Capítulo 11
Salí aturdido de la mansión a orillas del Támesis. Me asaltaron los sonidos e imágenes de la ciudad, recordándome que llegaba tarde a mi cita con Robert. Apresuré el paso. Cecil me había asegurado que el palacio no estaba muy lejos. Incluso me ofreció una escolta, que rechacé educadamente. Cuanto menos contacto tuviera con Walsingham y sus matones, mejor.
El sol tendía sus dedos de luz caprichosos sobre el río. Una humedad opresiva reinaba en el aire. Se adivinaba que, una vez que se disipara el frescor de la mañana, el día sería sofocante. Los mercaderes y vendedores, por su parte, anunciaban ya sus productos a voz en grito.
Aunque nadie parecía reparar en mi presencia, me calé aún más el gorro sobre la frente. Era muy consciente de que el blasón de mi manga delataba mi filiación; de hecho, necesité una gran fuerza de voluntad para no arrancármelo. Tendría que aprender a ocultar la repulsión que sentía hacia los Dudley para convencer a Robert de mi total devoción.
Era un espía. Iba a espiar para el señor Cecil, para ayudar a la princesa Isabel. No era un papel que hubiera podido haber imaginado para mí, ni siquiera en mis momentos de mayor osadía. Había llegado a Londres a caballo el día anterior, un muchacho inexperto que cavilaba cómo adaptarse mejor a su nuevo puesto. Un día después, volvía junto a mi señor con la traición en el corazón. Me resultaba difícil distinguir mis sentimientos de mi propia hipocresía, hasta que pensé en esa joven asustada, sola y de pie en un pasillo con manchas de vino en el vestido.
¿Qué quieres de mí, galante escudero?
Había cruzado ya varias manzanas abarrotadas y ruidosas cuando me di cuenta de que me seguían. Una o dos veces, alcancé a ver brevemente una sombra detrás de mí y tuve que resistir el impulso de girarme para plantarle cara. Llevé la mano al puñal, que ahora llevaba en la cintura. Con una sonrisa tensa, seguí adelante, evitando la densa maleza y la vegetación de los cotos de caza. Al doblar la esquina en King Street, que pasaba bajo una puerta a través de Whitehall, me detuve para ajustarme el gorro. Cuando noté que la sombra estaba cerca, dije:
—Un loco está buscando un cuchillo en el estómago. —Se hizo un silencio tenso. Miré por encima de mi hombro—. ¿Por qué me sigues? —pregunté.
Me respondió un Peregrine ruborizado:
—Es que… necesitabas mi protección.
—Entiendo. Así que viste el ataque. —Me agarré el cinturón con las manos—. Podrías haber pedido ayuda. O mejor todavía, ir a buscarla. ¿O no te pagué lo bastante?
—Iba a hacerlo —dijo precipitadamente—, pero decidí seguirte por si acaso te golpeaban la cabeza y te tiraban al río. Solía ganarme un buen dinero pescando cadáveres. Además, has tenido suerte de que lo hiciera, porque no estaba solo.
—¿Cómo? —Levanté los ojos para examinar los alrededores—. ¿Alguien pescaba cadáveres contigo?
—No —me dijo sigilosamente, bajando la voz hasta un susurro urgente—. Alguien te estaba siguiendo. Lo vi salir de entre los árboles del parque después de que se te llevaran. Se movía lentamente alrededor de la casa mientras estabas dentro e intentaba ver algo a hurtadillas por las ventanas y… ¡Ay!
Peregrine se quejó cuando lo cogí del jubón para arrastrarlo hacia un callejón lateral. Él forcejeó, pero yo le tapé la boca con la mano.
—Quédate quieto, mequetrefe. Sea quien sea la persona que viste antes, podría estar observándonos en este mismo momento. ¿Quieres que acabemos los dos en el río?
Abrió los ojos de par en par. Apartando la mano, y sin dejar de vigilar la entrada del callejón, dije:
—¿Sabes quién es?
Asintió y se sacó de dentro del jubón una navaja pequeña. Tuve que sonreír. Tenía una igual de niño. Era perfecta para pelar manzanas y cazar ardillas.
—¿Y él te conoce?
—No. O, al menos, no por mi nombre. Vino a los establos hace unos días, pero no me ocupé de atenderlo. Dejó dos caballos en los establos. Hoy lleva capucha y capa, pero lo he reconocido igual. Cuando salió de los establos, dio una patada a uno de los chuchos del patio. El animal solo estaba moviendo la cola, esperando a que lo acariciaran, y él le pegó una patada. —Peregrine hizo una mueca—: Odio a cualquiera que dé una patada a un perro.
—Yo también.
Me quité el gorro y me sequé el sudor frío de la frente. Nuestro hombre misterioso no se había acercado a nosotros, aunque aquel lugar, un serpenteante callejón sin salida y cubierto de desechos, era el sitio ideal para una emboscada. O bien no quería revelar su presencia o bien no estaba todavía preparado para enfrentarse a nosotros. Ninguna de las dos opciones me parecía un consuelo.
