VI
Bajé de la silla de cuatro cuernos y me dirigí hacia nuestra pared de metal. Pasé por entre dos de los soldados de abigarradas vestimentas y me coloqué junto a aquellos hombres que llevaban un buen rato intentando provocar al adversario. Estoy seguro de que mi indumentaria contrastaba tanto con la de ellos que, desde el primer momento, debió de llamar la atención de los barbari.
—Scisne Latine?9—grité con el gesto más despectivo de que fui capaz.
Por un instante, temí que nadie de entre aquellas huestes tuviera la menor idea de la lengua de Virgilio, pero me equivoqué. Uno de los barbari se adelantó montado en un caballo bayo. Se trataba de un hombre de anchas espaldas y abundantes cabellos rubios que, sobrepasándole los hombros, se desplomaban en cascada sobre el vigoroso pecho. Desde luego, era obvio que aquellos barbari no tenían la menor idea de los beneficios que la civilización otorgaba al cuidado del cabello.
—Sic satis1 0—respondió con fuerte acento el invasor.
—Age sis Latine colloquamur1 1—dije con la mayor altivez de que fui capaz—. Intellegisne quod dico?1 2
—Quae tarde loqueris, ea intellego omnia1 3—señaló el barbari* con resquemor y luego añadió como si quisiera disculparse por su torpeza—: Parum clare loqueris.1 4
Qué gran desgracia había sido la pérdida de Roma. En otro tiempo, podía cruzarse todo el orbe hablando la misma lengua, la que habían utilizado Tácito y Cicerón, César y Horacio, Suetonio y mi muy admirado Virgilio. Tan importante era que incluso aquellos miserables barbari se habían visto obligados a conocerla, pero ahora... ahora era de esperar que muy pronto nadie conociera la lengua latina y que todos acabaran hablando aquellas lenguas bárbaras totalmente desconocidas fuera de cada terruño particular. Bueno, no podía entregarme en esos momentos a reflexiones de ese tipo. Tenía un deber que cumplir. Respiré hondo, elevé desde lo más profundo de mi corazón una oración al Altísimo y grité:
—Audite, barbari!1 5
Guardé silencio para ver el efecto que mis palabras causaban en el jinete. No hubiera podido asegurarlo, pero me pareció que palidecía al escuchar cómo acababa de calificarlos.
—Estis canes!1 6—añadí mientras movía la diestra en un gesto que indicaba que debían abandonar nuestra tierra—. Abite in malam rem! Vix tempero manibus!1 7
Los murmullos de ardiente indignación que comenzaron a recorrer las abultadas filas de los barbari me llevaron a la conclusión de que no sólo aquel jinete comprendía el latín. Bien, seguramente, tenía alguna posibilidad. Sin apartar los ojos de aquella cuña de hierro, di media docena de pasos hacia la derecha y luego repetí el movimiento en la dirección opuesta. Me detuve entonces, abrí los brazos y con toda la fuerza de mi boca grité:
—Ego vos conspuero!!!!1 8
Cuando terminé de vocear aquellas palabras, esperé a que surtieran efecto. Por unos instantes, sólo se pudo sentir el silencio en aquella blanda llanura cuyo trazado únicamente se veía interrumpido por una colina apenas elevada. Reconozco que temí que los barbari permanecieran impasibles. Pero entonces, un temblor suave comenzó a llegar hasta nuestros pies. Procedía de aquella cuña de hierro y muerte que se extendía ante nosotros. En un instante, aquel ligero tremolar, que, inicialmente, apenas resultaba perceptible, se transformó en un fiero rugido que brotaba de millares de gargantas y que resultaba más embravecido que el estallido restallante del más vigoroso trueno. Se trató tan sólo de un momento. Puedo asegurarlo porque allí estaba yo, pero, de repente, como si un brujo perverso hubiera conjurado a una legión incontenible de feroces demonios, los barbari comenzaron a correr hacia nosotros lanzando gritos desaforados.
Por un instante, sentí que el corazón se me paralizaba a la vista de aquel océano inmenso formado por guerreros salvajes que ahora se abalanzaba sobre nosotros. Sin embargo, no tardé en recuperarme. Con paso decidido, volví a cruzar nuestra pared metálica y me dirigí hacia donde se encontraba Artorius.
—Bien, físico, muy bien —me dijo con una sonrisa.
