VI
Fue una mañana en la que la fragancia de los manzanos parecía más omnipresente que nunca, en que la luz invitaba perezosa a un descanso somnoliento y en que yo sentía de manera menos punzante la distancia que había entre la vida que hubiera deseado vivir y la que, a fin de cuentas, llevaba. Recuerdo que durante los días anteriores, Vivian y yo habíamos hablado largo y tendido de las prodigiosas propiedades curativas de unas raíces blanquecinas con forma de homúnculo que crecían no muy lejos de la casa. Yo estaba convencido de que carecían de virtudes terapéuticas, pero ella se empeñaba en atribuirles una potencia que jamás hubiera podido yo imaginar. Al final, como era su costumbre, no pudo soportar que no aceptara su punto de vista.
—¡Eres un cabezón! —fue la frase, nada elegante, pero bien clara, con la que dio por zanjada la plática.
Se trataba de una conducta en la que, por otro lado, incurría bastante a menudo.
—Cuando se te mete algo entre ceja y ceja —remachó aún más indignada— no hay manera de que pienses ni razones.
—Mira —repuse—. Precisamente eso es lo que yo pienso de ti.
—Sí —dijo con amargura— y, como siempre, retuerces las cosas a tu favor...
Ésa era otra de sus frases preferidas. Según ella, no sólo era testarudo sino que además me negaba a ver las cosas. Me encogí de hombros y pensé para mis adentros que quizá no andaba tan descaminada aunque no en el sentido en que pensaba.
—No merece la pena que discutamos por esta fruslería —señalé al fin.
—Es que no se trata de una fruslería —me dijo con un ímpetu que me avisó de que la discusión no sólo no había concluido, sino que, muy posiblemente, estaba a punto de reanudarse de manera especialmente encrespada.
—Como quieras, Vivian, como quieras —me replegué convencido de que una retirada a tiempo puede equivaler a una victoria.
—No me gusta el tono con que me hablas...
Si la hubiera conocido tan sólo unos días antes, hubiera indagado lo que tenía de particular la manera en que hablaba. Pero hacía años que mi existencia transcurría al lado de la de Vivian y sabía de sobra que semejante acto hubiera constituido una terrible equivocación.
—Dispénsame, Vivian —dije al mismo tiempo que me ponía en pie—. Acabo de darme cuenta de que hace un tiempo ideal para recoger unos hongos que vi el otro día.
Cuando sonaron las palabras «tiempo ideal» ya me había colocado el zurrón al hombro y «el otro día» concluyeron justo en el momento en que cruzaba el umbral. Y, sin embargo, a pesar de todo, aquella misma noche, volví a fundirme con ella de la misma manera que la polilla insensata no puede evitar el rondar el fuego atrayente aunque acabe abrasándose mortalmente en él.
Aquella mañana, hubiera debido despertarme con el pecho oprimido y, en realidad, así fue, pero las sensaciones que me entraban por la nariz y por los ojos actuaron como un bálsamo prodigioso sobre un corazón que cada vez sentía más como una herida abierta e imposible de curar. Había cerrado los párpados e intentaba concentrarme en aquellas manifestaciones de belleza, belleza, a fin de cuentas, aunque resultara tan distinta de la de Vivian, cuando sentí el sonido de unos pasos sobre el herboso pradecillo.
Me sorprendió un poco que se tratara de Miles, uno de los siervos de Vivian. Entre la gente que obedecía sin rechistar las órdenes de aquella mujer había de todo. Un porquero sordomudo que la contemplaba con ojos de temor; un hombre de cabellos largos y blancos que daba la sensación de adivinar sus deseos tan sólo con mirarla; media docena de labradores entregados sin descanso al cultivo de huertos y bosques, y once pastores empeñados en la tarea de guardar, alimentar y esquilar unos rebaños que sólo parecían crecer. Miles, por su parte, era un hombre muy diligente, antiguo soldado —como indicaba su sobrenombre— y jamás abandonaba las tareas de vigilancia, seguramente, de la misma manera que nunca había dejado de cumplir con su deber en las antiguas legiones. Las antiguas legiones... recordar que habían existido alguna vez me producía un dolor difuso, pero no por ello menos intenso. A decir verdad, creo que ese malestar no se relacionaba tanto con el pasado que no volvería como con un futuro, el mío, que ya nunca llegaría. Por más que me esforzara por evitarlo, lo cierto es que en aquella isla repleta de manzanos mi vida había quedado sometida paulatinamente a una relegación, a un apartamiento, casi a una reclusión. Se trataba de un sentimiento que me hubiera resultado casi tolerable de no ser porque iba ligado al pensamiento lacerante de que mi vida, una vida que hubiera podido ser útil, quizá se había terminado, quizá se había malogrado, quizá había empezado a concluir en el mismo momento en que había aceptado la invitación de Vivian. Pero en aquel momento, no deseaba que aquellos pensamientos volvieran a asaltarme y, por añadidura, sentía una enorme curiosidad por saber la causa de que Miles hubiera abandonado su trabajo.
