Capítulo 10

Eso me temo —dijo el señor secretario—. Mis disculpas por las incomodidades del trayecto. Walsingham pensó que sería mejor no darte más opciones que aceptar mi invitación.

Sabía sin preguntarlo que Walsingham estaba fuera junto a la puerta, dispuesto a impedir cualquier intento de fuga. Contuve mis ganas de replicar, y observé a Cecil acercarse a un aparador de roble, sobre el que había una bandeja de vituallas, un cesto de naranjas y una jarra.

Estaba bastante seguro de que esa presunta invitación tenía algo que ver con la noche anterior, lo que hizo que mi curiosidad fuera un poco más fuerte que mi inquietud, pero solo un poco.

—¿Has desayunado hoy? —preguntó Cecil.

Me sequé la sangre de la comisura de los labios.

—He perdido el apetito.

Cecil sonrió.

—Un chico como tú, casi sin carne sobre los huesos, lo recuperará pronto. Cuando yo tenía tu edad, comía a todas horas. Deduzco por tu tono, no obstante, que no estás contento de estar aquí. Ya me he disculpado.

—¿Por qué? ¿Por arrastrarme hasta aquí a la fuerza? —pregunté, antes de poder detenerme.

Apreté la mandíbula, oyendo la ira de mi voz. No debía rebelarme contra ese hombre. Debía de querer algo de mí, si se había tomado la molestia de seguir mi pista hasta los establos y secuestrarme. Y según los indicios de la noche anterior, tenía la confianza de la princesa. Que él también sirviera al duque complicaba aún más una situación ya compleja.

A fin de cuentas, un hombre solo puede tener un señor. ¿A quién servía Cecil? Se entretuvo en el aparador.

—No soy enemigo de Su Alteza si eso es lo que piensas. De hecho, me temo que puedo ser su único amigo o, al menos, el único con algo de influencia. Por favor, toma asiento.

Señaló una silla tapizada que estaba ante el escritorio, preparada para los huéspedes. Me senté. Después de darme un platito y una copa, que deliberadamente me negué a tocar, volvió a su escritorio; sus calzones y jubón negros le daban un aspecto circunspecto.

—Creo que Su Alteza está en peligro —empezó sin más preámbulos—, pero, de nuevo, me parece que eso ya lo sabes.

Oculté mi creciente aprensión. No permitiría que me persuadieran con zalamerías, gentilmente o de ningún otro modo para que admitiera mis sentimientos sobre la situación de la princesa.

Cecil se reclinó en su silla de respaldo alto.

—Tu reticencia me resulta curiosa. Estabas escuchando ayer por la noche en el jardín, ¿no? —Levantó la mano—. No hay necesidad de negarlo. Escuchar a escondidas es un rito de paso de la corte, que el tiempo ha consagrado. Todos nosotros lo hemos hecho en un momento u otro. Solo que, a veces, lo que oímos puede malinterpretarse. Sobre todo cuando no conseguimos averiguar los detalles.

Gotas de sudor me caían entre los omoplatos. Menudo incompetente estaba hecho. ¿Qué mosca me había picado para acercarme tanto? Por supuesto, Cecil había averiguado que estaba allí. Probablemente había hecho suficiente ruido para alertar a toda la guardia de palacio. ¿Habría oído más de lo que me convenía?

Cecil me estaba mirando. Tenía que decir algo.

—Me…, me envió allí mi señor…

Mi voz sonaba ronca, puesto que apenas podía pasar a través del nudo de mi garganta. Ese podía ser el día de mi muerte. Aquel hombre se tomaba muy en serio el asunto de proteger a Isabel. Podría haber hecho que me mataran, y nadie lo habría sabido. Los escuderos que fallaban a sus señores debían de desaparecer bastante a menudo.

