Capítulo 5

Recorrí una retahíla de pasillos que me llevaron desde el palacio a la noche repentina. Las antorchas montadas en las paredes convertían las ventanas con parteluz de Whitehall en ojos opacos. Una luna casi llena brillaba en el cielo, bañando el jardín geométrico que se extendía ante mí con un resplandor mate. Había bosquecillos de sauces y terrenos con hierbas aromáticas, delimitados por un seto que me llegaba hasta la cintura y que bordeaba el camino hasta los peldaños del río lamidos por el musgo y un muelle privado de embarque. Tres guardias vestidos con prendas de lana hacían guardia cerca del muelle; un brasero de hierro encendido tras ellos lanzaba reflejos radiantes al río.

No se veía a nadie más.

El susurro del agua llegó hasta mis oídos. Habría podido disfrutar de la inesperada tranquilidad y del bálsamo de la noche si no hubiera tenido el dilema de qué hacer después. No sabía cuándo llegaría la princesa, y, cuando lo hiciera, tampoco podía simplemente acercarme y expresarle mi deseo de hablar con ella. Ningún guardia digno de su nombre dejaría pasar a un extraño que solo pudiera identificarse mediante la insignia de sus ropas, que podían ser robadas, y mediante un anillo que no podía enseñar.

Tendría que esperar a que se presentara la oportunidad. Me quedé bajo la sombra del palacio, escuchando el agua sobre las piedras. Cuando distinguí una salpicadura distinta y más rítmica, me preparé. Una barcaza con baldaquino hizo su aparición. Los guardias se pusieron en fila. Desde el jardín, de repente, llegó una figura esbelta. Me sobresalté al reconocer al señor Cecil. Después, emergió otro hombre, totalmente vestido de negro, y se quedó de pie a su lado. Se me erizó el velo de la nuca. ¿Cuántas personas más había acechando en las sombras?

Atracaron la barcaza. Me acerqué más al muelle sigilosamente; en mis oídos, mis pasos resonaban con un estruendo imposible al avanzar de puntillas por charcos de oscuridad y me agazapé detrás del seto ornamental. Casi llegué a la orilla del río. Tres figuras con capa salieron de la barcaza y subieron los escalones que llevaban hasta el muelle. Ella iba al frente, llevando un sabueso delgado plateado de una cadena. Cuando se apartó la capucha con una mano afilada, atisbé unas trenzas encendidas recogidas con una filigrana de plata, que enmarcaban una cara angular.

Cecil y el extraño de negro se inclinaron. Me acerqué más, aprovechando las sombras del seto. Estaban a un tiro de piedra. En aquel silencio, sus voces sonaban más fuertes. Primero oí a Cecil, y noté que su voz estaba llena de urgencia.

—Su Alteza, debo pediros que lo reconsideréis. La corte no es segura para vos en este momento.

—Eso es lo mismo que pienso yo —interpuso una voz solícita. Era la de la más bajita de las dos mujeres del séquito de la princesa, una corpulenta matrona que hablaba con desvergüenza. Supuse que sería la mujer de la que había hablado Robert, la señora Ashley. Detrás de ella, la otra dama ligeramente más alta permanecía en silencio, envuelta en una capa de terciopelo marrón.

—Hace menos de una hora, le dije lo mismo a Su Alteza —explicó la matrona—, pero ¿me escuchó? Por supuesto que no. ¿Quién soy yo, al fin y al cabo, aparte de la mujer que la crio?

La princesa habló con una voz que sonaba crispada por la impaciencia.

—AshKat, no hables de mí como si no estuviera aquí. —Se la quedó mirando fijamente, y, para su sorpresa, la dama le devolvió la mirada. Isabel se volvió hacia Cecil—. Tal y como ya le he dicho a la señora Ashley, os preocupáis demasiado. La corte nunca ha sido segura para mí, pero sigo viva y puedo caminar por sus salas, ¿no?

—Por supuesto —dijo Cecil—. Nadie cuestiona vuestra capacidad de supervivencia, milady. Pero me gustaría que me hubierais consultado antes de abandonar Hatfield. Al venir a Londres como lo habéis hecho, corréis el riesgo de que Su Excelencia, el duque, se disguste.

Su respuesta denotaba un toque de aspereza.

—Me cuesta entender por qué. Tengo el mismo derecho que mi hermana María de ver a mi hermano, y a ella la ha recibido bastante bien —dijo tirando de su capa—. Y ahora, si eso es todo, tengo que ir al salón principal, Eduardo estará esperándome.

