Capítulo 25
Framlingham
«Todo hombre, por humilde que sea, debería saber de dónde procede».
Las palabras de Cecil se repetían como un eco en mi cabeza mientras cabalgaba en silencio. A la caída de la noche tuve que detenerme para que Cinnabar descansara. Escogí un claro del bosque, junto a un arroyo poco profundo. Le quité la silla y la brida, lo cepillé con un paño que saqué de mi alforja y lo dejé pastar suelto.
—Descansa, amigo. Te lo has ganado.
Me agazapé en los helechos, abrí mi alforja y saqué la joya rematada con el rubí que la señora Alice me había dado. Ahora que sabía su importancia y el motivo por el que ella la había escondido todos esos años, casi no podía ni mirarla. Habría querido tirarla, olvidar que existía, pero en mi alma sabía que no podía permitirme seguir engañándome por más tiempo.
Si lo que Stokes me había contado era cierto, no había posibilidad de olvidar, ni vuelta atrás. Tenía que descubrir la verdad, aceptar algo que era tan inmenso y de tanta repercusión que desafiaba la aceptación. Me lo debía a mí mismo, a las muchas veces que me había preguntado siendo niño quién era y, lo que era aún más importante, se lo debía a la mujer que me había salvado, a la señora Alice, que de algún modo había sabido quién era yo y me había protegido de mi propia hermana asesina.
En la palma de mi mano, el oro relucía.
Un Tudor.
Yo era uno de ellos: hijo de la hermana pequeña de Enrique VIII, hermano de la brutal duquesa de Suffolk, tío de Juana Grey y primo de la reina María.
E Isabel. Ella y yo compartíamos la misma sangre…
Las lágrimas me escocían en los ojos. ¿A quién se parecería aquella madre que nunca conocí? ¿Había sido guapa? ¿Tenía sus ojos, su nariz, su boca? ¿Por qué me había dado a luz en secreto? ¿Qué era lo que temía tanto para no querer que se supiera su embarazo?
¿Y cómo habría sido mi vida si ella hubiera vivido?
La Rosa Tudor…, la marca de la rosa.
Doblé el brazo sobre mi cabeza. Debería arrojar el pétalo lejos; no hablar de ese tema jamás con ninguna persona viva. Mejor ser un mozo de cuadra, un bastardo y un niño expósito que alguien nacido en secreto y relegado al olvido, condenado para siempre a las sombras y al temor de ser descubierto, a una vida de fingimiento y de ocultar la verdad siempre a los demás.
Sin embargo, mis dedos no lo soltaban. Ahora, el pétalo representaba una verdad por sí mismo y había quedado unido a mí de forma inextricable. Con ayuda de Dios, era una parte de mí que no se rendiría, al menos no hasta que hubiera descubierto todo lo había que saber.
Lo volví a envolver en el pañuelo perfumado de Kate y lo guardé en la bolsa. Mientras lo hacía, mis dedos rozaron el fino volumen de salmos que había cogido de la biblioteca de los Dudley, y esto trajo una momentánea sonrisa a mis labios. Llevaba conmigo otro recuerdo también de la señora Alice, uno que me permitía recordarla como había sido.
Una vez que me acabé el último pedazo de pan rancio y queso que llevaba, me tumbé en el suelo del bosque y cerré los ojos. Pero no pude dormir. Seguía sintiendo sobre mi mano una mano apergaminada que me colocaba en la palma un regalo de inimaginable importancia.
Cuando finalmente el alba rompió en el horizonte, monté de nuevo para cabalgar por campos salpicados de lirios dorados marchitos. Traté de no pensar en nada hasta que llegué al río Orr.
Allí, irguiéndose en la otra orilla encima de un montículo, estaba el castillo de Framlingham.
Sus trece torres e inmensas murallas se elevaban sobre tres fosos. En el coto de caza relucía un océano de acero. Mientras vadeaba el río y me aproximaba, deduje que había cientos de hombres arrastrando cañones y armas de fuego, amontonando rocas, cortando y talando árboles. Aflojé las riendas para permitir a Cinnabar avanzar a medio galope, estaba ansioso porque presentía establos, avena y un muy merecido respiro.