—Oh, no lo dudo. Lord Robert siempre tiene algo que hacer, y usa a quien sea necesario para cumplir sus planes. —Cecil suspiró—. Eres nuevo en la corte, y con todo lo que debes a los Dudley, ¿qué más podías hacer? Y debo decir que ayer te superaste. Ganarse la confianza de Su Alteza, sin levantar sus sospechas, no es tarea fácil. Espero que lord Robert te pagara bien. Desde luego, te lo ganaste.

Pensé que, tal vez, Cecil quería que le confesara qué mensaje le había llevado. Si así era, fingir que no tenía ni idea sería la mejor manera de convencerlo de que yo no era ninguna amenaza. Era mejor seguir con ese teatro hasta el final, por si servía de algo, al menos hasta que pusiera sus cartas sobre la mesa; y no había dudas de que tendría que hacerlo.

—Me temo que no lo entiendo —dije.

—No. ¿Por qué ibas a hacerlo? —Tenía una pila de libros de contabilidad a su izquierda, y un tintero con incrustaciones de joyas a su derecha—. Por otro lado, no estoy en la mejor posición para saber muchas cosas. Y de lo que yo no me entero, me informan mis hombres. Te sorprendería lo que se puede comprar por el precio de una comida en estos días. —Me miró a los ojos—. ¿Te sorprende mi sinceridad?

Hazte el tonto. Finge por si sirve de algo.

—No entiendo qué tiene que ver todo esto conmigo.

Soltó una risita.

—Pensaba que un chico tan listo como tú lo averiguaría. No todos los días consigues que Isabel Tudor se fije en ti. De hecho, busco a personas con un talento único como el tuyo.

Asimilé esa última afirmación en silencio. Justo cuando pensaba que las cosas no podían empeorar, me hacían otra oferta de empleo. Ya no tenía sentido seguir haciéndome el paleto desconcertado.

—¿De qué habláis exactamente?

—¿En pocas palabras? Me gustaría contratarte. Es una oferta lucrativa, te lo puedo asegurar. Necesito a alguien fresco, aparentemente ingenuo y que pase algo desapercibido, al menos para ojos poco avezados, y que sea capaz de suscitar confianza en personas tan escépticas como la princesa. Te ofreciste a ayudarla ayer por la noche, ¿verdad? Me lo dijo ella en persona. Si aceptas trabajar para mí, la estarás ayudando, de muchas más maneras de las que puedas imaginar.

El nudo de mi estómago me recordaba que no debía demostrar mi repentino y ardiente interés. Hiciera lo que hiciera, debía andarme con mucho cuidado. Su oferta podía ser un truco. De hecho, probablemente lo era. ¿Qué otra cosa podía ser? Por mucho potencial que tuviera, yo no era un espía.

—¿Por qué yo? No tengo ninguna experiencia como… informador.

—No. Pero puedes aprender lo que no sepas hacer. Sin embargo, el instinto no se puede enseñar. Te lo aseguro. Yo también lo tengo y, créeme, es más valioso de lo que te imaginas.

—Y, además, desde un punto de vista más práctico, estoy al servicio de Robert Dudley —dije—, que confía lo suficiente en mí para darme un mensaje privado para la princesa, ¿verdad?

—Desde luego. Necesito saber qué quiere de ella. Su vida puede depender de ello.

—¿Su vida?

—Sí. Tengo razones para creer que el duque conspira contra ella, y que lord Robert, tu señor, es parte de ese plan. No sería la primera vez que fingen estar enfrentados, mientras trabajan en secreto para derribar a un oponente.

Era un truco. No estaba allí por mis talentos ocultos: estaba allí porque servía a lord Robert. Isabel no había revelado mi mensaje. Por eso Cecil me había arrastrado hasta ese lugar con un capuchón en la cabeza. Quería saber mi mensaje, y, en cuanto lo confesara, me cerrarían la boca.

Para siempre.

—Lamento oír eso —conseguí decir, resistiendo las ansias de empezar a gritar, pensando que sería mejor morir luchando que aceptar el final que Cecil me tuviera preparado—. Pero como milord debe saber, un criado que traiciona a su señor corre el riesgo de acabar con las orejas y la lengua amputadas. —Me obligué a soltar una risa débil—. Y yo les tengo cariño a las mías.