Tuve que apresurarme a seguirlos por detrás del seto, asustado por la idea de que en cualquier momento pisaría alguna ramita seca que delataría mi presencia. Por suerte, las suelas blandas de cuero no hacían ningún sonido discernible al pisar el césped; no obstante, era ya plenamente consciente de que había pillado una conversación que no estaba destinada a mis oídos, y de que el encargo que me habían confiado entrañaba algo que se me escapaba. Por mucho que Robert dijera que jamás tendería una trampa a la princesa, Cecil creía sin ninguna duda que el duque era capaz de hacerlo. ¿Y si entregar el mensaje de mi señor y el anillo causaba más problemas de los que imaginaba?

—Su Alteza, por favor. —Cecil se apresuraba tras ella, puesto que, a pesar de su delicada apariencia, tenía un paso atlético—. Os lo ruego. Seguro que comprendéis ya el riesgo que corréis. De otro modo, no habríais rechazado el ofrecimiento de Su Excelencia de tener aposentos en palacio.

¡Así que Robert estaba en lo cierto! El duque sí estaba al corriente de su llegada: incluso le habría ofrecido alojarse en palacio. ¿Por qué engañaba a su propio hijo?

Ella se detuvo.

—Por supuesto, no necesito dar explicaciones de mis decisiones, pero «rechacé», como vos decís, alojarme en palacio porque hay demasiada gente en la corte y mi constitución no me permite correr el riesgo de contraer una enfermedad. —Levantó una mano—. No me convenceréis. Ya he esperado lo suficiente. Estoy decidida a ver a mi hermano esta noche. Y nadie, ni siquiera Su Excelencia, el duque de Northumberland, podrá impedírmelo.

La inclinación de cabeza reticente de Cecil señaló que no servía de nada seguir discutiendo.

—Al menos, permitid que el señor Walsingham os acompañe. Está bien entrenado y puede daros la protección…

—Desde luego que no. No necesito que me proteja ni el señor Walsingham ni ninguna otra persona. Santo cielo, ¿acaso no soy la hermana del rey? ¿Por qué debería temer estar en su corte?

No esperó ninguna respuesta y siguió andando hacia el palacio, con su perro trotando a su lado. Entonces, de repente, el perro se detuvo. Con un gruñido bajo, volvió sus ojos torvos hacia el seto. Yo me quedé petrificado: me había olido. Ella tiró de la correa. El perro no se movió y su gruñido se hacía cada vez más alto, hasta que llegó a ser un rugido amenazante.

La oí decir: «¿Quién anda ahí?», y supe que no tenía otra opción.

Con el perro todavía soltando ladridos espeluznantes, me levanté y aparecí a través de una abertura en el seto. Me arrodillé rápidamente y me quité la gorra. La luz de la luna se recortaba en mi cara. Ella se quedó quieta. El perro volvió a gruñir. Cecil chascó los dedos. Los guardias se lanzaron hacia mí, blandiendo rápidamente sus armas. En un segundo, estaba rodeado de espadas. Si movía un solo músculo, quedaría ensartado. El perro seguía tirando de su correa, con el morro levantado y los colmillos a la vista. La princesa le dio unas palmaditas en su cabeza lustrosa.

—Calla, Urian —la oí decir—. Siéntate.

El perro se sentó sobre las patas traseras, pero seguía con los ojos, de una extraña tonalidad verde, clavados en mí.

Cecil dijo:

—Creo que conozco a este joven, Su Alteza, y le aseguro que es totalmente inofensivo.

La princesa arqueó una de sus cejas rojizas.

—No lo dudo, teniendo en cuenta que intentaba esconderse de nosotros detrás del seto. ¿Quién es?

—El escudero de Robert Dudley.

Levanté los ojos a tiempo para pillar la rápida mirada que me echó Cecil. No podría decir si estaba disgustado o si le hacía gracia. La princesa se adelantó. Los guardias se apartaron y yo me quedé apoyado sobre una rodilla.

Hay momentos que definen nuestra existencia, momentos que, si los reconocemos, suponen un giro definitivo en nuestra vida. Como perlas en un hilo, la acumulación de tales momentos, con el tiempo, constituyen la esencia de nuestra existencia, proporcionándonos consuelo cuando nuestro fin se acerca. En mi caso, conocer a Isabel Tudor fue uno de esos momentos.

