Capítulo 19
Llevaba un vestido del color de una armadura. De todos aquellos que podrían haber entrado por esa puerta, ella era la última persona que esperaba ver, aunque su presencia allí encajaba perfectamente. Detrás de ella, apareció Archie Shelton, con gesto impasible en su cara llena de cicatrices. Cuando lo vi, tuve que contenerme para no abalanzarme sobre él furioso.
Oí voces en la antecámara.
—Espera hasta que te llame —dijo ella mirando por encima del hombro.
El señor Shelton entró y cerró la puerta. Por el rabillo del ojo, comprobé que Sidney se había retirado. A mi espalda, noté que la señora Alice se quedó inmóvil.
Extendí un brazo para protegerla, aun a pesar de entender que era un gesto fútil. Aunque debió de sorprenderse al verme, la expresión de lady Dudley no se alteró.
—Veo que has quebrantado la regla básica de cualquier sirviente leal —dijo ella—. No has sabido reconocer tu lugar adecuado. —Miró el panel del revestimiento de madera que ocultaba la puerta secreta—. Pero reconozco que tiene mucho mérito encontrar esa entrada. —Su voz se endureció—. ¿Dónde está ella?
Sabiendo que, en ese mismo momento, Barnaby y Kate debían de estar llevando a toda prisa a Isabel a la puerta donde Peregrine esperaba con los caballos, dije:
—Estoy solo. Quería hacer ciertas averiguaciones por mí mismo.
—Qué mal mientes —replicó ella—. Ella nunca conseguirá escapar. No importa de lo que la creas capaz. Acabará perdiendo esa cabeza de chorlito, igual que la puta de su madre.
Ignoré su amenaza.
—¿Por qué habéis hecho esto?
Arqueó una de sus finas cejas.
—Me sorprende que todavía no lo sepas. —Se movió—. Apártate de la cama. Ah, y suelta esa… espada, porque es una espada, ¿no? —Sonrió—. Mi hijo Henry y nuestros criados están fuera, ansiosos por invertir su tiempo en algo más interesante que comprobar cómo le va a Guilford entre los muslos de Juana Grey. Una palabra y te despellejarán vivo.
Tiré la espada sobre la alfombra que estaba entre nosotros. Ni siquiera me digné mirar a Shelton. El mayordomo seguía de pie delante de la puerta, en la misma posición que Barnaby, con sus poderosos brazos doblados sobre la barriga enorme como un tonel. Bastardo. Lo odiaba como nunca había odiado a nadie en mi vida, como si hubiera ponzoña en mi sangre. Quería matarlo con mis propias manos.
Lady Dudley dijo:
—Alice, por favor, prepara la pócima para Su Majestad.
La señora Alice sacó una bolsita del cofre y echó un polvo blanco en una copa.
Me resultó prácticamente imposible mantener mi postura. Era ella quien estaba detrás de aquello, de todo. Había mutilado a la señora Alice y la había obligado a envenenar al rey. Siempre había sido eficiente, tanto para organizar la casa como para ordenar la matanza de los cerdos en otoño. ¿Por qué iba a ser diferente entonces? Ahora que sabía lo que me habían ocultado durante todos esos años, no entendía cómo no me había dado cuenta, cómo no había reparado en el engaño.
Era lady Dudley quien había tramado el plan para conseguir un heredero alternativo a las dos princesas. Incansable, había usado todos los recursos que tenía en su mano para promover a su hijo favorito. Incluso había descubierto el punto débil en el pasado de la duquesa de Suffolk y había hecho un pacto con el diablo con un único objetivo: preservar el poder de su familia.
Sin embargo, el duque le había pagado sus desvelos con una puñalada trapera, tramando sus propios planes e, incluso, intentando quedarse a Isabel para él solo: pero, de alguna manera, lady Dudley lo había averiguado. Había descubierto la verdad.
¿Qué más sabía? ¿Qué secretos guardaría aún? Como si pudiera leer mis pensamientos, sus labios lívidos se curvaron.
—Veinte años, ni más ni menos, han pasado veinte años desde que llegaste a nuestras vidas. Siempre fuiste inteligente, demasiado incluso. Alice solía decir que nunca había visto a un niño tan ansioso por descubrir el mundo. Quizás debería mantenerte con vida un poco más, por si acaso nuestra malhumorada duquesa se plantea no cumplir su promesa. Piensa que estás muerto, pero todavía necesito su apoyo hasta que hayamos conseguido que Juana sea declarada reina. Podrías ser útil todavía.