Entonces, los guardias me pararon en el camino. Después de un rudo interrogatorio, me obligaron a desmontar, me preguntaron el nombre y me hicieron esperar bajo vigilancia antes de que Rochester diera la orden de que me permitieran entrar en el castillo. Echándome la bolsa al hombro, cogí las riendas de Cinnabar y me abrí paso penosamente hasta el edificio que asomaba, tragándose la mitad del cielo. Muy pocos hombres se fijaban en mí al pasar. La mayoría estaban absortos en el trabajo. Sus bromas vulgares se intercalaban con ladridos de perros y mugidos de ganado que cuidaban granujillas y mujeres.
A pesar de todo, sentí que mi ánimo mejoraba. Una ciudad improvisada había surgido alrededor de Framlingham prácticamente de la noche a la mañana, compuesta de gente normal y sirvientes de señores locales que habían acudido a defender a su monarca legítima. En menos de setenta horas, la reina María había reunido un ejército. Al menos, allí las cosas eran como tenían que ser.
La calle principal de la muralla exterior estaba atestada de hombres y animales. Rochester se me acercó con paso decidido, sudando profusamente. No obstante, parecía totalmente cambiado. Agarró firmemente mi mano con la suya.
—¡Señor Beecham! No reconocí vuestro nombre. Tenéis suerte de que vuestros amigos me informaran. Dejad el caballo a los mozos de cuadra y venid. Su Majestad desea veros.
Al ver a Rochester, no pude contener la risa. Peregrine y Barnaby, ambos desnudos hasta la cintura y muy sucios, me saludaron con la mano antes de volver a la ardua tarea de empujar un cañón hasta el cobertizo del herrero para repararlo. Volví la mirada hacia Rochester.
—Estoy encantado de ver que todos están a salvo —dije verdaderamente aliviado.
—No lo estaríamos si no hubiera sido por vos. Os debemos mucho. Después de separarnos, los hombres de Dudley persiguieron al otro grupo durante millas antes de darse cuenta de su error. Entonces volvieron y nos persiguieron. Gracias a Dios, después Dudley fue detenido.
Se me escapó una sonrisa.
—¿Detenido?
—Sí. Pero, por supuesto, no deberíais saberlo. —Rochester me condujo hasta una extraña fortaleza de ladrillo rojo flanqueada por alojamientos de madera, situados dentro de los muros de piedra del castillo—. Parece que, cuando descubrió hacia dónde nos dirigíamos, lord Robert decidió buscar refuerzos. Debió de pensar que no tendríamos medios para defender el castillo si nos sitiaba. —Rochester se rio entre dientes—. Para ser sincero, nunca esperamos encontrar al hijo del viejo Norfolk aquí esperando con sus criados. Pero aquí estaba y, cuando cayó la noche, otros cinco mil habían llegado. Los rumores de la difícil situación de Su Majestad llegaron antes que ella, y se ha corrido la voz de una llamada a las armas. Están llegando hombres de toda Inglaterra. Es como si Dios mismo velase por ella.
—Cierto —dije suavemente—. ¿Qué decíais de lord Robert?
Mientras hablaba, pensaba en Isabel en aquella habitación anónima. «No quiero que resulte herido», había dicho. De repente, me di cuenta con gran desconcierto de que yo sentía lo mismo. Quizás se debiera a que él había sido lo más cercano a un hermano que había tenido, o tal vez porque era un Dudley hasta el tuétano. Pero ella tenía razón: Robert era una víctima de su educación.
—Llegó hasta King’s Lynn —dijo Rochester—. Por entonces, varios de sus hombres lo habían abandonado. Cuando llegó allí, sus soldados también le abandonaron y se vio obligado a huir. Buscó refugio en Bury Saint Edmunds y envió un mensaje urgente a Londres. Su mensajero escapó, pero él no. El barón de Derby lo arrestó poco después en nombre de la reina. Justicia poética, supongo. Está retenido en las ruinas de la misma abadía que su padre ayudó a destruir.
—Y… ¿qué le sucederá?
Rochester soltó un bufido.