Lo primero que noté fue que no era guapa. Tenía la barbilla demasiado estrecha para el óvalo de la cara, y la nariz larga y delgada resaltaba la curva alta de las mejillas y una frente orgullosa. Su boca era desproporcionadamente ancha y sus labios, demasiado delgados, como si disfrutara saboreando secretos. Además, su palidez y su delgadez excesiva la convertían en una criatura que parecía un duende de sexo indeterminado.

Entonces, la miré a los ojos: eran insondables y con unas pupilas excesivamente grandes que resaltaban sus iris dorados, como soles gemelos en un eclipse. Había visto unos ojos como los suyos años antes, cuando trajeron una colección de animales salvajes para entretenernos al castillo de Dudley. Entonces también me fascinó el poder que latía en ellos. Tenía los ojos de un león.

—¿El escudero de lord Robert? —dijo ella a Cecil—. ¿Cómo puede ser? Nunca lo había visto.

—Soy nuevo en la corte, Alteza —respondí yo—. Vuestro perro es de una raza extranjera, ¿verdad?

Me lanzó una mirada seca: no me había dado permiso para hablar.

—Es italiano. ¿Estás familiarizado con la raza?

—Tuve la oportunidad de aprender muchas cosas durante el tiempo que pasé en los establos de los Dudley.

—¿Ah sí? —Ella ladeó la cabeza—. Dame la mano.

Dudé por un momento antes de alargar la mano con cautela. Soltó la correa y el sabueso acercó el morro. Casi retrocedí al notar su aliento en mi piel. Me olisqueó.

Para mi alivio, me lamió la piel y se retiró.

—Tienes mano para los animales —dijo Isabel—. Urian raramente acepta a extraños. —Se acercó para levantarme—. ¿Cómo te llamas?

—Brendan Prescott, Alteza.

—Eres un muchacho audaz, Brendan Prescott. Di lo que tengas que decir.

De repente, me di cuenta de que estaba temblando. Con una voz que sonaba demasiado acelerada, recité:

—Milord me ha pedido que le transmita lo mucho que lamenta no estar aquí para recibir a Su Alteza. Ha tenido que ir a ocuparse de un asunto urgente.

No me atreví a llegar más lejos. Había prometido entregar el anillo en privado y tenía la extraña certeza de que a la princesa no le gustaría que se aireara en público su relación con Robert Dudley. Mientras hablaba, me miraba con una intensidad que me llevó a pensar en las historias que había oído sobre su difunto padre, de quien se decía que tenía una mirada tan penetrante que podía ver las venas a través de la piel de un hombre y juzgar por sí mismo lo noble que era su sangre. Entonces, arqueó la garganta y soltó una carcajada ronca.

—¿Dices que tenía un asunto urgente? No lo dudo. Lord Robert tiene un padre al que obedecer, ¿no?

Noté que aparecía una sonrisa en mi rostro.

—Desde luego que sí.

—Sí, y sé mejor que la mayoría lo exigente que un padre puede ser. —Con la risa todavía en los labios, entregó la cadena de Urian a Cecil y me hizo un gesto con sus largos dedos—. Camina conmigo, escudero, me has dado un motivo de diversión esta noche, y has de saber que valoro mucho esa cualidad, y más aún si tengo en cuenta la poca diversión de la que puedo disfrutar en los últimos tiempos.

Un arrebato de júbilo me recorrió de la cabeza a los pies. El señor Shelton me había avisado de que los problemas la seguían adondequiera que iba, pero en ese momento no me importó nada más.

La seguí hasta el palacio, teniendo cuidado de no adelantarme a ella. En cuanto pudo, la señora Ashley me apartó de un empujón, murmurando algo inaudible. Oí a Isabel replicar:

—No. He dicho que caminaría con él, y eso es lo que voy a hacer. ¡Y sola!

La señora Ashley repuso:

—Se lo prohíbo. Eso puede dar pie a habladurías.

—Me cuesta pensar que un simple paseo pueda dar pie a algo —dijo Isabel tajante—. Y, desde luego, te has quedado demasiado bajita para seguir prohibiéndome cosas.

La matrona frunció el ceño y Cecil intervino:

—Señora Ashley, el muchacho no es ninguna amenaza.

—Eso ya lo veremos —dijo la señora Ashley—. Sirve a los Dudley, ¿no?