Abrí la bolsa y eché unas monedas en la palma de Peregrine.
—Escúchame bien. Ahora mismo no puedo andarme con juegos, por mucho que quisiera. Asumo que tu trabajo puede esperar, ya que me has seguido hasta aquí. ¿Crees que podrías averiguar adónde va sin meterte en problemas?
—He estado siguiéndolo sin que me viera toda la mañana. Averiguaré todo lo que necesitas saber. Confía en mí. Cuando me lo propongo, puedo ser astuto como una serpiente.
—No me cabe ninguna duda. Mira, esto es lo que haremos.
Se lo expliqué rápidamente, le di una palmadita en el hombro y volví a enviarlo a la calle con un empujón.
—¡Y no quiero volver a pillarte! ¡La próxima vez, te daré de comer a los cerdos, bellaco ladrón!
Peregrine se escabulló. Varios transeúntes se detuvieron y menearon la cabeza en un gesto de reprobación, al comprobar la picaresca que prosperaba entre ellos.
Revisé mi jubón ostensiblemente enfadado, me puse el gorro con una palmada y seguí caminando, con el ceño fruncido como un hombre que acababa de evitar por los pelos que le robaran el sueldo ganado tan duramente.
Al llegar a Whitehall, me sentí aliviado. El patio principal estaba lleno de criados y chambelanes; discretamente, pregunté cómo se iba a los aposentos de los Dudley.
A pesar de mi determinación de ayudar a la princesa y de la confianza explícita de Cecil, no estaba convencido de poder mirar a lord Robert a la cara sin confesárselo todo. Una cosa era despreciarlo por usarme, y otra muy distinta, plantarle cara para impedirle conseguir sus objetivos.
Además, enterarme de que me seguían añadió miedo a mi nerviosismo extremo. Estaba totalmente seguro de que aquella persona, quienquiera que fuese, no perseguía nada bueno espiando mi reunión con Cecil. No solo estaban en juego la felicidad de Isabel y la de su hermana, la princesa María, sino que mi propia vida dependía de mi capacidad para cumplir con esa tarea. Me repetía una y otra vez que, por el momento, todo lo que debía hacer era persuadir a Robert de que su causa no estaba perdida, sino que solo se retrasaba por el capricho femenino. Y pensé que sería mejor no pensar en lo que pudiera pasar después, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos.
Tras respirar hondo, abrí la puerta de la habitación con una excusa preparada en los labios.
La habitación estaba vacía. Solo seguían allí la base de la cama desnuda y la mesa central llena de marcas. Sobre ella, seguían tiradas mi alforja y mi capa.
—Por fin —dijo una voz detrás de mí.
Me giré y vi a lord Robert Dudley, que entró con aire arrogante en la habitación. Estaba resplandeciente con un brocado escarlata, los bombachos a tiras cortos que dejaban a la vista unos muslos fornidos y realzaban el esplendor protuberante de su bragueta ondulada y estampada.
Le hice una profunda reverencia.
—Milord, disculpad mi tardanza. Me he perdido…
—No, déjalo. —Agitó la mano, perfumando el aire con un distintivo aroma de almizcle—. Era tu primera noche en la corte, con todo ese vino y comida gratis, alguna muchacha o dos… ¿Cómo ibas a resistirte?
Su sonrisa era descarada y dejaba a la vista unos dientes fuertes. No era una sonrisa agradable, pero resultaba atractiva. Por mucho que odiara admitirlo, entendía la respuesta de las mujeres. Con gran alivio, pensé que la sonrisa indicaba que no intentaría humillarme.
Arqueó una ceja.
—De todos modos, te has perdido el momento de hacer el equipaje, por no hablar de mis buenas noticias.
—¿Noticias, milord?
Ahora entendía su aire petulante. Tenía noticias. Sus ojos oscuros brillaban.
—Sí. Mi padre me ha avisado de que Su Alteza la princesa Isabel ha decidido quedarse para celebrar las nupcias de Guilford. Parece que no puede resistirse a mis encantos. Y te lo debo todo a ti. —Soltó una carcajada, mientras me pasaba un brazo alrededor de los hombros—. ¡Quién habría dicho que tenías una lengua tan zalamera! Deberíamos considerar enviarte al extranjero como embajador.
Me obligué a sonreír.
—Desde luego, milord. Quizá tengáis que estar atento para saber cómo cortejar a una dama.
—¡Bah! —Me dio una palmadita en la espalda—. Sabes espabilarte, eso te lo concedo, pero todavía te queda mucho por aprender antes de seducir a una mujer que no sea una puta de taberna. Yo, sin embargo, pronto estaré cortejando a una princesa de sangre real.
