Capítulo 31
Hatfield
No había sido un sueño.
Tras despertarme en la habitación a la que Kate me había llevado exhausto y aturdido, yacía bajo las sábanas arrugadas, absorbiendo el aroma de lavanda que provenía de una corona colgada en la pared, que se mezclaba con el olor a esmalte de linaza de la silla, del baúl de la ropa y de la mesa.
Estiré las extremidades magulladas y me levanté. Pasé junto a una jarra de estaño y una palangana, y miré por la ventana con parteluz a los terrenos verdes que rodeaban la casa. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero me sentía descansado, casi recuperado por completo. Volví a la habitación y empecé a buscar mi ropa.
Tenía el vago recuerdo de que Kate había desnudado mi cuerpo inerte, mientras yo yacía en la cama.
Sin apenas llamar, la puerta se abrió de un golpe.
La señora Ashley entró con prisas, cargando con una bandeja.
—El desayuno —anunció ella—, aunque más bien debería ser la cena. Has dormido casi todo el día. Igual que tu cochino amigo. Está en la cocina, devorando un cordero.
Solté una exclamación, y bajé las manos a toda prisa para cubrirme. Ella respondió riéndose:
—Oh, no te preocupes por mí. No será la primera vez que veo a un hombre en cueros. Tal vez te parezca una vieja, pero debes saber que soy una mujer casada.
—¿Y mi…, mi ropa? —Estaba asombrado. La última vez que había visto a la señora Ashley, me había dado un buen repaso. Así que ahora apenas reconocía a aquella fornida señorona de voz alegre y maneras simpáticas.
—Te están lavando la ropa. —Levantó el paño que cubría la sartén y vi una bandeja con una apetitosa hogaza de pan de trigo, queso, fruta y carne—. Hay una camisa limpia, un jubón y bombachos en el baúl de la ropa. Hemos intentado conseguirte prendas adecuadas para tu talla y tu altura de uno de los mozos. No son gran cosa, pero te servirán hasta que tu ropa esté lista. —Me miró con total naturalidad—. No te preocupes. La señora Stafford encontró tus cosas en el forro y las guarda a buen recaudo. Ahora está en el jardín. Para llegar, solo tienes que bajar las escaleras, cruzar la sala principal y salir por la puerta que encuentres a tu izquierda. Podrás ir a verla una vez que hayas comido y te hayas lavado. —Hizo una pausa—. Eres demasiado delicado para llevar barba. Tienes agua en el aguamanil y jabón en la palangana. Hacemos el jabón nosotros mismos. Es mucho mejor que cualquiera de los que abundan por ahí, incluida esa estúpida cosa perfumada francesa que venden al rey en Londres a precio de oro.
Caminó hacia la puerta. Entonces, se detuvo como si se olvidara de algo. Se volvió hacia mí, mientras cogía la sábana arrugada de la cama y me la enrollaba en torno a la cintura.
—Debemos darte las gracias —empezó a decir—. La señora Stafford nos dijo cómo habías ayudado a Su Alteza a visitar a su hermano el rey, que Dios lo tenga en su gloria, y después a escapar de los esbirros del duque. Quién sabe qué le habría pasado a la princesa si no hubiera sido por ti. Northumberland solo ha querido hacerle daño. Por mucho que le recomendé que no dejara la casa, no me escuchó, como siempre. Nunca escucha a nadie. Se cree invencible. Un día eso será su perdición. Acuérdate de mis palabras.
¡Qué manera de parlotear! Nunca lo habría dicho.
Bajé la cabeza.
—Fue un placer servir a Su Alteza —murmuré.
—Sí, bueno —resopló ella—. Servirla no siempre es tan grato, ya verás. Yo lo sé bien. Llevo con ella desde que era así de alta: créeme, difícilmente encontrarás a alguien más beligerante. Y era así ya desde que daba sus primeros pasos. Siempre tenía que salirse con la suya. Aun así, ninguno de los que vivimos en esta casa podríamos amarla más. Consigue robarte el corazón. No puedes evitarlo. Sin que te des cuenta, te tiene bailando en su mano. —Reforzó sus palabras con un gesto de la mano—. Ahí es cuando te tienes que andar con cuidado. Puede ser astuta como una gata, cuando se pone. —La señora Ashley sonrió—. Bueno, me voy ya. Tienes a las dos esperándote, y me costaría decidir cuál de las dos es menos exigente. ¡Y lávate bien! Su Alteza tiene la nariz de un sabueso. No hay nada que odie más que el sudor o el tufo a perfume.