Tras fulminarme con una mirada, se retiró de mala gana. Asentí con agradecimiento a Cecil. Debió de darse cuenta de que me había enviado Robert allí e intentaba facilitarme mi primera obligación oficial; no obstante, para mi turbación, evitó mi mirada, aminorando la marcha para quedarse por detrás de nosotros. Una turbación semejante experimentaba el extraño de negro, llamado Walsingham, que se movía con el silencioso sigilo de un gato, y sus rasgos alargados eran un ejemplo de indiferencia pétrea.

Estaba rodeado de extraños recelosos; casi podía sentir la necesidad de proteger a la princesa perforándome la espalda; la única persona cuya cara no había visto hasta ese momento era la otra dama de Isabel, aunque asumí que tampoco debía de recibir encantada mi presencia; conforme pensaba esto, la miré de reojo y vislumbré unos intensos ojos marrones que me devolvían la mirada desde debajo de una capucha.

Isabel interrumpió mis pensamientos.

—He dicho que caminaras conmigo, escudero, no que me pisaras los talones.

Me apresuré a colocarme a su lado. Cuando volvió a hablar, lo hizo en rápidos susurros.

—Tenemos poco tiempo antes de llegar a la sala. ¿Podría conocer el verdadero motivo de la ausencia de Robin?

—¿Robin, Su Alteza? —dije, al no entender a quién se refería.

—¿Acaso sirves a algún lord Robert diferente? —Soltó una risa lacónica—. Ha tenido que ser un asunto verdaderamente urgente; pensaba que nada aparte de que lo metieran en prisión le impediría estar aquí esta noche. —Su alborozo se esfumó—. ¿Dónde está? Sabe muy bien el gran riesgo que corro al venir aquí.

—No… —Tuve la sensación de que mi lengua era de trapo—. No…, no puedo decirlo, Su Alteza.

—Quieres decir que no lo sabes. —Se metió en un pasillo.

Yo apreté el paso.

—Quiero decir que no me lo dijo. Pero me pidió que os diera esto.

Me metí la mano en el jubón, olvidando con las prisas que Robert me había especificado que le entregara el anillo en privado. Rápidamente me agarró la muñeca.

Aunque sus dedos estaban fríos, su tacto quemaba como una llama.

—Por todos los santos, se nota que eres nuevo en la corte. ¡Aquí no! ¿Qué es? Dime.

—Un anillo, Alteza, de plata con una piedra de ónice. Mi señor se lo quitó de su propio dedo.

Casi se detuvo. Incluso en la penumbra, vi que sus mejillas blancas se coloreaban. Por un segundo, su máscara regia se esfumó, revelando el rubor de una doncella que no puede ocultar su placer. Me puse tan nervioso ante esa revelación que proseguí, incansable en mi celo de cumplir las órdenes.

—Dijo que Su Alteza lo entendería, y que pronto arreglaría una cita a solas, para cumplir con lo prometido.

Un silencio mortal siguió a mis palabras. Observé con consternación que toda ella se puso rígida. En esa ocasión, sí que se detuvo. Se volvió hacia mí, y me miró como si estuviera sobre un pedestal al que no podía aspirar a trepar.

—Puedes decirle a tu señor que lo comprendo perfectamente. Como siempre, piensa demasiado en sí mismo y demasiado poco en mí.

Me quedé helado. De más adelante, llegaban música y voces sordas, y eso indicaba lo cerca que estábamos del gran salón.

—Milady —dije finalmente—, me temo que mi señor insistió en que aceptarais esta prueba de su constancia.

—¡Que insistió! —exclamó ella, con una estridencia humillante. Hizo una pausa y bajó la voz hasta un murmullo tenso—. No permitiré que ni tu señor ni ningún otro hombre me comprometan. Dile a Robert que esta vez ha ido demasiado lejos, sí, demasiado lejos.

Se giró bruscamente y se alejó de mí, mientras la señora Ashley me empujaba y me apartaba a un lado para quitar a Isabel su capa. Me despidieron. Cuando retrocedía, la otra dama de Isabel pasó por mi lado y se quitó su propia capucha. Me quedé mirándola. Era adorable y joven, y un brillo cómplice en sus grandes ojos resaltaba sus rasgos vivaces. Me dedicó una sonrisa rápida y yo desvié la mirada, herido al comprender que se deleitaba en mi humillación. Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que Walsingham había desaparecido. Cecil se inclinó ante Isabel.

