II
Aquellos por cuya vida no hayan pasado treinta inviernos, in cluso los que hayan contemplado menos de cuarenta, jamás podrán comprender lo que significó la caída de Roma. Durante años, habíamos esperado que algún emperador, el que fuera, de cidiera enviar refuerzos a Britannia para acabar con los barbari.Se sucedían los unos a los otros, perdían un pedazo tras otro del imperio, pero aun así la esperanza no desaparecía. Por el contrario, tengo la sensación de que, por un curioso fenómeno del espíritu, aumentaba, crecía, se engrandecía como si la fe fuera más necesaria cuanto peor resultaba la situación. Si no era este césar, sería el siguiente; si no lo aprobaba este senado, lo aprobaría el próximo, pero ¿cómo iba Roma a abandonar Britannia de manera definitiva? La realidad desnuda e innegable era que Roma agonizaba, poco a poco, y que ya tenía bastante con in tentar —si es que lo pretendía— salvarse a sí misma. Porque, para ser honrados, no se puede decir que se esforzara mucho. Por el contrario, los romanos parecían empeñados en mirar hacia otro lado y en disfrutar de las delicias de la mesa y del lecho mientras los barbariarrasaban todo a su paso. «No será grave —se decían—, se acabarán convirtiendo en romanos» o cacareaban «el imperio es rico para todos» o «todas las civilizaciones tienen cabida dentro de las fronteras de Roma.» Difícilmente, hubieran podido comportarse de una manera más estúpida e irresponsable.
Dos años antes de su caída, más o menos cuando yo abandonaba la casa de Blastus para acudir a la llamada de Aurelius Ambrosius, la península Italiana era ya un verdadero caos. Un general llamado Julius Nepos se sentó en el trono con la intención de acabar sus días luciendo la codiciada diadema imperial. Como sólo creía en sí mismo y Roma no le importaba, entregó la Auvernia a unos barbari conocidos como visigothí. Pensaba que así compraría la paz, pero lo único que consiguió fue excitar más a los enemigos del imperio y que lo vieran como a un sujeto débil al que podían arrancar todo. En el verano anterior a la caída de Roma, uno de sus lugartenientes, llamado Orestes, lo asesinó para, acto seguido, nombrar emperador a su hijo Romulus Augustulus. Julius Nepos tan sólo había estado en el poder catorce meses, pero el daño que había hecho era inmenso.
Cuando los barbari, al mando de un tal Odoacro, supieron que el nuevo emperador era tan sólo un niño decidieron encaminarse hacia Roma para sacar tajada de aquel cambio. Habían visto a tantos prohombres del imperio entregando territorios que exigieron la tercera parte de Italia. A decir verdad, eso es lo que venía sucediendo desde hacía un siglo, pero ahora Orestes decidió plantarles cara si no por amor a Roma, sí por deseo de proteger a su hijo. Esa actitud hubiera sido la indicada tan sólo unos años antes, pero, a esas alturas, ya resultaba inútil. Odoacro descendió por la península Italiana arrasando todo a su paso y con la intención de aniquilar a las fuerzas de Orestes, fueran las que fuesen. El general sabía mejor que nadie que eran poco de fiar y decidió encerrarse en una ciudad llamada Pavía y esperar a que Odoacro, cansado del asedio, se retirara. Pero, a esas alturas, nadie estaba dispuesto a defender a Roma. ¿Por qué iban a hacerlo si los emperadores, los senadores y los generales no se habían ocupado de tan necesaria misión desde hacía tanto tiempo que ni siquiera podían recordarlo? A los dos días, dos días tan sólo, Pavía abrió sus puertas a Odoacro y los barbari entraron en la ciudad. Como era habitual en ellos no manifestaron el menor asomo de compasión. Degollaron a todos sus habitantes, incluidos los ancianos y los niños, y, a continuación, redujeron la ciudad de Pavía a un montoncito de pavesas. Tan ocupados estaban en lo que mejor sabían hacer, es decir, en asesinar y destruir, que ni siquiera se percataron de que Orestes había aprovechado la confusión para fugarse. Duró poco. Al cabo de una semana, dieron con él en Piacenza y esta vez lo ejecutaron.
