VII

Artorius, envuelto en aquella capa militar escandalosamente roja, había dirigido una de las secciones de ataque, la que tenía como objetivo asaltar Cambloganna por el sur. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, ahora me daba cuenta de que el ala mandada por el antiguo Regissimus no era ni la más importante ni la más numerosa. No. La más poderosa, la que contaba con los mejores equites, la que disponía de más efectivos, no estaba al mando de Artorius. Por el contrario, se hallaba a las órdenes de Caius y ahora descargaba sus golpes sobre el este del castra. ¿Sabía Artorius de la existencia en ese lugar de un punto débil o, simplemente, en el curso de la batalla lo había descubierto? No hubiera podido decirlo, pero desde el lugar donde me hallaba podía contemplar cómo Caius estaba irrumpiendo en el interior del castra y lo estaba haciendo frente a fuerzas muy escasas, porque el grueso del ejército enemigo intentaba contener a los hombres de Artorius y, de paso, acabar con su vida. Sí. Ahora no me cabía la menor duda. Aquel muchacho traidor y estúpido llamado Medrautus había caído en la trampa. Imprudentemente, se había dejado llevar por el deseo de impedir que Artorius entrara en el castra y había lanzado a la mayoría de sus hombres a defender el sector del sur descuidando el oriental.

Las tropas al mando de Caius eran, en su mayoría, equites, pero, aun desprovistos de sus monturas, demostraron ahora una extraordinaria habilidad militar. Desbordaron con rapidez las defensas de la zona oriental, saltaron a su interior, desarticularon con inusitada rapidez a los escasos hombres de Medrautus que intentaron resistirse y cayeron por la espalda de los defensores que intentaban acabar con Artorius. Si los asaltos a la trinchera y a la empalizada habían significado una verdadera matanza, lo que entonces contemplaron mis ojos superó en horror las anteriores embestidas. Sin embargo, ahora sí se dio cuartel a los defensores. A los pocos que aún alentaban, para ser exactos. Cuando estiraban las palmas de las manos para indicar que no llevaban armas, no eran rematados sino que se les indicaba con un gesto conciso que la lucha había terminado para ellos y que debían dirigirse hacia un lugar concreto del desordenado castra.

No pude evitar un sentimiento de compasión al contemplarlos. Se trataba de algunos grupos aislados y reducidos. Abatidos y sucios, con pesar habían arrojado las armas al suelo y se dejaban conducir sin resistencia hasta el centro del castra. Bueno, al menos el derramamiento de sangre había concluido...

¿Había concluido? De repente, mis ojos repararon en uno de los hombres de Artorius que se dirigía con paso apresurado hacia aquel escaso montón de prisioneros. Llevaba un hacha en la mano y daba grandes zancadas. De repente, se paró ante uno de los vencidos. Se trataba de un hombre singularmente alto, tanto que superaba en más de una cabeza a todos sus compañeros de infortunio. El guerrero de imponente estatura miró al derrotado y entonces, sin que me pareciera que mediaba palabra, le hundió la hoja en el pecho. Por un instante, dio la impresión de que éste no había sufrido nada, de que seguía en pie porque ni siquiera sentía dolor, de que incluso podría sonreír. Pero entonces, como obedeciendo a un resorte oculto, las piernas se le doblaron como si, en vez de tener huesos, estuvieran formadas por trapo. Permaneció de rodillas por un momento, justo el que aprovechó su agresor para ahora descargarle el hacha sobre el cráneo.

¿Qué pudo inducir a aquel miles a asesinar a un cautivo? Sólo Dios en Su sabiduría infinita e ilimitada puede saberlo. Quizá el deseo de venganza por un compañero caído en combate; quizá el resentimiento por el sufrimiento que los barbari, los aliados de Medrautus, habían causado durante tantos años a Britannia; quizá un simple trastorno inducido por la dureza de la batalla... ¿Qué más daba? El caso era que un simple prisionero, no más culpable de derramamiento de sangre que otros, había sido asesinado. Golpeé con los talones los ijares de mi montura y me dirigí a galope hacia el castra. Todo había resultado ya suficientemente horrible como para que ahora, tras la victoria, tuviera lugar una matanza indiscriminada de prisioneros.