Esperé a que entrara en la casa y me acerqué de la manera más sigilosa de que fui capaz. A unos pasos, distinguí que estaba hablando con Vivian, pero fui incapaz de captar el contenido de sus frases. Tendría que aproximarme más y hacerlo con prudencia porque si había algo que irritaba a Vivian era que alguien entrara en aquellos asuntos suyos a los que no había sido invitado. Creo que poco faltó para que lograra deslizarme sobre la hierba en lugar de pisarla y así llegué hasta una de las ventanas.
—No creo que eso tenga tanta importancia, Miles —escuché que decía Vivian con un tono de voz que conocía sobradamente y que indicaba que a duras penas lograba contener su irritación.
—Seguramente tienes razón —dijo Miles con evidente prudencia— pero la noticia...
—Es irrelevante —zanjó Vivian—. Aquí estamos bien. A decir verdad, muy bien y no nos importa lo que pueda suceder al otro lado de las aguas.
—Pero si muere Aurelius Ambrosius... —intentó argumentar Miles.
—Simplemente seguiría el camino propio de toda carne —cortó Vivian—. Es sabido que lleva enfermo mucho tiempo y que nadie ha podido curarle. Antes o después, tendrá que dejar este mundo.
—Pero Britannia... nuestros hijos...
—Britannia seguirá en su sitio porque el mar no va a tragársela simplemente porque Aurelius Ambrosius se muera y por lo que se refiere a nuestros hijos... ya se las arreglarán. La Historia del mundo está llena de catástrofes mucho mayores y los hombres siempre han conseguido superarlas. Los hijos de los britanni no van a ser la excepción...
Los argumentos esgrimidos por Vivian no me parecieron convincentes. Seguramente, era cierto que nuestros hijos podrían navegar en medio de las aguas procelosas, entre otros motivos porque no les quedaría otro remedio. Pero ¿cuántos perecerían en el intento? Y, por otra parte, ¿hasta qué punto estábamos autorizados por la Providencia a abandonarlos frente a ese destino simplemente porque muchos en el pasado habían sufrido catástrofes y desgracias?
—Como tú digas, domina —se rindió Miles.
—Por supuesto que es como yo diga —dijo Vivian con tono de autoridad—. Ahora puedes retirarte.
Escuché los pasos de Miles dirigiéndose hacia la puerta y me dispuse a apartarme, pero, en ese momento, volvió a resonar la voz de Vivian.
—Ah, Miles, él no debe saber nada de esto.
La forma en que dijo él para referirse a mí hubiera resultado profundamente halagadora unos años antes. Entonces, al inicio de nuestro camino de abrazos y espinas, habría pensado que reservaba aquel pronombre propio de la masculinidad única y exclusivamente para referirse a mí, que el único él en quien podía pensar era yo, que en su universo, aunque limitado a aquella isla repleta de manzanos, no existía otro él salvo mi persona. Pero ahora no tenía esa sensación. Por el contrario, me parecía que la palabra tan sólo indicaba una de las posesiones, sí quizá la mejor y más importante, pero posesión a fin de cuentas, de que disponía Vivian en aquel imperio insular e inaccesible.