Nada se oponía ya a que los guerreros de Odoacro marcharan sobre Roma. Lo hicieron sin encontrar resistencia alguna, salvo la de aquellas mujeres que no estaban dispuestas a dejarse violar de buen grado. Por una paradoja del destino, Odoacro no mató a Romulus Augustulus. Al parecer, quedó asombrado porque no se asustó al ser llevado ante su presencia —justo lo contrario de lo que había visto en el resto de los romanos— y decidió permitir que acabara sus días en una villa cercana a Neapolis. Incluso le asignó una pensión anual de seis mil sueldos. Me consta que las malas lenguas afirman que se trató de un soborno para que no ofreciera resistencia y entregara Roma sin combatir, pero creo que Odoacro no necesitaba valerse de esas artimañas para rendir a una ciudad que desde mucho tiempo atrás había decidido no defenderse de los barbari. Más bien estaba dejando de manifiesto que los barbari sabían reconocer el valor, ese valor que de haberles hecho frente años antes hubiera salvado Roma. Así, terminó el dominio de una ciudad que había sido fundada en el centro de Italia setecientos cincuenta y tres años antes del nacimiento del Salvador y que después aún pervivió con brillantes épocas de esplendor durante casi medio milenio. Sólo los que han visto las doradas hojas del otoño más (le cuarenta o cincuenta veces comprenden, siquiera en parte, lo que eso significó entonces, pero aquella mañana en que contemplé a un anciano gimiendo bajo la tempestad casi todos comprendían la magnitud de la tragedia. De manera definitiva, habíamos quedado abandonados a nuestra suerte y eso implicaba la esclavitud e incluso la muerte a manos de los paganos.
—¿Qué está diciendo? —susurré al anciano mientras intentaba sacarle de debajo del despiadado aguacero y conducirle a un lugar seco.
El desdichado no respondió a mi pregunta. Se limitó a clavarme las manos en los brazos como si se tratara de garras y gemir:
—Dios nos ha abandonado... nos ha dejado... Es un castigo por nuestros pecados...
No tenía intención de discutir semejante afirmación teológica. Ni intención ni capacidad. Por el contrario, me esforcé en poner en pie a aquel desdichado cubierto de barro hasta la raíz del cabello.
—Sólo pensábamos en nosotros mismos —lloriqueó—. No nos ocupábamos más que de nosotros y ahora... ahora... ¿quién nos protegerá?
Encontramos abrigo en una cabaña cercana, pero aún necesité un buen rato antes de que el pobre hombre pudiera articular alguna frase coherente. Así fue como me enteré de que Roma ya no existía, de que el proceso iniciado por los barbari había llegado a su consumación y de que, por difícil que pudiera parecer, nuestro futuro resultaba más sombrío que nunca. Ignoraba entonces los detalles, pero las carcajadas de los barbari que ahora, concluida la cegadora lluvia, corrían gritando y bebiendo por la aldea parecían prueba suficiente de que aquel anciano no mentía. Sí, los invasores reían y se mofaban, y nosotros llorábamos y gemíamos. Resultaba exactamente igual que la manera en que el consternado salmista había retratado el dolor lacerante de los judíos y el gozo exultante de los crueles babilonios cuando estos últimos destruyeron la ciudad sagrada de Jerusalén y los deportaron sin piedad a la lejana Babilonia.
Los recuerdos del resto del día los conservo de una manera muy confusa. Desde mi corazón suben algunas imágenes desgarradoras de los exaltados barbari abandonando el poblado quizá para comunicar la siniestra nueva en otros lugares habitados por britanni, de los lloros incesantes de los lugareños, de los cuerpos empapados y cubiertos de barro hasta las cejas, de un desdichado presbítero al que los barbari habían cortado las orejas para celebrar la noticia, de un ahorcado de lengua azulada no sé si por deseo de los invasores o por el impulso de su negra desesperación. Quizá mi obligación hubiera sido permanecer con ellos para atender a los numerosos dolientes e infundir consolación a todos. Quizá, pero no me sentí con ánimo suficiente para hacerlo. Cuando mis modestas ropas se secaron ante la pobre hoguera, eché mano de mi modesto zurrón y reemprendí el camino. Creo que nadie lo advirtió porque, a fin de cuentas, era escaso el interés que podían sentir hacia un forastero desconocido en medio de aquel dolor lacerante que los acongojaba hasta lo más hondo de su ser.