—Su Majestad decidirá su destino una vez que acceda al trono. No será envidiable, diría yo. Si tiene suerte, pasará en una celda de la Torre el resto de sus días; y si no, le esperará el hacha, igual que al resto de traidores de su calaña. Yo voto por el hacha. ¡Ah! Su Majestad estará encantada de veros. Ha preguntado por vos varias veces.
Lo poco que quedaba de mi breve alegría se esfumó. Como Rochester, debería haberme alegrado con ese golpe en contra de los objetivos de los Dudley. Sin Robert, la tarea de detener a María se hacía muy difícil. Aun así, solo sentí que el cansancio se abatía sobre mí como un manto. Tan solo deseaba un baño caliente, soledad, una cama y alejarme del mundo por un tiempo.
No quería pensar en cómo se lo contaría a Isabel.
Entramos en la fortaleza, subimos una escalera hasta una sala rústica. María esperaba allí, vestida con un sencillo vestido negro y un tocado triangular que parecía muy pesado para sus delgadas espaldas. Caminaba de un lado a otro como si su peso no le afectara, a la vez que dictaba con voz severa a un afanoso secretario, cuya pluma no era lo suficientemente veloz para recoger el torrente de palabras que salían de los labios de la reina.
—Por tanto, señores, os requerimos y encargamos, como vuestra legítima soberana, que por vuestro honor y la seguridad de vuestras personas, os apresuréis a proclamarnos reina en nuestra capital, Londres, a la recepción de esta carta. Porque no hemos huido de nuestro reino y no tenemos intención de hacerlo, sino que moriremos luchando por lo que Dios nos ha llamado a defender.
Rochester se aclaró la garganta. Yo hice una gran reverencia.
—Su Majestad.
Se giró bruscamente a mirarme. Según parecía, era bastante corta de vista, porque parpadeó varias veces, con el entrecejo fruncido por la perplejidad antes de hablar.
—¡Ah!, es mi misterioso amigo —exclamó haciendo un ademán con las manos—. ¡Levántate, levántate! Llegas justo a tiempo. Estamos a punto de declarar la guerra a Northumberland.
—Su Majestad, eso son en verdad buenas noticias.
Mientras me enderezaba, percibí que a pesar de su vigor, que probablemente se debía en buena parte a la espontánea demostración de lealtad que había recibido, María tenía un gesto tenso en los ojos y la boca, y estaba muy demacrada. Tenía el aspecto de alguien que no ha comido bien o descansado en semanas.
—¿Buenas? ¡Son algo más que buenas! —Su risa fue cortante, desdeñosa—. Nuestro orgulloso duque ahora ya no está tan orgulloso. Cuéntale, Waldegrave.
Se volvió bruscamente al secretario, agarrándose fuertemente las manos llenas de anillos, y sonriendo como un maestro de escuela mientras el hombre relataba:
—Seis ciudades acuarteladas por el duque han prometido lealtad a Su Majestad, y ofrecen artillería, comida y hombres. Su Majestad ha enviado también una proclama al consejo exigiendo…
María no pudo contenerse e interrumpió.
—… Exigiendo saber por qué tienen que reconocerme como su legítima soberana en Londres. He solicitado también una explicación de por qué intentaron otorgar mi corona a mi prima. ¿Sabes lo que han contestado? —Agarró un papel de encima de la mesa—. Dicen que mi hermano autorizó un cambio en la sucesión antes de su muerte, denegando mi derecho al trono a causa de serias dudas respecto a mi legitimidad. —Arrojó el papel a un lado—. ¡Serias dudas! —Soltó una carcajada oscura que me puso los pelos de la nuca de punta—. Pronto verán lo que pienso de eso. Herejes y traidores, es lo que son, y así negociaré con ellos cuando llegue el momento.
El silencio siguió a su arrebato. Sus ojos se movían de una cara a otra hasta que se fijaron en los míos.
—¿Bien? Eres el correo del consejo, ¿verdad? ¿No tienes una opinión que dar?
Era una pregunta parecida a la que me había enfrentado en la fortaleza de Huddleston, solo que, en esa ocasión, Barnaby no me sacaría del apuro. Como para confirmarlo, Rochester dio un prudente paso atrás. Se me hizo un agujero en el estómago. Parecía imposible que, después de todo lo que había ocurrido, aún tuviera que probar mi lealtad. Pero, entonces, ¿cómo podría la reina llegar a saber dónde residía mi lealtad en último término? ¿Cómo podría llegar a confiar en un extraño después de todo lo que había tenido que vivir?