Luego gritó en voz alta:
—¡No os dejéis provocar! ¡Manteneos firmes! ¡No luchéis ni devolváis los golpes! ¡Cubríos tan sólo!
Apenas había acabado de pronunciar aquellas órdenes, apenas habían comenzado a repetirlas los oficiales, apenas habían empezado a obedecerles los milites, cuando un golpe inmenso, indescriptible, brutal que procedía de millares de cuerpos retumbó en mis tímpanos. Los barbari acababan de estrellarse contra nuestra pared metálica y pugnaban por despedazarla. Por un momento, temí que, efectivamente, nuestras filas se desplomaran ante aquella fuerza descomunal. Pero no fue así. De hecho, aquel diluvio de golpes no obtuvo ningún resultado. De vez en cuando, es cierto, alguno de nuestros hombres era herido, pero entonces era retirado rápidamente por sus compañeros y en una exhalación se cubría su hueco con reservas.
Sé que no hubiera debido hacerlo, me consta que fue un pecado horrible, pero en medio de aquella lucha en la que se decidía nuestro futuro no pude dejar de contemplar con satisfacción a los barbari. Sudorosos y enrojecidos, se lanzaban sobre nuestras filas, pero, al no derrumbarse éstas, la cólera, el cansancio y la frustración se iban apoderando de ellos. Una, dos, tres, hasta cuatro veces embistieron y, una tras otra, se vieron obligados a retroceder y en cada ocasión dejaron tras de sí un rastro de cadáveres y de heridos que gritaban su insoportable dolor en una lengua desconocida.
Cuando el sol había llegado a su punto más alto, los barbari hicieron ademán de retirarse. Sin embargo, no tardé en percatarme de que se trataba únicamente de un repliegue y no de una huida. Sí, era muy posible que los muertos se contaran ya por varios centenares, pero las huestes de los barbari no parecían vencidas. Y en cuanto a nuestros hombres...
—Están subiendo a lo alto de la colina... —escuché que decía desalentado uno de los infantes.
No era para menos. Aquel lugar resultaba verdaderamente ideal para repeler cualquier ataque enemigo. No se trataba sólo de que nuestras fuerzas fueran inferiores. Es que además para trabar combate habría que remontar la colina y combatir con el agotamiento de la subida pesando sobre los miembros. Actuar de esa manera equivaldría a un suicidio. Sin ningún género de dudas. Me hallaba sumido en tan poco halagüeñas reflexiones cuando escuché la voz de Artorius:
—¡Britanni!Hemos dado una buena lección a los barbari. Seguro que ahora desearían estar en sus tierras, pero no podemos dejarlos marchar de esta manera. Tenemos que aniquilarlos.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar aquellas palabras. ¿Acaso se había vuelto loco el Regissimus? ¿Pretendía destrozar a sus hombres lanzándolos contra aquellos salvajes? La respuesta me vino cuando vi cómo alzaba su espada sobre la cabeza y gritaba:
—¡A la colina! ¡A la colina! ¡Cargad!
A punto estuve de ser arrollado por los soldados en los que había prendido con entusiasmo la arenga del Regissimus. Antes de que pudiera percatarme, el caballo negro de Artorius había comenzado a trepar impetuosamente por la ladera que se elevaba en una suave colina. No lo hizo solo. Algunos equites lo acompañaron blandiendo las lanzas mientras los infantes, cubiertos de sudor, de polvo, de barro, se esforzaban por seguir el corcel de su caudillo. Dios santo, no iban a llegar a la cima. No podrían conseguirlo. Caerían antes de alcanzarla.
Sé que caí de rodillas y cerré los ojos, pero no para suplicar a Dios la victoria, sino para pedirle que la matanza fuera breve, que nos otorgara una muerte rápida antes que vernos sometidos a la cautividad a manos de unos barbari que nos entregarían a las peores torturas, y que nos permitiera gozar pronto de Su presencia.