—Ya lo has traicionado. Solo que no lo sabes.

Era una afirmación enérgica e impersonal. Aunque su forma de comportarse no había cambiado, de repente percibí en su actitud una taimada amenaza.

—Da igual cómo decidas actuar, tus días como criado de los Dudley están contados. ¿O crees que te conservarán a su lado una vez que hayan obtenido lo que buscan? Lord Robert te ha usado como chico de los recados, y a sus padres no les gustan los cabos sueltos.

Lleva la marca de la rosa.

Vi de nuevo a la duquesa de Suffolk, sus ojos metálicos veían a través de mí y en mi interior.

—¿Estáis insinuando que me matarán? —pregunté.

—Así es, aunque no tengo ninguna prueba concreta de ello, por supuesto.

—¿Y podéis asegurarme que, si dejo de servirlo a él para serviros a vos, estaré a salvo?

—No exactamente. —Dobló las manos bajo su barbudo mentón—. ¿Estás interesado?

Lo miré directamente a los ojos.

—Desde luego, tenéis mi atención.

Inclinó la cabeza.

—Debo empezar diciendo que el duque y su familia están en una situación precaria. No estaban preparados para que Su Alteza apareciera en la corte. Aunque ninguno de nosotros lo estaba, en realidad. Y, aun así, se presentó allí, decidida a ver a su hermano, así que tuvimos que hacernos cargo del asunto. Tomó precauciones dejando que la noticia de su presencia se filtrara al pueblo. Eso le proporcionaba algo de protección, al menos a corto plazo. Sin embargo, comete un grave error suponiendo que el duque no le hará ningún daño. Ahora está tan indignada por lo que ha visto y porque no la hayan dejado hablar con su hermano que insiste en viajar a Greenwich para comprobar el estado de Su Majestad por sí misma.

Cecil esbozó una sonrisa de pesar, que resultaba inquietante en su cara, como si nada de lo que hiciera Isabel Tudor pudiera sorprenderlo de verdad.

—No es fácil disuadirla una vez que toma una decisión, y Northumberland ha sido concienzudo. La ausencia de Eduardo anoche levantó sus sospechas más profundas y su ira, como el duque había planeado sin duda. Isabel es una hermana devota. Demasiado devota, dirían algunos. No parará hasta que averigüe la verdad. Y eso es lo que temo: aunque la busquemos, la verdad es rara vez lo que esperamos.

Me di cuenta de que estaba sentado en el borde de la silla.

—¿Creéis que el duque…?

No pude decir el resto en voz alta. Mentalmente, vi la mirada inescrutable de los ojos de Northumberland y oí su extraño susurro, que de repente adoptó un matiz más siniestro.

No olvidaremos a quienes nos traicionen.

—Ojalá lo supiera —dijo Cecil—. Cuando Eduardo sufrió una recaída, el duque ordenó que lo aislaran y le prohibió el contacto con cualquier persona. ¿Quién sabe qué habrá ocurrido? Como mínimo, sospecho que está mucho más enfermo de lo que sabemos. ¿Por qué, si no, Northumberland se iba a tomar tantas molestias para anunciar su recuperación, mientras enviaba a lord Robert a controlar las municiones de la Torre y la dotación de toda puerta de entrada y salida de Londres? Incluso si convenciéramos a Su Alteza de volver a Hatfield, se encontraría el camino bloqueado. Pero tampoco lo hará. Cree que el duque está reteniendo a su hermano contra su voluntad. Y si eso es verdad, me temo que hay muy poco que podamos hacer por el rey. Mi principal preocupación es que ella no caiga en la misma trampa.

Era la primera vez desde la muerte de la señora Alice que alguien me hablaba como a un igual, y la confianza que ello implicaba contribuyó en gran medida a despejar mis dudas. Debía recordar que la duplicidad en la corte era un mal endémico. Ni siquiera Cecil podía ser inmune.