Aquella noche, la cena transcurrió en un silencio tranquilo tan sólo interrumpido por algún comentario ocasional, pero en lo más hondo de mi corazón rugía una tempestad de inusitada aspereza. De repente, sentí el deseo de salir de la casa y caminar hacia la cala situada a unos cuantos pasos y, una vez allí, entrar en el agua y nadar hasta tierra firme y, si no moría en el intento, procurar regresar a una vida que había abandonado años atrás. Sí, todo eso lo ansiaba, pero ¿cómo iba a poder convertir mi anhelo en realidad?
—Vivian —dije y mi voz me sonó tan extraña como si procediera de una garganta distinta a la que unía mi cabeza con mi tronco— Aurelius Ambrosius se está muriendo. Debo acudir a su lado.
Me miró de la misma manera que el felino que se siente amenazado y desea, no obstante, aparentar serenidad. Se trataba exactamente de la calma tensa que precede al feroz zarpazo, justo el que zanja la cuestión.
—Creía que ya estuviste una vez con el Regissimus... —dijo sin terminar la frase.
Respiré hondo. Por supuesto que así había sido. Lo sabía de sobra porque era yo quien se lo había contado sin ocultarle ni uno solo de los revueltos sentimientos de pesar, de decepción, de amargura que había sufrido en aquel entonces.
—No comprendo cómo tienes algún deseo de volver a verle —prosiguió—. Te trató de una manera verdaderamente indigna.
—Vivian, no se trata de cómo nos tratan los demás, sino de cómo nosotros debemos tratarlos. Soy físico y...
—¿Y ahora sabes cómo curarlo? —me interrumpió con una pregunta cargada de burlona ironía.
No, por supuesto que no. Aquel hombre estaba condenado y si había algo que podía asegurar era que su vida se había prolongado mucho más de lo que yo mismo hubiera podido imaginar. Decidí que lo más prudente era mantenerme en silencio, pero Vivian no pensaba dar por concluida nuestra conversación.
—¿Por qué deseas marcharte? —me dijo con un tono seco que exigía una respuesta.
—Porque ésta no es la vida que debo vivir —respondí sorprendido de haber sido capaz de pronunciar aquellas palabras delante de Vivian.
—¿Ah, no? —exclamó con ira apenas contenida—. Déjame ver. Dedicas horas y horas a estudiar nuevas formas de curación, reflexionas, piensas, paseas y cuentas con la mejor discípula que hubieras podido encontrar jamás en Britannia. Por cierto, una discípula que siempre está dispuesta a entregarse a ti porque tú eres su vida. Su vida completa. Y ahora, piensas dejar todo... ¿Por qué? ¿Porque te has cansado?
—Britannia... —intenté empezar a decir.
—¡Britannia! ¡Britannia! ¿Qué nos importa Britannia a ti y a mí? —dijo mientras abría las manos como si deseara sujetar mi cráneo con sus palmas—. ¿Acaso los britanni han dejado de plantar, de cosechar, de comer, de dormir, de copular porque estuvieras aquí a mi lado? ¿Son más desdichados o enferman más? ¿Sufren más o pecan más? ¡Te ruego que no me digas estupideces!
—Vivian —comencé a decir—. Lo que dices... lo que dices es cierto, lo reconozco, pero... pero ¿y el futuro?
—¿Qué sabes tú del futuro? —me interrumpió.
—Nada, pero...
Vivian se levantó de su asiento como si se viera impulsada por un resorte y se dirigió hacia una de las estanterías. Rebuscó airada e incluso masculló alguna maldición mientras sus manos, blancas y suaves, revolvían entre los objetos. Cuando regresó a la mesa, sujetaba un saquete rojo.
—Aquí está el futuro. ¿Me oyes? Aquí —dijo mientras levantaba la bolsita de cuero hasta ponérmela justo debajo de los ojos.
Una sensación de malestar, la misma que se experimenta ante un peligro desconocido, pero cierto, se apoderó de todo mi ser inmovilizándome.
—¡Mira! —exclamó a la vez que arrojaba el contenido del saquete bermejo sobre la mesa.
Tardé unos instantes en comprender lo que apareció ante mis ojos. Al principio, me dio la sensación de que se trataba únicamente de algunos huesecillos que, tiempo atrás, habían pertenecido a algún diminuto roedor o a alguna alimaña de reducidas dimensiones. Pero, de repente, como cuando la luz rosada de la aurora se va extendiendo sobre los campos, comencé a distinguir todo. Aquello... aquello era un instrumento de adivinación...