Recorrí aquella distancia sin dejar de fustigar un pobre bruto que no tenía ninguna culpa de la locura de los humanos. La ira, el miedo, la consternación habían entrado en mi pecho y desde él me gritaban que todo era inútil, que el peor de los absurdos se había perpetrado en ese campo y que el derramamiento de sangre distaba mucho de acercarse al final.

Crucé la pradera esquivando los cadáveres de gesto horriblemente deformado que ya habían escapado de las bregas de este mundo; crucé a galope el umbral del castra abierto por los milites de Artorius y me dirigí hasta el centro de la fortaleza expugnada. Tuve que dar golpes y patadas para que abrieran paso a mi montura y sentí un enorme alivio al ver que ni uno solo de los milites del antiguo Regissimus estaba atacando a los cautivos. Y entonces, cuando me hallaba a unas decenas de pasos, lo vi.

Era más joven que Artorius —sí, mucho más— y, a diferencia del antiguo Regissimus, su vestimenta militar no presentaba ni una mancha, ni una melladura, ni un desgarrón. Era obvio que no había combatido lo más mínimo mientras docenas de hombres derramaban su sangre por él. Su rostro me pareció falsamente aniñado. Sin duda, sus facciones eran blandas como las de un puer, pero, a la vez, carecía del candor y de la inocencia que son propias de los primeros años de existencia. Unas cejas extrañas, altivas, puntiagudas parecían separar los ojos de la frente, a la vez que descansaban sobre unas pupilas tan claras que casi parecían acuosas. Pero lo que más me llamó la atención fue el rictus que daba forma a sus labios. En otras circunstancias, hubiérase dicho que sonreía, pero no, no era una sonrisa lo que se dibujaba en aquel rostro. Era más bien una mueca de burla malvada, como si se supiera poseedor de una baza decisiva que los demás ignorábamos. Sin que nadie me lo dijera, supe desde ese mismo momento que era Medrautus, el nieto de Aurelius Ambrosius, el sobrino de Artorius, el hombre que había estado dispuesto a pactar con los barbari para alcanzar el poder en Britannia.

—Artorius —levantó de repente la voz—. Eres un gobernante ilegítimo. No tienes ningún derecho a ser el imperator. Has quebrantado el ius romanum...

No terminó la frase. Caius había llegado a su altura y de un bofetón propinado con el dorso de la mano lo lanzó contra el suelo.

—¡No, Caius, no!

Volví la cabeza hacia el lugar del que procedía la voz. Un Artorius con los cabellos revueltos, la capa desgarrada y el rostro sucio caminaba a grandes zancadas hasta el lugar donde se encontraba el eques veterano.

—Hoy no habrá más muertes —dijo a su veterano oficial mientras le colocaba una amistosa diestra sobre el hombro.

Observé a Medrautus. Caído en el suelo, se acariciaba el labio partido y sanguinolento, mientras, desde el embarrado suelo, lanzaba una mirada preñada de odio a Artorius. No me cupo la menor duda de que si el resultado de la batalla hubiera sido el opuesto, Artorius no hubiera contado con el menor atisbo de compasión de su vencedor. Medrautus apoyó la mano izquierda en tierra y, dándose impulso, se puso en pie. Presentaba ahora un aspecto ridículo con la mitad de su ropa militar inmaculada y la otra, totalmente sucia.

—Artorius —volvió a gritar una vez en pie—. ¿No te avergüenza escudarte tras tus milites? ¿Acaso no tienes valor suficiente para enfrentarte a mí?

Caius hizo ademán de dirigirse a Medrautus con la obvia intención de expulsarlo del mundo de los vivos, pero Artorius lo sujetó con un vigoroso tirón de su brazo izquierdo.