—Su Majestad —dije—, ¿me dais permiso para examinar esa carta?
Tras su gesto, retiré el papel, lo examiné de arriba abajo, incluidos las firmas y sellos adjuntos. La miré a los ojos.
—¿Los lores que escribieron la primera carta están representados aquí?
—No lo están, como puedes ver. —Aunque su voz seguía siendo tensa, su postura se relajó un poco. Se aproximó a mí, diciendo a los otros por encima del hombro—: Dejadnos. Hablaré a solas con nuestro amigo.
Había pasado su examen, aunque eso no disminuyó mi temor. El consejo había perseguido a María sin piedad a causa de su fe religiosa. Mi asociación con ellos, por débil que fuera, me ponía en una peligrosa desventaja.
Se detuvo junto a la mesa.
—Empiezas a intrigarme. Vienes de ninguna parte y te niegas a darnos un nombre. Luego arriesgas tu vida para ayudarnos a escapar. Se te considera suficientemente de fiar para confiarte cartas confidenciales, aunque simulas ignorancia sobre temas que de hecho deberías conocer muy bien. Me gustaría saber con quién estoy tratando exactamente.
Intenté tragar saliva a pesar de que mi garganta estaba seca, y procuré elegir bien mis palabras:
—Su Majestad, os aseguro que mi persona carece de importancia. Hice aquello por lo que me pagaron. En cuanto a arriesgar mi vida, deberíais saber que los hombres de lord Robert ya habían decidido abandonarlo. Y deberíais saber ya que mi nombre es Daniel Beecham.
—Lo sé, pero no por ti. —Señaló una pluma con el dedo—. ¿Por qué te escogieron para entregar la misiva del consejo? Hay otros que seguramente podrían haberlo hecho, hombres a los que yo conocería personalmente.
Oí a Isabel dentro de mi cabeza: «Quiero a mi hermana, pero no es una mujer confiada. La vida la ha hecho así».
Esbocé una sonrisa.
—Su Majestad se imaginará cómo son estas cosas. Había hecho unos cuantos recados en el pasado y se me ofreció una recompensa, a los miembros del consejo no les gusta viajar. Además, si algo me pasaba por el camino…, bueno, no se me relaciona fácilmente con nadie en particular.
Resopló.
—En otras palabras, eres prescindible. ¿Un hombre a sueldo?
—¿No lo son la mayoría de los hombres, Su Majestad? —repliqué, y me miró fijamente a los ojos.
—Tengo poca experiencia con los hombres. Pero, por lo poco que sé, algo me dice que hay más acerca de ti de lo que dejas saber. La vida me ha enseñado una cosa o dos sobre motivos ocultos. —Levantó una mano—. Pero no hay necesidad de decir nada más. No seguiré indagando. Barnaby Fitzpatrick habla muy bien de ti, y has probado tu lealtad. Por supuesto, serás bienvenido en mi corte una vez que sea proclamada reina. Porque, no lo dudes, seré reina. Ni siquiera el duque puede imponerse a quienes Dios ha elegido.
—Eso espero —dije, confiando en su convicción.
María Tudor podía ser muchas cosas, pero no una cobarde. Al parecer, Dudley había subestimado a más de una princesa.
Con una sonrisa crispada, se retiró a una silla, poniendo algo más que simple distancia entre nosotros. Sus siguientes palabras fueron dichas con la frialdad de una mujer que tiene preocupaciones más importantes de las que ocuparse.
—Estoy segura de que comprenderás que no estoy en posición de recompensarte en estos momentos. Sin embargo, tienes mi palabra solemne de que lo haré tan pronto como esté segura en mi trono. Hasta entonces, si necesitas algo, debes hacérselo saber a Rochester.
Me incliné, resistiéndome a la repentina urgencia de retirarme. Quizás no tuviera otra oportunidad.