—¿Le habéis hablado de vuestras preocupaciones? —pregunté, y, mientras hablaba, recordé sus reprimendas punzantes de la noche anterior.

Claramente, Isabel no se tomaba sus amonestaciones muy a pecho.

Él suspiró.

—Repetidamente y en vano. Dice que tiene que ver a Eduardo, aunque sea lo último que haga. Por eso te necesito. Debo recabar pruebas irrefutables de que los Dudley conspiran en su contra.

Noté que se me tensaban las manos en el regazo. De repente, ya no quería seguir escuchando. No quería que me obligaran a atravesar un umbral que solo habría cruzado de voluntad propia la noche anterior en su presencia. El peligro que describía era mayor del que podía asumir. Si aceptaba correr ese riesgo, me esperaba una muerte segura.

Sin embargo, mientras me preparaba para defenderme y rechazar su oferta, había una parte de mí que no podía seguir negando. Sentí que se producía una transformación que contradecía mis buenos sentimientos. Ya no era un escudero anónimo, decidido a mejorar su suerte. Quería más, quería formar parte de algo mayor que mi propio yo. Era inexplicable, desconcertante, incluso aterrador, pero no veía forma de escapar.

—Su Alteza lo es todo para mí —añadió Cecil. En su voz noté que él también había percibido su poder—. Y, lo que es más importante, es todo lo que tiene Inglaterra. Es nuestra última esperanza. Eduardo subió al trono demasiado joven y ha vivido subyugado a sus supuestos protectores desde entonces. Ahora, podría estar muriéndose. Si Su Alteza cayera en las garras del duque, él destruiría todo aquello por lo que hemos luchado quienes amamos Inglaterra: una nación unida, invencible contra los ataques de Francia y España. El duque lo sabe; sabe muy bien lo importante que es. Y si quiere sobrevivir, debe tenerla bajo su control. Pero ¿qué puede ofrecerle para garantizar su participación en lo que sea que planee?

Hizo una pausa y sus pálidos ojos azules se clavaron en mí.

Me obligué a dejar de llevar la mano a mi jubón. El anillo. Robert me había dado su anillo y me dijo que tendría lo que me había prometido.

—Es…, es imposible —dije con un susurro—. Lord Robert ya tiene una esposa.

Cecil sonrió.

—Mi querido muchacho, basta pensar en Enrique VIII para ver lo fácil que puede ser librarse de una esposa. El matrimonio de lord Robert con Amy Robsart fue un error que deben de lamentar casi por igual el padre y el hijo. Robsart es la hija de un terrateniente, y el duque busca recompensas mejores para sus hijos. Si pudo convencer al consejo para aprobar la unión de Guilford con Juana Grey, ¿por qué no iba a conseguirlo también con la de Robert y la princesa? Sería el golpe de gracia, un triunfo para toda la familia Dudley, por no mencionar que se aseguraría seguir al mando del país. Porque, no te engañes, el duque gobierna Inglaterra. Lo lleva haciendo desde que consiguió que decapitaran al lord protector y controlar a Eduardo.

El anillo de mi bolsillo parecía dos veces más pesado. La misma idea me parecía una locura y, no obstante, encajaba con todo lo que se podía esperar de los Dudley. ¿Qué había dicho Robert? «Dale esto. Lo entenderá».

¿Lo había entendido? ¿Por eso se había negado a aceptarlo? ¿Porque sabía qué significaba? ¿O tal vez, en un lugar secreto de su corazón que no se atrevía a admitir, lo temía? Había visto su mirada. La princesa había dicho que sabía reconocer el anhelo.

Albergaba una profunda pasión que nunca nadie había conocido. Quizás amaba a Robert Dudley tanto como él a ella. Me obligué a respirar. Todo pasaba muy rápido. Tenía que concentrarme en lo que sabía y en lo que había oído.

