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Todo el mundo tiene algún secreto.

Como hace una ostra con un grano de arena, lo enterramos a gran profundidad en nuestro interior y lo cubrimos con capas opalescentes, como si eso pudiera curar nuestra herida mortal. Algunos de nosotros dedicamos la vida entera a mantener oculto un secreto, a salvo de quienes intentan entrometerse y atesorándolo como si fuera una perla, solo para acabar descubriendo que se nos escapa cuando menos lo esperamos, revelado por un destello de miedo en los ojos cuando nos pillan desprevenidos, por un dolor repentino, rabia u odio, o por una vergüenza que lo consume todo.

No hay nada que no sepa sobre secretos. Secretos sobre secretos, blandidos como armas, como ataduras, como palabras cariñosas susurradas a la cabecera de la cama. La verdad por sí sola nunca es suficiente. Los secretos son la esquina de nuestro mundo, la moneda con la que construimos nuestro edificio de grandiosidad y mentiras. Necesitamos usar nuestros secretos como hierro para nuestros escudos, brocados para nuestros cuerpos, y velos para nuestros miedos: engañan y reconfortan, protegiéndonos siempre del hecho de que, al final, nosotros también debemos morir.

«Escríbelo todo —me dice ella—, hasta la última palabra».

En el invierno de nuestras vidas, a menudo nos sentamos así, como dos insomnes crónicos ataviados con ostentosas prendas anticuadas. El tablero de ajedrez o la baraja de cartas se quedan olvidados encima de la mesa, y ella desvía los ojos (que siguen siendo leoninos y están siempre alerta después de tantos años, aunque el tiempo haya ajado su rostro) hacia un lugar que solo ella conoce y donde esconde un secreto que debe llevarse consigo a la tumba.

Ahora también yo lo sé y quizás siempre lo haya sabido.

«Escríbelo —me dice ella—, para que te acuerdes cuando me haya ido».

Como si alguna vez pudiera olvidarlo…