II

Me incliné con suavidad hasta que la punta de mis dedos tocó el borde del catre. Luego me senté. No me resultó difícil porque, a pesar de la estrechez del mueble, el cuerpo que alojaba era tan delgado que quedaba espacio sobrado para que encontrara acomodo.

Estiré ahora la mano hasta dar con Aurelius Ambrosius. Retiré lo que debió ser en otro tiempo una sábana fina y ahora se había convertido en una tela de tacto grasiento y casi sólido, e intenté explorar al hombre que durante años había estado al mando de la defensa de Britannia frente a los barbari.

—Necesitaré luz para saber cómo te encuentras... —dije intentando reprimir las náuseas que sentí al notar los efluvios asquerosos que, en parte al menos, ocultaba la sábana.

—No hay ninguna necesidad de que apliques tu ciencia, físico —me respondió con voz entrecortada—. Me estoy muriendo y lo sé de sobra. Como tú me dijiste hace años, no hay remedio.

El sonido de la voz me indicó dónde se encontraba la cabeza de Aurelius Ambrosius. El pecho... Cuando lo palpé, me pareció una tabla con pronunciadas elevaciones horizontales. La Fiel era acusadamente delgada y estaba arrugada como un cuero desgastado por un uso ininterrumpido. Por lo que se refería .i la carne... poca quedaba, desde luego. Bajé la mano y encontré lo que había temido. Se trataba de una elevación enorme, como la panza de una vaca o una calabaza robusta e hinchada. Allí se encontraba el mal que había comenzado a devorar al Regissimus años atrás y que ahora estaba a punto de matarlo de una vez. Lo sorprendente, a decir verdad, es que no lo hubiera logrado antes.

—¿Te convences, físico? —preguntó y no pude evitar sentir que en su pregunta había un leve dejo de amarga ironía.

No respondí, pero aparté las manos de su cuerpo hinchado. Sí, no cabía duda de que iba a morir pronto. Quizá antes de que amaneciera el nuevo día.

—Me he acordado mucho de ti en estos años —siguió hablando el Regissimus aunque le costaba un enorme esfuerzo expulsar cada nuevo golpe de voz—. Mucho. A decir verdad, ordené que te buscaran a los pocos días de marcharte, pero... pero fue imposible dar contigo... ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Una pesada y repentina sensación de culpa se apoderó de mi corazón al escuchar aquellas palabras. Así que, mientras yo estaba abrazado a Vivian, la mujer más seductora que había conocido o que pudiera imaginar, el Regissimus me había buscado. ¿Qué hubiera sido de todos nosotros si me hubiera encontrado? ¿Se hallaría ahora en esa situación? ¿Hubiera yo vivido lo que había vivido en Avalon? ¿Se estaría desplomando aquel castra a pedazos? No lo sabía y, sobre todo, no deseaba ni siquiera pensar en ello.

—Yo voy a comparecer ante Dios dentro de poco, físico —continuó hablando—. Dentro de muy poco... y le daré cuenta de mis actos... tú... tú tenías razón cuando me hablaste de concentrar... tropas en algunos lugares... cuando me dijiste que tenían que ser ji... jinetes que pudieran... que pudieran acudir rápidamente a donde los... los necesitaran...

—Descansa, domine —dije mientras buscaba su mano y, al encontrarla, descubría que se trataba de algo más parecido a la pata sin vida de una gallina escuálida que a la fuerte extremidad de un legionario veterano.

—No... no me puedo permitir descansar... pronto... pronto descansaré del todo... Físico, tenías razón... físico, ¿qué debo hacer ahora?

