirada.

—Tal vez vos no, pero vuestro señor el conde sí que siente una gran necesidad. Ha amasado una fortuna saqueando abadías. No creo que le gustara tener que dar explicaciones a la reina María y a sus frailes —añadió sarcásticamente—. Por tanto, os sugiero que sigáis mis órdenes, a menos que prefiráis ver a vuestro señor colgado en la horca. —Durot no respondió. Robert se volvió bruscamente hacia los otros—. ¿Alguien tiene más motivos de queja? Si es así, será mejor que lo diga ahora. Después no lo toleraré. —Cuando nadie habló, dijo—: Iremos al este. Esta área está infectada de terratenientes católicos. Cualquiera de ellos podría darle cobijo. Si tenemos que buscar casa por casa, lo haremos. —Escupió las palabras siguientes para que Durot se diera por enterado—. Y no olvidemos que no tiene la inteligencia para engañarnos, por mucho que lo intente.

Nadie discutió su argumentación. Clavando las espuelas en los ijares de los caballos, salieron volando. Volví a subirme sigilosamente a Cinnabar y me reuní con Peregrine, que me esperaba en la cima.

—A Suffolk —le dije.

Cabalgamos incansables. Las horas pasaron sin que nos diéramos cuenta hasta que el amanecer tiñó el cielo de malva. Aunque confiaba en mi instinto, cuando la noche se levantó en el campo y dejó a la vista un plácido paisaje ondulado de vales y colinas, empecé a preguntarme si no habría prestado demasiada atención a mi instinto y no la suficiente a la cruda realidad.

¿De verdad lady María podía haber llegado tan lejos? ¿O estaría algún Dudley sacándola en ese mismo momento de su escondite a punta de espada y atándola para llevarla a la Torre? En lugar de ir tras ella, ¿no sería mejor correr a Hatfield para avisar a Isabel y a mi amada Kate, y salir corriendo al puerto más cercano antes de que el duque nos arrestara a todos?

Me pasé una mano por la barbilla. Me picaba la barba. Me quité el gorro, dejando que el cabello enmarañado me cayera sobre los hombros, y miré a Peregrine por encima de ellos. El chico dormitaba sobre el sillín. Pronto tendríamos que parar. Aunque los caballos aguantaran, nosotros no podríamos hacerlo.

Una media hora después vi una casa solariega delante de mí, rodeada de huertos. Un velo de humo azulado se cernía sobre la chimenea y el patio. Desde la distancia, casi parecía desierto.

—Peregrine, despierta. Creo que la hemos encontrado.

El chico pegó un respingo y levantó los ojos desconcertado.

—¿Cómo lo sabes?

—Mira el patio. Hay caballos amarrados allí, siete, para ser exactos.

Cabalgamos hasta el patio con las capas retiradas sobre los hombros para que se vieran las espadas envainadas que levábamos en los cinturones, con las manos libres y la cabeza sin tapar. Di instrucciones a Peregrine para que recordara mi nuevo nombre y procurara no mostrar preocupación, mientras yo, por mi parte, adoptaba una calma fingida que no sentía, mientras que los criados que estaban preparando las monturas se quedaron helados con los estribos a medio abrochar. Uno de los tres hombres que supervisaban la operación levantó un arma. Los otros dos avanzaron. Ambos eran de mediana edad, iban vestidos con uniforme de alabardero y sus caras barbudas parecían demacradas.

El mayor de los dos, que se erguía con la dignidad de un mayordomo a pesar de su intento de parecer un hombre ordinario, ladró:

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?

—Da igual quiénes seamos —dije—. Vengo a entregar un mensaje a la reina.

—¿Reina? ¿Qué reina? —dijo el hombre con una carcajada—. No veo a ninguna reina por aquí.

—Su Majestad la reina María. Traigo un mensaje del consejo.

Los hombres cruzaron una mirada tensa.

—Busca a lord Huddleston —ordenó el hombre de más edad al otro, que salió corriendo—. Jerningham, no dejes de apuntar con el mosquete —dijo al hombre con el arma de fuego.