Medrautus tragó saliva. Miraba ahora hacia el suelo, lo que me hizo pensar que el golpe propinado por Caius le había espabilado siquiera mínimamente. No tardé en darme cuenta de lo equivocado que estaba.

—Artorius has roto tu palabra... —insistió Medrautus—. Tú no puedes formar una dinastía. Fuiste designado Regissimus por mi abuelo, entraste a formar parte de su familia, con la condición de que uno de sus descendientes, no de los tuyos, le sucediera. Yo soy ese descendiente y tú, con tu puerca ambición, me estás robando.

Al escuchar aquellas palabras, el rostro de Artorius palideció como si, de repente, se hubiera transformado en un pedazo de nieve. Sin embargo, de sus labios no salió una sola palabra. De hecho, daba la impresión de que algo indefinidamente poderoso sujetaba su lengua como si se tratara de una invencible mordaza.

—Hoy han muerto muchos, Artorius —prosiguió Medrautus envalentonado por el silencio de su enemigo—. Y tú eres el culpable. Si hubieras cumplido tu palabra, si no hubieras actuado contra mi derecho, si te hubieras comportado de manera justa y decente ahora estarían vivos.

—¡Traidor repugnante! —dijo Caius con los ojos encendidos de ira—. Pero ¿cómo se atreve a hablar así el que ha pactado con los barbari? Déjame quitarle la vida, domine. Libraremos al mundo de una asquerosa alimaña...

Artorius le impuso silencio con un gesto. No me pareció que estuviera dispuesto a consentir que nadie callara a Medrautus. Al igual que yo, era consciente de que había demasiada verdad en sus palabras. Cierto, Medrautus era un ser repulsivo que para satisfacer su ambición no había dudado en pactar con los que habían asesinado a no pocos britanni en el pasado. Sin embargo, si Artorius no se hubiera dejado llevar por su ambición, si no hubiera vuelto la espalda a su juramento, si...

—Yo... yo te desafío, Artorius —dijo Medrautus con un tono de voz tan violento que las venas del cuello se le hincharon como tensadas por una mano invisible—. Bátete conmigo y deja que sea Dios el que dicte justicia entre tu causa y la mía.

Un murmullo que, primero, fue de sorpresa y, luego, de abierta cólera se extendió entre los milites. Sin duda, les parecía intolerable que alguien se permitiera retar a su imperator, un imperator que, por añadidura, acababa de batirlo en toda regla en el campo de batalla. Sin embargo, tanto Artorius como yo sabíamos que no podía rechazar aquel desafío porque, en medio de tanta miseria, de tanta vileza y de tanta traición, encerraba una gran verdad, la de que había pasado por alto un compromiso sagrado y que su infidelidad, por muy nobles que fueran sus intenciones, había desencadenado una guerra.

—Sea como dices —exclamó Artorius a la vez que desenvainaba la espada— Dios es testigo entre tú y yo.

—Pero, domine... —protestó Caius que no podía entender lo que se proponía el antiguo Regissimus.

Artorius no se dejó disuadir. Mientras movía el arma con una sutil oscilación de la muñeca derecha, miró al veterano que le había acompañado durante años y le dijo:

—Dale tu espada a Medrautus.

Las cejas del legionario se arquearon como si en aquel momento hubiera podido contemplar al ser más prodigioso y peregrino que pudiera existir bajo la capa del cielo.

—Domine,ese miserable no tiene ningún derecho... —balbució— ... esta... esta espada...

—¿Voy a tener que prestarle la mía? —cortó Artorius.

Caius bajó la mirada avergonzado por su pasajera y bienintencionada insubordinación. Luego cubrió la distancia que le separaba de Medrautus y, como si fuera un reptil repulsivo, lanzó su espada contra el suelo.