No llegué a la ansiada colina del muérdago. A decir verdad, no es que hubiera cambiado de planes. Es que, simplemente, vagué sin rumbo fijo, sin destino claro, sin meta preconcebida. Era como si huyera de un mal mucho peor de cuantos hubiera conocido hasta entonces e incluso tengo la sensación de que hubo algún momento en que me quedé dormido y aun así continué caminando sin detenerme un solo instante. Anduve y anduve hasta que mis magras provisiones se agotaron —aunque no me importó porque, a decir verdad, no tenía hambre— y hasta que me percaté de que mis pies, tan acostumbrados a caminar, habían comenzado a sangrar. Pero incluso entonces no fue el dolor, un dolor que me embargaba tan profundamente que ni siquiera lo sentía ya, el que me avisó. Al descender una cuesta no muy pronunciada que llevaba desde no sé dónde hasta ignoro qué lugar, tropecé. Al mirar hacia el sitio con el que había chocado, reparé en que de ambos pies salían varios hilillos de un líquido rojizo que se mezclaba con unas manchas parduscas. Seguramente, me había herido en algún otro momento, pero ni siquiera me había percatado. Ahora, todo el cansancio acumulado durante horas, quizá días, pareció descender sobre mi cuerpo asendereado como si se tratara de un manto oneroso y oscuro. Sentí que me faltaba el aire y, llevándome la mano al pecho, me detuve. Luego, mientras era presa de una tos extraña que había llegado sin avisar, busqué con la mirada un árbol bajo el que descansar. Lo encontré a unas docenas de pasos, pero alcanzarlo se convirtió en un esfuerzo insoportable.
Fue sentarme y apoyar la espalda contra el tronco y sentir que de todo mi cuerpo se iba el último vestigio de fuerza que me quedaba. Se trató de una sensación extraña, como si el fluido vital en lugar de desaparecer por la boca se me escurriera por entre los dedos igual que si se tratara de agua. Boqueé en un intento de no ahogarme y, exhausto, cerré los ojos.
Cuando desperté, el sol, gris y cansado, había comenzado ya su descenso mortecino hacia la línea añil del horizonte. Aún había luz, pero había adquirido un tono perlado, casi opaco, como si se tratara de un metal pulido. ¿Dónde estaba? Lo ignoraba. Aquel paisaje, a decir verdad, no contaba con nada que me resultara familiar. De repente, noté una sensación extraña de gelidez casi sólida que parecía discurrir sobre la superficie plana de la tierra para luego encaramarse sobre mis ateridos miembros como una alimaña hambrienta que deseara devorarme.
No tardé en localizar el origen de aquel frío. A unos quinientos pasos se hallaba una enorme extensión de agua, tan enorme que no lograba ver sus límites precisos. ¿Acaso había llegado hasta la orilla del mar? No me pareció posible, pero, a fin de cuentas, tampoco era capaz de calcular el tiempo que llevaba caminando y en qué dirección lo había hecho y, por añadidura, jamás había visto una playa. En aquellos momentos, mi mirada quedó prendida por aquella agua verdigrís que, de repente, como si fuera un animal vivo, se transformó en una sucesión de masas amarillas, naranjas y rojas, surcadas por tonalidades esmeralda. Mi corazón estaba agotado, más incluso que mi cuerpo, pero no pude dejar de pensar que era como si las aguas se hubieran transformado en una resplandeciente superficie de zafiro pulido semejante a la que algunos santos varones vieron desplegada ante el trono del Altísimo. Pero ¿dónde me hallaba?
Dejé caer la cabeza sobre el pecho e intenté articular una plegaria, pero, por primera vez en mi vida, no conseguí hacerlo. Algo extrañamente pesado había descendido sobre mi corazón y borraba las palabras de mi mente antes de que consiguieran alcanzar mis labios. Lo intenté una vez y otra y otra más, pero fue inútil. Al igual que sucede cuando un agotamiento pesado e invencible atenaza los miembros y les impide moverse, aquella fuerza indescriptible se había enroscado en mi alma.
Cerré los párpados y respiré hondo. ¿Qué me estaba pasando? No llegué a responder a la pregunta. Ni siquiera volví a planteármela. Cuando abrí los ojos, la vi y ya no deseé nada más.
Quae te dementia cepit?... ¿Qué locura se ha adueñado de ti?, preguntaba uno de los personajes creados por Virgilio en una de sus Églogas. Y, sin embargo, la locura no es tan extraña. A decir verdad, mucho me temo que se halla tan unida a todos nosotros como la respiración a las ventanas de la nariz. Nos agrada pensar que sólo puede afectar a los demás, que sólo ellos serán alcanzados por su mano sucia, que nunca se nos acercará, pero no es así. Basta que nos toque en el punto adecuado y, como si contara con el poder de una hechicera, puede dominarnos.
A pesar de todo, esta circunstancia no debería apenarnos de la misma manera que no nos tiene que entristecer el saber que no podemos volar como las aves ni contar con las zarpas de una fiera para defendernos. Sólo tendría que guiarnos por el camino del recto conocimiento de nosotros mismos, de la prudencia para no perder el juicio, de la humildad. Y así, se cumplirá ese principio nunca suficientemente enunciado de que incluso nuestras debilidades pueden ayudarnos a convertirnos en seres mucho mejores. Mejores porque conocemos nuestros puntos flacos y mejores porque podemos intentar superarlos.