Sentí el sudor en la frente y en el puño con el que agarraba firmemente el trozo de tela. Procurando ocultar el miedo creciente que sentía, repliqué:
—Tal vez sería de mayor utilidad si me lo contarais todo, Excelencia.
—¿Todo? —Ella me miró con una nota de alborozo en sus fríos ojos grises.
—Sí. —Mi pecho se tensó, como si me faltara el aliento—. Me trajisteis aquí con un propósito, ¿no? En Whitehall, su señoría habló de mi…, mi marca de nacimiento.
—Ah, entonces, lo entendiste. Me preguntaba si entre tus múltiples talentos ocultos estaba hablar francés con fluidez. Es fascinante. Desde luego has estado ocupado.
Gotas de sudor corrían por mi frente, y se juntaban en el hueco de mi garganta. La sal hacía que me escocieran los golpes de las mejillas.
—Aprendí solo —dije—. Soy listo, sí. Y si supiera quién cree la duquesa que soy, podría ayudaros. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo beneficioso para ambos.
Era una mentira patética, nacida de la desesperación. Ella respondió con una sonora carcajada.
—¿Ah, sí? ¿Eso harías? Entonces no eres tan listo como suponía. ¿Crees que sería tan estúpida como para confiar en tu palabra ahora que sé que proteges a esa zorra Bolena? De todos modos, acabas de resolver mi dilema. Shelton, vigílalo mientras veo cómo está Su Majestad.
Se deslizó hacia la cama. Furtivamente, me guardé el trozo de tela en el bolsillo de mi jubón y lo empujé hacia abajo contra la costura interna. Armándome de valor, miré al señor Shelton, que evitó todo contacto ocular y mantuvo la vista fija al frente; sin embargo, sabía que si hacía cualquier gesto para escapar, él entraría en acción.
Tenía los reflejos de un soldado, por lo que me sorprendió que pareciera no ver a Sidney saliendo del hueco de la ventana en el que se había escondido.
Las cortinas se movieron tras Sidney.
Volví a mirar hacia la cama. La señora Alice había acabado de mezclar el polvo en la copa. Eduardo no se revolvió ni protestó cuando lady Dudley se agachó para alisar sus cubiertas y recolocarle las almohadas. Con los ojos llenos de dolor, el rey la observaba mientras cogía la copa de manos de la señora Alice y lo ayudaba a incorporarse poniéndole una mano debajo de la cabeza.
—Bebe —dijo ella, y Eduardo lo hizo. Ella sonrió—. Ahora, descansa. Descansa y sueña con los ángeles.
Sus ojos se cerraron y pareció fundirse en las almohadas. Girándose, lady Dudley puso la copa en la mesa y metió la mano en el baúl de medicinas. Sacó algo e hizo un movimiento repentino. La hoja de acero se clavó sin hacer ningún ruido. Un chorro escarlata brotó de la garganta de la señora Alice, salpicando la alfombra y la cama. Ante mis ojos horrorizados, cayó de rodillas mirándome directamente y, entonces, se derrumbó sobre el suelo hecha un ovillo.
—¡No! —El grito salió de mí como un aullido herido.
Salté hacia delante. El señor Shelton corrió hacia mí, me agarró por el brazo izquierdo y lo dobló a mi espalda. Mi grito se extinguió en seco cuando el dolor me abrasó los músculos desgarrados del hombro.
—Te dije que no te entrometieras —me susurró al oído—. Quédate quieto. No hay nada que puedas hacer.
Jadeando con rabia e impotencia, observé a lady Dudley soltar el cuchillo ensangrentado y pasar por encima del cuerpo convulso de la señora Alice. La sangre seguía derramándose por debajo de ella, oscureciendo la alfombra.
—Mátalo —dijo a Shelton.
Con todas mis fuerzas, le asesté una patada con el talón en la espinilla, al mismo tiempo que le clavaba el codo en el pecho. Era como golpear granito; no obstante, con un gruñido de sorpresa, Shelton me soltó.
Sidney recogió la espada y me la lanzó mientras yo me precipitaba hacia el vano de la ventana, donde una corriente de aire movió las cortinas. Oí a lady Dudley gritar, la puerta que se abría y un griterío furioso; pero no me detuve a ver cuántos hombres estaban entrando en la habitación para detenerme.
Entonces, hubo un silbido y una explosión. Cuando el proyectil pasó volando, me agaché y se incrustó en la pared. Alguien, quizás uno de los hombres de los Dudley que estaban con Henry, tenía un arma de fuego. Ese tipo de armas eran letales, pero difíciles de manejar a corta distancia. Sabía que tardaría un minuto largo en volver a cargarla y encender la mecha. Ese era todo el tiempo que tenía.