—No espero recompensa por haber servido a mi reina —me oí decir, maravillado por la calma de mi voz, ya que mi corazón se había acelerado—. Pero hay algo que le pediría a Su Majestad, si me permitís el atrevimiento.
—¿Sí? —Puso las manos en su regazo y ladeó la cabeza en un gesto de curiosidad.
—Unas pocas preguntas, nada más. —Hice una pausa. Aunque sabía que no se notaba, sentía que empezaba a temblar—. Vuestro padre, el rey Enrique VIII, tenía dos hermanas. ¿La duquesa María de Suffolk era su hermana pequeña?
—Así es. Y Margarita Douglas, la viuda de Escocia, era la mayor.
—Ya veo. Su Majestad, sin ánimo de parecer curioso, ¿podría preguntaros si a María de Suffolk la llamaban también la Rosa Tudor?
Me miró fijamente y, entonces, supe que su mirada se debía no tanto a una perspicacia innata, como en el caso de Isabel, sino a una bondad de naturaleza básica contaminada por años de corrosivas traiciones. Finalmente, asintió con un movimiento de cabeza.
—No lo sabe mucha gente, pero sí, así se la llamaba dentro de la familia. ¿Cómo lo has averiguado?
Se me hizo un nudo en la garganta. Me humedecí los labios resecos.
—Lo oí una vez en la corte en una conversación frívola.
—Conversación, ¿dices? Sí, es verdad, a mi tía María siempre le gustó la cháchara. —Se quedó parada, sus ojos se volvieron distantes—. Me pusieron mi nombre por ella. Era como un ángel a la vista y en el corazón. Yo la adoraba. También mi padre. Fue él quien la apodó la Rosa.
El dolor me inundó el pecho. Un ángel, bello por dentro y por fuera…
—Me resulta extraño —empezó a decir— que alguien de tu clase se interese así por nuestra historia.
A pesar del abismo que se había abierto en mi interior, la mentira salió de mis labios como si lo hubiera practicado miles de veces.
—Un entusiasmo de aficionado, Su Majestad. La genealogía real me interesa.
Su sonrisa se leñó de calidez.
—Me parece digno de elogio. Puedes continuar.
—Me han hablado de la hija superviviente de la duquesa, por supuesto —me oí decir, como si fuera otra persona la que hablara a lo lejos—. Pero… ¿tuvo algún hijo?
—Sí, desde luego. Tuvo dos hijos, ambos con el nombre de Enrique. Uno murió en 1522, el otro en 1534, un año después que ella. Fue una tragedia para su padre. Solo unos años más tarde, Suffolk perdió a dos hijos de un matrimonio posterior antes de su muerte en 1545.
—¿Cómo murieron sus otros hijos? —pregunté, mientras un escalofrío helado me recorría la espalda.
Se tomó un momento para pensárselo.
—Creo que fue la fiebre, aunque los niños pueden morir de tantas maneras… —Suspiró—. Aún recuerdo a mi prima Frances ayudando a cuidar de ellos durante sus enfermedades. Ella había tenido la fiebre antes, así que era inmune al contagio. Sus muertes debieron de ser un duro golpe para ella. Perder a tus hermanos es una carga terrible.
Traté de evitar estallar en una carcajada horrorizada. Todos los herederos varones de los Suffolk habían perecido en la infancia. ¡Así era como la duquesa había heredado sus propiedades! ¿Pero cómo podían pensar todos que era una coincidencia?
—¿Y María de Suffolk…? —pregunté. Fuera cual fuera la respuesta, tenía que saberlo. Debía estar seguro, por muy doloroso que fuera—. ¿Cómo murió?
—Según me dijeron, de unas fiebres, aunque llevaba enferma algún tiempo. Complicaciones del parto, otros achaques… Y no era demasiado mayor; sin embargo, tenía casi la misma edad que tengo yo. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Ella no estaba de acuerdo con la vida que mi padre había escogido y se retiró de la corte a su mansión en East Anglia. —Su cara se endureció—. Pocos lloraron su muerte. Era junio. Todo el mundo esperaba el final del parto de aquella mujer, Bolena.
Se quedó en silencio. Aunque no lo decía en voz alta, su lucha interna era evidente. Ahí residía la semilla de la discordia entre ella y su hermana pequeña.