—El señor Walsingham me ha pedido que os presente sus disculpas; tenía asuntos a los que atender. Con vuestro permiso, llevaré a Urian a su caseta.

Le besó la mano que ella le tendió, y empezó a volverse.

—Cecil —dijo ella, e hizo una pausa—. Debo hacerlo, por Eduardo. No puedo permitir que piense que me quedaré encogida en mi casa esperando sus órdenes.

Él le respondió con una sonrisa triste:

—Lo sé. Solo espero que no sufráis ningún daño por ello.

Se alejó con el perro a su lado. Observé a Isabel caminar hacia la entrada del gran salón, flanqueada por sus damas; de repente, parecía pequeña, vulnerable, aunque bajara los escalones con la barbilla levantada en una pose regia. Cuando entró en aquella sala concurrida, la música de la galería atronó, vibrando discordante hasta extinguirse. Entonces, se hizo un silencio tan profundo que podía oír las pisadas de la princesa en el suelo de madera pintada, mientras yo avanzaba lentamente, intentando ocultarme en las sombras de las puertas y mezclándome con la multitud. Desde donde estaba, vi al duque caminar a grandes pasos hasta ella abriéndose camino entre los cortesanos, que se inclinaban ante él.

—Milord de Northumberland, es un honor —dijo Isabel.

Ella le tendió la mano. El duque le hizo una reverencia, y sus labios rodeados de barba rozaron los dedos de la princesa, mientras levantaba la mirada hacia ella.

—El honor es mío, Su Alteza. Le doy la bienvenida a la corte.

—¿Ah sí? —Sonrió con un candor deslumbrante—. Confieso que empezaba a pensar que me negaríais el placer de esta corte indefinidamente. ¿Cuánto ha pasado desde que lady María vino de visita? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? En todo ese tiempo, no me habéis invitado.

—Ah, ya veis que esperaba el momento oportuno. —El duque se enderezó. Le sacaba una cabeza a la princesa—. Supongo que estaréis al corriente de que Su Majestad ha estado enfermo.

—Sí, lo estoy. Confío en que Eduardo estará pronto totalmente recuperado.

—Desde luego, y ha preguntado por vos varias veces. ¿No recibisteis sus cartas?

—Sí, las recibí. Y… ahora estoy más tranquila.

La vi ablandarse, incluso ladeó la cabeza en un gesto coqueto mientras ponía la mano sobre el brazo del duque y le permitía guiarla hasta el salón. Entre las llamas incandescentes y el brillo de los espejos, los satenes de colores y las joyas extravagantes, y entre los cortesanos que se hundían sumisos como bultos sobrecargados de ropa, ella resaltaba como alabastro. Un escalofrío me recorrió la espalda. Como si viera todo aquello por primera vez, mis sentidos se acostumbraron a ese bosque de traiciones y engaños, poblado por depredadores bien alimentados que rodeaban a la princesa como una manada de lobos a su presa.

Tenía que recordarme a mí mismo que mis anticuadas nociones de caballería, basadas en cuentos de mi niñez sobre caballeros tradicionales, me engañaban. Por muy frágil que fuera su aspecto, Isabel Tudor no era un indefenso cervatillo. Había respirado ese ambiente pernicioso desde el mismo momento de su nacimiento. Si alguien sabía sobrevivir en la corte, era ella. En lugar de preocuparme por ella, debía centrarme en mis propios problemas. Todavía tenía que entregar el anillo, y Robert me había dejado claro qué me aguardaba si no lo conseguía. Vi a otros como yo en la sala, libreas en la sombra detrás de sus señores, llevando una copa y una servilleta.

Tal vez yo pudiera también volverme invisible, hasta que surgiera la oportunidad de acercarme a ella de nuevo.

Busqué entre la multitud. Isabel aparecía y desaparecía de mi vista, deteniéndose para dar una palmadita en un hombro por aquí y ofreciendo una sonrisa por allá.

Cuando llegó a una gran chimenea cerca de la tarima, se detuvo. Sentadas en sillas tapizadas, había personas evidentemente importantes.

Todos se levantaron para rendirle pleitesía. Pensé que inspirar tal deferencia debía de ser difícil sabiendo que siempre estaría apartada del poder por su rango y su sangre. Y entonces vi mi oportunidad. Al acecho, no muy lejos de aquella noble compañía, estaba el señor Shelton.