La puerta se cerró. Di buena cuenta de la comida con gusto. Cuando acabé de comer, me bañé y saqué las ropas del baúl. Me alegré de encontrar mi alforja allí.
Con cuidado, saqué el volumen encuadernado en cuero, que estaba más maltrecho por el viaje. Lo abrí por la portada, donde estaba la dedicatoria escrita a mano en desvaída tinta azul.
Votre amie, Marie.
Acaricié la caligrafía inclinada, escrita por una mano querida que nunca había sentido. Dejé el libro en la mesita de noche para poder leer más tarde el salmo favorito de la señora Alice. Y recordarla.
Pude afeitarme con la espuma del jabón, mi cuchillo y un pedazo de espejo roto que llevaba en la bolsa. Aunque no me veía bien en su reflejo fracturado, lo que vislumbré al limpiarme la espuma salpicada de pelos me obligó a detenerme.
La cara que me miraba estaba magullada y pálida, era más angulosa de lo que recordaba, y su aspecto juvenil se había atenuado por una madurez repentina y lograda con esfuerzo. No era la cara de alguien que no había cumplido todavía los veintiuno; era una cara con la que había vivido toda la vida, y pertenecía a alguien que no conocía. Con el tiempo, sin embargo, llegaría a conocer al extraño en el que me había convertido. Me convertiría en su señor. Aprendería todo lo que necesitara para sobrevivir en este nuevo mundo y reclamaría mi lugar.
Y no descansaría hasta encontrar a Shelton.
Me dispuse a vestirme. La ropa me iba bastante bien.
Atravesé el gran salón con su imponente techo de cerchas y los tapices flamencos, crucé unas puertas de roble abiertas. Al salir, me encontré con una relajada tarde de verano que oreaba la zarzarrosa y los sauces, como lluvia aterciopelada.
Kate, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja, estaba en un huerto poco profundo de hierbas, recogiendo tomillo fresco en una cesta. Cuando me acerqué, levantó la mirada. El sombrero se deslizó hacia atrás y se quedó colgado de una cinta. La estreché entre mis brazos y dejé que mis anhelantes sentidos se colmaran de ella.
—Veo que has dormido bien —susurró por fin, con su boca junto a la mía.
—Habría dormido mejor si hubieras estado conmigo —dije mientras deslizaba mis manos por debajo de su cintura.
Ella se rio.
—Si hubieras dormido todavía un poco mejor, habrías necesitado un sudario. —Su risa se volvió ronca—. Y no intentes tentarme. No pienso ceder ante el primer seductor que venga a merodear por casa.
—Lo sé, y eso me gusta de ti —mascullé.
Nos besamos y ella me llevó hasta un banco. Nos cogimos de la mano y nuestras miradas se perdieron en el cielo que se apagaba.
Al poco, Kate dijo:
—Te he guardado esto.
Del bolsillo de la falda se sacó la hoja y, para mi sorpresa, el anillo de plata y ónice de Robert Dudley.
—Me había olvidado del anillo —murmuré mientras me lo deslizaba en el dedo y comprobaba que me quedaba demasiado grande.
—¿Sabes qué ha pasado? —preguntó ella.
—Lo último que supe es que el duque empezó a marchar contra Framlingham y su ejército desertó.
Ella asintió.
—Hoy nos han llegado noticias. El duque nunca llegó. En cuanto el consejo proclamó a María reina, Arundel y los demás se apresuraron a postrarse a sus pies. Arundel, entonces, fue a arrestar a Northumberland, a lord Robert y a sus otros hijos. Los van a llevar a la Torre, donde Guilford ya está preso. —Hizo una pausa—. Se dice que María va a hacer que los ejecuten.
Cerré los dedos en torno al anillo.
—¿Y quién puede culparla? —dije suavemente, y mientras hablaba, mi memoria retrocedió a un pasado lejano, cuando un chico asustado se escondía en un desván, temiendo que lo encontraran y envidiando al clan de niños que nunca lo aceptarían.
Noté la mano de Kate sobre la mía.
—¿Quieres hablar de ello? Todavía llevas el pétalo. ¿Sabes lo que significa?
El recuerdo se desvaneció.