Naturalmente, asumía que la princesa iba a Greenwich porque estaba interesada en él: pero, al menos, ahora, ya tenía algo de lo que informar a Cecil. El propio Robert había confirmado sus intenciones. Apenas podía mirarle a la cara, consciente de que, bajo esa envidiable fachada, se escondía el alma de un villano.
—¿Piensa milord que ella…? —No acabé mi insinuación.
—¿Que se plegará a mis deseos? —Jugaba con los flecos de su guante—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Por muy princesa que sea, sigue siendo hija de «Nan» Bolena. Y Nan siempre tuvo buen ojo para los caballeros. Ahora bien, como su madre, se hará de rogar. Es el estilo Bolena. Tendré que suplicarle hasta que me considere digno, igual que Nan hizo con Enrique. Pero da igual, así tendremos todos más tiempo para poner el cebo en la trampa.
En ese instante, lo detesté y sentí un impulso urgente de borrar esa insufrible superioridad de su cara. En lugar de eso, sentí un placer considerable en sacar el anillo del jubón. Se lo acerqué.
—Ciertamente eso espero, milord, porque no quiso aceptar esto.
Su expresión autocomplaciente se congeló y se quedó mirando fijamente el anillo de mi palma.
—¿Dijo por qué? —me preguntó en una voz monótona.
—Dijo que os teníais en demasiada consideración. O que la teníais a ella en demasiado poca.
Me di cuenta de que no debería haberlo dicho. Se suponía que debía alentar sus ilusiones, no aplastarlas. Pero no pude evitarlo, lord Robert Dudley merecía que le bajaran los humos.
Apretó la mandíbula. Durante un momento, pensé que me apartaría la mano de un golpe. Entonces, soltó una risa seca.
—Bien, bien. Así que rechazó mi pequeño obsequio. Claro, cómo no. La virgen real, siempre presumiendo de su castidad. Es el papel que más le gusta interpretar. Pues dejemos que se divierta por ahora.
El júbilo glacial de su tono hizo que me recorriera la espalda un escalofrío. Entonces, empezó a hacer gestos magnánimos, todo encanto y tranquilidad una vez más.
—Quédate el anillo. Ya le pondré uno todavía mejor en el dedo.
Dándome una palmadita en el hombro, salió andando tranquilamente por la puerta.
—Recoge tus cosas. Nos vamos a Greenwich, pero no en barco. El río es para alfeñiques y mujeres. Cabalgaremos con nuestros corceles sobre un buen suelo inglés, como camaradas y amigos.
Amigos. Ahora decía que éramos amigos, cómplices en un sórdido juego de engaño. Me incliné y me giré hacia la mesa.
—Milord —dije en voz baja.
Él se rio.
—Ah, claro, me olvidaba. Te dejaré para que te cambies, pero no te entretengas. —Hizo una pausa y dijo—: Ahora que lo pienso, siempre has sido tan pudoroso como una doncella a la hora de desvestirte. —Al oír su reflexión, el corazón me dio un vuelco—. Al fin y al cabo, no tienes nada que no haya visto antes.
Salió con paso decidido cerrando la puerta tras él. Hasta que no estuve seguro de que no volvería, no me quité el jubón nuevo arrugado y mis zapatos buenos.
Me quedé en camisa y calzas. Tenía que mirar. Agarrándome la calza con la mano, me la bajé hasta la ingle. La gran mancha granate se extendía en mi cadera izquierda, sus bordes parecían pétalos ajados. Había nacido con ella. A pesar de ser frecuentes, los ignorantes y supersticiosos las apodaban «mordiscos de demonio» o «huellas de Lucifer». Por eso, aprendí pronto a ocultarla de los ojos curiosos, particularmente de los ojos de los chicos Dudley, que la habrían considerado un motivo para atormentarme mucho más. Ninguno de ellos me había visto jamás desnudo.
La señora Alice me decía que era una rosa que había dejado un ángel con un beso, mientras todavía estaba en el útero, un cuento extravagante que casi llegué a creerme. No obstante, cuando maduré, el contacto con una mujer real, la doncella del castillo, me introdujo en el placer y disminuyó su estigma, enseñándome que no todo el mundo era tan sensible a su significado como lo era yo.
La marca de la rosa.
Me estremecí, mientras me subía las calzas y cogía el jubón de cuero. Enrolé los demás jubones y los guardé en la alforja. No se lo había dicho a Cecil, todavía no, pero lo haría. Tan pronto como cumpliera con mis obligaciones, le pediría que me ayudara a descubrir la verdad de mi nacimiento, fuera cual fuera el precio. Por el momento, ser el nuevo amigo de Robert Dudley era un buen comienzo. En un amigo confías, te apoyas en él y le cuentas secretos: es alguien a quien recurrir en momentos de necesidad. Y adondequiera que Robert fuera, allí estaría su nuevo amigo, como una sombra. No me cabía duda alguna de que la sombra que me seguía la pista no andaría muy lejos.