Por unos instantes, no supe qué decir. En realidad, fue como si Aurelius Ambrosius se hubiera dirigido a otra persona y yo no pasara de ser un mero espectador de un diálogo ajeno. Respiré hondo. En otro tiempo... sí, antes de los años pasados con Vivian en la isla de Avalon, seguramente hubiera sentido en mi interior aquel calor fuerte e impetuoso que me indicaba lo que debía decir. Pero ahora... ¿qué podía yo decirle al Regissimus que tuviera alguna utilidad? De nuevo, el sentimiento de amarga culpabilidad que apenas acababa de disiparse volvió a cernirse sobre mí provocándome una desagradable sensación en la boca del estómago. ¿Por qué me había conducido Dios hasta allí? ¿Para mostrarme hasta qué punto mi pecado era intolerablemente grave?

—Voy a morir y mi descendencia... mi descendencia es una niña pequeña que no puede sustituirme al mando de estas tropas... Físico... ¿quién va a sucederme? Dímelo...

Se me llenaron los ojos de lágrimas al escuchar aquellas palabras. ¿Cómo podía yo prestar ningún tipo de ayuda a aquel moribundo? En otro tiempo, en otra ocasión..., pero ahora, ¿qué podía yo hacer ahora? Aparté el rostro no para librarme de una hediondez pegajosa que apenas sentía ya, sino para que, en medio de aquella penumbra, no pudiera captar la enorme pesadumbre que se había apoderado de todo mi ser.

—Le he pedido muchas veces a Dios que regresaras —continuó—. Ha escuchado, al final, mis oraciones. Dímelo ahora, físico, dímelo, te lo suplico. ¿Quién ha de ser el nuevo Regissimus?

Permanecí en silencio. En otro tiempo no tan lejano, el Regissimus Britanniarum había sido un hombre importante. Primero, fue el representante militar de la autoridad de la Roma imperial; luego, la encarnación visible de la inquebrantable esperanza de que los emperadores enviarían refuerzos en la lucha contra los barbari. Ahora, sin embargo, no pasaba de ser un pobre agonizante, envuelto en la fetidez más insoportable y recluido en una casamata a punto de desplomarse por su propia podredumbre. ¿Qué podría ser un nuevo Regissimus? ¿El caudillo de un ejército exangüe formado por ancianos y mozalbetes, de unas tropas que, quizá, por su propia incapacidad no habían pensado siquiera en derribarlo como habían hecho en los siglos precedentes tantas legiones con sus mandos?

—Regissimus—dije por fin—. ¿Dónde está el resto de tus hombres?

Aurelius Ambrosius respiró hondo, pero seguramente antes de que la bocanada de aire entrara del todo en su cuerpo un golpe de tos lo sacudió tensándolo como una cuerda. Temí que aquél resultara su último estertor, pero no fue así. Unos silbidos siniestros salieron del pecho del Regissimus y luego, como si hubiera recuperado un hálito mínimo, dijo:

—Son pocos, físico. Ni sombra del pasado, pero... pero están dispuestos a luchar... los barbari de Hibernia... desembarcaron en nuestras costas... han ido a combatirlos...

¡Hibernia! ¡Dios santo! Aquella isla se encontraba al otro lado del mar ignoto. Ni siquiera había formado parte del imperio. ¿También sus habitantes estaban al corriente de cuál era nuestra situación? ¿Hasta tal grado de debilidad habíamos llegado que era conocida mucho más allá de los límites del mundo civilizado y de los barbari que se rebullían en sus fronteras? Bueno, al menos, reaccionábamos todavía.

—¿Quién está al mando de las tropas? —pregunté.

El Regissimus volvió a toser y luego, mientras la voz le brotaba trabajosamente en medio de temblores sibilantes, susurró:

—Ar... Artorius...

¡Artorius! ¡Dios santo! No había recordado a Artorius en todo aquel tiempo. El descendiente de Lucius Artorius Castus, el miembro de una estirpe de guerreros al servicio de Roma, el hijo de una familia en la que había britanni y romanos...

—Tengo una respuesta para ti —afirmé con una serenidad firme que a mí mismo me sorprendió—. Tu sucesor debe ser Artorius.

La mano del Regissimus se aferró a mi diestra con una fuerza inusitada de la que no le hubiera considerado capaz.