Entonces añadió:
—Recuerdo los detalles porque pocas semanas después del funeral de Charles de Suffolk su escudero vino a verme. Un hombre inquebrantable y muy correcto. Tenía una cicatriz horrible que le iba de la sien a la mejilla. Le pregunté por ella y me dijo que se la había hecho sirviendo en las guerras de Escocia. Pobre hombre. Parecía muy afectado por la muerte de su señor. No obstante, lo que más recuerdo es que me trajo una joya que María, al parecer, me había dejado en su testamento, pero que nunca se me envió. Todavía la tengo. Era una de las hojas de la alcachofa de oro que le dio a ella el deshonesto rey Francisco I, que conspiró para casarla con Charles Brandon después de que su primer marido, Luis de Francia, muriera.
Empezaba a sentir que se me doblaban las rodillas, como si me estuviera desintegrando desde dentro.
María se rio entre dientes.
—Esa joya significaba mucho para ella. Era casi lo único que tenía cuando finalmente se le permitió regresar a Inglaterra. Al final todo salió bien, pero, durante un tiempo, mi padre amenazó con arrojarlos a ambos, María y Brandon, a la Torre por su osadía. También exigió una fuerte multa que nunca consiguieron pagar completamente, aunque ella incluso vendió sus joyas. Pero esa no. Una vez me dijo que la alcachofa representaba lo mejor y lo peor de su vida, la tristeza y la alegría. No se quería desprender de ella. —Repentinamente María se inclinó hacia delante—. Señor Beecham, ¿te encuentras bien? Te has puesto muy pálido.
—Estoy cansado, es todo —conseguí articular—. Gracias por atenderme. Apenas puedo deciros, Majestad, lo mucho que ha significado para mí.
—¡Oh! Me ha gustado. Hacía mucho que no pensaba en mi tía. Quizás algún día podrías considerar el escribir la historia de la familia para mí. Lo encargaría de buen grado —dijo meneando el dedo—. Quizás eso te mantendría alejado de fuentes de ingresos menos honrosas.
—Sería un honor. —Forcé una sonrisa, contento de que la habitación estuviera poco iluminada—. Me gustaría retirarme ahora, si Su Majestad me da su permiso.
—Por supuesto. —Estiró la mano. Mientras le hacía una reverencia, ella dijo—: Creo que debo dar una respuesta a tus actuales amos. Vuelve mañana y veremos si ya la tengo.
—Su Majestad. —Besé sus secos y enjoyados dedos.
Rochester me condujo a un edificio fuera de las murallas exteriores. Había un abrevadero en el patio interior donde podría bañarme y una habitación arriba con lo imprescindible. Me desnudé dejándome las calzas, procurando que se no me cayesen por debajo de las caderas mientras me lavaba en el agua musgosa, luego subí y cerré la puerta.
Una comida fría esperaba en la mesa. No tenía apetito y me preguntaba si alguna vez lo recuperaría. Aun así, me eché hacia atrás el pelo mojado y comí hasta estar lleno. Las necesidades del cuerpo raramente se preocupan de la desolación del corazón.
Después de comer, me senté en el borde del colchón relleno de paja y de nuevo saqué la joya de mi bolsa. Brillaba como el fragmento de una estrella. Me sorprendí de haberla podido confundir con otra cosa. Deslicé la punta del dedo a lo largo de una vena esculpida, que parecía estar viva. Ahora sabía cuánto había viajado hasta llegar a mí, después de cruzar el Canal desde Francia, a lo largo de una vida valiosa. Me miré la ingle cóncava; más a la izquierda, en la cadera, tenía la marca de nacimiento de mi propia madre.
«Solo lo sabrían las personas que pertenecieran al círculo más íntimo de la duquesa».
«El escudero de Charles de Suffolk vino a verme. Un hombre inquebrantable».
Cerré los ojos. Tenía que descansar. Deslicé la joya entre los forros de mi ropa y tiré de la áspera ropa de cama hasta taparme.
Mientras me abandonaba al sueño, pensé que Kate estaría tan
sorprendida como yo cuando supiera que la joya no era un pétalo,
sino una hoja.