Los criados no movieron ni un dedo.

—Bajad —ordenó el hombre.

Peregrine y yo obedecimos. Un momento después, llegó corriendo un caballero que asumí que era el antes mencionado Huddleston.

—Le he aconsejado que no lo hiciera, señor Rochester —dijo en un tono preocupado—, pero insiste en que va a recibirlos en la sala principal, siempre y cuando no vayan armados.

El tal Rochester nos miró con severidad.

—El chico se queda aquí.

Al percibir el fuerte olor a asado cuando me escoltaban al interior del edificio, mi estómago gruñó. Rochester andaba a mi lado, Jerningham iba detrás de mí con su arma, y Huddleston, delante. Al llegar a la entrada, Jerningham volvió a ocultarse en la oscuridad, desde donde, con toda certeza, seguía apuntándome con su arma.

Rochester y Huddleston me guiaron hacia delante.

Una delgada figura, ataviada con un vestido bucólico, estaba de pie ante una mesa. Los hombres le hicieron una reverencia. Arrodillado sobre una pierna, atisbé un mapa en la mesa, junto a pluma y papel, jarra y copa.

Con una voz sorprendentemente brusca, dijo:

—Levantaos.

Estaba ante María Tudor.

No se parecía en absoluto a Isabel, sino que recordaba más a su prima, Juana Grey. Era bajita y demasiado delgada, y llevaba el pelo canoso, con un toque de rubio rojizo, recogido bajo una cofia. Al contrario que Juana, María llevaba la edad y los sufrimientos escritos en la cara, y grabados en los surcos de su frente, en las arrugas que le rodeaban los labios y la flacidez de su barbilla. Se agarraba las manos sobre el estómago y llevaba anillos en todos los largos dedos. Solo en los ojos se vislumbraba la indomable fuerza de los Tudor. Esos enérgicos ojos de un azul grisáceo bordeados de sombra se clavaron en los míos con una franqueza que revelaban su superioridad.

Recordé las palabras de Isabel: «Siempre ha pensado lo peor de la gente, nunca lo mejor. Algunos dicen que son sus raíces españolas, pero yo que creo que es la herencia de nuestro padre».

Su voz resonó con una fuerza estridente.

—Me han dicho que traéis una carta. —Tendió la mano—. Quiero verla.

Saqué el sobre del bolsillo interior. Volviéndose a la luz, lo rasgó para abrirlo y lo miró detenidamente.

Frunció el ceño todavía más. Se volvió a mirarme.

—¿Es esto cierto?

—Eso creo, Majestad.

—¿Eso crees? ¿Lo has leído entonces?

—No sería un buen mensajero si no memorizara una misiva tan importante. Si ese tipo de cartas cayeran en las manos equivocadas, podrían resultar peligrosas.

Me repasó con la mirada. Entonces se movió hasta la mesa con pasos ligeros.

—Esta carta peligrosa —declaró ella con una nota de aspereza— la firman nada más y nada menos que los lores de Arundel, Paget, Sussex y Pembroke, todos ellos servidores de mi hermano; ahora afirman que, pese a no querer verme desposeída de mi trono, tienen las manos atadas. Al parecer, el dominio del duque es demasiado poderoso para resistirse. Temen tener que apoyar la reivindicación de mi prima, aunque Juana no ha expresado ningún deseo de gobernar. —Hizo una pausa—. ¿Qué piensas tú?

Su pregunta me cogió desprevenido. Aunque lo ocultaba bien, noté su temor. Era el centro de atención después de pasar años de oscuridad, obligada a huir de su propio reino. Lady María ya había sido perseguida antes, demasiadas veces, de hecho, como para confiar en las promesas que le hicieran, fueran o no por escrito.

No había oído nada positivo sobre ella de nadie; de hecho, la mera posibilidad de que subiera al trono provocaba tumultos. Sin embargo, en ese momento solo sentía empatía por ella. Tenía una edad en la que la mayoría de las mujeres estaban casadas, habían alumbrado a algún hijo y tenían encarrilada su vida para bien o para mal. En lugar de eso, ella tenía que estar en una casa ajena, era una fugitiva y la acechaba la muerte.