—¿Estás seguro de lo que dices, físico? —indagó con un hilo de voz.

¿Lo estaba? No llegué siquiera a preguntármelo. Antes de pensar mínimamente en la respuesta, me escuché respondiendo:

—Sí, sin la menor duda. Debes adoptar a Artorius para que pueda ser el próximo Regissimus.

Estaba seguro de que Aurelius Ambrosius había entendido lo que acababa de decirle. Los emperadores habían recurrido profusamente a la adopción para asegurarse un sucesor digno de confianza. Trajano, Adriano, Marco Aurelio... todos habían sido adoptados por un hombre que creía más en la nobleza de la competencia que en la de la sangre. En este caso sólo existía una diferencia, de manera que añadí:

—Pero Artorius no podrá ser sucedido por alguien de su estirpe. Su heredero deberá pertenecer a tu familia. Sólo así sabrá que no es un rey, sino un simple servidor de Dios y de sus hermanos, los que deben ser defendidos de los barbari.

—Físico...

—Lo que te digo debe quedar consignado por escrito —interrumpí al moribundo—. Ese testamento no será discutido por nadie porque yo lo respaldaré, porque es conforme al ius romanum y porque lo suscribirán dos testigos escogidos de entre tus propios hombres.

Aurelius Ambrosius calló durante unos instantes. No podía ver su rostro, pero imaginaba la sorpresa que se había apoderado de él. Sin embargo, nada de eso me importaba. Como antaño, en mi interior ardía un fuego irresistible que devoraba cualquier objeción o contratiempo. Mi única misión era comunicar el mensaje y no preocuparme de nada más.

—Fí... físico... —comenzó a decir el Regissimus—. Que se haga lo que acabas de decir.

 

 

En otros tiempos, en los tiempos en que Roma era una potencia altiva y pagana cuyas águilas dominaban el mundo, el cadáver de Aurelius Ambrosius hubiera sido quemado sobre una inmensa pira funeraria a la vista de sus hombres. Pero el cristianismo había demostrado su enorme superioridad sobre la creencia en múltiples dioses y, por añadidura, Roma había dejado de existir. Por ello, el Regissimus Britanniarum fue sepultado humildemente en uno de los escasos lugares donde los britanni aún se agrupaban como seres humanos, y no como cerdos en cochiquera. Siguiendo su última voluntad, ni siquiera se le dio tierra con su coraza desgastada o sus armas, otrora impresionantes. Por el contrario, aquella limitada panoplia fue dejada a su sucesor y el cadáver, tras ser lavado a conciencia bajo mi supervisión directa, fue modestamente envuelto en un humilde lino de color hueso. Tampoco hubo ejecuciones de esclavos —como en los funerales del héroe Patroclo— ni se ofrecieron banquetes o representaciones de teatro. Tan sólo un presbítero joven y asustadizo recitó algunas oraciones encomendando al soldado a la misericordia inmerecida del Señor que creó el mundo y luego se hizo hombre para redimirlo.

Recuerdo, como si ahora mismo lo estuviera viendo, la manera en que aquel cuerpo devorado durante años por la enfermedad fue colocado en una pequeña oquedad excavada detrás de una diminuta iglesia. Llovía y aunque sé que no pasa de ser una estupidez no pude dejar de pensar en algún momento que el agua podría llevarse aquellos restos empapados o incluso disolverlos. No sucedió ninguna de las dos cosas. Al menos, mientras dos legionarios de aspecto cansado arrojaban tierra, similar a aquella de la que habíamos sido creados, sobre el antiguo Regissimus. Mientras veía desaparecer de la vista a Aurelius Ambrosius no pude evitar apretar contra mi pecho su última voluntad. En aquellas líneas escritas de mi puño y letra nombraba sucesor a Artorius aunque supeditaba tal decisión a dos condiciones. Una, que los restos de las antaño poderosas legiones lo aceptaran como tal; la otra que Artorius se comprometiera a nombrar, a su vez, sucesor a un descendiente de Aurelius Ambrosius.