Abrí los párpados al escuchar el estruendo espantoso provocado por el choque brutal de ambas fuerzas. En aquel mismo momento, todo mi ser esperaba el desastre, el desplome, la aniquilación de los hombres de Artorius, pero... pero... no podía ser. Los infantes habían cogido por sorpresa a los barbari y estaban impidiendo que formaran aquella cuña temible que había contemplado en las últimas horas. A pesar de todo, seguramente no hubieran podido aprovechar su sorpresa de manera total de no ser por la caballería. Me froté los ojos para asegurarme de que veía bien. Los jinetes de Artorius estaban penetrando entre los guerreros enemigos como... sí, como el cuchillo caliente en la manteca. Nadie hubiera negado que los invasores se defendían y que lo hacían con denuedo, pero aquellos guerreros a caballo rasgaban sus mal formadas filas y alanceaban a diestro y siniestro sembrando la muerte y la confusión.
—¡Ahora! —escuché a mi derecha, pero cuando iba a volverme oí el mismo grito a mi izquierda.
Giré la cabeza a uno y otro lado para contemplar cómo sendos escuadrones de caballería mandados por Caius y Betavir se lanzaban al combate. Sin embargo, no subieron la colina para sumarse al esfuerzo de Artorius. No. Por el contrario, rodearon la colina a la izquierda y a la derecha y desaparecieron al otro lado de la elevación. Fue en ese momento cuando comprendí todo. Lo entendí con la misma nitidez con que antaño había logrado dar con la traducción exacta de un enrevesado pasaje de Virgilio. ¿Cómo había podido desconfiar de las dotes de Artorius? ¿Cómo no me había percatado de lo que iba a suceder? ¿Cómo había dudado del desenlace que se produciría en breve? Cuando los barbari se replegaran desde la cima de la colina intentando, a la vez, huir de los equites de Artorius y reagruparse, iban a encontrarse con nuevas fuerzas de caballería, las mandadas por Caius y Betavir.
Quizá en aquellos momentos hubiera debido sentir alegría, entusiasmo, excitación, como me había sucedido antes del inicio de la batalla. Pero ni una sola de esas sensaciones se filtró en el interior de mi corazón. Por el contrario, experimenté una tristeza difusa, como el malestar que precede al desencadenamiento de una tempestad. De repente, sentí horror, un horror profundo, al contemplar el choque de los soldados de Artorius con los barbari. Porque aquello había dejado de ser una batalla, horrible como todas, para convertirse en una espantosa carnicería. Los invasores intentaban escapar, pero o eran empujados por los equites hasta que se encontraban con las mortíferas armas de los infantes o eran acabados por aquellos guerreros que en lugar de sobre un caballo parecían ir cabalgando sobre el viento y el rayo.
¿Cuánto tiempo duró aquella batalla en la falda, en la cima y en torno a la colina de Badon? Debo insistir en que casi todo lo que se ha relatado o escrito sobre ella es abiertamente falso. Yo mismo he escuchado cómo algunos llegan a afirmar que se prolongó a lo largo de toda la noche y que incluso duraba cuando la Aurora, valiéndose de sus dedos rosados, anunció el inicio del día siguiente. No fue así. Tengo que dejarlo sentado lisa, clara y llanamente. A decir verdad, tengo la sensación de que el tiempo que transcurrió entre la carga de Artorius y el final de la lucha fue inusitadamente breve. Y, sin embargo... sin embargo, de la misma manera que las horas en que sufrimos no parecen concluir nunca, aquel último choque me pareció prolongado e interminable como los tormentos de los réprobos en el infierno.
Non ignara mali miseris succurrere disco... Lo dejó escrito Virgilio con su peculiar talento: Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados. Pero se equivocaba. A decir verdad, el haber padecido la desdicha no nos hace mejores. A muchos —¿quién lo negaría?— los convierte en especialmente resentidos y canallas. Incluso los que no son empeorados por el sufrimiento, no por eso descubren cómo evitárselo a otros. No.
Creo que en este caso, como en tantos otros, una vez más el saber transmitido por la revelación se manifiesta en este caso superior al meramente natural. El apóstol de los gentiles señaló que aquellos que han recibido consuelo en las tribulaciones son los que, a su vez, pueden consolar a los atribulados. Siquiera pueden contarles dónde, cómo y cuándo hallaron remedio para sus cuitas.
Por eso no creo que sea genuina la fe que no ofrece consuelo a los que se aferran a ella. Quizá abra caminos de sufrimiento, o de disfrute, o incluso de triunfo. Pero sólo es verdadera aquella que calma el espíritu turbado por el desarrollo imparable de nuestra existencia, la que llama a los cansados y cargados de corazón para ofrecer un yugo suave y una carga ligera.