—Es una hoja. —La miré a los ojos y, después de abrirle la palma, le puse la hoja de oro en la mano—. Quiero contártelo todo. Solo necesito algo de tiempo para averiguarlo. Además, ella me espera. La señora Ashley me lo dijo.
Noté el sutil cambio en su actitud. Sabía que no podía evitarlo, y era algo que tendríamos que aprender a manejar si queríamos construir una vida juntos. Isabel ocupaba un lugar muy importante en nuestras vidas.
—Es cierto —dijo Kate—. Tenía otro de sus dolores de cabeza esta tarde. Por eso, he salido a buscar estas hierbas para prepararle un tónico esta noche; pero es cierto que pidió verte en cuanto estuvieras listo. Puedo llevarte a donde está, si quieres. Está haciendo ejercicio en la galería.
Cuando empezaba a levantarse, me llevé su mano a los labios y la besé.
—Dulce Kate, mi corazón es tuyo.
Miró nuestras manos entrelazadas.
—Dices eso ahora, pero no la conoces como yo. Es imposible encontrar una señora más leal, pero exige una devoción imperecedera a cambio.
—Y ya la tiene. Pero eso es todo. —Me levanté, la cogí de la barbilla y le di un beso en los labios—. Procura guardar bien esa hoja. Ahora es tuya, es un símbolo de nuestro compromiso. Si me aceptas, te daré un anillo a juego.
El brillo de sus ojos me lleno de alegría. Tendría tiempo suficiente después para demostrarle que nada interferiría en el amor que quería compartir con ella: un amor lejos del tumulto de aquellos días y de la malicia de la corte, un amor que me permitiría dejar atrás el secreto de mi pasado.
La seguí de vuelta a la casa. A la entrada de la galería, me detuve. Aquella delgada figura parecía más alta con Urian a su lado. Allí sola, resultaba fascinante. Solté un rápido suspiro para relajar la presión repentina que sentía en el pecho, después di un paso adelante y me incliné.
Con un ladrido eufórico de reconocimiento, Urian vino saltando hacia mí. La silueta de Isabel se recortaba contra la difusa luz del sol que se colaba por la tronera.
Su vestido malva pálido captaba la luz como el agua. Llevaba el pelo rubio rojizo suelto sobre los hombros. Parecía un cervatillo sorprendido en un claro, hasta que avanzó hacia mí con una determinación mucho más propia del cazador que de la presa. Mientras se acercaba, me fijé en un pergamino que sujetaba con fuerza en la mano.
La miré a sus ojos ámbar.
—Me llena de alegría veros a salvo, Alteza.
—Y con buena salud, no lo olvides —dijo burlona—. ¿Y tú, amigo mío? ¿Cómo estás?
—Yo también estoy bien —dije suavemente.
Ella sonrió y me hizo un gesto para que me acercara al asiento junto a la ventana. Su tapicería desgastada y la pila inestable de libros a un lado indicaban que era un lugar que le gustaba. Me senté en el borde, tomándome el tiempo que necesitaba para acostumbrarme a su presencia. Urian me olisqueó las piernas y se tumbó hecho un ovillo a mis pies.
Isabel se sentó a mi lado, cerca, pero tampoco demasiado; con los dedos afilados seguía sujetando el pergamino. Mientras recordaba cómo con esas manos delicadas había golpeado a un guardia en la cabeza con una piedra, me maravillé por su dualidad voluble, que era tan propia de ella como el color de su pelo.
Solo entonces tomé conciencia de la realidad de nuestra situación. No había pensado cómo reaccionaría cuando se lo dijera. ¿Acogería a un miembro de la familia perdido durante mucho tiempo? ¿O como su temible prima, la duquesa de Suffolk, me vería como una amenaza? Al fin y al cabo, podía serlo; y si Charles Brandon era mi padre, sin lugar a dudas me vería como su enemigo. Quizás no entendería que, a pesar de tener sangre de los Tudor en las venas, no tenía aspiraciones al trono.
Como si pudiera sentir mis pensamientos, dijo:
—Eres guapo. —Lo dijo como si no se hubiera fijado antes—. Tan delgado, con esos ojos grises claros y el pelo del color de la cebada… No me sorprende que a Juana le resultaras familiar. Te pareces a mi hermano Eduardo, o al aspecto que habría tenido si hubiera vivido hasta alcanzar tu edad.