Aunque todos se apartaron enseguida de aquella tumba, apenas puesta de manifiesto por una suave elevación en el terreno y por el color marrón derivado de la ausencia de hierba, yo decidí permanecer durante un tiempo a su lado. Creo que, en cierta medida, aquel pedazo modesto de la vieja tierra de Britannia ejercía sobre mí una atracción casi mágica. A unos codos bajo el suelo empapado yacía el último de sus defensores, el último que había conocido, siquiera en la infancia, cuando Roma estaba presente en la isla y el último que había sabido de un imperio ya extinto. Sé que durante un buen rato, a solas y bajo una lluvia gris y triste, estuve orando por aquel hombre. No recuerdo con claridad cuál fue el motivo concreto de mis plegarias. Britannia, Artorius, yo mismo... posiblemente, todo eso y nada en concreto. Sí tengo la impresión de que, de repente, decidí entrar en el recinto destartalado de la iglesia vacía en lugar de dirigirme a cualquier otro sitio.

Por extraño que pueda parecer, hacía más frío en el interior del edificio que fuera. Quizá se debiera a que estaba levantado en piedra —algo no tan habitual en aquellos días— y a que las ventanas caladas dejaban penetrar un viento afilado como la hoja de un cuchillo. Una parte de la techumbre se había desplomado, sin duda, tiempo atrás y la insaciable humedad y lo que me pareció que eran restos de fuego había acabado con las piadosas pinturas de los muros. A pesar de todo, en una esquina podía verse lo que había sido en el pasado un mosaico. A primera vista, hubiérase dicho que las figuras de plantas y animales que en él aparecían nada tenían que ver con la religión. Sin embargo, si se aguzaba la mirada no era tan difícil identificar una Ji y una Ro, las letras griegas con las que comenzaba el nombre de nuestro Salvador. Descubrir aquello y sentir un agradable calor en el pecho fue todo uno. Se pensara lo que se pensase de las causas, lo cierto era que los barbari no habían logrado borrar aquel signo de redención.

Me arrodillé al lado del mosaico y pasé la mano por las teselas. No eran de buena calidad, me pareció. Me senté en el suelo frío, para, inmediatamente, tumbarme y acercar el rostro a las letras del alfabeto helénico. Piedrecillas. No pasaban de ser piedrecillas de escaso valor y opaco color. Sí, todo eso era cierto, pero habían resistido. Ya lo creo que habían resistido...

Me quedé dormido. Ignoro por cuánto tiempo, pero sí sé que cuando me desperté, me sentía increíblemente ligero y que a mi lado se erguía, tranquila, casi burlona, la silueta impresionante de Artorius.

Sis bonus o felixque tuis! Sé bueno y propicio para con los tuyos, recomendaba mi apreciado Virgilio. Por supuesto, ésa es una enseñanza que hasta los paganos más endurecidos pueden entender con escuchar tan sólo la voz de su corazón. El problema es que no tantos desean oír lo que dice. He conocido multitud de personas que manifiestan una inmensa preocupación por los lejanos sin ver el dolor y la necesidad que se encuentran a tan sólo unos pasos. Recuerdo haber contemplado a mujeres arrodilladas en prolongadas plegarias por los paganos que eran incapaces de captar la mirada de un niño necesitado en la puerta de la casa contigua. He asistido al espectáculo de milites que cantaban la necesidad de recuperar los antiguos territorios del imperio, pero no estaban dispuestos a defender el modesto limes de Britannia. He escuchado hasta la náusea a personajes empeñados en contar las desdichas injustas que sufren los necesitados, pero que no serían capaces de albergar en su casa a uno solo de esos infelices.

Como supo ver tan correctamente el apóstol de los gentiles, la preocupación hacia los demás debe comenzar por los cercanos y quien no se ocupa de su familia, de su mujer, de sus hijos, es peor que un infiel o que un renegado.