Me subí al alféizar de la ventana y me colé por la ventana abierta. Con la espada en la mano, y el corazón en la garganta, me precipité en la noche.
Caí sobre las losas del piso inferior con un impacto que me hizo temblar los dientes. La espada voló de mi mano y cayó al patio de más abajo. Allí tumbado, todo me daba vueltas. El dolor era tan intenso que pensaba que me había roto las dos piernas, pero comprobé que podía moverme a pesar del dolor. Levanté la mirada hacia la ventana a través de la cual acababa de saltar. En ese preciso momento, vi una pistola de cañón largo humeante.
Rodé sobre el suelo y, en el mismo sitio donde había estado tumbado, impactó un proyectil, que rebotó contra la pared del palacio.
—Maldita sea —oí maldecir a Henry Dudley—. He fallado. Pero no os preocupéis, lo atraparé.
La pistola desapareció de mi vista porque había que volver a cargarla. Me obligué a levantarme. Pegándome tanto al muro como pude, miré a ambos lados con las tripas revueltas. Las losas no eran losas. En lugar de sobre una pasarela, había caído en un amplio parapeto con una decorativa balaustrada, con ninfas de estuco y que corría paralelo a una galería interior. En el otro extremo, podía ver una ventana con parteluz y las torretas de una puerta de salida. En cualquier momento, alguno de los hombres que estaban más arriba se daría cuenta de lo mismo y correría escaleras abajo para acabar conmigo.
No tenía escapatoria.
«Piensa. No te dejes llevar por el pánico. Respira. Olvida todo lo demás. Olvídate de la señora Alice. Olvídate de su sangre derramada por el suelo».
A la izquierda se levantaba el tejado desvencijado de la torre que albergaba la escalera secreta. A la izquierda estaba la puerta. Me dirigí hacia allí, procurando alejarme de la luz que salía de las ventanas de arriba. No sabía demasiado sobre armas de fuego, pero el señor Shelton sí, porque había luchado en las guerras de Escocia. Una vez me explicó que las pistolas eran armas primitivas, famosas por no encenderse cuando les prendías fuego, por fallar el objetivo a pesar de apuntar perfectamente o por explotar porque la pólvora estaba en malas condiciones. Esperar que Henry se volara a sí mismo la cara era demasiado, y la intuición me decía que debía alejarme de esa ventana tanto como pudiera.
Mi intuición era correcta. Me quedé congelado cuando la pistola volvió a abrir fuego. En esa ocasión, Henry demostró que había mejorado considerablemente su puntería, porque el proyectil estalló justo encima de mi hombro. Pequeños fragmentos de yeso salieron volando hacia mi cara. Hasta que noté un cálido hilo de sangre, no me di cuenta de que el proyectil me había rozado también.
—¡Le has dado!
Henry soltó una carcajada. En esa ocasión, había disparado otra persona. Seguí avanzando con dificultad. Mi huida debía de haberlo aturdido; me sorprendió que quienes tuvieran las pistolas no se hubieran dado cuenta de que podían dispararme con más eficacia desde la galería.
Retiraron la pistola. Aceleré el ritmo y me acerqué al marco de una ventana. Esperé que no hubiera postigos ni cerrojos que no pudiera forzar. Entre el dolor que notaba entre las piernas y la punzada de mi hombro, me sentía desfallecer. Entonces, se produjo otra explosión y un nuevo proyectil pasó cortando el aire por encima de mi cabeza.
Me esforcé por seguir adelante, pegado al muro. El marco se abrió balanceándose. Me detuve cuando vi a una figura saltar al pretil con una agilidad felina. Se quedó quieto. Y otro disparo sonó, haciendo que el yeso saltara por los aires. Aquella persona se volvió y, con la luz de la luna, pude verle sus oscuros ojos.
Entonces la figura empezó a moverse hacia mí.
Me quedé paralizado al ver al hombre acercándose a mí sin preocuparse en absoluto por su propia seguridad, aunque todos mis sentidos me decían que estaba en peligro.
En esos momentos, dos ideas distintas se me pasaron por la cabeza. En primer lugar pensé que aquel hombre se movía como si hubiera andado toda su vida por tejados; y en segundo lugar, intenté dilucidar si venía a acabar el trabajo de los Dudley o a rescatarme.
Cuando vislumbré la espada curvada que llevaba en la mano enguantada, me di cuenta de que no debía esperar a averiguarlo. Con suerte, estaría lo suficientemente cerca de la puerta que daba al río. Si no, probablemente no podría ni lamentar mi error.
Me impulsé hacia delante con todas las fuerzas que me quedaban. Y salté al vacío.