—Pero Su Alteza y el rey tienen una media hermana mayor, lady María. Ella es la heredera al trono. Si la princesa Isabel se casara con lord Robert, no podría ser reina a menos que…

Mi voz se extinguió hasta quedarme en silencio. Oí el zumbido de una mosca sobre la bandeja de fruta olvidada del aparador. Apenas podía comprender dónde me habían llevado mis propias palabras.

—¿Lo entiendes ahora? —dijo Cecil suavemente—. Vas aprendiendo, y muy rápido. Sí, lady María es la siguiente al trono. Pero también es una católica confesa, que ha rechazado todos los intentos de conversión, e Inglaterra nunca aceptará que Roma vuelva a entrometerse en sus asuntos otra vez. Su Alteza, al contrario, nació y se educó en la fe reformista. También es diecisiete años más joven que María y tiene más probabilidades de engendrar un heredero varón. El pueblo preferiría verla a ella en el trono que a su hermana papista. Y eso, muchacho, es lo que el duque puede ofrecerle: Inglaterra, ni más ni menos. Es una tentación a la que muy pocos podrían resistirse.

Me llevé la mano al jubón, y di un largo trago a la bebida. Religión. El eterno caballo de batalla. La gente moría por ella. Había visto las cabezas expuestas en las puertas de Londres por orden del duque. ¿Sería capaz de hacer lo mismo a una princesa? Eso era lo que Cecil insinuaba. Para que Isabel heredara, María debía morir.

No podía estar seguro de comprender cómo pensaba un hombre al que había visto media docena de veces como mucho y que se regía por unos valores muy alejados de los míos. ¿Sería capaz de algo así? No creía que se amedrentara si su supervivencia estaba en juego. No obstante, había algo que me perturbaba, una suposición que tardé unos segundos en desentrañar y expresar en palabras. Una vez que lo hice, lo afirmé rotundamente y con convicción.

—Su Alteza nunca lo aceptaría, no si conllevara el asesinato de su propia hermana.

—No —dijo Cecil, para mi tranquilidad—, ella y María nunca han estado muy unidas, pero tienes razón. Nunca se habría dejado enredar en la traición, al menos no voluntariamente. Espero que ese sea el fallo fatal del plan del duque. La infravalora. Siempre lo ha hecho. Isabel solo aceptará el trono cuando llegue su turno, si es que llega.

Una traición. Los Dudley planeaban una traición, contra el rey y sus dos hermanas. Oí a Isabel como si sus labios me susurraran al oído.

«No me gustaría que me asociaran con su nombre: hay hombres que han perdido la cabeza por mucho menos».

Me había avisado. No iba a dejar Londres para volver a su finca del campo, porque había adivinado lo que pretendía hacer el duque y no quería que nadie arriesgara su vida por ella. Había acudido a la corte siendo completamente consciente del riesgo que corría.

Saqué el anillo.

—Robert quería entregarle esto, pero ella no quiso aceptarlo. Él todavía no lo sabe.

Cecil soltó un largo suspiro.

—Gracias a Dios. —Su sonrisa carecía de toda calidez—. Tu señor se ha excedido. Estoy bastante seguro de que su padre no habría aprobado un gesto tan contundente. Supongo que esa debe de ser en parte la razón por la que Su Alteza ha insistido en quedarse. Ahora que conoce la estrategia de Robert, intentará explotarla para llegar hasta su hermano. —Me miró—. Me gustaría que tuvieras más tiempo para considerarlo, pero, como te imaginarás, tiempo es lo único que no tenemos. Tal vez solo nos queden unos pocos días para salvarla.

Miré a la ventana. Vi a una mujer que entraba en el jardín, llevando a un niño que cojeaba de la mano. Sonrió cuando el niño señaló en el río algo que yo no alcanzaba a ver, quizás un barco que pasaba o una bandada de cisnes. Ella se inclinó para besar al chico en la mejilla, y le metió un rizo suelto debajo del gorro.