La emoción me embargó.
Si me aceptaba o no como familia no parecía importar en ese momento, aunque había decidido que ese no era el momento para confesarme. Todavía debía encontrar mi lugar en ese nuevo mundo. Por muy sincero que hubiera sido con Kate (pues lo había sido y lo sería hasta la muerte), sabía con certeza que también estaba enamorado de la princesa. ¿Cómo no iba a estarlo? Solo que mis sentimientos no tenían nada que ver con la obsesión terrenal de un Dudley; y me alegraba que así fuera. Amar a Isabel Tudor exigiría, sin duda, mucho más de lo que podría dar; significaba una condena al limbo eterno, anhelando lo imposible. En este sentido, sentía piedad por lord Robert, cuyas cadenas físicas nunca podrían compararse con las que aprisionaban su corazón.
—¿Dónde te has ido, escudero? —la oí preguntar, volviendo a la realidad.
—Perdonad, Alteza. Solo pensaba en todo lo que ha pasado.
—Desde luego —dijo mirándome fijamente.
Me quité el anillo del dedo.
—Creo que esto os pertenece. Lord Robert me lo dio la noche que me envió a buscaros. Creo que le gustaría que lo tuvierais.
Le tembló la mano cuando lo cogió.
—Has arriesgado mucho para darme esto. Hay quien diría que demasiado.
—Tal vez alguien lo crea, Alteza.
—Pero tú no. —Alzó la mirada—. ¿Ha valido la pena todo lo que ha pasado?
Mientras esperaba mi respuesta, se olvidó de que era un miembro de la realeza, y dejó que saliera a la luz lo que era en realidad: una mujer dolorosamente joven, vulnerable e insegura.
—Sí —dije—, cada momento. Volvería a arriesgarlo todo para serviros.
Esbozó una sonrisa trémula.
—Tal vez llegues a lamentar esas palabras. —Abrió la otra mano para enseñarme el pergamino que sujetaba—. Aquí están las órdenes de mi hermana para que vaya a Londres. O, más bien, las órdenes de su nuevo lord chambelán. Esperan que me reúna con ella en la corte para celebrar su victoria. —Se detuvo un momento y, cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro—. Necesitaré tus ojos. María y yo… no somos como otras hermanas. En nuestro pasado hay demasiado dolor, demasiadas pérdidas. No sabe cómo olvidar, pero mi única falta contra ella es ser la hija de la rival de su madre.
Quería tocarla, pero no lo hice.
—Estoy aquí —dije—. Con muchos más. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para evitar que pueda dañaros.
Isabel asintió y se guardó el anillo de Robert en el corpiño. La carta se le cayó de los dedos al suelo. Nos quedamos sentados en silencio un buen rato hasta que me miró y, sin avisar, lanzó una risa alta y clara.
—¡Qué lúgubre! ¿Sabes bailar, Brendan Prescott?
Me sorprendí.
—¿Bailar? No. Nadie me ha enseñado.
—¿Ah, no? —Se puso de pie y Urian se plantó de un bote a su lado—. Eso hay que remediarlo. ¿Cómo esperas divertirte en la corte, y mucho menos destacar, si no sabes bailar? Es el arma favorita de cualquier caballero acomodado. Se ha hecho mucho más en un salón de baile por salvar un reino que en cualquier reunión del consejo o en el campo de batalla.
Una sonrisa ladeada volvió a dibujarse en mi rostro cuando sus repentinas palmas atrajeron a Kate y a Peregrine a la galería. Mis sospechas de que estaban cerca, al acecho, esperando una señal para entrar, se confirmaron al ver el laúd en las manos de Kate.
Caminando a su lado, Peregrine parecía una persona nueva: relucía de la cabeza a los pies y el terciopelo de color verde jade realzaba el color de sus ojos. Cuando Isabel le ordenó que marcara el ritmo en uno de sus libros, pensé que su enorme sonrisa le partiría la cara en dos.
—Lentamente, como si fuera un timbal o los cuartos traseros de un caballo malhumorado. Y, Kate, toca esa pavana que aprendimos juntas la semana pasada…, la francesa, con el compás largo.
Mientras pulsaba las cuerdas correspondientes, Kate me sonrió con picardía.
Con una mirada que indicaba que me tomaría una dulce revancha, me rendí a Isabel cuando me tomó de la mano y dejé que me guiara en el baile.