—¿Quieres que te diga lo que te depara el porvenir? —insistió desafiante Vivian—. ¿Es eso lo que deseas? —¿Eres... eres una...?
Pero no pude concluir la pregunta. Vivian había tomado los huesecillos en el cuenco de sus dos manos, blancas y suaves, comenzó a pronunciar unas fórmulas que yo desconocía totalmente y luego los lanzó contra la mesa. Cayeron de manera absolutamente indescifrable para mí, pero no tenía la menor duda de que ella podía leerlos con la misma nitidez con que yo lo hacía con el Libro Santo o con Virgilio.
—¿Sabes lo que se ve aquí? —me dijo—. No, ¿verdad? Pues yo te lo diré.
Hizo una pausa y respiró hondo. Como si necesitara cobrar fuerzas. Sin embargo, a mí me daba la impresión de estar poseída por una fuerza indescriptible. Eso, sin contar con su belleza que, en aquellos momentos, parecía más extraordinaria que nunca. Contemplaba su rostro, cuando su voz pareció llenar la estancia como si fuera el fragor de un vendaval tan impetuoso como los secretos arcanos del universo.
—Veo que si te vas —comenzó a decir—, que si me abandonas, que si te marchas de mi lado, no lograrás lo que ansías. Es cierto que te afanarás en su busca, que lo perseguirás con tesón, que incluso le entregarás tu vida, pero no lo conseguirás. Querrás paz, pero, en vez de paz, contemplarás más y más guerras. Ansiarás ver el desprendimiento, pero en vez de generosidad, asistirás al interminable espectáculo de la mezquindad de los hombres. Te debatirás en busca de la tranquilidad, pero, en vez de sosiego, tan sólo descubrirás un día tras otro que el paraíso es un sueño que siempre degenera en interminables derramamientos de sangre, y...
Se detuvo súbitamente sin concluir la frase, pero creo que en aquellos momentos no le di demasiada importancia. Mis ojos estaban clavados en aquellos restos de osamentas. Costaba creer que, gracias a esos huesecillos pulidos y blanquecinos, pudiera contemplar mi futuro. En realidad, no lo veía. Yo sabía lo suficiente sobre el inicuo mecanismo de las artes ocultas como para que no se me escapara que aquellos instrumentos sólo eran el reclamo para que acudieran seres demoníacos, los mismos que ahora inspiraban las palabras de Vivian. Ésa era la realidad, pero, aun aceptando el fondo oscuro de sus tajantes premoniciones, ¿me decía la verdad o tan sólo se valía de la mentira para retenerme en aquella isla rebosante de manzanos?
—Quédate a mi lado... —continuó con un tono de voz en el que la inquietud apenas contenida había sustituido a la ira—. Aquí encontrarás ese sosiego que tanto deseas. Aquí nada te faltará. Aquí podrás escribir para que esas generaciones futuras que tanto te preocupan sepan. Si lo que verdaderamente deseas es ser útil a tu prójimo...
—¿Desde cuándo practicas la adivinación? —la interrumpí.
Vivian se apartó de los huesos como si, de repente, ardieran. Creo que en ese momento se percató de que había cometido un error, un error que podía resultarle fatal.
—¿Hace mucho tiempo? —insistí.
—Tú... tú... —balbució por primera vez en todos aquellos años.
—Yo soy un pobre hombre extraviado —le dije—. Un desdichado que ha creído que pecaba y que su pecado quizá no tenía tanta importancia, que ha esperado que en algún momento se produjera un cambio para que entonces se unieran también nuestros espíritus, y que acaba de descubrir que eres una hechicera.
—¿Por qué tenía que haber un cambio? —exclamó Vivian enfurecida—. ¿En qué? Dime. ¿En qué? ¿Tenía acaso que convertirme en uno de los seguidores de tu... religión? ¿Deseabas que abrazara a ese dios que no sabe comprender el amor natural entre un hombre y una mujer salvo que se hayan unido ante un altar, ese dios que prohíbe que nos juntemos cuando lo deseamos, ese dios que se complace en apartarnos de las fuerzas que pueblan los ríos y los bosques? ¿Eso es lo que esperabas de mí? Pero... pero ¿cómo has podido...?