La desolación se apoderó de mí. En ese momento, me acordé de la señora Alice y, con menos ternura, del señor Shelton. El mayordomo nunca me perdonaría porque interpretaría mi comportamiento como una traición a la familia a la que debía la vida. Alice, sin embargo, lo habría entendido. De todas las lecciones que me había inculcado, la que guardaba más cerca del corazón era ser fiel a uno mismo.

Sin embargo, nunca había tenido la oportunidad de ejercitar esa verdad. Era un expósito y probablemente un bastardo, un criado que no tenía nada a su nombre y que se había pasado la vida luchando por sobrevivir. Nunca había pensado en nada más que cumplir con las exigencias diarias, excepto a la hora de estudiar, y eso lo hacía solo para aprender a sobrevivir mejor. No obstante, no podría negar que ansiaba tener libertad para forjar mi propio destino y convertirme en el hombre que quería ser, y no en aquel al que mi nacimiento me condenaba.

Me volví a mirar a Cecil.

—¿Qué queréis de mí?

Sonrió.

—Quizás la pregunta debería ser qué quieres tú. Supongo que como mínimo esperarás que te paguen.

Yo sabía lo que quería. Lo que no sabía era si debía confiar en él, pese a que mi situación me inducía a pensar que no podía confiar en nadie más. La pregunta que ardía en mi interior y que no había pronunciado exigía una respuesta que no estaba seguro de querer. ¿Qué había dicho? La verdad es rara vez lo que esperamos

Me preguntaba si tenía razón.

—No tienes por qué decidirlo ahora —dijo Cecil—. Por ahora, puedo prometerte liberarte de trabajos penosos para el resto de tus días, así como un puesto permanente a mi servicio. —Cogió un libro de contabilidad. A continuación, nos quedamos un segundo en silencio. Entonces, con una mirada perturbadora, dijo—: No obstante, según mi experiencia, sé que los hombres ansían algo más que una contrapartida material. ¿Y tú? ¿Qué ansías?

Levantó la mirada. Me pregunté si podía ver mis dudas. Recordé de nuevo la conversación entre lady Dudley y la duquesa de Suffolk. Estaba seguro de que entrañaba una retorcida y espinosa verdad.

Sin embargo, me di cuenta de que no podía hablar de ello. No podía confiar todos mis secretos a aquel hombre. A fin de cuentas, seguía siendo un extraño para mí.

Cuando volvió a hablar, su voz era más baja:

—Considero mi obligación estudiar a los que se cruzan en mi camino, y tú guardas un secreto. Lo escondes a conciencia, pero puedo adivinarlo. Y si yo puedo, también podrán otros. Procura guardártelo para ti, o el día menos pensado lo usarán en tu contra. —Hizo una pausa y añadió—: También te aviso de que mi papel en este asunto debe permanecer oculto. La seguridad de la princesa es prioritaria sobre cualquier otra cosa. Y supongo que no será necesario decir que debes seguir mis órdenes al pie de la letra y sin preguntas. ¿Lo comprendes? Cualquier cambio que hicieras podría ponerte a ti en peligro y, en consecuencia, también nuestro plan. No eres el único que trabaja para salvarla. Tendrás que aprender a confiar en personas que no te gustarán o a las que no conocerás.

Respiré hondo.

—Lo entiendo.

—Bien. Por ahora, seguirás atendiendo a lord Robert. Vigila todo lo que diga y haga. Te avisaremos de cómo informar de tus averiguaciones cuando llegue el momento, así como de cualquier cambio de planes. —Sacó una carpeta de su montón de libros de contabilidad y la abrió delante de mí—. Aquí hay un mapa a escala de Greenwich. Memorízalo. No estoy seguro de cuándo, pero creo que en algún momento, durante los festejos de la boda de Guilford y lady Juana, el duque hará su movimiento. Antes de que lo haga, debemos alejar a la princesa.

Asentí y me incliné para examinar el mapa, mientras Cecil me explicaba mi tarea.