Observé la manera en que Medrautus clavó la vista en aquella hoja a medias hundida en el suelo. Tengo para mí que en esos momentos hubiera deseado volverse atrás, retroceder en el tiempo, regresar a una época en la que la idea de ser el Regissimus Britanniarum no pasaba de ser un sueño infantil. ¿Le hubiera sido posible arrepentirse? Seguramente, para alguien tan impregnado de soberbia como Medrautus tal eventualidad no resultaba aceptable, pero ahora aquel orgullo podía costarle muy caro. Por su propio deseo, había adoptado una decisión disparatada y ahora, llegado a ese punto, tan sólo le quedaba seguir adelante sucediera lo que sucediese.

Sin dejar de mirar a Artorius, Medrautus se frotó las manos como si deseara fortalecerlas. Luego arrancó la espada del suelo y, de una carrera rápida e inesperada, se encontró a la altura de Artorius. Un combatiente menos experimentado quizá se hubiera visto sorprendido por aquella embestida, pero no fue el caso de Artorius. En realidad, se limitó a levantar su hoja y con un gesto trazado con facilidad detuvo la estocada de Medrautus y la desvió. Lo hizo deslizando con suavidad el filo de su espada sobre la hoja de su contrario y, al ejecutar aquel movimiento, pareció que se escuchaban las notas de una peregrina melodía musical.

—La espada canta... —musitó a mi lado un eques—. ¿Habéis escuchado cómo canta?

Un coro de vítores respondió entusiasta a aquellas palabras. Medrautus torció el gesto, pero, desde luego, no se dio por vencido. Con agilidad se retiró unos pasos, inhaló una bocanada de aire y volvió a lanzarse sobre Artorius. Esta vez, el antiguo Regissimus no sólo detuvo la estocada del joven. Lo hizo, sí, pero, acto seguido, torció su mano hacia la izquierda empujando la espada de Medrautus en dirección al suelo. Luego con extraordinaria habilidad remontó desde abajo con un giro hacia la derecha y, con fuerza, dio un golpe seco hacia arriba. La espada de Medrautus saltó por los aires, mientras que la hoja de Artorius se colocaba a un par de dedos del cuello del adversario.

Hubiera podido matarlo en aquel momento y así, sin ningún género de dudas, debió creerlo Medrautus porque, lívido como un muerto, cerró los ojos como si esperara que Artorius le asestara el último golpe. No fue así. Artorius subió la espada y la deslizó por la mejilla de Medrautus hasta llegar a su sien. Entonces, con un gesto rápido, la bajó ocasionándole un corte.

No se trató de una herida profunda ni mucho menos grave, pero su significado no podía resultar más obvio. Artorius había tenido en sus manos, sin ningún género de dudas, la posibilidad de arrancarle la vida a Medrautus. Se había conformado con causarle la primera sangre y dejar de manifiesto que le perdonaba la vida. Algunos aplausos, risas y vivas dejaron de manifiesto que los milites habían comprendido a la perfección lo que acababa de hacer el antiguo Regissimus.

—Hemos terminado, sobrino —dijo Artorius mientras retiraba la espada del rostro de Medrautus.

Pero su rival no estaba de acuerdo con aquel juicio. Con gesto rápido retrocedió unos pasos, se inclinó y cogió la espada que yacía en medio del fango.

—Sólo hemos empezado —escupió más que dijo Medrautus antes de volver a lanzarse sobre Artorius.

Lo que entonces contemplamos atónitos centenares de testigos fue cómo aquel jovenzuelo torpe acababa de transformarse en un hábil spatarius. Artorius apenas tuvo tiempo de contener la primera estocada, pero, esta vez, no logró desarticular la embestida. Por el contrario, con dificultad creciente, consiguió parar dos, tres, cuatro golpes de Medrautus. ¿Qué había sucedido? Sé que muchos dirán —la gente es muy crédula— que el joven se valió de la magia para poder experimentar aquel cambio. Quizá, al principio, se había mostrado más torpe de lo que era para calibrar cómo era Artorius con una espada en la mano. Puede ser incluso que la sensación de derrota irreversible le imprimiera una audacia y una fuerza de las que hasta entonces no había dado señal. Fuera como fuese, aquella muestra de audacia estaba dando su fruto.