No respondí. No lo hice porque Vivian estaba desnudando mi corazón con más perspicacia de la que yo hubiera sido capaz de hacerlo. Durante aquellos años no había querido reconocerlo, pero cada vez que la amaba, cada vez que la besaba, cada vez que la tenía entre mis brazos me decía en lo más profundo de mi ser que, quizá, no se trataba de actos tan graves; que, quizá, todo se reducía a un estado transitorio que concluiría en un matrimonio bendecido por Dios; que, quizá, todo acabaría en un final que permitiría pasar por alto la manera en que, de forma cotidiana y repetida, quebrantaba la ley contenida en el Libro Santo.
Hacía el mal, pero con la esperanza absurda y ciega, de que la raíz de ese mal acabara llevándome por alguna vía desconocida hacia el bien más ansiado. Me engañaba y sabía que me engañaba, pero ahora, al escuchar a Vivian, aquellos embustes dirigidos a apaciguar mi conciencia quedaban tan desarbolados como una barquichuela atrapada en medio de una impetuosa galerna. Y es que Vivian no sólo era una pagana, sino que además sentía horror incluso ante las enseñanzas más llenas de misericordia y gracia contenidas en el Libro Santo. ¿Podía ser de otra manera cuando se entregaba a prácticas como la adivinación que Dios había condenado una y otra vez por boca de Moisés y de los profetas? ¿Podía extrañarme que ni en los momentos de mayor placer hubiera sido mi disfrute tranquilo? Todavía más importante. ¿Podía permanecer más tiempo en su compañía permitiendo que mi existencia se deshilachara entre las ruedas de un destino que no era el que yo deseaba?
—Vivian —dije al fin—. Te he amado como nunca he amado y como creo que nunca podré amar a nadie, pero ahora nuestros caminos deben separarse.
—¿Separarse? —gritó con los ojos rebosantes de lágrimas—. Pero... pero ¿y los años que te he dado? ¿Y las atenciones con que te he cubierto? ¿Y los cuidados que te he dispensado?
Hizo una pausa y añadió:
—¿Acaso sabes lo que he perdido estando a tu lado? ¿Te haces una idea de cuáles han sido mis renuncias?
Aquellas palabras me causaron una impresión muy honda. Jamás hubiera pensado que nuestro amor hubiera implicado pérdida alguna o transacción alguna o renuncia alguna. Siempre lo había visto como una entrega. Ahora, al escucharla, me dije que quizá había estado errado y que en mis yerros había causado dolor y sufrimiento.
—Perdóname... —dije con un hilo de voz intentando introducir un hilo de piedad en aquel tejido espeso de amargura y reproches.
—No quiero perdonarte —me interrumpió—. Quiero que te quedes conmigo y que te comportes como debes.
Como debes... Aquella expresión provocó en mi corazón un efecto similar al de un poderoso ensalmo pronunciado por un terrible hechicero. Sí, quizá ésa era la clave para comprender los últimos años de mi vida. Los dos habíamos pensado que el otro debía comportarse de una manera determinada. Yo estaba sumido 'en el pesar porque nada de lo esperado, de lo que podía cubrir como un piadoso velo mi comportamiento, se había realizado. Vivian, por su parte, estaba enfurecida —también herida y decepcionada— a pesar de que no era poco lo que había logrado de mí. Pero yo supe en aquellos momentos que no podía ya darle más, que le había entregado todo y que nada me quedaba. Me levanté de la mesa y con paso tranquilo me dirigí hacia la puerta de la casa.
Me dije que quizá Miles estuviera dispuesto a ayudarme a llegar a tierra firme. Claro que también era posible que no se mostrara dispuesto, bajo ningún concepto, a contrariar los deseos de una hechicera. A decir verdad, a esas alturas me daba igual. Mientras me dirigía hacia el lugar donde el antiguo veterano se ocupaba de las bestias de Vivian elevé desde lo más profundo de mi corazón una plegaria al Salvador. Entonces, por primera vez en mucho, en muchísimo tiempo, sentí que una paz serena y vigorosa embargaba todo mi ser.