—¿Y bien? —dijo ella—. ¿No piensas responder? Te contrataron ellos, ¿no?

—Su Majestad, disculpad mi insolencia, pero preferiría responder en privado.

—De eso nada —dijo Rochester—. La reina no entretiene a extranjeros. Tienes suerte de que no te hayamos lanzado a un calabozo por conspirar con sus enemigos.

—¿Un calabozo? —repetí sin poder contenerme—. ¿Aquí?

Se hizo un silencio de asombro antes de que la risa áspera de María resonara.

—¡Al menos, no se anda con rodeos! —Dio unas palmadas con las manos—. ¡Déjanos!

Rochester se alejó hacia donde acechaba el hombre misterioso del arma, seguido de Huddleston. María se acercó a la jarra.

—Debes de tener sed. Has recorrido un largo camino desde Londres.

—Gracias, Su Majestad —dije. Su sonrisa seca dejaba a la vista una mala dentadura.

No ha tenido muchas oportunidades de sonreír en su vida, pensé mientras daba un abundante trago de cerveza tibia.

Mientras tanto, ella esperaba.

—Su Majestad, mi compañero… es solo un crío. ¿Puedo confiar en que no sufrirá ningún daño?

—Por supuesto que no. —Ahora me miraba sin ningún temor—. Dime algo con sinceridad: ¿mi hermano, el rey Eduardo, ha muerto?

La miré y vi fidelidad en sus ojos.

—Sí.

Estaba tranquila, como si lo tuviera asumido. Entonces, dijo:

—Y esta carta del consejo: ¿es un truco o puedo confiar en lo que dicen estos lores?

Medí mi respuesta.

—No he estado mucho tiempo en la corte, pero diría que no, que no deberíais confiar en ellos. —Su cara se tensó, y añadí—: Sin embargo, podéis creer su carta. Lady Juana Grey es la marioneta del duque. No habría aceptado vuestro trono si le hubieran dado opción.

Ella resopló.

—Me cuesta creerlo. Al fin y al cabo, se casó con el mocoso de Northumberland.

—Su Majestad puede creer en su inocencia, aunque no crea en nada más. El duque ha concebido esta situación para asegurar su propio poder. Él es el responsable. Él…

—Habría que arrastrarlo y descuartizarlo, y clavar su cabeza en una pica —bramó ella—. ¡Cómo se atreve a intentar arrebatarme el reino, que es mío por derecho divino! Pronto averiguará que conmigo no se juega, él y cualquier otro lord que se atreva a apoyar a mi prima en mi contra.

El fervor de su declaración la animaba. Tal vez no poseyera el carisma de su hermana, pero seguía siendo la hija de Enrique VIII.

—Deduzco que Su Majestad piensa luchar por su corona —dije.

—Hasta la muerte, si es necesario. Mi abuela Isabel de Castilla encabezó ejércitos contra los infieles para unir su reino. No deberían esperar menos de mí.

—Majestad, habéis respondido vos misma a la pregunta. La oferta de apoyo del consejo solo es de fiar si vos hacéis que sea así. Si disculpáis sus transgresiones, tendréis su lealtad.

Sus ojos se volvieron fríos.

—Veo que has llegado a dominar el arte de hablar con ambigüedades.

Sentí una punzada de miedo en el estómago. Tenía la cara demacrada, desolada.

Isabel me había avisado de que fuera con cuidado. Intentaba dilucidar la respuesta correcta cuando Rochester entró.

—¡Su Majestad, hemos encontrado a este perro fisgando fuera! —Se apartó y vimos a otros tres hombres que arrastraban a otro hombre entre ellos. Cuando lo tiraron de bruces contra el suelo, se le cayó el gorro de la cabeza. María lo empujó con el pie.

—Tu nombre.

No pude contener mi alivio cuando el hombre levantó la cara.

—Algunos me llaman Durot, Majestad, pero quizás me conozcáis como Fitzpatrick.