Un grito general subrayó el hecho de que Artorius había resbalado y caído sobre su costado. Sólo su enorme experiencia le salvó de verse atravesado de parte a parte por Medrautus cuando se encontraba en esa tesitura. Y entonces, con inesperada habilidad, mientras Medrautus cogía con las dos manos la espada para intentar ensartarlo, el pie derecho de Artorius golpeó su empeine, mientras el izquierdo le asestaba un talonazo en la rodilla.

El conspirador se vio lanzado contra el suelo y antes de que pudiera levantar su rostro del fango espeso, Artorius saltó sobre él y, asiéndole del cabello, tiró de su cabeza hacia atrás. Medrautus boqueó intentando evitar el sofoco que el barro le causaba al taponarle la nariz y llenarle la boca, pero Artorius no se lo consintió. Con un gesto vigoroso, volvió a lanzar su cráneo hacia el suelo y contra él lo apretó por unos instantes. Un gemido, acompañado por un angustioso golpe de tos, brotó de la garganta de Medrautus cuando Artorius levantó por segunda vez su rostro. Pero el Regissimus no estaba satisfecho. Nuevamente, estrelló la cara embarrada de Medrautus contra el suelo y, nuevamente, la alzó convertida ya en una masa de sangre, fango y babas.

—Acaba con él, domine —le instó Caius.

—Sí, mátalo... —se hizo eco uno de los legionarios y entonces, como si alguien hubiera lanzado una antorcha sobre un montón de leña, docenas de voces comenzaron a gritar pidiendo la muerte de Medrautus.

Pero Artorius estaba demasiado inmerso en aquel combate como para escuchar a nadie. Soltó la cabellera de Medrautus en un gesto de desprecio y asco, y se puso en pie con un movimiento rápido y ágil. Por un momento, contempló al joven que yacía en el suelo respirando con dificultad y escupiendo flemas parduscas. En su mirada, se mezclaban el pesar, el dolor y la amargura. Como si todo lo que acababa de suceder, estuviera irremisiblemente contaminado por algo que lo enturbiara privándolo de cualquier atisbo de bondad o nobleza.

Se apartó un par de pasos y recogió del suelo aquella espada de la que se decía —¿exagerando?— que cantaba durante el combate. Nuevamente, sus hombres le suplicaron que diera muerte al traidor, que quitara la vida al miserable, que matara al canalla. Pero Artorius no los escuchaba. Lanzó una última mirada a Medrautus y se dispuso a abandonar el lugar. Fue en ese momento, justo en ese momento, cuando su mirada se cruzó con la mía. Por un instante, parpadeó como si no pudiera creer que me encontrara allí y luego una sonrisa, esa sonrisa alegre y risueña que había contemplado tantas veces durante los años anteriores, iluminó su rostro sudoroso.

—¡Merlín! —gritó mientras levantaba la diestra en un saludo jovial—. ¿Qué te ha traído a este lugar de diversión?

Sonreí a mi vez y estaba a punto de contestar cuando vi que la cara de Artorius se contraía en un gesto de dolor, de un dolor inmenso, irreparable y mortal.

Omnia vincit Amor... Como muy bien dejó escrito Virgilio, el Amor vence todas las cosas. No se trata únicamente de que el Amor tiene una fuerza especial que le lleva a sortear los obstáculos más difíciles, aunque haya mucha verdad en ese pensamiento. No. Tampoco debe equivocarse el Amor con las meras pulsiones de nuestro ser o con el juego de nuestras pasiones. Creo que si Virgilio acierta es en la medida en que se hace eco de esa verdad que expresó como nadie el apóstol de los gentiles escribiendo a los corintios. Ese amor —a diferencia de otros— es sufrido, es benigno, no tiene envidia, no presume, no cae en la vanidad, no hace nada que no deba, no busca lo suyo, no se irrita, no es resentido, no se alegra de la injusticia, sino de la verdad. El Amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Ese Amor —y aquí es donde Virgilio no andaba tan desencaminado— acaba venciendo todo porque, a decir verdad, su origen real se encuentra en el único Todopoderoso.